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Dave...-Le dirigió una mirada incómoda. Bajando la voz añadió-: Dijeron que no saliéramos del helicóptero, ¿recuerdas? -Vamos, no puedo esperar una hora más. ¿Qué problema hay? -señaló hacia el desierto-. Joder, no hay nada en kilómetros a la redonda. -Pero, Dave... -Me sacáis de quicio. Voy a mear, maldita sea. -Se levantó torpemente y se encaminó hacia la puerta. No oí el resto de la conversación porque ya me había quitado los auriculares. El hombre malhumorado bajaba del helicóptero. Cogí mi equipaje, me di media vuelta y me alejé, agachado bajo las aspas, que proyectaban una sombra parpadeante en el suelo. Llegué al borde del helipuerto, donde la plataforma de hormigón terminaba repentinamente en un camino de tierra que serpenteaba entre los grupos de cactus y yucas hacia el compacto edificio blanco que albergaba el grupo electrógeno, a cincuenta metros de distancia. Nadie salió a recibirme; de hecho, no había nadie a la vista. Mirando atrás, vi al hombre malhumorado subirse la cremallera del pantalón y volver al helicóptero. El piloto cerró la puerta y se elevó, despidiéndose de mí con un gesto mientras ascendía. Le devolví el saludo y me alejé del remolino de arena. El helicóptero trazó un círculo y se dirigió hacia el oeste. El sonido se desvaneció. El desierto estaba en silencio excepto por el zumbido de los cables de alta tensión, a unos cientos de metros. El viento me agitó la camisa y las perneras del pantalón. Me di la vuelta lentamente, preguntándome qué hacer, y pensando en las palabras del hombre del maletín: «Dijeron que no saliéramos del helicóptero, ¿recuerdas?». -¡Eh! ¡Eh, usted! Mire hacia atrás. Se había abierto una puerta en el edificio blanco del generador. Un hombre asomaba la cabeza. Gritó: -¿Es usted Jack Forman? -Sí -contesté. -¿A qué demonios espera? ¿Una invitación? Entre, por Dios. Y volvió a cerrar la puerta. Esa fue mi bienvenida al centro de fabricación de Xymos. Cargando el equipaje, recorrí el camino de tierra hacia la puerta. Las cosas nunca salen como uno prevé. Entré en una pequeña sala con paredes de color gris oscuro en tres lados. Eran de un material liso parecido a la formica. Tardé un momento en adaptarme a la relativa oscuridad. Finalmente vi que la cuarta pared, justo frente a mí, era completamente de cristal y daba a un pequeño compartimiento, delimitado en el lado opuesto por otro panel de cristal. Los paneles de cristal estaban provistos de brazos articulados de acero con placas metálicas de presión en los extremos. Aquel espacio recordaba en cierto modo a la cámara acorazada de un banco. Más allá del segundo panel de cristal vi a un hombre robusto con una camisa y un pantalón azules de trabajo, con el logotipo de Xymos en el bolsillo. Obviamente era el ingeniero de mantenimiento de la fábrica. Con un gesto, me indicó que me acercara. -Es un compartimiento estanco. La puerta es automática. Avance hacia ella. Avancé, y la primera puerta de cristal se abrió. Se encendió una luz roja. En el siguiente compartimiento vi rejillas en el suelo, en el techo y en ambas paredes. Vacilé. -Parece una tostadora, ¿no? -dijo el hombre, sonriendo. Le faltaban varios dientes-. Pero no se preocupe, solo le soplará un poco. Adelante. Entré en el compartimiento de cristal y dejé la bolsa en el suelo. -No, no. Coja la bolsa. Volví a cogerla. Al instante la puerta de cristal a mis espaldas se cerró con un leve zumbido, desplegándose suavemente los brazos de acero. Las placas de presión se