Memorias de idhún III: panteón libro V: Convulsión




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fecha de publicación13.08.2016
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Memorias de Idhún III: Panteón – © Laura Gallego García, Ediciones SM, 2006


MEMORIAS DE IDHÚN III: PANTEÓN
Libro V: Convulsión

I. Piedra y hielo

La magia no era suficiente.

Se había dado cuenta muchos días atrás, pero simplemente no había querido creerlo. Por pura obstinación había seguido su marcha hacia el norte, siempre hacia el norte, aun cuando ni todos los hechizos térmicos eran ya capaces de mantener su cuerpo caliente, aun cuando hacía ya días que su montura había caído sobre la nieve, abatida por el frío y la inanición.

Pero él había continuado su viaje, cojeando, ajeno a todo esto, sin ser apenas consciente de lo que sucedía a su alrededor. Sabía que estaba ya muy cerca, lo intuía. Los conjuros localizadores no podían equivocarse.

Y, no obstante...

Se detuvo un momento, tiritando. Se pasó la lengua por los labios amoratados y miró en torno a sí, desorientado. La ventisca confundía sus sentidos; la cortina de nieve le impedía ver qué había más adelante, y el sordo sonido del viento lo aturdía sin piedad. Buscó algún punto de referencia, pero ni siquiera fue capaz de distinguir los picos de las montañas en la oscuridad.

No tenía ya fuerzas para abrir un túnel seco entre la tormenta de nieve. La magia lo abandonaba poco a poco, y ya apenas conseguía mantener su cuerpo caliente.

Cuando se dio cuenta de que tenía frío, comprendió de pronto que, si el hechizo térmico ya no funcionaba, ningún otro lo haría tampoco. Tenía que detenerse, descansar en algún sitio, buscar un refugio. Se volvió hacia todos lados, pero sólo el viento y la nieve respondieron a su muda petición de auxilio. Se echó sobre las manos el poco aliento que le restaba y siguió caminando, abriéndose paso a duras penas por la helada tierra de Nanhai.

Volvió a detenerse unos metros más allá, sin embargo. Sus sentidos de mago le alertaban de un peligro indefinido oculto en algún lugar de la tormenta. O tal vez su intuición, al igual que su magia, le estaba fallando también.

Apenas tuvo tiempo de preparar un hechizo de protección antes de que la bestia se le echara encima.

El mago ahogó una exclamación y pronunció instintivamente las palabras de un conjuro defensivo; pero nada sucedió. La chispa de su magia no prendió, su poder no acudió a su llamada.

Tuvo apenas un instante para echarse a un lado y rodar sobre la nieve, tratando de alejarse del animal, pese a que sabía que, una vez en el suelo, ya no tenía escapatoria. Se arrastró como pudo, pero la bestia ya cargaba de nuevo contra él. El mago dio media vuelta y alzó los brazos, para protegerse, en un movimiento instintivo completamente inútil.

Y, cuando las garras de la bestia se hundieron en su carne, el joven hechicero gritó de dolor y de terror, y se preguntó, por un momento, cómo era posible que hubiera llegado tan lejos para acabar de aquella manera.

La bestia coreó su grito con un gruñido. De pronto, dio un respingo, y emitió un lastimero aullido de dolor. Hizo un esfuerzo por alejarse de su víctima, pero las patas no le obedecieron. El mago lo vio echar la cabeza hacia atrás, abrir las fauces en un grito silencioso, poner los ojos en blanco... y después, la enorme bestia cayó pesadamente sobre él, muerta.

Tardó un poco en asimilar la idea de que, de alguna milagrosa manera, se había salvado. Se arrastró como pudo desde debajo del voluminoso cuerpo del animal, jadeando y sujetándose el vientre ensangrentado, dejando un rastro carmesí sobre la nieve. No quiso pensar en que, aun con la bestia muerta, en su estado sería muy difícil salir vivo de allí. Sin embargo, inmediatamente otro asunto vino a reclamar su atención.

