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Parafilias Sueño Erótico Por Raúl Aranda Entreabrí los ojos. Ella estaba junto a mí, en la cama, ligeramente cubierta por las sábanas. Había amenazado con largarse y en cambio pasamos la noche juntos. Me incorporé en silencio, suavemente, no quería molestar su sueño y menos después de lo que había pasado. Entré de puntitas al baño, cerré la puerta y prendí la luz, vi mi cabello revuelto y mi cara hinchada, las marcas de aquella batalla en la que había resultado victorioso. Abrí la regadera y el chorro de agua me recordó su lengua lamiendo mi cuerpo. ¡Qué manera de excitarme! La había conocido apenas anoche. Me había gustado como jugaba con su pelo. Hablamos, bebimos. Yo estaba orgulloso de no haber sucumbido con esa botella de vodka. ¡Qué bárbaro! Después nos fuimos al departamento y seguimos tomando. Metí mis dedos entre su cabello, tal como ella lo hacía. Su lengua acarició mi cuello. ¡Cuántas maneras tienen las mujeres para seducir!. Fuimos a la cama, su cuerpo olía a sexo y yo era puro desenfreno. Entonces se resistió, dijo que ya no quería, que mejor se iba. Así que tuve que ayudarla un poco, ese juego me gustó, la hacía interesante. Se me pone la piel de gallina de sólo recordarlo. Mi papá me había dicho: “Hijo, con las cabronas, usted, cabrón y medio”. Así que yo no iba a dejar que cumpliera su amenaza, que se largara y me humillara. Finalmente cedió. Empezó a gemir, a aullar y a apretarse bajo el peso de mi cuerpo, yo cada vez más excitado, más salvaje. Ansiaba regresar a la cama, terminar el baño para entrar en su cuerpo. ¿Estaría agotada después de la batalla que le di en la cama?. Envolví la toalla en mi cintura y salí para estar con ella. Seguía dormida, su cuerpo descansaba paciente, tan serena que ni el aliento se notaba. Retiré el cabello de sus hombros y acerqué mis labios, le besé la espalda y susurré en su oído. Traté de despertarla, su cuerpo cayó pesado junto al mío; ¡tenía el rostro morado y el cuello roto! A que no puedes probar sólo una Por: Guadalupe Bucio Gaona Todos los chavos del barrio le decían Sobritas. El apodo se debía a las actividades que realizaba el gordito de la calle 23. La creatividad de los habitantes del barrio nunca se puso en duda en cuanto a rebautizar a los integrantes de las pandillas; por ejemplo, el Yoyo era el campeón en el arte de este juguete. Sabía hacer las suertes más difíciles, como “el paso del perrito”, “la cuna con niño”, “cruzado”, “doble giro”, etc. También estaba el Zumbón, un tipo moreno y chaparro que en lugar de silbar, zumbaba como abejorro. El Charal parecía un niño de doce años, era muy delgado y chiquito. El Mole, era el hijo de la prostituta más conocida en la colonia, todos decían que era el producto de muchos chiles. Cuando Abel confesó el crimen, la prensa nacional se enteró del caso de Sobritas. Las reglas no escritas de las bandas eran claras. Se puede robar, agandallar, madrear y ser ojetes con los que no son del barrio y la pandilla; jamás, por ningún motivo se deben pasar de lanza con los carnales conocidos. Se trataba de la unión de varios muchachos que habían crecido juntos, se querían como hermanos y se apoyaban en las buenas y en las malas. Por eso, si algún miembro de otra pandilla golpeaba a los Zancudos (por ligeros para correr, además de usar como arma un pica hielo), la guerra se había declarado. Donde se encontraran y a la hora que fuera, el integrante de la banda enemiga podía sufrir tremenda golpiza. La guerra entre bandas era lo más común en los años ochenta. Todos los jóvenes pertenecían a una, ya que esto les daba seguridad y respaldo. No estaban solos, sus carnales darían la vida por cualquier miembro de lo que consideraban su familia. Durante las fiestas