Obra preparada para el II premio internacional de novela “Javier Tomeo” correspondiente al año 2005




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títuloObra preparada para el II premio internacional de novela “Javier Tomeo” correspondiente al año 2005
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Día 8


Hoy he estado con malestar intestinal... He mentido el día entero, según mis propias reflexiones anteriores.

Día 9


No dije nada por educación, mas juraría que Artemis estaba hoy lanzando ventosidades a diestra y siniestra en la sesión de cine… En la cama se las perdono, mas en estas situaciones sociales no sé si debiera… La impunidad del pedo.

Día 10


Fuimos a cenar a casa de mis padres. Mi padre estaba más huraño que de costumbre. Diría que estaba un poco “ausente”, desconectado. No obstante, se mostró bien educado con nosotros y especialmente con Artemis. Todo un gentleman, amargado, insondable, artificial, un hombre de familia. Tenía el bigote impecablemente cortado, la ropa impecablemente planchada, el cuello de camisa almidonado, ni un gesto de más ni uno de menos. Todo lo supo asir con cuidado, cubiertos, copas y comentarios.

Mi madre actuó como la impecable gestora doméstica. Siempre impresiona a Artemis la precisión que mi madre tiene para administrar la casa. Hizo traer y retirar platos y bebidas a una chica cuyo nombre nunca llegué a oír. Mi progenitora estaba con un vestido ni suntuoso ni simple, totalmente adecuado para una cena con una posible futura nuera. Tenía los ojos con un toque aún más celeste, el cabello con un intencional mechón blanco y el resto adecuadamente teñido de negro. La boca supo mantener una sonrisa casi permanente durante las conversaciones, la piel lució siempre bien humectada y radiante. En fin, toda una dama.

Mi madre hizo una leve recriminación a mi padre, durante algún debate de estos intrascendentes que se protagonizan en las mesas – sobre política o sobre arte, quizás… Hasta creo que fue sobre una telenovela -. Mi padre no cedió su punto y cambiamos de tema. Lógicamente, yo era un chivo expiatorio excelente y creo que fue mi padre quien esta vez levantó el asunto de cuándo tendría nietos por parte de su hijo único y cuándo yo construiría mi familia con Artemis. No dudé en responder el habitual “Estamos en eso, estamos en eso” y di el rodeo de que estaba organizándome mejor en términos de trabajo y plata para tan noble fin.

Artemis se mostró no menos elegante. Vestía un pantalón azul, camisa blanca con un bordado, los ojos castaños, el cabello largo del mismo color y peinado hacia atrás, la boca amplia y sensual, la mirada a ratos extraviada y a ratos presente – especialmente ansiosa cuando se levantó el maldito tema del matrimonio -. Luego, la mirada se hizo de nuevo dócil y sutilmente rencorosa con mi respuesta, ella prefirió dejar pasar la oportunidad de discutir y se limitó a asentir con algún comentario de mi madre. Incluso creo que Artemis también habló algo respecto a la prioridad que tenía concluir sus estudios de profesorado de geografía y estudios sociales para alumnos del secundario. Esto me daría una tregua, si no fuese porque ya ella está ejerciendo las horas de clase que le exigen para finalizar el curso. Empezó hace pocos días su “práctica docente”. Comenté esto con velocidad, para que el torrente de la conversación desviase su curso hacia ese otro terreno y por allí se escurriese, dejándome a mí tranquilo en otra orilla.

Odio estos malditos encuentros, pues tarde o temprano se menciona el asunto del casamiento, especialmente desde hace unos meses.

Había un buen vino, un chileno Carmenet, con el sabor distintivo y después un buen Cabernet Sauvignon argentino de alguna bodega mendocina. Esto compensó parte del desagradable asunto del “Para cuándo” me casaré.

Por un momento, especialmente durante el viaje de regreso – en el cual, gracias a Dios, Artemis venía cansada y logré llevarla a su casa en pocos minutos -, comencé a pensar en la perspectiva de Artemis y yo hacer una familia. Y contrasté a mis padres y su augusto matrimonio de 35 años con un posible casamiento mío. Por un rato comencé a elucubrar el asunto…

Imaginé que mi padre, aquel hombre de semblante serio, alguna vez debió ser un niño. Tuvo que haber albergado fantasías y deseos. No creo que casarse haya estado entre ellos y menos aún que haya soñado con un único hijo y ni remotamente que ese hijo sería como yo. Luego vendría su adolescencia, los primeros anhelos fuertes y las metas del hombre: un buen auto, muchas mujeres formidables, una carrera exitosa, viajes, fiestas, dinero…

