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Día 25Se vino entonces la fiesta. Y aparecieron todos los buenos amigos. Buenos porque siempre han sido solidarios en los tiempos de abundancia, seguridad y jarana. Los perfumes, las joyas falsas, los escotes generosos, los pantalones ceñidos, las risas interminables. Unas monedas para el africano desterrado que custodiaba los autos. Modelos nuevos, recién comprados, sumados a las otras deudas de esa línea de tarjeta de crédito siempre próxima a estallar. Artemis estaba imponente. Una falda lo suficientemente corta para que me envidiasen las piernas que me había devorado la noche anterior. Un escote generoso y el cabello alisado, sometido a alguna plancha poderosa. Al llegar a la puerta del Club se acercaban los amigos y cumplieron todos la moderna etiqueta de no traer un regalo, evitar convidar un trago y largar algún comentario inapropiado. Saltaron las habituales preguntas impertinentes, tras otear qué podía andar mal en el prójimo y con instinto certero dispararon a quemarropa: cuándo nos casaríamos, cuándo nos mudaríamos a mi departamento, cómo irían los cambios estructurales en mi trabajo, cuándo cambiaría finalmente mi carromato. También hubo algunos anuncios especialmente ensayados: aumentos de sueldo, negocios propios, nuevas carrozas, vacaciones en algún Club Med. Y así fuimos circulando en la fila, mientras nos observaban los gorilas que custodiaban la entrada, nos sellaban, nos cobraban la entrada y avanzábamos hacia la zona VIP: Verdaderos Ijos de Puta. Había una sucesión interminable de la misma nota, aromas de drogas nuevas mezcladas con la transpiración de tragos recién creados, claroscuros intermitentes, estroboscopios haciéndonos protagonizar el ralentí de la razón, mientras los sentidos iniciaban su gobierno. El primer trago que le serví a Artemis fue algún cóctel exótico de nombre complicado. Yo paladeé un güisqui 12 años e inicié alguna conversación con Pablo, Alan y Antonio que andaban con nosotros. Me contaron que el buen Sergio Curccio se estaba yendo del país, a probar suerte en la Italia de donde vinieron los abuelos. Eso fue lo único claro que saqué de aquellas conversaciones, casi todas inaudibles. Estaban allí Lorena Dihar, Helena López, la Delarcipreste, Marta María, la Viotti, en fin, todas las amigas de Artemis. Unas solas, unas magníficas, otras menos, confirmando aquella vieja verdad de que ninguna mujer es fea, sino mal arreglada y que ninguna mujer es incogible, sino sobria. Y también que quienes gustan de los hombres son los maricones, porque las mujeres casi siempre gustan es de dinero. Bailé algunos números, moviéndome mal como casi siempre, pues hoy día es bien sabido que el buen bailarín tiene que ser estrictamente homosexual o deficiente de cartera. Fluían fragancias nuevas, mucha agua mineral, viejas con carajitos, viejos con muchachitas, travestis que bien pasaban por mujeres, abuelas jugando a ser nietas, abuelos comprando las caricias juveniles que no recibieron en su lejana y pobre adolescencia, conversaciones de esquina, besos profundos, en aquella pista donde todos nos tropezábamos y donde bien podría haber ocurrido alguna explosión, por algún fusible o botellón de gas mal instalado, haciéndonos huir en estampida hacia los portones que los gorilas nos cerrarían para que no saliésemos sin pagar los tragos. No hubo estallidos ni nada que mereciese titular de diario. Había buenos tragos, mientras ocurría el primer espectáculo: un transexual ataviado con un traje amarillo y verde, cantando una canción brasilera, subiendo y bajando por un trapecio que pendía del techo de la Disco Club, libre de gordor, haciendo un strip-tease lento, tedioso y de mal gusto, mientras las mujeres y los nuevos griegos lo admiraban y se intercambiaban miradas inteligentes. Después apareció una banda que hacía covers de Creedence Clearwater Revival – nunca entendí el porqué el Fogerty le puso ese nombre tan loco al grupo – y entre Proud Mary y Green River corrían los nuevos antídotos, rociados de mucha agua y entre las sensaciones que regalaban el VJ, el DJ y el JD – el Jack Daniel´s que estaba formidable-. Y en medio de los números nos sentamos en las mesas. Allá estaba Amaro atacando directamente y sin ambages a la Palmira, quién lo diría, ella que se veía tan seriecita pero a quien esta amiga de Artemis cuyo nombre no recuerdo y quien dice ser una pintora dadaísta, bueno, esa que antes de casarse