Liderazgo Gedeón




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II — Moisés: el principio del liderazgo


Moisés fue uno de los hombres más sobresalientes que jamás ha vivido. Tuvo una profunda influencia sobre sus contemporáneos y un tremendo impacto sobre la historia. Sus actividades ocupan 137 capítulos de la Biblia; es el autor del Pentateuco y los Salmos 90 y 91. Ochenta veces se le menciona en el Nuevo Testamento, más que cualquier otro personaje del Antiguo Testa-mento.

Se llama un profeta en Deuteronomio 18.15, un sacerdote en Salmo 99.6 y un rey en Deuteronomio 33.5. Abraham se identifica como el amigo de Dios y Moisés como el varón de Dios (título del Salmo 90). Si Abraham es el padre de su nación, demostrando el principio de la fe, Moisés es su libertador de la servidumbre, simbolizando el principio del liderazgo.

Dios presupuestó la vida de Moisés. De sus ciento veinte años, éste vivió cua­renta en Egipto en la escuela del mundo, aprendiendo a ser alguien; cuarenta en el desierto en la escuela de Dios, aprendiendo a ser nadie; y cuarenta como líder del pueblo de Dios, aprendiendo la fidelidad suya. De manera que los dos tercios de la vida de este hombre fueron de preparación para la obra que le había sido asignada.

Cuarenta años en el palacio


Dos influencias impactaron profundamente sobre Moisés en sus primeros años. La hija de Faraón le preparó para una posición real en Egipto, pero su madre le preparó para un lugar entre el pueblo de Dios.

Esteban nos informa que Moisés fue enseñado en toda la sabiduría de los egipcios y era poderoso en palabras y obras. Así, se desarrollaron tres áreas de su personalidad. Es posible que haya sido estudiante en el templo del sol, llamado la Oxford del Egipto antiguo. Aprendería a leer y escribir jeroglíficos, dominando también matemática y química, además de la experticia egipcia en la astronomía. Recibiría una educación política y clásica junto con la ética de la corte.

En fin, era candidato para una posición de importancia en el mayor imperio de la época. Además, era “poderoso en palabras”. Más adelante diría que no sabía hablar, pero después de haber pasado cuarenta años hablando otro idioma al otro lado del desierto. También era “poderoso en obras”, un hombre práctico en la aplicación de sus cono-cimientos.

Con este curriculum vitae, aseguradamente estaba preparado para la misión de su vida. Dios pensaba que no. En la escuela de los hombres no había apren­dido la mansedumbre y dominio propio. Era impulsivo. Viendo que un egipcio oprimía a un israelita, se enojó y mató al opresor, enterrando su cadáver en la arena.

Hebreos 11.24 al 26 nos relata el otro lado de la historia. Cuatro verbos figuran en ese pasaje sobresaliente: él rehusó, escogió, estimaba y miraba. Rehusó ser hijo de la princesa; escogió ser maltratado con el pueblo de Dios; tenía por estima el vituperio de Cristo; y, tenía la mirada puesta en el galardón. Los tiempos gramaticales indican un momento de crisis. Los primeros dos verbos están en tiempo aoristo —un suceso en un momento dado— y los otros dos señalan los resultados. Moisés huyó al desierto y comenzó la segunda fase de su vida.

Cuarenta años en el desierto


Elías, Juan Bautista y Pablo tuvieron su experiencia en el desierto. Al comien­zo de su ministerio público nuestro Señor pasó cuarenta días en el desierto, y en otras ocasiones también según Marcos 6.31. ¿Tiempo mal gastado? El desierto es el lugar de prueba y aprendizaje. Es donde Dios prepara a los siervos suyos.

Moisés llegó a ser pastor y padre, una valiosa disciplina en pareja. Nadie está en condiciones de aconsejar en materia de la familia hasta haber pasado por la escuela de sufrimiento con Dios. La experiencia práctica es un maestro severo pero valioso.

Mientras atendía su rebaño, Moisés vio una zarza que ardía pero no se con­sumía. Había llegado el momento para su llamamiento a su obra de por vida. La zarza ardiente fue el primero de una serie de milagros en los cuales Dios trató con cinco partes de su anatomía.

Sus pies. Al acercarse a la zarza para contemplar semejante espectáculo, Dios le habló: “¡Moisés, Moisés! … Quita el calzado de tus pies, porque el lugar en que estás, tierra santa es”. Su primera lección fue la de reverencia en la presencia de Dios. Sería una característica primaria en la vida de Moisés.

En nuestra vida moderna, la reverencia a Dios está en franco deterioro. Apelamos por reverencia en nuestra manera de hablar de Él en ministerio y evangelismo, y al dirigirnos a Él en oración y adoración. La familiaridad del lenguaje callejero y los chistes calcu-lados a provocar risa, no deben encontrar lugar en el ministerio de un hombre que ha estado en la presencia del todo­poderoso Soberano del universo.

Su mano. “Jehová dijo: ¿Qué es eso que tienes en tu mano? Y respondió: Una vara. Él le dijo: Échala en tierra. Y él la echó en tierra, y se hizo una culebra; y Moisés huía de ella. Entonces dijo Jehová a Moisés: Extiende tu mano, y tómala por la cola. Y él extendió su mano, y la tomó, y se volvió vara en su mano”, 4.2 al 4.

