Más Platón y menos Prozac




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«¿Cómo funciona el mundo?» que solían preguntarse los filósofos. Antes de la revolución científica

del siglo XVII, sus puntos de vista respectivos los

unían más que los separaban.
Finalmente, la ciencia y la filosofía siguieron

caminos divergentes, y la medicina occidental (tras

siglos de estar en manos de charlatanes, barberos,

frenólogos y vendedores de aceite de serpiente) se

alió con la ciencia. La psiquiatría evolucionó como una rama de la medicina primigenia en el siglo

xviii y se estableció como tal durante el XX, a partir de Freud. La medicina sigue siendo un equilibrio entre ciencia y arte; escáneres TAC y mucho

tacto con los enfermos, quimioterapia y técnicas

de visualización, electrocardiogramas y segundas opiniones. El psiocanálisis freudiano y todas sus versiones desarrolladas por discípulos disiden-

tes (Jung, Adier, Reich, Burrow y Horney, entre

otros) se han convertido más que nada en una religión cismática. Los psicoanalistas seguidores de

Freud y Jung están tan enfrentados y se profesan tanta hostilidad como los judíos ultraortodoxos y los reconstruccionistas, los cristianos católicos y los protestantes, o los musulmanes sunitas y los

chiítas. No es preciso haberse doctorado en medicina para ser psicoanalista; basta con adherirse (a toda costa) a una doctrina en concreto.
Además, la filosofía de Freud a propósito de la psiquiatría era que todos los trastornos mentales (lo que él llamó neurosis y psicosis) en última instancia se explicarían en términos físicos. En otras

palabras, pensaba que toda enfermedad mental era causada por una enfermedad cerebral. Y ahí es hacia donde se ha dirigido la psiquiatría moderna.

Cualquier comportamiento imaginable puede terminar ocupando su lugar en el DSM, donde será

diagnosticado como síntoma de una supuesta enfermedad mental. Aunque la mayoría de estas pretendidas enfermedades mentales que figuran en el

DSM jamás se haya podido demostrar que están

causadas por una enfermedad cerebral, la industria farmacéutica y los psiquiatras que recetan sus medicamentos insisten en identificar tantas «enfermedades mentales» como sea posible. ¿Por qué?

Por las razones de siempre: poder y dinero.
Veamos qué le parecen los siguientes datos. En

1942, la lista de trastornos del DSM-I constaba de

112 entradas. En 1968, el DSM-II recogía 163

trastornos. En 1980, el DSM-III listaba 224. La

última edición, el DSM-IV de 1994, alcanza los

3 74. Durante la década de los ochenta, los psiquiatras consideraban que uno de cada diez estadounidenses padecía una enfermedad mental. En la dé-

cada de los noventa, ya hablaban de uno de cada

dos. Pronto toda la población estará enferma, con una única, aunque obvia, excepción: los psiquiatras. Pues ellos son capaces de hallar síntomas de

«enfermedad mental» en cualquiera, y le recetarán

todas las medicinas que su compañía de seguros

esté dispuesta a pagar.
Si bien es cierto que algunas personas necesitan

medicación o ser recluidas en centros psiquiátricos

para evitar que se hagan daño a sí mismas o al prójimo, en ningún caso su número será el de uno de cada dos estadounidenses, ni de cada diez, ni de cada
cien. En la mayor parte de los casos, la infelicidad

personal, los conflictos de grupo, la descortesía imperante, la promiscuidad descarada, las olas de crímenes y las orgías de violencia no son producto de

una sociedad mentalmente enferma, sino de un sistema que (al carecer de un gobierno visionario y de

la virtud filosófica) ha permitido e incluso fomenta-

do que la sociedad terminara padeciendo un tras-

torno moral. Aunque la mayoría de filósofos ha

guardado silencio a este respecto, los consejeros filosóficos pueden contribuir a restaurar el orden

moral (y con él, la «salud mental») para paliar la

profunda desmoralización de los ciudadanos. El orden moral no es un medicamento, pero tiene unos
efectos secundarios maravillosos.
La psicología no apareció como campo de estudio de pleno derecho hasta 1879, cuando Wilheim Wundt fundó el primer laboratorio de psicología.