Ante él se alzaba una figura alta y esbelta, ataviada con una capa de pieles blancas que la ventisca sacudía furiosamente. Sostenía en la mano derecha una espada cuyo filo irradiaba un suave brillo glacial. El mago levantó la cabeza hacia él, y el recién llegado le devolvió una mirada indiferente e inhumana que lo atemorizó aún más que la bestia que había estado a punto de quitarle la vida. Con todo, conocía aquellos ojos azules demasiado bien.

Intentó levantarse, pero no fue capaz. Se le nubló la vista y cayó cuan largo era sobre la nieve, a los pies de su salvador.

Despertó en un lugar cálido y acogedor. No obstante, seguía teniendo frío, mucho frío, sobre todo en el estómago. Abrió los ojos con esfuerzo, pero no pudo hacer nada más. Se sentía demasiado débil.

De pronto, un rostro de piedra apareció en su campo de visión. Lanzó una breve exclamación de sorpresa; enfocó mejor la mirada, y pudo decir, con un hilo de voz:

–¿Yber?

El gigante gruñó algo y se retiró un poco. Fue otra voz, serena e impasible, la que respondió a su pregunta.

–Se llama Ydeon.

Giró la cabeza y descubrió entonces a una silueta vestida de negro, sentada cerca de él, que lo observaba con seriedad. Parpadeó un par de veces y frunció el ceño.

–¿Kirtash? ¿Qué haces aquí?

–Salvarte la vida una vez más –respondió el joven con cierta dureza–. Algo que se está convirtiendo en una costumbre, por lo que veo. También podría preguntarte yo qué haces aquí, Shail. ¿Acaso me buscabas?

Shail empezaba ya a pensar con claridad.

–No eres tan importante –murmuró, molesto–. No, no te buscaba a ti. ¿Qué te hace pensar eso?

–Entonces, ¿cómo has llegado hasta aquí? Ydeon podrá decirte que no son muchos los que vienen a visitarle.

–No me metas en esto –rechinó el gigante–. Es amigo tuyo, ¿no?

–No somos amigos –replicaron los dos a la vez. Enseguida guardaron silencio, percatándose de lo absurdo de la situación.

–No me metáis en esto –repitió Ydeon–. Me voy: tengo cosas que hacer.

Se levantó para marcharse; se detuvo un momento junto a Shail.

–Toma –le dijo, tendiéndole un cuenco de sopa–. Te sentará bien.

Shail alzó la cabeza y lo miró, agradecido. Esbozó un gesto de dolor al alargar la mano hacia su bastón. Ydeon se inclinó para acercarle el cuenco.

–Fea herida, mago –comentó.

–Se curará, supongo... –empezó Shail, pero se interrumpió, al darse cuenta de que el gigante no se refería a la lesión de su estómago–. Ah, eso –dijo entonces, echando un vistazo mohíno a su pierna lisiada–. No, eso no se curará, me temo. No puede crecer de nuevo.

–Humm –dijo Ydeon, pensativo–. Nunca se sabe. Pudiera ser.

Shail no replicó. No le gustaba hablar del tema, y menos con un desconocido. Tomó el cuenco con ambas manos, porque era tan grande como un balde, y se concentró en el caldo que humeaba en su interior.

El gigante inclinó la cabeza, todavía meditabundo, y abandonó la estancia sin una palabra.

Ninguno de los dos jóvenes habló durante un rato. Christian contemplaba, absorto, el reflejo de las luces de la caldera de lava que calentaba la habitación, sentado en un rincón, con el aire aparentemente relajado que era propio de él. Shail terminó la sopa y trató de dejar el cuenco en una repisa, pero la herida no se lo permitió. Conteniendo un grito de dolor, se arriesgó a mirar hacia abajo. Le sorprendió ver que el frío que sentía no era solo una impresión suya: tenía el vientre cubierto de escarcha.

–¿Qué me has hecho? –pudo decir, con una nota de temor en su voz.

Christian no se volvió para mirarlo.

–Es una técnica shek de curación –respondió, lacónico–. La herida sanará más deprisa.

Shail tardó un poco en hablar.

–Supongo que debo darte las gracias –admitió, de mala gana.

–No te molestes. No lo he hecho por ti.