acoplaron con un golpe sordo. El compartimiento estanco se presurizó, y sentí una ligera molestia en los oídos. El hombre de azul dijo: -Quizá prefiera cerrar los ojos. Cerré los ojos y de inmediato algo frío me roció la cara y el cuerpo desde los lados. La ropa me quedó empapada. Percibí un penetrante olor parecido a la acetona o al quitaesmalte de uñas. Me estremecí, el líquido estaba muy frío. La primera ráfaga de aire me llegó desde arriba, un rugido que pronto adquirió intensidad de huracán. Tensé el cuerpo para mantener el equilibrio. La ropa me aleteaba y se me adhería. El viento sopló con más fuerza, amenazando con arrancarme la bolsa de la mano. De pronto la corriente de aire se detuvo por un momento y una segunda ráfaga ascendió desde el suelo. Resultó desorientador, pero duró solo unos instantes. A continuación se pusieron en marcha las bombas de vacío y noté un leve dolor en los oídos cuando la presión bajó, como cuando un avión desciende. Luego silencio. -Ya está. Adelante -dijo una voz. Abrí los ojos. El líquido con que me habían rociado se había evaporado. Tenía la ropa seca. Las puertas se abrieron ante mí. Salí del compartimiento y el hombre de azul me miró con expresión interrogativa. -¿Se encuentra bien? -Sí, eso creo. -¿No le escuece nada? -No... -Bien. Algunas personas son alérgicas a esa sustancia. Pero debemos aplicar esta rutina para mantener la asepsia de las salas. Asentí con la cabeza. Obviamente era un procedimiento para eliminar el polvo y otros contaminantes. El fluido era en extremo volátil y se evaporaba a temperatura ambiente, extrayendo micropartículas del cuerpo y la ropa. Los chorros de aire y la aspiración completaban la limpieza, eliminando cualquier partícula desprendida y absorbiéndola. -Soy Vince Reynolds -dijo el hombre, pero no me tendió la mano-. Llámame Vince. Y tú eres Jack, ¿no? Asentí. -Muy bien, Jack. Están esperándote, así que empecemos. Debemos tomar precauciones, porque esto es un entorno con un campo magnético de alta potencia, superior a 33 teslas. -Sacó una caja de cartón-. Mejor será que dejes aquí el reloj. Coloqué el reloj en la caja. -Y el cinturón. Me quité el cinturón y lo puse en la caja. -¿Algún otro adorno? ¿Pulseras? ¿Collares? ¿Piercings? ¿Pins o medallas? ¿Placas con información médica para casos de urgencia? -No. -¿Y algo metálico dentro del cuerpo? ¿Alguna antigua herida, balas, metralla? ¿No? ¿Algún clavo en un brazo o pierna rota, implantes de cadera o rodilla? ¿No? ¿Válvulas artificiales, cartílago artificial, bombas vasculares? Contesté que no tenía nada de eso. -Bueno, aún eres joven -dijo-. ¿Y qué llevas en la bolsa? Me obligó a sacarlo todo y esparcirlo sobre una mesa para inspeccionarlo. Allí había bastante metal: otro cinturón con otra hebilla metálica, un cortaúñas, un bote de crema de afeitar, maquinilla de afeitar y hojas, una navaja de bolsillo, unos vaqueros con remaches metálicos... Retiró la navaja y el cinturón, pero dejó el resto. -Puedes volver a meterlo todo en la bolsa -dijo-. Estas son las normas. Puedes llevarte la bolsa al edificio residencial pero no más allá, ¿de acuerdo? Hay una alarma en la puerta de ese módulo y sonará si intentas pasar cualquier objeto metálico. Pero hazme el favor de no activarla, ¿bien? Porque desactiva los imanes como medida de seguridad y se requieren dos minutos para ponerlos de nuevo en funcionamiento. Molesta mucho a los técnicos, sobre todo si en ese momento están fabricando. Les echa a perder el trabajo. Le dije que intentaría recordarlo. -Tus otras