Quizás sus expectativas llegaron a ser altas en alguna oportunidad. ¿Cuándo, cuándo habrá alcanzado el máximo de sus deseos? Con el poco de noción espacial que me quedó de mis estudios de geometría descriptiva, me ha dado por imaginar que la representación de esos deseos debe ser algo así:



Para que no se me tome por loco, abstraccionista o como un borracho – si bien esa mezcla de vinos tinos algo debe de haber influido – me explico antes que se me olvide lo que significa esto:

El asunto se lee – o se ve – de izquierda a derecha. Imagino unos sueños amplios, los de la niñez, los cuales empiezan a crecer y crecer, a abrirse, cuando comienza la adolescencia. En ese punto donde la figura está más ancha, más amplia, están los sueños del joven y allí el rojo y el verde, que son los colores de la pasión y la esperanza que colorean los sueños. Surge entonces el rojo escarlata intenso, voluntarioso. Allí todo es posible, todos los sueños tienen vida, se puede hacer y ser todo. Allí empieza la disparada ascendente de los sueños, su crecimiento febril, si bien se van haciendo menos ensanchados. Siguen siendo rojos y verdes, mas ahora son menos opciones, comienzan a aparecer las limitaciones y uno mismo empieza a encerrarse. Se ve que hay responsabilidades, deberes, compromisos, deudas y todos esos pasivos que van limitando el patrimonio vital que tenemos… En ese momento se llega a lo más alto y se produce alguna ruptura, algo que marca el inicio de la pista del tobogán y la bajada. Es allí donde se alcanza la cresta, el vértice de la pirámide de los sueños y en ese descenso, que tiene algo de triste azul – primero pálido y luego más oscuro -, no hay sueños nuevos, sino distorsiones más o menos desdibujadas de los sueños anteriores. Es como si las imágenes delirantes de la infancia y la adolescencia se reflejasen en uno de estos espejos que hay en las ferias y los parques de diversiones, en que las cosas se ven más delgadas de lo que son y con contornos difusos, donde apenas se reconoce la figura original. Así quedarían las fantasías, como copias imprecisas de lo que se anhelaba en los primeros años, cada vez más delgadas y sin retorno hacia el verde. En esa caída, hacia la vejez, quien ha sido sabio alcanza ese color clorofílico en sus últimos residuos de delirio, teniendo la paz de haber vivido y disfrutando el breve instante de dicha, el último sueño antes de que la nada original se lo lleve nuevamente todo.

¿Cuándo sería el punto de inflexión de mi padre? ¿Cuándo comenzaría su pista del tobogán? Quizás comenzó cuando fundó su familia, cuando se casó. Probablemente mi madre, también en ese día, alcanzó su propio máximo. Tal vez hasta entonces habría soñado con ser Lady Di, Madonna, la Madre Teresa de Calcuta, Gabriela Mistral, María Félix, Eva Perón, Julia Roberts, Maria Callas, la princesa Leticia, Marie Curie, Janis Joplin, Sharon Stone, Grace Kelly, María Zambrano… En fin, ni sé en quien soñaría entonces, mas ciertamente ese día en que un anillo se instaló en su dedo también una correa sujetó sus sueños. Mi padre habrá también colocado en el cepo a su ardiente sexo, que antes había soñado con adentrarse en los terrenos íntimos de tantas beldades diferentes. Ambos decidieron hacer su caída juntos, con sueños más pálidos, menos intensos, mas al menos bien compartidos, bien tolerados, bien aceptados, con breves momentos de emoción en alguna carretera, en el lecho conyugal, en la maternidad, el primer día de escuela, el primer dibujo, el primer diploma… Todos esos momentos fugaces que calman a la mente aún inquieta por soñar.

Quizás en algún momento pensaron que yo sería un meandro y luego un riachuelo en la corriente de sus sueños y habrán creído que su declive sería para disparar algo capaz de llegar aún más lejos y más alto. Mas la realidad les haría ver que yo sería otro paraboloide y al menos desearían una compañía como Artemis para hacérmelo más soportable.

Terminando este relato, se me ocurrió pensar en qué momento mis padres me enseñarían a mentir, esto es, en qué momento yo habré mentido por primera vez. Porque es Ley de la Mente sometida al Psicoanálisis que todo mal en la vida empezó en casa y fue disparado por los padres.

Y viendo a aquel par de ancianos prematuros, con sus achaques, sus conversaciones vacías y sus posibles remansos de alegría, sólo pude sentir un poco de lástima y preguntarme de qué podrían ser ambos culpables. Viéndolos así, parecían casi tan desvalidos como un niño o quizás aún más débiles, pues ya ni les quedarían anhelos para alimentarse. Tan sólo el de ver un nieto en su regazo y saber que también regarían la historia con nuevos paraboloides.

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