–Ya lo suponía. ¿Qué era esa bestia de la que me has rescatado?

–Un barjab. Salen a cazar por la noche, pero son lentos y pesados. No son difíciles de matar..., en condiciones normales.

–El Anillo de Hielo por poco acaba conmigo –admitió el mago tras un momento de silencio–. Mi magia ya había dejado de funcionar cuando ese animal me atacó. Si no llegas a aparecer...

–Ya te he dicho que no lo he hecho por ti –cortó Christian con sequedad–. No vuelvas a mencionarlo.

Shail lo miró, conteniendo la ira.

–Si tanto te importa Victoria, ¿por qué la has abandonado? –le reprochó.

Christian no alzó la voz, pero su tono era peligrosamente gélido cuando dijo:

–Piensa lo que quieras, mago. No voy a perder el tiempo dándote explicaciones y, además, no tengo por qué hacerlo.

–Tal vez no tengas que dármelas a mí –replicó Shail, con más suavidad–, sino a ella. ¿Qué pasará si despierta y no estás allí? O, peor aún... ¿qué pasará si no sobrevive? Si tanto la quieres, ¿por qué no estás a su lado ahora?

Christian no respondió. Shail suspiró, inquieto. Aquel joven le inspiraba sentimientos encontrados. Por un lado, había luchado a su lado en la Resistencia, había contribuido a la caída de Ashran, había arriesgado su vida por Victoria. Pero antes de eso había sido su enemigo en la Tierra durante cinco años, a lo largo de los cuales la Resistencia había tratado, sin éxito, de salvar las vidas que él iba arrebatando sin la menor compasión. Además, ya los había traicionado en una ocasión, y el propio Shail había sido testigo de cómo asesinaba a Jack en los Picos de Fuego. El milagroso e inexplicable retorno del dragón al mundo de los vivos no podía borrar el hecho de que el shek lo había matado.

–He venido hasta aquí siguiendo la pista de Alexander –dijo entonces, cambiando de tema–. ¿Has sabido algo de él?

Christian tardó un poco en responder.

–No –dijo finalmente–. Pero si está en Nanhai, los gigantes lo encontrarán.

Shail asintió y se tendió de nuevo sobre el jergón. Se sentía débil todavía; aún necesitaría mucho reposo para restablecerse por completo. Christian se levantó, con intención de salir de la estancia. Pero se detuvo en la entrada y se volvió hacia el mago.

–Ella está bien –dijo a media voz.

Shail abrió los ojos.

–¿Cómo dices?

–Que ella está bien. Estable, quiero decir. Sigue inconsciente, pero su corazón todavía late. Sigue ahí, a pesar de todo el tiempo que ha pasado. Creo que eso es una buena señal.

–¿Cómo... cómo sabes todo eso?

–Porque todavía lleva puesto mi anillo.

El anillo... Shail recordó aquella joya, que tan siniestra le resultaba. La piedra, engarzada en una serpiente de plata, parecía un ojo que espiara a todo el que posaba su mirada en ella. El mago había supuesto desde el principio que aquel no era un anillo cualquiera. Siempre había sospechado que el shek controlaba a Victoria, de alguna manera, a través de él. Había tardado en aceptar el hecho de que la voluntad de Victoria, incluso con la sortija puesta, seguía perteneciéndole a ella. Lo que la joya les proporcionaba a ambos era una suerte de comunicación sin palabras que los mantenía unidos incluso en la distancia. «Es un amuleto poderoso», se dijo Shail. Ciertamente, lo era; pero también se trataba de una prueba de afecto, de un vínculo que simbolizaba el sentimiento que, contra todo pronóstico, había enlazado los destinos de un unicornio y un shek en algún punto intermedio entre dos mundos sumidos en el caos.

Y, por un momento, Shail los envidió a ambos. Su propia relación con Zaisei, la sacerdotisa celeste, era hermosa y sincera, pero no gozaba de la intensidad del amor que se profesaban Christian y Victoria. Tampoco tenían modo de seguir comunicados cuando se separaban, al menos no de esa manera. Shail había abandonado la Torre de Kazlunn varios meses atrás. Se había despedido de Zaisei, con el convencimiento de que ella estaría segura con Gaedalu y los magos de la Orden. Pero seguía echándola de menos cada noche, soñando con el instante en que volvería a estrecharla entre sus brazos.