cosas se quedan aquí. -Señaló con la cabeza hacia la pared situada a mis espaldas; vi una docena de pequeñas cajas de seguridad, cada una con un panel numérico-. Fija la combinación y guárdalo tú mismo. -Se volvió para permitirme hacerlo. -¿No necesitaré reloj? Negó con la cabeza. -Te proporcionaremos un reloj. -¿Y el cinturón? -Te proporcionaremos un cinturón. -¿Y el portátil? -pregunté. -Dentro de la caja de seguridad -contestó-. A no ser que quieras que el campo magnético te borre el disco duro. Dejé el ordenador con el resto de mis cosas y cerré la puerta. Me sentí extrañamente desnudo, como un preso al entrar en la cárcel. -¿No quieres también los cordones de los zapatos? -bromeé. -No, quédatelos. Así podrás estrangularte llegado el caso. -¿Por qué habría de llegar el caso? -No sabría decirte. -Vince hizo un gesto de indiferencia-. Pero los tipos que trabajan aquí... Te diré una cosa: están como regaderas. Fabrican esas cosas minúsculas que no se ven, moviendo moléculas y demás de un lado a otro, juntándolas. Es un trabajo muy intenso y absorbente, y los vuelve locos. A todos. Están como cabras. Acompáñame. Atravesamos otra serie de puertas de cristal, pero esta vez no fui rociado. Entramos en la sala del grupo electrógeno. Bajo unas lámparas halógenas azules, vi enormes cubas metálicas de más de tres metros de altura y aislantes cerámicos tan gruesos como el brazo de un hombre. Todo zumbaba. Percibí una clara vibración en el suelo. Por todas partes colgaban carteles con relámpagos rojos donde se leía: CUIDADO: ALTA TENSIÓN. PELIGRO DE MUERTE. -Utilizáis mucha energía eléctrica aquí, por lo que veo. -Suficiente para abastecer a un pueblo -confirmó Vince. Señaló uno de los carteles-. Tómate en serio esos avisos. Hace un tiempo tuvimos algún incendio. -¿Sí? -Sí. Había un nido de ratas en el edificio. Las condenadas quedaban fritas una y otra vez. Literalmente. Detesto el olor de pelo de rata quemada, ¿tú, no? -No he tenido la experiencia. -Huele como puedes imaginarte. -Ya -dije-. ¿Cómo entraron las ratas? -Por una taza de váter. -Debí de mostrar sorpresa, porque Vince añadió-: Ah, ¿no lo sabías? Las ratas hacen eso continuamente; solo tienen que nadar un poco para entrar. Si eso ocurriera cuando estás sentado, te llevarías una sorpresa desagradable, desde luego. -Soltó, una risotada-. El problema fue que el contratista de la obra no instaló el campo de drenaje séptico a profundidad suficiente. El caso es que entraron las ratas. Hemos tenido unos cuantos accidentes de ese estilo desde que yo estoy aquí. -¿En serio? ¿Qué clase de accidentes? Se encogió de hombros. -Querían que estos edificios fueran perfectos -dijo-, porque trabajan con cosas de un tamaño muy pequeño. Pero este no es un mundo perfecto, Jack. Nunca lo ha sido y nunca lo será. -¿Qué clase de accidentes? -repetí. Habíamos llegado a la última puerta, provista de un panel numérico, y Vince pulso rápidamente el código. La puerta se abrió con un chasquido. -Todas las puertas tienen la misma clave: cero seis, cero cuatro, cero dos. Vince empujó la puerta, y entramos en un pasadizo cubierto que comunicaba el grupo electrógeno con los otros edificios. Pese al zumbido del aire acondicionado, hacía un calor sofocante. -Por culpa del contratista -explicó Vince-. No equilibró bien los controles del aire acondicionado. Han venido a repararlos cinco veces, pero en este pasadizo siempre hace calor. Al final del pasadizo había otra puerta, Vince me pidió que introdujera yo mismo el código. La puerta se abrió. Me hallé ante