Hasta entonces, el tipo de observaciones y los puntos de vista que asociamos a la psicología eran feudo de los filósofos. Incluso después de que la

psicología cobrara un peso importante, la filosofía

y la psicología siguieron siendo disciplinas gemelas hasta entrado el siglo xx. William James, aclamado como gran pensador en ambos campos, conservó una cátedra conjunta de filosofía y psicología

en Harvard hasta la primera década del siglo, y Cyril Joad desempeñó un cargo semejante en la Universidad de Londres hasta la década de los

cuarenta. No obstante, dichos campos se han ido

separando a lo largo del último siglo, puesto que la

psicología se ha distanciado de la rama de humanidades de la academia para aproximarse a las ciencias sociales. Pese a mantener un pie en el reino

filosófico, James me un ferviente defensor de la psicología como ciencia: «Mi deseo, al tratar la psicología como una ciencia natural, era ayudarla a

convertirse en eso», escribió.
El divorcio se consumó con el surgimiento de

la psicología conductista. Los psicólogos conductistas comoJohn Watson y B. F. Skinner llevaron

sus preguntas sobre la naturaleza humana al laboratorio y se dedicaron a hacer experimentos con

ellas. Esto guarda poca semejanza con el tipo personificado en El pensador de Rodin (la mejilla en la

mano, el codo en la rodilla, sumido en sus pensamientos), que suele asociarse al estereotipo de filósofo, pero tanto si uno desarrolla sus ideas batiéndose en duelos verbales con Sócrates, como si

lo hace metiendo ratones en laberintos, en última

instancia siempre se estará formulando las mismas

preguntas: ¿Qué proporciona energía al ser humano? ¿Es una voluntad racional o una respuesta

condicionada? Y en caso de que sean ambas cosas,

¿cómo se relacionan?
Los filósofos se han dedicado exclusivamente a

observar la naturaleza humana, descripción que

bien podría aplicarse a los psicólogos. Cualquier

filosofía de la humanidad estaría incompleta sin un

punto de vista psicológico. La psicología, a su vez,

fracasa cuando está desprovista de un punto de vista filosófico, y ambas disciplinas no han hecho sino empobrecerse como resultado de su bifurcación.

Algunas áreas de la filosofía, como la lógica, están situadas claramente al margen de la psicología, lo cual no implica que, por regla general, la filosofía

se fundamente en la observación, en los datos, en la percepción, en las impresiones; y todo ello se adentra en el territorio de la psicología. Cuando

contemplamos el mundo, no siempre vemos con claridad lo que tenemos delante; los rasgos peculiares fisiológicos y las interpretaciones subjetivas

casi siempre intervienen. Esta interpolación (la diferencia entre objeto y experiencia) es pura psicología, y ningún punto de vista filosófico se sostiene

sin ella.
La psicología conductista y su teoría fundamental del estímulo-respuesta consideran al ser

humano una especie de máquina que puede condicionarse o programarse para alcanzar el efecto deseado; basta con descubrir y emplear los estímulos

adecuados. (La teoría del estímulo-respuesta es lo que confirmó Paviov cuando consiguió que sus perros salivaran al oír una campanilla, tras haberlos

entrenado haciéndola sonar justo antes de presentarles un plato de comida.) Ahora bien, ese guión entre el estímulo y la respuesta resulta sumamente

restrictivo. Toda la riqueza y los grandes logros de la psicología (y de la humanidad) quedan descarta-

dos cuando todos los actos se ven reducidos a una

mera causa y efecto. Pensar que un ser humano no

es más que una criatura que responde de forma

controlable a unos estímulos concretos es menospreciar nuestra esencia humana. Es pasar por alto

la psique, el supuesto tema de estudio de la psicología. Somos mucho más que nuestros condicionantes; la vida va más allá de una serie de respuestas establecidas. El problema reside en que gran parte de la psicología moderna (la psicología como ciencia) desciende o recibe la influencia de la psicología conductista y su intrínseco empobrecimiento de la experiencia humana.
La aplicación del método científico aporta información importante acerca de los seres humanos

y la forma en que funcionan. Ahora bien, aunque quizá logre entresacar algunos hilos de conocimiento, la psicología jamás revelará el complejo

tapiz de la naturaleza humana en toda su extensión. Por ejemplo, y sin menoscabo del método científico cuando es aplicado correctamente, la psicología conductista nunca nos proporcionará

unos principios éticos, los cuales constituyen una

de las piezas clave de la vida humana, y un tema al que se consagra toda una rama de la filosofía. Si para provocar una acción basta con hallar el estímulo adecuado, los seres humanos se ven reducidos a estar haciendo todo lo que hacen para

obtener una recompensa o evitar un castigo (el estímulo es tanto la zanahoria como el látigo). En tales condiciones, ¿acaso existen las buenas obras?

¿Acaso sería posible hacer el bien sencillamente

porque es lo que está bien, y no hacer el mal sencillamente porque no lo está?
Los conductistas sostienen que si le aplicara

una descarga eléctrica desagradable cada vez que

ayudase a una anciana a cruzar la calle, no tardaría

en abandonar sus costumbres de buen samaritano.