Perdido en sus recuerdos, Shail se sumió lentamente en un pesado sopor. No fue consciente de que Christian abandonaba la estancia, en silencio.

La recuperación de Shail fue lenta, pero constante. Durante el tiempo que pasó en casa de Ydeon, el gigante, apenas vio a Christian. El joven entraba y salía sin dar explicaciones a nadie, y en ocasiones tardaba incluso varios días en regresar. No daba la impresión de que Ydeon lo echara de menos.

También el gigante parecía tener siempre asuntos que atender. Los primeros días, Shail escuchó ruidos rítmicos, metálicos, provenientes de un taller cercano, tal vez una fragua. Cuando fue capaz de ponerse en pie y caminar, descubrió que, efectivamente, el obrador de Ydeon era una forja.

Como a Shail nunca le habían interesado especialmente las armas, no lo molestaba cuando estaba trabajando. Se limitaba a sentarse en la habitación de al lado, junto a la caldera, pensativo, y dejaba pasar las horas. Ydeon era incansable y, por otro lado, en los últimos días parecía estar inmerso en algún trabajo importante que lo absorbía casi por completo, por lo que apenas dedicaba tiempo a atender a su invitado. Shail había llegado a conocer bastante bien el carácter de los gigantes a través de Yber, el hechicero gigante con el que había trabado amistad durante su estancia en Nurgon, por lo que sabía que, para Ydeon, aquello no suponía ninguna descortesía. Los gigantes, especialmente aquellos que apenas salían de Nanhai, eran gente muy independiente. Les resultaba extraña la idea de que alguien necesitara atención y compañía constantes, a no ser que estuviese gravemente enfermo. Y, gracias a los cuidados de Christian y de Ydeon, Shail ya no lo estaba.

Con todo, echaba de menos conversar con alguien. La solitaria caverna de Ydeon contrastaba vivamente con la bulliciosa Fortaleza de Nurgon, donde había pasado los últimos meses, antes de la caída de Ashran. A veces Ydeon se sentaba junto a él, después de una larga jornada de trabajo en la fragua. En tales ocasiones, Shail intentaba conocer un poco mejor a su anfitrión, trataba de desentrañar las razones que lo habían llevado a desarrollar algo parecido a una amistad con Kirtash, el shek, el hijo del Nigromante. También le hablaba de la guerra, de las serpientes aladas, de lo que sucedía más allá del Anillo de Hielo, de la llegada de los dioses, que debía de ser inminente, pero de la que aún no había más vestigios que las ensordecedoras voces de los Oráculos. Le preguntaba al gigante qué opinión le merecía todo aquello, en un intento de situarlo en alguno de los bandos que participaban en aquel caos.

Invariablemente, siempre terminaban hablando de espadas.

Aparte de su pasión por las armas, y del hecho de que su interés por Haiass, la espada de Christian, había motivado el inicio de su relación con el shek, Shail no pudo averiguar mucho más.

Una tarde, Christian regresó a la caverna de Ydeon, después de una ausencia de cuatro días. Se sentó junto al mago y le dirigió una breve mirada.

–Tienes mucho mejor aspecto –comentó.

–Cierto, y es una buena noticia, al menos para mí –asintió Shail–. En cambio, para ti el destino que pueda correr un simple humano no es algo digno de interés, ¿me equivoco?

–No. Pero sucede que, aun siendo un simple humano, tienes acceso a cierta información que puede serme de utilidad. Por no hablar del hecho de que alguien que me importa mucho te tiene un cierto cariño. Pero no quiero hablar de ella ahora.

–¿De qué quieres hablar, pues?

–Tienes buenas relaciones con algunos sacerdotes –dijo Christian–, a pesar de ser un mago. Sé que mientras estuviste en la Torre de Kazlunn trataste de averiguar más cosas acerca de los dioses. Este es un tema que se me escapa, lo reconozco. Nunca he sentido demasiado interés por los Seis.