La lección es obvia. La vara era el callado del pastor con el cual cuidaba las ovejas. Más adelante sería el cetro y la vara de hierro, Salmo 2.9, Apocalipsis 2.27. Es símbolo de la autoridad y gobierno. El primero que contaba con una vara de dominio era Adán. En su caso, fue echada a tierra y se hizo una serpiente mortífera. Pero otro hombre, el postrer Adán, ha aplastado la cabeza de aquella serpiente.

Moisés el siervo la toma por la cola y ella vuelve ser una vara en su mano. Él la emplearía cinco veces en los años por delante. Con ella se enfrentó a Faraón, abrió el Mar Rojo, golpeó la peña para sacar el agua viva y en Éxodo 17.9 contro­ló a Amalec, el enemigo del pueblo de Dios.

Nuestro Señor dijo en su Gran Comisión: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id …” Bienaventurado el creyente que cuenta con la ordenación de las manos horadadas y lleva en su propia mano la vara de la potestad delegada del Cristo resucitado y glorificado.

Su seno. “Le dijo además Jehová: Mete ahora tu mano en tu seno. Y él metió la mano en su seno; y cuando la sacó, he aquí que su mano estaba leprosa como la nieve. Y dijo: Vuelve a meter tu mano en tu seno. Y él volvió a meter su mano en su seno, y he aquí se había vuelto como la otra carne”, 4.6,7.

Aquí encontramos la lección de la depravación y corrupción humana. Declaró Pablo en Romanos 7.18: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien”. El siervo que sale a la obra del Señor sin haber aprendido esta lección, es el más digno de conmiseración de todos los hombres. Está con nosotros aún el hombre viejo y sus anhelos, como también la depravada naturaleza pecaminosa. Se nos exhorta crucificar a ese viejo con sus hechos, pero a la vez ellos están con nosotros mientras dure el cuerpo. Hay en nuestro seno mucha leña seca que Satanás puede prender con sus teas malignas.

Pero gracias Dios por el Espíritu de vida en Cristo Jesús que mora adentro, por la Palabra de Dios, y por el Intercesor que está a la diestra de Dios para darnos la victoria en el momento de necesidad. No han cambiado ni el mundo afuera ni el diablo debajo de nosotros, pero podemos triunfar por medio de Cristo Jesús nuestro Señor.

Su boca. “Dijo Moisés a Jehová: ¡Ay, Señor! Nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua. Y Jehová le respondió: ¿Quién dio la boca al hombre? … ¿No soy yo Jehová?” 4.10,11.

Las palabras de Moisés son mera excusa; él no quería volver a Egipto y enfren­tar a Faraón. En Egipto había sido demasiado precipitado, y ahora le encon­tramos demasiado vacilante. La mayoría de los predicadores sienten lo mismo al comienzo de su carrera; pocos son elocuentes o fáciles de palabra. Por lo general una buena capacitada oratoria exige trabajo arduo y estudio aplicado, y viene sólo con tiempo y experiencia. Una mera volubilidad y ganas de hablar es una característica que asusta. Uno que no puede quedarse callado es aburrido y molestoso.

Pero qué consuelo es cuando Dios dice: “Ahora, pues, ve, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar”. Y qué gozo es cuando uno siente que el Espíritu Santo está hablando y el pueblo de Dios está recibiendo provecho de la palabra dicha.

El apóstol Santiago tiene mucho que decir acerca de la lengua, tanto a favor como en contra.

Su rostro: Éxodo 34.29 al 35. “La piel de su rostro resplandecía”.

Moisés pasó dos lapsos de cuarenta días en la montaña de Sinaí. Después del episodio trágico de la adoración del becerro de oro, seguido de la destrucción de las primeras tablas de la ley, subió de nuevo para recibir una nueva visión y un pacto renovado. Veló su rostro al hablar con el pueblo; la comunión con Dios le hizo resplandecer la piel.

Pablo aplica esta lección en 2 Corintios 3.13 al 16. La experiencia de Moisés fue pasajera; él vio la gloria momentáneamente. Pero bajo la gracia es una gloria permanente. La comunión con Cristo en su Palabra producirá un rostro radiante por obra del Espíritu Santo.

Cuarenta años de servicio


El llamado de Moisés frente a la zarza ardiente y la promesa de Dios de estar con él fue la base y fundamento de los últimos cuarenta años de su vida. Su enfrentamiento con Faraón, la Pascua y el Éxodo, el pacto, la entrega de la ley ceremonial en Sinaí, la construcción del tabernáculo, la nube y el fuego de gloria, la presencia y dirección de Dios a lo largo de cuarenta años de travesía del desierto — todo esto tenía su estímulo y poder en el hecho que Dios mismo le había llamado y capacitado para la obra.

La necesidad apremiante en la Iglesia hoy día es por líderes competentes, enviados e instruidos por Dios. No descontamos una educación seglar como la que Moisés recibió en Egipto; Dios la emplea al encontrarla dedicada al servicio suyo. Pero nunca debemos buscar un atajo para evitar la escuela al otro lado del desierto. Es la prerrogativa del Espíritu Santo levantar hombres para ser líderes entre su pueblo. Los intentos humanos fracasan, ¡pero Dios puede!
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