También afirman que pueden inducirlo a propinar
un empujón a las ancianas con las que se cruce en

la calle si le dan la recompensa adecuada cada vez

que lo hace. De este modo, los conductistas con-

vierten a las personas en unos seres demasiado superficiales y omiten nuestros ricos universos mentales. Somos mucho más versátiles y complejos

que los ratones que siguen pulsando como manía-

cos la palanca, la cual solía proporcionarles alimento mucho tiempo después de que el mecanismo hubiese dejado de ofrecerles manjares. (Todos

lo hemos hecho alguna vez, actuando con poca

más inteligencia que esos pobres ratones, pero eso

ya es harina de otro costal.)
Una de las facultades que poseemos los seres

humanos es la capacidad de provocar nuestros

propios estímulos internos. A veces nos prometemos una ración de helado tras una tarea ingrata, y

en ese caso estamos usando lo que hemos aprendido de los conductistas.
No obstante, también podemos motivarnos

mediante el sentido del deber, del honor o del servicio, asuntos sobre los que los filósofos se han ex-

playado pero que en general sobrepasan el ámbito de la psicología experimental. Por eso Arthur Koestier la apodó «psicología ratomórfica»: los investigadores terminan sabiendo muchas cosas acerca de los roedores, pero las lecciones que pueden aplicarse a los seres humanos son limitadas y,

con toda certeza, no afectan a las grandes preguntas sobre nuestra existencia.
Todos los científicos trabajan con «observables», es decir, las cosas que estudian. Por ejemplo,

los astrónomos tienen galaxias, estrellas y planetas;
los químicos tienen átomos y moléculas, y así sucesivamente. La tarea de los científicos consiste en

efectuar y registrar observaciones sobre los fenómenos que estudian, proponer teorías para explicar por qué las cosas tienen el comportamiento

que tienen, y luego demostrar esas teorías realizando experimentos. En el campo de las ciencias

sociales, el conjunto de observables no es tan físico

ni directamente mensurable; esto da por resultado

las principales diferencias filosóficas entre las ciencias físicas (o naturales) y las sociales, lo cual significa que nunca encontraremos un departamento

de ciencias que lo abarque todo en ninguna universidad. En las ciencias sociales, los investigado-

res imponen su propia visión del mundo a todo cuanto estudian; de ahí que incluso mentes brillantes como la de Margaret Mead fueran critica-

das por sacar conclusiones erróneas fruto de un

sesgo subjetivo (y quizás incluso inconsciente).

Los científíctís físicos pueden incurrir en errores semejantes, pero el efecto sobre el resultado de la investigación se verá paliado por la naturaleza más

concreta y objetiva de los elementos observados.
En la psicología, el conjunto de observables

consiste en la psique. ¿Cómo se observa eso? ¿Qué

es?, cabe incluso preguntarse. La neuropsicología

estudia el cerebro, que es mensurable, al menos

hasta cierto punto. Ahora bien, la psicología general se centra en la mente. Puesto que la mente, o la

psique, no tiene características físicas, todas las observaciones son indirectas y todas las conclusiones

son más subjetivas y menos ciertas que en el terreno

de las ciencias físicas. Incluso en las ciencias física;
que se benefician de la observación directa, nuestra

información resulta imperfecta. Tenemos casi e

mismo número de preguntas sin respuesta acere

de la mente que acerca del cerebro, por más que es

te se pueda medir, pesar y diseccionar. Así que imagínese lo fácil que es alejarse de la verdad en el ámbito de las ciencias sociales, como la psicología, que

se ocupan de asuntos mucho más abstractos sin

contar con nada concreto que observar.
Sin embargo, en consecuencia de la relativamente reciente aceptación de la psicología como ciencia y la permanente necesidad humana de diálogo

en el siglo XX se ha producido un crecimiento sir

precedentes de la industria del asesoramiento psicológico. Cuando los primeros psicólogos comenzaron a asesorar a los seres humanos, los psicólogos académicos los acusaron de herejes, apóstatas

y cosas por el estilo. «El asesoramiento psicológico no es psicología», afirmaba la sabiduría con-

vencional. No obstante, en unas pocas décadas, el

número de consejeros psicológicos excedió con

creces el de todos los demás psicólogos juntos.
Puede afirmarse que los consejeros psicológicos ostentan el monopolio de las regulaciones gubernamentales sobre terapias habladas, de ahí que

su seguro médico contribuya a pagar el coste de la

visita, a pesar de que no son médicos. Si su médico

de cabecera está autorizado a remitirle a la consulta de un consejero psicológico, que no es doctor

en medicina pero cuyos servicios quedan cubiertos

por los seguros médicos, usted también debería tener derecho a ser remitido a la de un consejero filosófico.
Los científicos sociales tienen que confiar en la

estadística para efectuar sus mediciones. Ahora

bien, aunque la estadística pueda decimos mucho

acerca de un grupo, no nos aporta ninguna información sobre un individuo, y aquí los psicólogos

se dan de bruces contra otro muro. En general,

hacemos bien al aceptar las estadísticas fiables, pero hay que hacer hincapié en que no nos describen

como individuos. La estadística psicológica nos di-

ce que, por regla general, las niñas tienen más fluidez verbal que los niños, y que los niños poseen

mejores habilidades espaciotemporales que las niñas. Sin embargo, eso no nos dice gran cosa del
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