–No me sorprende, teniendo en cuenta que fuiste criado por el Séptimo –comentó Shail.

Christian entornó los ojos. El mago se dio cuenta de que el hecho de que su padre hubiera resultado ser el Séptimo dios no era una idea que el joven encontrara precisamente tranquilizadora.

–Pero ahora necesito saber más de ellos. Necesito saber si... –dudó un momento y alzó la mirada hacia Shail, antes de continuar–, si puede llegar a importarles la vida o la muerte del último unicornio.

El mago calló, sorprendido.

–¿Insinúas que ellos podrían ayudar a Victoria? –dijo después, lentamente.

–¿Quién si no? Estamos hablando de los dioses que crearon a los unicornios. Si alguien puede volver a hacer crecer su cuerno, o devolverle la vida a su esencia de unicornio, esos son ellos.

–Comprendo –asintió Shail.

–También pudiera ser –prosiguió Christian– que en el fondo no les importara. Dejaron que Ashran exterminara a toda la raza de los unicornios, y salvaron solo a uno para que se enfrentara a él. Ahora que ha cumplido con su misión, ahora que Ashran ya no es una amenaza y que pueden combatir al Séptimo en su propio plano, ya no necesitan a Victoria para nada.

>> Y, si esto es así, si ellos no están dispuestos a protegerla, entonces tendré que ser yo quien la ponga a salvo.

Shail respiró hondo y trató de ordenar sus ideas.

–Seamos realistas, Kirtash: Victoria no depende solo de ti. Tiene amigos, gente que también la quiere y que va a cuidar de ella. No puedes comportarte como si fuera solo responsabilidad tuya. Además, hace ya tiempo que no estás en muy buenas relaciones con la Resistencia: desde lo sucedido en los Picos de Fuego, y por mucho que Jack parezca haberte perdonado, ya no podemos considerarte uno de nosotros. Así que no puedes pretender...

–No soy uno de vosotros –cortó Christian con frialdad–. Nunca he sido uno de vosotros. –Se volvió para mirarle, y Shail retrocedió por puro reflejo, intimidado–. Victoria es un unicornio, una criatura sobrehumana. No estáis preparados para cuidar de ella, ni tenéis por qué hacerlo. Ahora que la profecía se ha cumplido, la misma Resistencia ya no tiene ninguna razón de ser. Ahora que todo ha pasado, somos Jack y yo quienes debemos responsabilizarnos por ella.

–¿Y por qué razón, si se puede saberse?

–Porque ella ya no es una niña a la que puedas adoptar como hermana menor, hechicero. Ha crecido, ha madurado y se ha vuelto mucho más poderosa que todos vosotros juntos.

Shail vaciló, recordando la conversación que había mantenido con Jack tiempo atrás, antes de partir de viaje.

–¿Y Jack? ¿Cuentas con él cuando haces planes acerca de Victoria?

–Por supuesto que sí. Pero él estaría de acuerdo conmigo. Este no es su mundo y, puesto que ya hizo lo que se esperaba de él, estará encantado de marcharse de aquí.

Shail sacudió la cabeza.

–No –murmuró–. Él no es así, no nos daría la espalda.

–No tiene ninguna obligación de morir por Idhún. Ni él, ni ninguno de nosotros. Lo forzasteis a tomar parte en una guerra que no era la suya, en una profecía que lo enviaba a una muerte casi segura. No podéis pedirle que siga peleando. Ni mucho menos pretender que se enfrente a un dios.

Shail no replicó. Christian se puso en pie.

–Si tanto os importa vuestro mundo, luchad por él y dejad de esconderos detrás de los dragones, como habéis hecho siempre. Y dejadnos en paz a los demás.

Shail alzó la cabeza.

–¿Y qué hay de los sheks?

–Los sheks tienen ya bastante con luchar por su propia supervivencia. Están disgregados, y tardarán un tiempo en reorganizarse.

–¿Y tú? ¿Sabes algo acerca del Séptimo? ¿Acerca de dónde se encuentra?

–¿Acaso importa eso?