de la iglesia se instalaba la feria más grande de la colonia, abarcaba diez calles. Las familias solían asistir para divertirse y comprar el Hot cake con cajeta y chochitos, los tamales, el atole, los buñuelos, el algodón de azúcar, las palomitas de maíz, los huevos rellenos de harina o confeti. La diversión se arruinaba en cuanto empezaban los silbidos. Los padres de familia corrían a buscar a sus hijas. Había sonado la alarma general. En poco tiempo la feria se convertiría en el escenario de la batalla campal donde aparecerían todo tipo de armas y al día siguiente encontrarían uno o dos muertos. Era inútil buscar a los hijos varones, éstos ya estaban listos para la batalla y nada los detendría. Le habían advertido al Sobritas que no se pasara de listo con ninguna de las hermanas de los Zancudos. Todos sabían de su vicio, lo toleraban porque, aunque no era de la pandilla, sí vivía en la misma calle y además tenía retraso mental. La mamá del Sobritas se llamaba Amalia. No era fea, pero estaba consciente de que nunca se casaría pues su mente no funcionaba bien. Los padres de Amalia le advirtieron que nunca se fuera con los hombres, le decían que si ella tenía un hijo sería retrasado mental y que ella no podría educarlo ni cuidarlo. Amalia huyó de todos los hombres desconocidos. Salía a comprar el mandado. Llevaba un papel y un billete dentro de una bolsa de plástico para que el tendero supiera qué necesitaba la familia, pero si en ese momento entraba un hombre a la tienda, Amalia se echaba a correr y nadie podía detenerla. Al poco rato llegaba la viejita, madre de Amalia, a buscar las mercancías. Cuando el vientre de Amalia empezó a crecer, los rumores aumentaron. La gente decía “pobres viejos, el señor ya no puede caminar, su mujer apenas da un paso apoyada en el palo de la escoba y su única hija no sabe nada del mundo. Es tontita ¿Quién le habrá hecho la maldad? ¿Cómo educará al niño? ¿Quién los va a mantener?” Las comadres cuchicheaban. “Cómo que no saben quién es el padre, pues el único hombre del que no huye Amalia, su tío José. Que no se haga el inocente, ese la desgració. Amalia no es fea, es tontita, pero nada fea. Viejo aprovechado, seguro la violó. Vaya usted a saber, comadre. Se ven tantas cosas en el mundo” Amalia, en cuanto murieron sus padres, fue adoptada por una familia que la tenía como sirvienta. El Sobritas nunca fue a la escuela, pues su incapacidad le impedía aprender. Nadie duda del amor de Amalia por su hijo. Desde que nació lo traía envuelto en un rebozo. El niño pronto aprendió a caminar, su madre lo amarraba a su cintura, para no perderlo. Sobritas era su mundo, su compañía, su responsabilidad. Un día le dijeron a Amalia que su hijo andaba en malos pasos. Ella salía a buscarlo en cuanto notaba su ausencia. Donde lo hallara, lo correteaba con un palo de escoba en las manos; lo encerraba. El Sobritas siempre encontraba la manera de escapar y hacer de las suyas. Se ignora la edad exacta del Sobritas. Tendría 16 o 17 años cuando inició la cacería. Estaba sentado en la banqueta cuando vio pasar a una muchachita de 13 años. La siguió hasta su casa. Nunca intentó hablarle. Anotó en su mente las señas de la casa para regresar al día siguiente. Desde que se despertaba salía a buscar a la niña. Se paraba frente a su hogar. Así supo a qué hora salía el papá a trabajar, la mamá al mercado y veía a la niña regresar de la escuela secundaria. Se marchaba al caer el sol, antes de que su mamá se diera cuenta de que no estaba en su cuarto. Sobritas conocía muy bien las costumbres de la familia. La puerta siempre estaba cerrada con llave. No había manera de entrar cuando la casa estaba sola. La niña que le interesaba no acostumbraba jugar en la calle. Fue casualidad su encuentro. El 12 de