otro compartimiento estanco: una pared de grueso cristal y otra unos pasos más allá. Y detrás de la segunda pared vi a Ricky Morse en vaqueros y camiseta. Sonrió y me saludó alegremente. En su camiseta se leía: «Obedéceme, soy Root». Era un chiste de informáticos. En el sistema operativo UNIX, root, «raíz», significaba «el jefe». Por un intercomunicador, Ricky dijo: -A partir de aquí ya me ocupo yo, Vince. -Muy bien -contestó Vince con un gesto. -¿Has ajustado la presión? -Hace una hora, ¿por qué? -Es posible que en el laboratorio principal no se haya mantenido. -Volveré a comprobarlo -respondió Vince-. Quizá tengamos otro escape. -Me dio una palmada en la espalda y señaló con un pulgar hacia el interior del edificio-. Mucha suerte ahí dentro. -Se dio media vuelta y se alejó por donde habíamos venido. -Me alegro mucho de verte -dijo Ricky-. ¿Conoces el código para entrar? Respondí que sí. Señaló un panel numérico. Pulsé los dígitos. La pared de cristal se deslizó a un lado. Entré en otro estrecho espacio de poco más de un metro de anchura, con parrillas metálicas en las dos paredes laterales, el suelo y el techo. La pared se cerró a mis espaldas. Una intensa ráfaga de aire se elevó desde el suelo, hinchándome las perneras del pantalón y agitándome la ropa. Casi de inmediato siguieron ráfagas de aire procedentes de los lados y luego desde arriba. Noté su fuerza en el cabello y los hombros. Luego el zumbido de las bombas de vacío. El cristal de delante se deslizó lateralmente. Me alisé el pelo y salí del compartimiento. -Disculpa las molestias. -Ricky me estrechó la mano vigorosamente-. Pero al menos así no tenemos que llevar trajes de seguridad. Presentaba una apariencia robusta y saludable, con los músculos de los antebrazos bien definidos. -Tienes buen aspecto, Ricky -dije-. ¿Haces ejercicio? -Bueno, en fin... la verdad es que no. -Te veo muy en forma. -Le di un puñetazo en el hombro. Sonrió. -Es la tensión del trabajo. ¿Te ha asustado Vince? -No exactamente... -Es un poco extraño -advirtió Ricky-. Vince se crió en el desierto con su madre. Ella murió cuando él tenía cinco años. El cadáver estaba casi descompuesto cuando por fin la encontraron. El pobre niño no supo qué hacer. Con eso supongo que yo también sería extraño en esas circunstancias. -Ricky se encogió de hombros-. Pero me alegra que estés aquí, Jack. Temía que no vinieras. -Pese a la aparente buena salud de Ricky, empezaba a notarlo nervioso, crispado. Con paso enérgico, me guió por un corto pasadizo-. ¿Cómo está Julia? -Se rompió un brazo y sufrió un fuerte golpe en la cabeza. Está bajo observación en el hospital. Pero se recuperará. -Bien. Eso está bien. -Asintió con la cabeza sin detenerse-. ¿Quién se ocupa de los niños? Le conté que había venido mi hermana. -¿Puedes quedarte un tiempo, pues? ¿Unos días? -Supongo -dije-. Si me necesitáis tanto tiempo… Normalmente los asesores informáticos no pasan mucho tiempo en la empresa contratante. Un día, quizá dos. No más. Ricky me miró por encima del hombro. -Esto... ¿te ha hablado Julia de este lugar? -No, en realidad no. -Pero sabías que pasaba mucho tiempo aquí. -Sí, claro. Sí. -En las últimas semanas venía casi a diario en el helicóptero y se quedó un par de noches. -No sabía que le interesara tanto la fabricación -comenté. Ricky vaciló por un instante. Por fin dijo: -Bueno, Jack, esto es algo totalmente nuevo... -Frunció el entrecejo-. ¿De verdad no te ha contado nada? -No, de verdad. ¿Por qué? No contestó. Abrió la puerta del fondo y me indicó que pasara. -Este