–Claro que importa. Si ha de iniciarse una guerra de dioses, comenzará allá donde el Séptimo se encuentre. Por eso es importante que reunamos toda la información posible.

Christian volvió a sentarse y reflexionó unos instantes.

–El Séptimo es una sombra –dijo–. Ha tenido que ocultarse siempre en lugares que los otros dioses descuidan. Por esta razón se relaciona con sus criaturas mucho más que los otros Seis, que viven en su propia dimensión, ajenos a lo que sucede en la superficie del mundo. Los sheks y los szish son sus hijos. Él cuida de ellos, pero también los utiliza. Todas las serpientes han de servir y obedecer sus órdenes, puesto que sus objetivos son también los nuestros.

–¿Es eso lo que os enseñan acerca de vuestro dios? No es mucho.

–Es suficiente. El culto al Séptimo es una religión misteriosa y secreta, porque ha sido perseguida en Idhún, y porque nuestro dios ha de ocultarse entre las sombras hasta que esté preparado para enfrentarse a los otros Seis. Por esta razón no se nos revela gran cosa acerca de él.

–¿Cómo es posible que se hubiera ocultado en el interior del cuerpo de Ashran? ¿Lo sabías tú?

–No; solo Zeshak, el rey de los sheks, estaba al tanto de ello. Lo creas o no, he estado pensando mucho en esto. Creo que el Séptimo utiliza a seres mortales como disfraz para esconderse de los Seis.

–¿Y por qué un humano? ¿Por qué no un szish, o incluso un shek?

–También yo me lo he preguntado. Y he llegado a la conclusión de que es porque los humanos son más insignificantes que los sheks. Si se trataba de ocultarse, un humano era más difícil de detectar que un shek; aun cuando ese humano fuera Ashran el Nigromante. La mirada de los dioses es muy amplia. Ven mucho, y muy lejos, pero justamente por eso, las cosas más pequeñas les pasan más desapercibidas, de la misma manera que tú puedes ver una res en un prado, pero difícilmente te fijarás en los insectos que pululan entre la hierba, a tus pies.

>> Aun así, un cuerpo humano, tan limitado, resulta incómodo para un dios; por lo que, puestos a elegir, resulta mucho más práctico si ese humano es, además, un mago, poseedor de unas habilidades que los humanos comunes no tienen. Por otra parte, un mago sangrecaliente es mucho más poderoso que cualquier mago szish, porque ha tenido la oportunidad de formarse en las Torres de hechicería, oportunidad que siempre se les ha negado a los hombres-serpiente.

–Lo que intentas decirme es que Ashran era un mago como los demás..., hasta que el Séptimo le... poseyó, o lo que quiera que hiciera con él, ¿no?

Christian asintió.

–No me preguntes cómo sucedió: mis deducciones no han llegado a tanto. Pero ambos, el hombre y el dios, llegaron a ser uno solo. El hombre podía ser destruido, pero no el dios...

–...Y, al salir de ese escondite humano, fue claramente visible para los otros Seis, ¿no? Por eso vienen a buscarlo ahora. ¿Qué pasará con los sheks? ¿Saben lo que está ocurriendo? ¿Sabe alguno de ellos dónde se encuentra el Séptimo?

–Las informaciones que circulan por la red telepática son fragmentarias y confusas. Zeshak nombró una sucesora antes de morir: Ziessel, que había estado gobernando Dingra antes de la batalla de Awa. Pero Ziessel ha desaparecido. Se fue a otro mundo, dicen. Hay quien afirma que murió durante el viaje. Sinceramente, no lo sé. Pero, si está viva, encontrará la manera de restablecer la red de los sheks y de reunirlos a todos en torno a ella.

>> Entretanto, los sheks están sin líder. Hay dos cabezas visibles: Sussh en el sur, y Eissesh en el norte. El viejo Sussh sigue gobernando en Kash-Tar. Eissesh sobrevivió de milagro al incendio del cielo, y dicen que se está recuperando de sus heridas en las montañas. Pero ya está reuniendo a todos los sheks y szish supervivientes de Nandelt. Cuando se restablezca por completo es posible que reclame para sí el liderazgo de nuestra gente.

