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c b 234a e »Tal vez quieras preguntarme, si es que no te estoy animando a conceder favores a todos los que no aman. Yo, por mi parte, pienso que ni el enamorado te instaría a que mostrases esa misma manera de pensar ante todos los que te aman. Porque para el que recibe el favor, esto no merecería el mismo agradecimiento, ni tampoco te sería posible queriendo como quieres pasar desapercibido ante los otros. No debe derivarse, pues, daño alguno de todo esto, sino mutuo provecho. Por lo que a mí respecta, me parece que ya he dicho bastante, pero si echas de menos alguna cosa que se me hubiera escapado, pregúntame.» d FED. - ¿Qué te parece el discurso, Sócrates? ¿No es espléndido, sobre todo por las palabras que emplea? SÓC. - Genial, sin duda, compañero; tanto que no salgo de mi asombro. Y has sido tú la causa de lo que he sentido, Fedro, al mirarte. En plena lectura, me parecías como encendido. Y, pensando que tú sabes más que yo de todo esto, te he seguido y, al seguirte, he entrado en delirio contigo, ¡oh tú, cabeza inspirada! FED. - Bueno. ¿No parece como si estuvieras bromean do? e SÓC. - ¿Cómo puede parecértelo, y no, más bien, que me lo tomo en serio? FED. - No, no es eso Sócrates. Pero en realidad, dime, por Zeus patrón de la amistad, ¿crees que algún otro de los griegos tendría mejores y más cosas que decir sobre este tema? b 235a SÓC. - ¿Y qué? ¿Es que tenemos que alabar, tanto tú como yo, el discurso por haber expresado su autor lo debido, y no sólo por haber sabido dar a las palabras la claridad, la rotundidad y la exactitud adecuadas? Si es así, por hacerte el favor te lo concedo, puesto que a mí, negado como soy, se me ha escapado. Sólo presté atención a lo retórico, aunque pensé que, al propio Lisias, no le bastaría con ello. También me ha parecido, Fedro, a no ser que tu digas otra cosa, que se ha repetido dos o tres veces, como si anduviese un poco escaso de perspectiva en este asunto, o como si, en el fondo, le diese lo mismo. Me ha parecido, pues, un poco inf antil ese afán de aparentar que es capaz de decir una cosa de una manera y luego de otra, y ambas muy bien 22. FED. - Con eso no has dicho nada, Sócrates. Pues ahí es, precisamente, donde reside el mérito del discurso. Porque de todas las cosas que merecían decirse sobre esto, no se le ha escapado nada, de forma que nadie podría decir más y mejor que las que él ha dicho. c SÓC. - Esto es algo en lo que ya no puedo estar de acuerdo contigo. Porque hay sabios varones de otros tiempos, y mujeres también, que han hablado y escrito sobre esto, y que me contradirían si, por condescender contigo, te diera la razón. FED. - ¿Y quiénes son ellos? ¿Y dónde les oíste decir mejores cosas? SÓC. - La verdad es que ahora mismo no sabría decírtelo. Es claro que he debido de oírlo de alguien, tal vez de Safo la bella, o del sabio Anacreonte, o de algún escri tor en prosa. ¿Que de dónde deduzco esto? Pues verás. Henchido como tengo el pecho, duende mío 23,me siento capaz de decir cosas que no habrían de ser inferiores. Pero, puesto que estoy seguro de que nada de esto ha venido a la mente por sí mismo, ya que soy consciente de mi ignorancia, sólo me queda suponer que de algunas otras fuentes me he llenado, por los oídos, como un tonel. Pero por mi torpeza, siempre me olvido de cómo y de a quién se lo he escuchado. e d FED. - ¡Pero qué bien te expresaste, noble amigo! Porque no te pido que me cuentes de quiénes y cómo las oíste, sino que hagas esto mismo que has dicho. Has prometido decir cosas mejores y no menos enjundiosas y distintas que las que están en este escrito. Y te prometo, como los nueve arcontes 24, erigir en Delfos una estatua de oro de tamaño natural, no sólo mía, sino también tuya. 236a SÓC. - Eres