es el módulo residencial, donde dormimos y comemos. El aire se notaba frío después del calor del pasadizo. Las paredes eran del mismo material liso utilizado en el resto de la fábrica. Se oía el zumbido grave y continuo de los acondicionadores de aire. En el pasillo había una serie de puertas. Una de ellas tenía mi nombre escrito con rotulador en un trozo de cinta adhesiva. Ricky abrió la puerta. -Hogar, dulce hogar, Jack. Era una habitación monástica: una cama pequeña, un diminuto escritorio con espacio suficiente solo para un monitor y un teclado. Sobre la cama, un estante para libros y ropa. Todos los muebles estaban revestidos de laminado plástico blanco. No había huecos ni rendijas que pudieran contener partículas de polvo perdidas. Tampoco había ventana, pero una pantalla de cristal líquido ofrecía una vista del desierto. En la cama me habían dejado un reloj de plástico y un cinturón con hebilla de plástico. Me los puse. -Deja tus cosas y te enseñaré las instalaciones -ofreció Ricky. Todavía con paso enérgico, me llevó a un salón de tamaño medio con un sofá y sillas en torno a una mesa baja, con un tablón de anuncios en la pared. Todos los muebles eran del mismo laminado plástico. -A la derecha están la cocina y la sala de recreo con un televisor, videojuegos y demás. Entramos en la reducida cocina. Dentro había dos personas, un hombre y una mujer, comiendo de pie unos sándwiches. -Creo que ya conoces a estos dos -dijo Ricky, sonriendo. En efecto, los conocía. Habían formado parte de mi equipo en MediaTronics. Rosie Castro era morena, delgada, exótica y sarcástica; llevaba unos holgados pantalones cortos y una camiseta que le ceñía el abundante pecho; en ella se leía: DESEA. Independiente y rebelde, Rosie se había dedicado al estudio de Shakespeare en Harvard hasta que decidió, en sus propias palabras, que «Shakespeare está muerto, joder. Lleva siglos muerto, joder. No hay nada nuevo que decir. ¿Qué sentido tiene?». Pidió el traslado al MIT y allí pasó a estar bajo la protección de Robert Kim, que trabajaba en programación de lenguajes naturales. Demostró grandes aptitudes. Actualmente empezaba a verse la relación entre los programas de lenguajes naturales y el procesamiento distribuido, ya que por lo visto las personas evalúan una frase de distintas maneras simultáneamente mientras la oyen; no esperan a acabar de oírla, sino que se forman expectativas de lo que va a venir. Esa es una situación ideal para el procesamiento distribuido, que puede abordar un problema desde varios puntos de vista al mismo tiempo. -Aún llevas esas camisetas, Rosie -comenté. En MediaTronics habíamos tenido algún contratiempo por su manera de vestir. -Mantiene a los chicos despiertos -contestó ella, encogiéndose de hombros. -De hecho, nos tienen sin cuidado. Me volví hacia David Brooks, rígido, formal, obsesivamente pulcro, y casi calvo a los veintiocho años. Parpadeó tras los gruesos cristales de las gafas. -En todo caso, tampoco son nada del otro mundo -añadió. Rosie le sacó la lengua. David era ingeniero, y tenía la brusquedad y la ineptitud social propias de un ingeniero. También estaba cargado de contradicciones, aunque cuidaba hasta la exageración todos los detalles de su trabajo y la apariencia física, los fines de semana hacía motocross y a menudo volvía cubierto de barro. Me estrechó la mano con entusiasmo. -Me alegra mucho que estés aquí, Jack. -Alguien tendrá que decirme por qué os alegráis todos tanto de verme-dije. -Bueno, es porque tú sabes más sobre algoritmos multiagente