>> Sospecho que el Séptimo, esté donde esté, se habrá puesto en contacto con Ziessel, si sigue viva; de lo contrario, se revelará ante el nuevo líder: Eissesh, Sussh, quien sea. Si tienes interés en saber dónde se encuentra, pregúntale a uno de ellos. Para el resto de los sheks, nuestro dios sigue siendo algo misterioso y desconocido.

–No lo era tanto para ti, ¿no? –dijo Shail con suavidad.

Christian no respondió.

–¿Y qué pasa contigo? –quiso saber el mago–. ¿Eres aún parte de la comunidad shek?

–¿Después de lo que pasó? –replicó él, casi riéndose–. Hundí a Haiass en el cuerpo humano de mi dios; creo que lo que hice puede considerarse no sólo alta traición, sino también un auténtico sacrilegio.

Shail no replicó, pero escuchaba con interés. Lo que había sucedido durante el enfrentamiento en la Torre de Drackwen era todavía un misterio para él.

–No sé qué aspecto tiene un dios sin cuerpo –prosiguió Christian–, pero no pienso quedarme a averiguarlo. Los Seis van a presentarse aquí, en Idhún. Lo más inteligente que podemos hacer los mortales es apartarnos de su camino y escondernos lo más lejos posible.

Shail no supo qué decir.

–Lo único que quiero saber –prosiguió Christian– es si tus dioses estarían interesados en preservar la magia en el mundo. Se supone que los unicornios son sus criaturas más perfectas, ¿no?

–Se supone, sí. Y se suponía que eran intocables y nada podía dañarlos... hasta el día de la conjunción astral. Entonces murieron todos los unicornios de golpe, y sólo Lunnaris se salvó. Pensé... que los dioses reservaban para ella un destino especial, no solamente relacionado con Ashran y la profecía. Pensé que ella estaba destinada a restaurar la magia de los unicornios en el mundo. Pero ahora le han arrebatado el cuerno... y, una vez más, los dioses no han hecho nada para impedirlo. Por eso no sé qué decir, Kirtash. Antes de la conjunción astral, incluso antes de regresar a Idhún, te habría dicho que los dioses no abandonarían al último unicornio bajo ninguna circunstancia. Ahora ya no sé qué pensar. Todo aquello en lo que creía está resultando no ser exactamente como yo creía. No sé si me entiendes.

–Perfectamente –repuso Christian con una media sonrisa.

Shail iba a preguntarle algo más, pero fue interrumpido por Ydeon, que entró en la estancia con su pesado andar habitual. Su rostro pétreo, sin embargo, mostraba una profunda huella de preocupación.

–Vosotros dos, venid a ver esto –dijo.

Christian se levantó de un salto y lo siguió con paso ligero. Shail tardó un poco más en alcanzar su bastón y ponerse en pie.

Se reunió con ellos en el taller de Ydeon. Hacía mucho calor allí, demasiado para su gusto, y demasiado también para cualquier shek. Christian lo soportaba estoicamente, sin embargo. Había colocado la palma de la mano sobre una roca plana.

–¿Lo notas? –decía Ydeon.

El shek asintió.

–Es una vibración. ¿Significa algo para ti?

–Es un mensaje de socorro.

–¿Un mensaje de otro gigante? –preguntó Shail, que sabía que la raza de Ydeon era capaz de comunicarse haciendo vibrar el corazón de roca de su tierra.

–Está relacionado con algo que vengo notando desde hace días –asintió el fabricante de espadas–. En las montañas del norte se está produciendo una actividad anormal. Temblores y corrimientos de tierras, desprendimientos de rocas en los precipicios. Imagino que todos los demás gigantes lo han percibido también. Y parece que alguien se ha acercado más de lo necesario a la zona de riesgo –añadió, frunciendo el ceño.

–¿Por qué te envía el mensaje a ti? –preguntó Christian–. ¿No estamos demasiado lejos como para llegar a tiempo?

–Nos lo ha enviado a todos. En otras circunstancias no le habría prestado atención, puesto que otros gigantes llegarán mucho antes que nosotros para ver qué está sucediendo.

