descargar 1.41 Mb.
|
niño que ha obtenido 800 puntos en la prueba de fluidez verbal del examen de acceso a la universidad ni sobre la niña que destaca como lanzadora en la liga escolar de béisbol. ¿Qué hemos aprendido que nos resulte realmente útil? (Esta es la pragmática voz de William James, quien buscaba la «verdad» de una idea en función del uso que pudiera darse a la información que contenía.) ¿Los niños necesitan más clases de lectura? ¿Las niñas deberían hacer más horas de deporte? ¿Se puede educar convenientemente a un grupo mixto de alumnos? Podemos estudiar las estadísticas y tratar de decidir qué dará resultado en grupos grandes. Sin embargo, si usted es un padre de familia preocupado por la situación de sus hijos, hará bien en fiarse de su experiencia e intuición. Quizá piense que la filosofía tampoco es capaz de diseñar el mejor plan de estudios del mundo. De todas formas, ante la limitada utilidad de los «datos» disponibles, la filosofía educacional es la que en última instancia guía tales decisiones. La mayor parte de niños y niñas acude a escuelas mixtas porque tenemos el compromiso filosófico de ofrecer igualdad de oportunidades (aunque ello conlleve pequeñas o temporales diferencias en las puntuaciones de fluidez verbal). Además, los educadores eligen el método para enseñar a leer que consideran más eficaz, y las diferencias entre dichos métodos también son de índole filosófica. Son ya demasiadas las escuelas estadounidenses que gradúan alumnos analfabetos, en parte debido a la adopción de métodos didácticos que prácticamente garantizan el analfabetismo (p. ej., palabra completa) en lugar de los que garantizan la alfabetización (p. ej., fónico). Puesto que sabemos cómo enseñar a leer a los niños, así como enseñarles a no leer, el método didáctico que elijamos dependerá exclusivamente de nuestra filosofía de la enseñanza. Con independencia de la clase de científico que usted sea, las preguntas que trata de responderse son: «¿Cómo funciona esto?» y «¿Por qué hace lo que hace?». Los científicos buscan la causa y el efecto (aspecto que los conductistas han simplificado en extremo). Así pues, los psicólogos se preguntan: «¿Cómo funcionan las personas? ¿Por qué hacen lo que hacen?» Y un psicoterapeuta se pregunta: «¿Cómo funciona esta persona? ¿Por qué hace lo que hace?» El terapeuta identifica los efectos (p. ej., ansiedad, depresión) y busca las causas correspondientes (p. ej., una mala relación de pareja, padres alcohólicos). Tal vez ésta sea la forma científica de contemplar las cosas, pero cuando se aplica a un individuo, la terapia psicológica tropieza con dos problemas. Causa y efecto El primero consiste en una falacia que los filósofos llaman post hoc ergo propter hoc. Por si no anda muy ducho en latín, significa que si un acontecimiento ha sucedido antes que otro, el primero fue causa del segundo. Puede que esto sea cierto en algunos casos: usted se da un golpe en el dedo pequeño del pie y grita «¡Au!», pero eso no implica que siempre tenga que ser así. Si sus padres le pegaban cuando era niño y ahora le cuesta trabajo contener su enojo, no puede sacar la conclusión de que lo uno sea causa de lo otro. Tal vez sea éste el caso, pero es probable que no exista relación alguna. Aun suponiendo que fuese causal, pueden contribuir muchos otros factores. Volviendo al ejemplo de darse un golpe en el dedo pequeño del pie, resultaría obvio que el hecho de no llevar zapatos, el dejar trastos por el suelo y el cruzar apresuradamente la habitación a oscuras para contestar el teléfono son acontecimientos causales. Ahora bien, en el complejo guiso que es su pasado, ¿cree realmente que todos y cada uno de los ingredientes están relacionados con el asunto que le atañe ahora? ¿Los arrebatos de ira de su madre le enseñaron a ser explosivo cuando se enfada? ¿O fue la frialdad de su padre? ¿Fueron ambas cosas? ¿O ninguna? Rememorar los acontecimientos de su vida en busca de causas que expliquen sus dificultades presentes conlleva el problema añadido de que puede haber conexiones que usted no advierta. Y su memoria no es perfecta, de modo que olvidará algunos hechos importantes y recordará detalles irrelevantes. ¿Qué pasa si después de escarbar en el pasado sólo afloran oropeles, pero usted y su terapeuta siguen profundizando como si hubiesen hallado un filón de oro? En el mejor de los casos, perderá una gran cantidad de tiempo dando rodeos, aunque finalmente llegue a su destino. Sin unas leyes precisas que le guíen, como las que tiene un químico o un físico, ¿cómo sabe qué es lo que hace que algo suceda? Si en principio cualquier cosa puede ser causa de otra (siempre y cuando sean consecutivas), se corre el peligro de que, una vez haya adoptado una teoría, usted se limite a tomar