que... -contestó Rosie. -Primero voy a enseñarle la fábrica -la interrumpió Ricky-. Ya hablaremos luego. -¿Por qué? -preguntó Rosie-. ¿Quieres que sea una sorpresa? -Toda una sorpresa -añadió David. -No, en absoluto -respondió Ricky, lanzándoles una mirada severa-. Solo quiero poner a Jack en antecedentes. Quiero tratar de ese asunto a fondo con él. David consultó su reloj. -¿Cuánto tiempo crees que te llevará? Porque calculo que tenemos... -He dicho que primero me dejes enseñarle la fábrica, por Dios -repitió Ricky, casi gruñendo. Me sorprendió; nunca antes lo había visto perder el control. Pero, para David y Rosie, esa actitud aparentemente no tenía nada de raro. -Está bien, Ricky. Está bien. -Como digas, Ricky. Tú mandas. -Así es, yo mando -repuso Ricky, aún visiblemente irritado-. Y por cierto, vuestro descanso ha terminado hace diez minutos, así que volved al trabajo. -Echó un vistazo a la sala de recreo contigua-. ¿Dónde están los otros? -Reparando los sensores del perímetro. -¿Queréis decir que están fuera? -No, no. Están en la sala de mantenimiento. Bobby cree que hay un problema de calibración en las unidades sensoras. -Estupendo. ¿Ha informado alguien a Vince? -No. Es software; Bobby se ocupa de eso. En ese instante sonó mi teléfono móvil. Sorprendido, lo saqué del bolsillo. Me volví hacia los otros. -¿Funcionan aquí dentro los móviles? -Sí -contestó Ricky-, tenemos cobertura. Reanudó su discusión con David y Rosie. Salí al pasillo y oí mis mensajes. Había solo uno, del hospital, referente a Julia: «Tenemos entendido que es usted el marido de la señora Forman. Llámenos lo antes posible». A esto seguía una extensión de un tal doctor Rana. Marqué el numero de inmediato. La centralita me pasó con la unidad de cuidados intensivos. Pregunté por el doctor Rana y esperé hasta que atendió. -Soy Jack Forman, el marido de Julia Forman. -Ah, sí, señor Forman. -Una voz agradable y melodiosa-. Gracias por llamar. Por lo que sé, acompañó usted a su esposa al hospital anoche. ¿Sí? Entonces conocerá la gravedad de sus heridas, o quizá debería decir sus heridas potenciales. Tenemos la impresión de que necesita un examen completo de la fractura cervical y del hematoma subdural. Y también de la fractura de pelvis. -Sí -contesté-. Eso me dijeron anoche. ¿Hay algún problema? -De hecho, sí. Su esposa rechaza el tratamiento. -¿Lo rechaza? -Anoche nos permitió tomarle radiografías y tratar las fracturas de la muñeca. Le explicamos que las radiografías son limitadas respecto a lo que nos permiten ver, y que es muy importante para ella someterse a una resonancia magnética, pero se niega. -¿Por qué? -pregunté. -Dice que no la necesita. -Claro que la necesita -afirmé. -Sí, así es, señor Forman -corroboró el doctor Rana-. No quiero alarmarle, pero lo que nos preocupa respecto a la fractura pélvica es la hemorragia masiva en el abdomen. En fin, está desangrándose. Eso podría causarle la muerte, y en muy poco tiempo. -¿Qué quiere que haga? -Nos gustaría que hablara con ella. -Por supuesto. Póngame con Julia. -Lamentablemente en este momento están haciéndole unas radiografías más. ¿Podemos llamarle a algún número? ¿Al móvil? De acuerdo. Una cosa más señor Forman: no hemos podido conseguir el historial psiquiátrico de su esposa... -¿Por qué? -Se niega a hablar de eso. Me refiero al consumo de drogas, cualquier antecedente de trastornos en el comportamiento, esa clase de cosas. ¿Podría aclararnos esa cuestión? -Lo intentaré... -No quiero alarmarle, pero su mujer ha estado actuando..., bueno, de