diciembre las estudiantinas daban “las mañanitas” a todas las Lupitas del barrio. Sobritas los seguía de calle en calle. Andaba feliz. Aventaba piedras a las ventanas para despertar a sus moradores. La estudiantina se acomodaba para dar serenata. Llegaron a la casa de su amor secreto. La niña salió para unirse al grupo de cantantes. Aproximadamente a las seis de la mañana sus compañeros la dejaron en la esquina de su casa. Entre la semioscuridad de la mañana la niña avanzó, antes de llegar el Sobritas le cerró el paso. La tomó de los hombros y le plantó una serie de besos bruscos en el rostro y la boca. La niña intentaba quitárselo de encima. La calle estaba desierta. El muchacho le tapó la boca. La tiró en el suelo terregoso. Le bajó el calzón y la penetró con furia. La niña lloraba, tenía moretones en todo el cuerpo, de su boca salía sangre, por los mordiscos de su atacante. Se levantó con mucho esfuerzo y regresó a su casa. Le preguntaron quién había sido el violador. Ella nunca lo había visto, decía que estaba como loco, era de piel blanca y gordito. No sabía más. Durante un mes no se vio al Sobritas en la calle. Estaba muy calmado en su casa. Amalia no corría por las calles para meterlo a escobazos. Los padres de la niña prefirieron guardar el secreto, para no avergonzar a su hija ante la comunidad. Intentaron apoyarla para que siguiera con su vida. Cuando preguntaban en la escuela por qué tenía tantos moretones, ella decía que se había caído de las escaleras del metro cuando sus padres la llevaron a Chapultepec. Al mes siguiente, Sobritas se sentó frente a la escuela secundaria. Vio desfilar a muchas niñas hermosas. El fin de semana ya había escogido a su nueva víctima. Repitió los pasos. Buscó el lugar y la hora del ataque. Esta vez la operación fue sencilla. La niña salía a jugar con sus amigas en la calle. Todas las tardes andaba con la pelota en la mano para practicar boli bol. Al caer la noche regresaba con su familia. En los primeros días de febrero Sobritas logró su objetivo. El juego fue en las canchas de la avenida. Las amigas festejaron el triunfo en una tienda. Compraron refrescos y dulces. Se despidieron a las nueve de la noche. La muchacha caminó rumbo a su casa. Había varios terrenos vacios en esa calle. Sobritas estaba escondido en uno de esos lugares sin construcción, esperaba verla regresar. Escuchó sus pasos y le saltó encima. Ella se defendió, tenía fuerzas gracias al deporte. Arañó el rostro de su atacante, le tiró mordiscos, le arrancó cabello. Sobritas golpeó a su víctima hasta que esta ya no respondió. Con calma le quitó la ropa interior y la penetró hasta cansarse. Encontraron a la niña en la madrugada, estaba inconsciente, pero viva. El chisme corrió por el vecindario. Había un violador. Las muchachas tenían que extremar precauciones. Los Zancudos empezaron a sospechar. Los chismes decían que el violador era gordito y de piel blanca, que estaba como loco, algo en él no era normal, era entre tarado y violento. El Sobritas andaba golpeado, con arañazos en la cara, con los brazos mordidos, se le notaban las huellas de dientes. Tenía una gaza sobre el rostro. Fue el Sobritas, dijo Yoyo, que no se haga pendejo, una cosa es ser retrasado y otra ser pendejo, y eso de plano no es. –Sí, ya era Sobritas, por ser el último descendiente, ahora su nombre crece, les aseguro que no puede probar solo una. Es la forma que tiene para conseguir mujeres, a la fuerza. Nadie en su sano juicio le haría caso. –Dijo el Mole. Por supuesto que los ataques continuaron. La policía nunca apareció. Las familias que podían guardar el secreto se hacían las desentendidas. Ver al Sobritas golpeado, arañado y sucio era común. Los Zancudos comentaban: “mientras no se meta con ninguna de nuestras hermanas la