Ydeon dejó caer la palma de la mano sobre la piedra plana y se concentró en las sensaciones que le transmitía.

–Ynaf –dijo–. Sé dónde vive. Si partimos enseguida, tardaremos solo un par de días en llegar. Porque creo que vosotros dos deberíais ir a investigar. Puede que allí encontréis algo que os interese.

Christian estrechó los ojos, y Shail se dio cuenta de que el shek ya tenía sus sospechas acerca de lo que estaba sucediendo. Lo vio salir del taller sin una palabra, y suspiró, preocupado.

–Quiero enseñarte algo, mago –dijo entonces Ydeon–. No está terminado aún, pero quiero que vayas pensando en ello, para cuando necesite de tu colaboración.

Shail lo siguió, intrigado, hasta el rincón donde el gigante tenía su forja, y se asomó con curiosidad al molde que él le señaló.

Esperaba ver algún tipo de arma en su interior: una espada, un hacha, tal vez una daga. Por eso, cuando descubrió el objeto que se enfriaba allí no pudo reprimir una exclamación de asombro.

Era una pierna.

Una pierna humana, de metal, terminada en un pie descalzo, una pierna tan perfecta que, de no ser por el brillo que reverberaba en su superficie, habría parecido de carne y hueso. Sin dar crédito a sus ojos, el mago se volvió hacia Ydeon.

–¿La has forjado para mí? –preguntó; no pudo evitar que le temblara la voz.

El gigante asintió.

–Tomé el molde mientras estabas inconsciente. He tenido que invertirlo para que el resultado fuera un reflejo de tu pierna izquierda, dado que no tienes una pierna derecha que pueda copiar. Y ha sido bastante más complicado de lo que pensaba. Pero creo que el resultado es bastante satisfactorio.

Shail sacudió la cabeza, perplejo.

–Te has vuelto loco. Una pierna de metal no puede sustituir al miembro que perdí.

–Esta, sí. No como está ahora, claro. Habrá que transferirle una buena cantidad de magia para que cobre vida. Pero tú eres un hechicero, por lo que eso no debería suponer ningún problema.

–¡El metal no puede cobrar vida!

–Esto no es un metal corriente. Es gaar, una aleación que absorbe y asimila la energía mágica. Es el metal con el que se forjan las espadas legendarias.

–Puedes creerle –dijo tras ellos la voz de Christian, con suavidad, sobresaltándolos a los dos; no lo habían oído entrar–. Ydeon entiende de armas legendarias. Igual que yo, sabe que este tipo de objetos adquieren vida cuando se les transfiere una determinada cantidad de energía, ya sea magia... o el poder de un shek.

Shail se volvió hacia él, todavía desconcertado.

–Pero esto no es una espada, Kirtash. ¡Pretende implantarme una pierna de metal animada mediante la magia! Es una locura...

–Soy experto en espadas, es cierto –asintió Ydeon–. Pero también, a veces, trabajo con seres incompletos. –Dirigió una larga mirada a Christian–. Si pude forjar un colmillo para una serpiente, no veo por qué no voy a poder devolverle la pierna a un humano.

Christian sonrió levemente. «Seres incompletos», pensó Shail, recordando a Victoria. Lamentablemente, nada ni nadie en Idhún podía crear un nuevo cuerno para el unicornio que habitaba en ella. Los magos llevaban milenios tratando de reproducir los poderes del unicornio de forma artificial, sin éxito.

–Piénsatelo, mago –concluyó el gigante–. Ahora tenemos un viaje por delante, pero cuando regresemos pienso terminar esa pierna... y estaría bien que para entonces hubieras meditado acerca del hechizo que vas a utilizar para transferirle la magia que necesita.

Shail murmuró de nuevo por lo bajo: «Es una locura», pero nadie lo escuchó. Christian había salido de nuevo, en busca de su capa de pieles, e Ydeon estaba terminando de recoger sus herramientas.

Momentos más tarde, los tres abandonaban la caverna del forjador de espadas para adentrarse en el corazón de Nanhai, el mundo de los hielos perpetuos.



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