un modo un tanto irracional. Casi delirando, en algún momento. -Últimamente ha estado sometida a mucha tensión -expliqué. -Sí, estoy seguro de que eso contribuye -comentó el doctor Rana diplomáticamente-. Y ha sufrido graves heridas en la cabeza, que es necesario examinar más a fondo. No quiero alarmarle pero debo serle franco: según el especialista psiquiátrico, su esposa padece posiblemente un trastorno bipolar, un trastorno a causa de las drogas, o ambos a la vez. -Ya... -Y naturalmente estas dudas se nos plantean en el contexto de un accidente de tráfico en el que no intervino ningún otro coche. Quería decir que el accidente podía ser un intento de suicidio. Eso me parecía poco probable. -Ignoro si mi esposa consume alguna droga -dije-. Pero desde hace unas semanas me preocupa su comportamiento. Ricky se acercó y se quedó junto a mí con actitud impaciente. Cubrí el teléfono con la mano. -Me han llamado por Julia. Él asintió y echó un vistazo a su reloj. Enarcó las cejas. Me pareció muy extraño que me apremiara mientras hablaba con el hospital sobre mi esposa... y su actitud de superioridad. El médico siguió divagando durante un rato, e hice lo posible por contestar a sus preguntas, pero el hecho era que no tenía información alguna que pudiera ayudarle. Dijo que pediría a Julia que me llamara en cuanto la trajeran, y contesté que esperaría la llamada. Cerré el teléfono. -Está bien, no pasa nada -dijo Ricky-. Perdona que te dé prisas, Jack, pero... en fin, tengo mucho que enseñarte. -¿Hay un problema de tiempo? -pregunté. -No lo sé. Es posible. Me disponía a preguntarle a qué se refería con eso, pero él, caminando rápidamente, me llevaba ya por el pasillo. Abandonamos el módulo residencial a través de otra puerta de cristal y recorrimos otro pasadizo. Este último, advertí, estaba herméticamente cerrado. Avanzamos por una pasarela de cristal suspendida por encima del suelo. El cristal tenía pequeños orificios y debajo había una serie de conductos de vacío para succión. Empezaba ya a acostumbrarme al continuo siseo de las unidades de tratamiento de aire. En medio del pasadizo había otro par de puertas de cristal. Tuvimos que cruzarlas uno por uno. Se separaron y volvieron a cerrarse a nuestras espaldas. Seguimos adelante, y de nuevo me asaltó la clara sensación de estar en una cárcel, de traspasar una serie de rejas, de adentrarme cada vez más en algo. Todo era alta tecnología y brillantes paredes de cristal... y aun así era una cárcel. DÍA 6 08.12 Entramos en una amplia sala con el rótulo MANTENIMIENTO y debajo MATERIALMOL/MATERIALFAB/MATERIALALIM. Las paredes y el techo estaban revestidos del habitual laminado plástico. En el suelo había amontonados grandes contenedores laminados. A la derecha vi una hilera de grandes hervidores de acero inoxidable bajo el nivel del suelo, con muchos tubos y válvulas alrededor elevándose hasta el nivel de la planta superior. Tenía exactamente el mismo aspecto que una microcervecería, y me disponía a preguntar a Ricky qué era aquello cuando dijo: -¡Así que estáis aquí! Trabajando en una caja de empalmes debajo de un monitor había otros tres miembros de mi antiguo equipo. Adoptaron una expresión de culpabilidad cuando nos acercamos, como niños sorprendidos con las manos en el tarro de las galletas. Naturalmente Bobby Lembeck era el jefe. A sus treinta y cinco años, Bobby supervisaba más código del que escribía, pero aún era capaz de escribir cuando se lo proponía. Como siempre, llevaba unos vaqueros descoloridos y una camiseta de |