fiesta sigue en paz. Si los hermanos de las chavas violadas no hacen nada, es su pedo”. Abel notó que el Sobritas se paraba frente a su casa. Desde el principio sospechó. Su hermana pronto cumpliría quince años, andaban preparando la fiesta y los ensayos del vals, por eso salía con frecuencia de su casa, ya fuera para buscar “damas de honor” o para visitar a posibles padrinos. Los Zancudos se acercaron al Sobritas, le advirtieron. –Ya sabemos lo que te gusta, cabrón. Eres el puto violador. No te metas con ninguna de nuestras hermanas. Te va a cargar la chingada, aunque seas idiota. Dos noches antes de la fiesta de quince años, la Mari fue violada. Regresaba de la tienda cuando fue sorprendida por su atacante. La fiesta se suspendió. Mari estaba internada en el hospital debido a los golpes y lesiones recibidos. Abel estaba muy enojado. El Sobritas había roto las reglas. Por menos de eso ya se habían despachado a varios contrincantes. Los Zancudos no debían meterse, él iba a darle su merecido. Sobritas no se dio por enterado. Andaba en otra escuela buscando una nueva mujer. Caminó por la calle 23, como siempre, con las manos en la bolsa, con su gesto de idiota viendo el suelo. Se detenía de vez en cuando a recoger piedras del suelo. Se levantó, guardó la piedra. Abel lo detuvo. -Te lo advertí, hijo de la chingada-. Sobritas corrió. Los Zancudos le cerraron el paso. Abel lo alcanzó. Le hundió el pica hielo en el estómago. Sobritas se defendía, sacó una piedra de los bolsillos del pantalón, con ella golpeó el rostro de su contrincante. Abel no sentía los golpes, hundía una y otra vez su arma el cuerpo enemigo. Mole se acercó a su amigo para separarlo del cuerpo que yacía en un charco de sangre. Los Zancudos siguieron su camino, se perdieron en la noche. Alguien le avisó a Amalia. Ella llegó corriendo, abrazó a su hijo, lo acunó para darle calor. Llegó la ambulancia, los médicos no podían desprenderla del cuerpo. Amalia repetía: está frío, está frío, lo tengo que calentar, le voy a poner curitas en todos los hoyitos. Las mujeres se compadecieron de Amalia. Una se acercó para tratar de explicarle que su hijo estaba muerto, pero ella decía que no, que sus papás le habían dicho que ella moriría primero, se iban tranquilos pues el niño la cuidaría en su vejez, entonces él no se podía morir, estaba frío, había que calentarlo. Dicen que Sobritas tenía más de cincuenta heridas. Amalia no volvió a salir a la calle. La familia que la recogió comenta que de cuando en cuando habla con la fotografía de su hijo, lo regaña por haberse marchado sin ella, por no hacer caso de quedarse encerrado y no acercarse nunca a las mujeres, ellas le harían daño. Igual que ella estaba condenado a no casarse, no tener una familia, no producir más idiotas. Sobritas nunca lo entendió. Congregación de la mano perpetúa Por: Guadalupe Bucio Gaona Fue por puritito accidente que conocí a Venus, la mera, mera; la más chipocluda de todas las viejas que se reunían los fines de semana en el parque de la colonia. Siempre que iba a comprar las tortillas (en el buen sentido de la palabra) encontraba dos o tres ñoras sentadas en la misma banca. Nunca las veía silenciosas, siempre se reían y hablaban, hablaban, hablaban. Yo me quedaba con la pregunta en la mente ¿de qué se ríen éstas ñoras? ¿No tienen quehacer en su casa? Además nunca eran las mismas, a veces estaban dos güerejas con una morena, una bajita con una gordita, dos flaquitas con una gordita… en fin, las combinaciones es lo menos importante. La pregunta real era ¿por qué siempre había ñoras sentadas en esa banca? Yo tenía catorce años cuando me percaté de la existencia; andaba con mis cuatachas en el rol de la conquista. Nos encantaba competir por los galanes. No es por nada, pero donde