también andaba haciendo de las suyas con el José, bueno, en fin, esa, la había metido en la movida. Alguna cara conocida, porque el mundo es angosto y ajeno para quienes andamos en los lugares de moda, donde todos se han visto y vienen de los mismos barrios, las mismas escuelas, las mismas universidades e irán a terminar en los mismos cementerios. Saludé viejos amigos y nuevos enemigos, siendo extremadamente sociable, en este mundo social donde nadie debe considerarse tan enemigo que un día sea incapaz de tornarse amigo y donde ningún amigo está exento de ser un potencial enemigo. Algunas palabras cordiales perdidas entre la música, algún trago compartido en la barra, mientras nos intercambiábamos brevemente a las compañeras de danza. Artemis, siempre noble, me pidió que danzase con la gorda Vilma Victoria, quien andaba habitualmente sin pareja en estos trajines. Alguno me había contado, no recuerdo si fue el enano Rogerio, que la gorda suplía con buena disposición lo que la Naturaleza le había negado y me imaginé a aquella Venus de Willendorf, convirtiéndose, por efecto de las artes de la seducción, el desborde las feromonas y los excesos etílicos de alguna víctima, en una amante experta, dispuesta a todo, llena de perversas innovaciones que la convertirían en una Venus de Milo hecha por Dalí. Seguía la cadencia. Los besos y caricias de rigor, algunas palabras que se confundían con el ruido, un vapor lejano de alcohol y sudor. Pregunté a Artemis si quería otro cóctel y caballerosamente me fui hasta la barra a buscárselo. Un poco también para librarme un rato de ella y ver a algunas chicas. Unos buenos pechos, una buena cola, Dame, por favor, un güisqui JD y un Artificial Emotion. A lo lejos vi una flaca vestida de manera tan curiosa que probablemente debe ser como aquella amiga mía que le gusta tanto el sentido de armonía musical de Yoko Ono y Linda Eastman. Seguí viendo. QUÉ BUEN CULO. Qué hembrón. Y anda con aquel pajudo... Mientras me preparaban el trago, vi a una chica rubia bajita, que estaba como apartamento de los que promete el gobierno – pequeño en tamaño pero grande en comodidades -. Estaba con dos chicos y otra chica, una morena de poco pecho y mucha cola. ¿Cuánto te debo? QUÉ CARO, JODER. Esperé mi vuelto mientras observaba. La rubita besaba a uno de los chicos, luego a la chica, luego el otro chico también besaba a la rubita. Era una sucesión rápida de besos, cómo si cada quien quisiera robarse un poco de los alientos y los fluidos de todo el mundo. Quizás yo me estoy poniendo viejo... Vino el vuelto y se acercó hacia mí la pandilla de cariñosos. Iban a la barra a recoger sus tragos. No les gustaba intercambiarse los vasos, pero sí los besos. Parecían mayores de edad, si bien se percibía que las chicas probablemente estaban maquilladas excesivamente para lucir mayores. Y pude verlas. Al principio no estaba seguro. Me parecía que la rubita era la hermanita de Artemis. ¿Sería que estaba borracho ya? Estaba con la duda. Hasta que, viniendo de la barra, vi pasar a Palmira que iba con su trago y muy acelerada. Creo que ni me vio. Pude ver que iba hacia Artemis. Y por lo que percibí, le decía algo y, por la dirección de las miradas de ambas, estaba claro que Palmira debió haber visto a la hermanita de Artemis que, ahora, se dejaba acariciar lascivamente por la amiga mientras bailaban en el centro de un círculo humano de gente. Artemis se veía descompuesta. Me la crucé. Venía hacia mí y me hice el distraído, ofreciéndole el trago. Ella me apartó y fue furibunda hacia la hermana. Se fueron juntas a un rincón y allá se quedaron hablando mientras se derretía el hielo del cóctel y preferí pasárselo a Diana, que siempre anda viviendo de lo prestado aunque tiene el mejor automóvil de todos nosotros. Transcurrió algo así como 15 minutos y Artemis volvió. Le confirmó a Palmira que efectivamente se trataba de su hermana y prefirió dejar pasar por alto más detalles. Vino hacia mí y creo que ni recordaba lo de su trago. Entonces fue hacia el baño. Entre los amigos parecía que no sabíamos o nos hacíamos los que no sabíamos, salvo el Freddy, que siempre anda chismeando y algo rumoreó a los otros, porque miraron en dirección a la hermana de Artemis. Pasaron unos minutos y vi que Artemis volvía justamente en el momento en que su hermana se iba hacia la puerta con los 3 amigos. No había nada para hacer. Mientras todo eso pasaba, yo le traje un trago nuevo que estaba en promoción, “El