los aspectos que encajen en ella y descarte el resto. Tal como Abraham Maslow tuvo el atino de señalar, cuando la única herramienta de que dispones es un martillo, una infinidad de objetos cobran aspecto de clavos. Incluso si la psicología llegara a convertirse en un instrumento de precisión, ¿qué bien le haría descubrir las causas de su malestar presente? ¿Acaso llevar una etiqueta, o ser catalogado de «amar- gado», hará que se sienta mejor? Saber que tiene una caries no hace que le duela menos; el empaste es lo que le aliviará. Comprender que le duele la cabeza porque ha recibido el golpe de una pelota alta no le hará sentirse mejor, aunque una aspirina tal vez alivie su dolor. Ciertamente, usted debe prestar más atención a su higiene dental y mejorar su habilidad para recoger pelotas altas cuando juegue a béisbol, y de este modo evitar tales dolores en el futuro. Ciertamente, algunas personas se sentirán aliviadas al descubrir el origen de su dolor psíquico mediante la psicología, y otras serán capaces de seguir una línea de conducta que les proporcionará alivio una vez que hayan entendido la causa. Sin embargo, para la mayoría no bastará con indicar ésta de manera precisa. Pasarán meses o incluso años cavando hasta que den con la grava provechosa, y entonces su respuesta probablemente sea: «¿Y ahora qué?» Conocer la causa del dolor psíquico pero no tener un camino para mitigarlo hará que algunas personas se sientan incluso peor. Saber que está deprimido porque su matrimonio se está yendo al traste puede que sólo sirva para hundirlo más en esa depresión, ya que usted no puede retroceder y cambiar el pasado. El modelo médico El segundo problema fundamental que presen- tan las terapias psiquiátricas y psicológicas es que imitan el modelo médico. Están reguladas por los estados como si fuesen disciplinas médicas y el seguro médico las cubre (al menos en parte). Los médicos reciben formación para diagnosticar y tratar las enfermedades físicas. Los psiquiatras y los psicólogos reciben formación para tratar las «enfermedades mentales». Pongo este término entre comillas porque se trata de una metáfora, aunque dicha metáfora cada vez se confunde más con una realidad. Hay un chiste de psiquiatras que ilustra la cuestión: los pacientes que acudían temprano a su cita en la consulta eran diagnosticados como ansiosos; los pacientes que llegaban tarde, como hostiles; los pacientes que llegaban a la hora prevista, como compulsivos. Este chiste lo contaban los propios psiquiatras, quienes conocían perfectamente la diferencia entre una enfermedad real y una metafórica. Lo cierto es que ya no tiene ninguna gracia, dado que dicha diferencia se ha visto desdibujada por lo que Thomas Szasz llama «el mito de la enfermedad mental». Los trastornos médicos con frecuencia se de- nominan «síndromes». Se han observado, documentado, investigado y comprendido multitud de síndromes. Por ejemplo, el síndrome de Down es provocado por una secuencia genética concreta, mientras que el síndrome de Tourette es una disfúnción cerebral específica que se manifiesta perturbando la forma de moverse y hablar pero que no reviste peligro. El síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida) es causado por un re- trovirus (VIH) que ataca y deteriora el sistema inmunológico. Ahora bien, ¿qué me dice de diagnósticos como el del «síndrome de la guerra del Golfo»? ¿Qué diablos significa? Al parecer, significa que algunas personas que sirvieron en la guerra del Golfo no se sienten bien. Nadie sabe (o al menos nadie lo dice) si estuvieron expuestas a agentes biológicos o toxinas químicas, como tampoco si sus problemas son de tipo médico o psicológico, o una combinación de ambos. Establecer un diagnóstico como el del síndrome de la guerra del Golfo parece muy científico, pero no aporta ninguna información nueva o útil acerca del problema. Otro caso parecido es el del «síndrome de muerte súbita infantil». Por desgracia, algunos bebés mueren inesperadamente en la cuna. Antes so- lía decirse que «morían durmiendo». Ahora este fenómeno tiene un nombre mucho más pomposo, si bien éste sigue sin revelar ningún dato concreto sobre el problema. Así pues, el mero hecho de decir que algo es un síndrome no garantiza que sepamos de qué estamos hablando, ni siquiera cuando haya algo que médicamente (es decir, físicamente) no funcione. Todo esto no tiene nada de nuevo para los filósofos. He aquí una famosa «explicación» acerca del opio que data de la Edad Media. La pregunta era por qué el opio (usado como medicina) hacía que la gente se durmiera. La respuesta facilitada por los médicos de la época (algunos de los cuales, lamento decirlo, probablemente eran filósofos) fue que el opio hacía que la gente se durmiera en virtud de sus «propiedades dormitivas». Todo el mundo asintió prudentemente con la cabeza y aceptó durante años que aquello, en efecto, explicaba algo. Pero no es así. El término «dormitivo» procede del verbo latino dormiré, «dormir». Explicar que el opio hace que la gente se duerma debido a sus propiedades dormitivas es lo mismo que explicar que el opio hace que la gente se duerma por- que hace que se duerma. No se puede decir que sea muy científico, al fin y al cabo; es meramente una explicación circular. Ahora bien, ¿qué sucede cuando aplicamos definiciones circulares de enfermedades físicas reales a enfermedades mentales metafóricas? Pues que obtenemos todo un zoo de supuestos trastornos. ¿Padece un trastorno emocional sin resolver que tiene su origen en una experiencia desagradable del pasado? En el DSM se convierte en una enfermedad mental: trastorno de estrés postraumático. ¿Su hijo tiene dificultades para aprender aritmética? Es harto probable que se deba a que su maestro no sepa nada de aritmética o a que los métodos de enseñanza en boga sostienen que la respuesta correcta a 2+2=? es cualquier número que le plazca al alumno, pero en el DSM se le diagnostica una enfermedad mental: trastorno de aprendizaje numérico. ¿Está disgustado porque no le ha tocado la lotería? En el DSM, eso también es una enferme- dad mental: trastorno de estrés ludopático. ¿Rechazaría un tratamiento psiquiátrico para usted o su hijo si le plantearan esta clase de diagnóstico? En el DSM, su rechazo también es catalogado de enfermedad mental: trastorno de incumplimiento del tratamiento prescrito. Todo esto sería fabuloso si se tratara de ciencia- ficción o de comedia, pero el caso es que en la actualidad pasa por ser una ciencia seria. En 1987, la Asociación Norteamericana de Psiquiatría decidió admitir el trastorno de falta de atención por hiperactividad (TFAH) como enfermedad mental: ciencia por votación. Ese mismo año, se diagnosticó un TFAH a medio millón de escolares esta- dounidenses. En 1996 se calcula que 5,2 millones de niños (el 10 % de los escolares estadounidenses) recibieron el mismo diagnóstico. La «cura» para esta «epidemia» es el Ritalin, cuyas producción e índice de ventas (así como sus espeluznantes efectos secundarios) se han disparado. Esto es muy positivo para la industria farmacéutica, aunque no tanto para los niños. En medicina, no existe ningún dato sólido que pruebe que el TFAH sea debido a un trastorno cerebral determinado, pero con este argumento queda plenamente justificado que se catalogue de enfermos mentales a millones de escolares estadounidenses, que estén obligados a medicarse y que tales «diagnósticos» de «enfermedad mental» consten en sus historiales académicos. ¿Por qué hay niños normales, sanos, curiosos (y a veces revoltosos) que tienen dificultades para prestar atención en clase? Él TFAH es tan sólo una posibilidad. También podría deberse a la falta de motivación o de disciplina, a que no tengan que estudiar en casa, a que no se les exija un nivel razonable de aprendizaje, a que no pasan exámenes para evaluar sus conocimientos, a la incompetencia de los maestros y a la indiferencia de los padres. Podría deberse a que los mínimos obligatorios se han sustituido por eslóganes estúpidos, y a que no haya ninguna autoridad moral en casa ni en el colegio que inculque las virtudes en estos niños. El sistema educativo se ha transformado y ha pasado de ser un camino de aprendizaje a un campo abonado para la estulticia, con la psicología y la psiquiatría como cómplices bien dispuestos. Estos mismos cómplices también se han infiltrado en el sistema judicial, en la esfera militar y en el gobierno. ¿Acaso debe sorprendernos que las personas vuelvan a echar mano de la filosofía? Lo más fácil es soñar despiertos. Si su hijo no presta atención en la escuela, padece un trastorno de falta de atención por hiperactividad. Y si usted se queja ante semejante diagnóstico, es porque padece un trastorno de negación de un trastorno de falta de atención por hiperactividad. Uno de los problemas que presenta el considerar que tales planteamientos son científicos es que estos supuestos trastornos no se comprueban de acuerdo con un criterio científico. La declaración o suposición de que algo existe sin que haya modo de probarlo es lo que los filósofos denominan «cosifícación». Los psiquiatras y los psicólogos son expertos en la cosificación de síndromes y trastornos: primero se los inventan y luego buscan sínto- mas en las personas y sostienen que eso demuestra que la enfermedad existe. Por más beneficios que se obtengan al agrupar los síntomas de semejante modo, hacerlo también presenta un gran inconveniente: aniquila la facultad de investigar, haciéndonos creer que tenemos unas respuestas que, en reali- |