ponía el ojo, ponía el cuerpo, por eso les ganaba casi siempre a todas mis carnalitas. Era cosa de juego. Nos decíamos ¿ya viste ese cuerazo? La que logre salir con él se lleva el premio mayor. Así me ganaba un pato a la naranja, o sea, un gansito con refresco. Para darles en su máuser, me aventaba al ruedo. Mi plan consistía en bañarme diario, cosa fea pues el agua estaba helada, cuando caía sobre mi cabeza se me congelaban hasta las ideas, sentía que se dormía el cerebro, nomás gritaba ¡hay güey, hay güey! Pasado el susto me enjabonaba rápido y me enjuagaba rauda y veloz. Lugo llegaba lo chido. Escogía la ropa menos gastada, por supuesto, las blusas escotadas para enseñar la pechuga crecida; nunca faltó el rímel que compraba en el tianguis de a dos por cinco pesotes, la sombra para los ojos, que le robaba a mis hermanas mayores y el labial con sabor a fresa, que me tragaba a lengüetazos y tenía que traerlo en la bolsa para ponérmelo cada rato. Con la cara pintada, los pantalones ajustados, las blusas levanta suspiros y el peinado de cazuela, para los que no sepan se hacía con tubos grandes para alaciar el cabello y obligarlo a quedarse con ondas hacía adentro. Ya emperifollada me presentaba ante el galán, le preguntaba a qué equipo le iba. Yo siempre decía que mi preferido eran Las chivas, del Guadalajara porque eran el equipo de los pobres. Claro que nunca veía el fut bol, pero mis hermanos sí. Pensaba que el tema era interesante para los hombres pues mis hermanos se ponían de colores cuando su equipo no ganaba. Debo confesar que mis atributos corporales ayudaban en la conquista. Desde los diez años me empezó a crecer la pechuga, a los catorce ya tenía las piernas bien llenitas y un trasero levantado. Armada con temas de hombre y cuerpo balanceado ya tenía el triunfo en las manos. Al cumplir los quince mi madre me mandó a comprar las tortillas. Había una cola infinita, yo no tenía prisa, me formé resignada a esperar media hora en el rayo del sol. Se me acercó una de las viejas que se reunían en el parque desde mucho tiempo atrás. Me pidió que le sacara un kilo de masa y dos kilos de tortillas. Me dijo –tengo una junta muy importante en el parque. Hoy no puedo esperar, te prometo que te compensaré. Cuando pases de regreso me llevas el encargo. Te compensaré. Me dicen Venus. Entre Venus y yo nació una amistad que perdura hasta hoy, gracias al favor que le hice en aquellos tiempos. Todo empezó el día que pasé delante de la banca llorando. Venus se acercó y me invitó a sentarme junto a ella. No le hice caso, seguí caminando con el moco suelto. Me alcanzó para ofrecerme un pañuelo desechable. Extendió su mano y preguntó: -¿Qué tienes? ¿Puedo ayudarte en algo? -No, nadie puede. Estoy harta de los pinches hombres. –Dime, yo no soy tu mamá. Te prometo guardar el secreto. -Es que… me voy a casar. -¿Eso es malo? –Sí. -¿Por qué? -No puedo decirte. -Dime. Te espero en mi casa. Al día siguiente, instaladas en la sala, me ofreció un arroz con leche. Mientras comíamos me contó que ella se había casado con un tipo insensible, enojón, borracho y mal cogedor. Dijo que su marido adoraba el fut bol, tomar cervezas con los amigos y de vez en cuando tomarla por sorpresa en la noche. Le quitaba el calzón, la penetraba como conejo, pues más tardaba en quitarle la ropa que en “terminar”. Ella había encontrado la fórmula perfecta para satisfacer sus necesidades sexuales. Mientras él dormía, ella se daba gusto sola. Mira, le dije, lo que pasa es que en la cama no siento nada de nada. He sido bien cabrona desde chiquita, conquistar a güey no tiene chiste. Lo malo es que me acosté con alguien. Esperaba sentir algo distinto. Fue asqueroso. Besos, baba por aquí, por allá, dolor en donde tú sabes. Mi mamá se dio cuenta y ahora