Calentadito”. Seguimos conversando, sin baile afortunadamente y así se cumplió la hora reglamentaria de las buenas costumbres sociales y ahuecamos el ala. En el camino yo seguía mi estrategia de seguirme haciendo el tonto un rato. Hasta que caímos en la conversación sobre lo que había pasado con la hermana. Y comenzó la discusión. Intenté oír cuidadosamente y ser monosilábico en mis respuestas. Ah, Uh, Oh. Entre una interjección y otra mis ideas fluían en un charco de testosterona, azúcar y alcohol, mientras me imaginaba a la hermanita en alguna orgía cargada de amistad. Por momentos llegué a seguir el discurso de Artemis, quien decía que esos asuntos no se habían visto cuando nosotros éramos adolescentes, que jamás habría pensado que su hermana andaba en esos asuntos, qué hacer, ¿Debería decirle a sus padres?, que la hermana le dijo que la dejase en paz, que estaba sólo con sus amigos y que cada quien debía tener su vida y que si acaso Artemis no había hecho también de las suyas y que no dijese nada porque entonces contaría cómo una vez nos espió a ella y a mí ... Uh, lástima que no se sumó a lo que estábamos haciendo entonces y ... Allí comenzó el enredo. Porque cuándo una pregunta demanda un sí o un no, basta decir “coincido contigo” y seguir pensando mis cosas o viendo alguna chica que pasa mientras finjo interés en la conversación. Cuándo el asunto es una pregunta que no demanda respuesta, sino una exclamación preguntada, cómo esas que se representan con “!?” en los libros, ejemplo: ¿¡Cuándo se vio eso en los tiempos de nosotros!?, bueno, esas son las preguntas que yo respondo con algo terminado en “mente”: verdaderamente, efectivamente, francamente, ciertamente (que deberían terminar en “miente” y así ser más sinceras que ese sufijo “mente”)... Bueno, sin perder el punto porque ando aún medio locuaz con los tragos, el tema es que Artemis me lanzó a quemarropa un “¿Qué opinas tú?”. Y hasta ahí me trajo el río, porque cuando salí con el ingenioso “coincido contigo”, resultó ser que ella antes no había dado opinión alguna. Así que me dijo que yo no le estaba prestando ninguna atención. A lo cual yo intenté replicar como debe hacer todo buen mentiroso, alegando confusión y filosofía. Dije algo así como “No entiendo mucho de estas cosas. Hay tantas idas y vueltas en esto de las modas, que capaz que dentro de unos años los adolescentes como tu hermana se cansan del sexo y se pone de nuevo en boga la virginidad”. Esta vez no sirvió de nada tal invitación a las reflexiones generales y vino entonces aquello de “cómo se ve que no tienes hermana” y una serie de protestos a los cuales la única respuesta sabia era el silencio y, pasado el tsunami, opté por dar alguna opinión capaz de desviarme cualquier culpa y a la vez reflejar mi interés en el tema. Dije algo así como “Artemis, yo creo que debes hablar con tus padres”. A lo cual ella me respondió que ellos seguro ya sabían algo y que optaban por hacerse los que no tenían idea. Y me imaginé a aquel suegro mío cansado de la vida, incapaz de tener apetito por más peleas y a aquella madre que habría claudicado la lucha moralista y habría optado por el sabio desconocimiento intencional. Pude intuir la inmensa farsa que se vivía en aquella casa donde nadie sabía nada y donde todos entenderían que cada quien podría manejar sus riesgos dentro de lo tolerable. En fin, mientras no surgiera un HIV, ni un bebé ni quedasen vestigios en casa de jeringas o condones, bien, todo estaba dentro del riesgo familiarmente soportable y dentro de los parámetros de la mentira colectiva que hacía a todos seguir la vida. Le di un beso a Artemis, supe transmitir mi compasión y mi solidaridad, la dejé apoyarse en mi hombro, le dije que olvidase lo malo y disfrutase los bellos momentos que habíamos vivido. Logré que mejorase su ánimo. La dejé en su casa y tomé rumbo hacia mi apartamento, pensando en el procinto del sexo grupal que debe estar ocurriendo, mientras escribo, entre esa rubita deliciosa y sus amigos. Sentí cómo había un deseo de hacerse más viejo más rápido en aquella antiguamente chiquilina y supuse que estaría creyéndose más libre que nunca, capaz de besar a quien desease, cuando fuese y a la mañana siguiente “resetearse”, “reiniciarse”, “rebootearse”. Entretanto, algunos viejos intentaban hacerse jóvenes también lo más rápido posible. Todo podía ser probado, todo podía ser sentido y además compartido, todo menos las ideas y las palabras. |