tengo que casarme. -¿Nunca te has masturbado? -¿Tengo que responder? -Si quieres… - Acá, entre cuatas, te lo voy a decir. Cuando estaba en la secundaria sentía muchas cosquillas en mi parte. Un día le dije eso a la maestra de español y me contestó que no me tocara pues me podía provocar alguna infección. Te juro que las cosquillas eran insoportables. Un día me sobé y sentí alivio, el cosquilleo aumentó y seguí frotando suavemente, al final mi parte palpitaba. El malestar había desaparecido. Me he frotado, cuando aparece la sensación, con el colchón de mi cama, con globos, con verduras, pero nunca directamente. Todo sobre la ropa, para no infectarme. Creí que estar con mi novio aliviaría esta cosa que siento. Fue asqueroso. No sentí nada, bueno, me dolió mucho cuando… ya sabes. Estoy desesperada ¿Qué voy a hacer? -Seguirlo haciendo. Ahora tendrás asesoría de la Congregación de la mano perpetua. -¿Qué es eso? -Un grupo de mujeres que comparten sus vivencias, descubren su cuerpo y son felices. Si no te gusta ir al parque puedes venir a mi casa. Yo te guiaré. Con el pretexto de llegar con el deseo a flor de piel al matrimonio le dije a mi novio que suspenderíamos el sexo durante los meses que faltaban para la boda. El día fatal llegó. Juramos amor eterno frente al altar. Bailamos, bebimos. Era nuestra noche, la primera de muchas noches juntos. Salimos rumbo a Acapulco. Al llegar al hotel nos besamos. Mi nuevo esposo estaba sediento de caricias. Me desnudó. Yo quería complacerlo. Dejé que hiciera con mi cuerpo lo que su cuerpo deseaba. Mentalmente repetía “es por poco tiempo, ya se cansará”. La experiencia de la primera vez se repitió. Lo sentía moverse encima de mí; sus movimientos bruscos, desesperados: adentro, afuera, adentro, afuera, sube, baja, sube, baja… hasta que su respiración se aceleraba, su cuerpo sudoroso se pegaba como chicle incómodo al mío. Era un eterno estira y afloje. Descansaba un poco y volvía a la carga. Esto se repitió tres veces. Sentí que no resistiría más, pensaba que nunca se quedaría dormido. Actué lo mejor que pude, fingí orgasmos. Intenté respirar a su ritmo. En realidad estaba adolorida, insatisfecha. Su pene nunca frotó mi clítoris. Me sentía como vasija, un hoyo a mitad de mi cuerpo como receptáculo de su semen caliente. Ya estaba a punto de decirle que quería ir al baño cuando se acostó a mi lado y poco a poco se fue quedando dormido. Me levanté sin hacer ruido. Entré al baño. Recordé las palabras de Venus. “Cuando esté dormido, ve al baño. Frota con delicadeza las partes adoloridas, dales masaje. Se paciente, al sobar esas partes sentirás alivio. Con suerte tu cuerpo entero palpitará”. Sobé, como diciendo “sana, sana colita de rana”. Mis dedos se movían cadenciosos alrededor de los labios superiores, luego sobre el clítoris y finalmente introduje un dedo sin dejar de hacer presión en el botón principal. Mi cuerpo palpitó. Los oídos me zumbaron. Casi grité de placer. Me contuve para no despertar al “bello durmiente”. Salí dispuesta a descansar a su lado. Al regreso de la Luna de miel me urgía hablar con Venus. Tenía que conocer sus secretos para no morir de angustia al lado de un hombre insaciable que no lograba satisfacerme. Hablé con ella y las clases empezaron. Supe que las mujeres pueden experimentar siete tipos de orgasmos: el punto G, pechos, mente, punto U, clítoris, punto K y el ano. Como estaba recién casada, tenía mucho tiempo libre para experimentar a solas mientras mi esposo se iba al trabajo. Empecé por el punto G, es la estimulación máxima que una mujer puede experimentar. Se trata de estimular el hueso púbico y al mismo tiempo usar las manos para encontrar un punto situado aproximadamente a tres centímetros de la cavidad uterina. Cuando me dijo esto me quedé con la boca abierta. No entendía. Mira, tienes que masajear ese huesito de tu parte hasta que sientas calientito, luego metes un dedo, o dos, como quieras, y los mueves como haciendo la señal a alguien para que venga. No muy adentro de la vagina. Sentirás algo parecido a las ganas de orinar, en realidad se acerca tu primera eyaculación. ¡Sopas! Una mujer puede eyacular. Eso sí que es de antología. No me quedé con las ganas y se lo solté a bocajarro. Venus me aclaró el asunto. “Cuando alcanzas un alto grado de excitación, tu vagina se lubrica y un líquido viscoso e incoloro te llena por dentro. Es parecido a la eyaculación masculina, aunque en menor cantidad y densidad”. Durante varios días busqué el dichoso punto G. Un feliz día lo encontré y desde entonces somos muy amigos. También experimenté con mis pechos. Mientras me bañaba, los frotaba con el jabón, los acariciaba. Me sentía bien. Vi crecer la aureola, sentí muy duro y erecto el pezón. Realmente me producía placer bañarme a diario. Para mantenerme activa compré novelas eróticas. Eso alimentaba mi mente. Imaginaba escenas de mí en distintas posiciones, con mujeres, con hombres y terminaba buscando un nuevo punto. Así encontré el punto U que se encuentra muy cerca de la uretra. Los dedos son un perfecto sustituto del sexo oral que es el que se practica en pareja. Yo conocía los orgasmos de clítoris, esos los practicaba con los masajes que ya les he platicado. Pero para perfeccionar la técnica conseguí un juguete especial que con su vibración me llevaba a otro planeta. Por algo es el preferido del muchas mujeres. El punto K se encuentra a ambos lados del clítoris. Se logra un orgasmo con jugar al dedo perdido. Uno pasa los dedos alrededor del clítoris, como si no supiera donde está. Poco a poco el placer aumenta y no es necesario introducir nada para que las palpitaciones se sucedían con gran intensidad. Me faltaba explorar el ano. Eso me daba un poco de asco. Tuve que comprar lubricantes para que mis dedos pudieran resbalar en el interior. Dar masaje en el ano. La verdad es que me costó mucho trabajo, esfuerzo y dedicación conseguir un orgasmo de este tipo. Gracias a mi educación sexual formo parte de la Congregación de la mano perpetua. Voy una o dos veces al parque a platicar con mis carnalitas. Cuando compro un lubricante especial y doy masajes al Yoni, para mantenerlo saludable y activo, comparto la experiencia con ellas. Es una técnica del sexo tántrico. Se trata de poner poco lubricante en cada mano. Se da un masaje desde el inicio del Yoni moviendo la mano derecha hacia arriba, cuando esta llega al hueso pélvico, la mano izquierda inicia el viaje realizado por la mano derecha. Se alternan los movimientos. Una mano inicia mientras la otra termina. El lubricante ayuda a deslizar suavemente ambas manos, poco a poco el calor aumenta y se logra un orgasmo de primera. Descubrí que mis juegos infantiles para conquistar un hombre fueron pura pérdida de tiempo. Aunque sigo casada, me niego a tener hijos. La verdad no puedo vivir sin mi grupo de amigas. Ahora conozco más mi cuerpo. Sé lo que me gusta y lo que no. Estoy inventando nuevas técnicas, por ejemplo la del “toque a la puerta “, es un juego. Se dan pequeños golpecitos en el clítoris como diciendo “tan, tan” como nadie responde se sigue tocando con mayor insistencia hasta que el desconocido incoloro y viscoso se asoma asustado con muchas palpitaciones. Me queda mucho por descubrir, no importa. Mis amigas encontrarán otras zonas desconocidas y cuando eso suceda alguna de ellas lo comentará en el parque, durante la reunión del fin de semana. Siempre estaremos presentes. La mano perpetua no duerme. La adoramos porque nos hace felices. |
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