encantador, Fedro. Tú sí que sí eres de oro verdadero, si crees que estoy diciendo algo así como que Lisias se equivocó de todas todas y que es posible, sobre esto, otras cosas que las dichas. Presiento que ni al último de los escritores se le ocurriría cosa semejante. Vayamos al asunto de que trata el discurso. Si alguien pretendiera probar que hay que conceder favores al que no ama, antes que al que ama, y pasase por alto el encomiar la sensatez del uno, y reprobar la insensatez del otro -cosa por otra parte imprescindible-, ¿crees que tendría ya alguna otra cosa que decir? Yo creo que esto es asunto en el que hay que ser condescendiente con el orador y dejárselo a él. Y es la disposición y no la invención lo que hay que alabar; pero en aquellos no tan obvios y que son, por eso, difíciles de inventar, no sólo hay que ensalzar la disposición, sino también la invención. b FED. - Estoy de acuerdo en lo que dices. Me parece que has medido bien tus palabras. Yo también lo voy a hacer así. Te permito la hipótesis de que el enamorado está más enfermo que el no enamorado. Pero si, por lo demás, llegas a decir cosas mejores y más valiosas que éstas, te has ganado una estatua, labrada a martillo, junto a la ofrenda de los Cipsélidas 25,en Olimpia. SÓC. - ¿Te has tomado tan a pecho el que, bromeando contigo, me metiese con tu preferido? ¿Crees, realmente, que yo iba a intentar decir, con la sabiduría que tiene, algo todavía más florido? d c FED. - Por lo que a esto respecta, querido, dejaste al descubierto el mismo flanco. Pues tú tienes que expresarte, en todo caso, como mejor seas capaz, para que así no nos veamos obligados a representar ese aburrido juego de los cómicos, que se increpan repitiéndose las mismas cosas. Cuida, pues, de que no me vea forzado a decirte aquello de: «Si yo, Sócrates, desconozco a Sócrates, es que me he olvidado de mí mismo» 26, y lo de que «estaba deseando hablar; pero se hacía el tonto» 27. Vete, pues, haciendo a la idea de que no nos iremos de aquí, hasta que no hayas soltado todo lo que dijiste que tenías en el pecho. Estamos solos, en pleno campo, y yo soy el más fuerte y el más joven. Con esto, «hazte cargo de lo que digo» 28, y no quieras hablar por la fuerza mejor que por las buenas. SÓC. - Pero, dichoso Fedro, voy a hacer el ridículo ante un creador de calidad, yo que soy un profano y que, encima, tengo que repentizar sobre las mismas cosas. FED. - ¿Sabes qué? Deja de hacerte el interesante, porque creo que tengo algo que, si lo digo, te obligaré a hablar. SÓC. - Entonces, de ninguna. manera lo digas. e FED. - ¿Cómo que no? Que ya lo estoy diciendo. Y lo que diga será como un juramento. Te juro, pues -¿por quién, por qué dios, o quieres que por este plátano que tenemos delante?-, que si no me pronuncias tu discurso ante este mismo árbol, nunca te mostraré otro discurso ni te haré partícipe de ningún otro, sea de quien sea. SÓC. - ¡Ah malvado! Qué bien has conseguido obligar, a un hombre amante, como yo, de las palabras 29, a hacer lo que le ordenes. FED. - ¿Qué es lo que te pasa, entonces, para que te me andes escurriendo? 237a SÓC. - ¡Ya nada! Una vez que tú has jurado lo que has jurado, ¿cómo iba yo a ser capaz de privarme de tal festín? FED. - ¡Habla, pues! SÓC. - ¿Sabes qué es lo que voy a hacer? FRED. - ¿Sobre qué? SÓC. - Voy a hablar con la cabeza tapada, para que, galopando por las palabras, llegue rápidamente hasta el final, y no me corte, de vergüenza, al mirarte. FED. - Tú preocúpate sólo de hablar, y, por lo demás, haz como mejor te parezca. b SÓC. - Vamos, pues, oh Musas, ya sea que por la forma de vuestro canto, merezcáis el sobrenombre de melodiosas 30,o bien por el pueblo ligur que tanto os cultiva, «ayudadme a agarrar» ese mito que este notable personaje que aquí veis me obliga a decir, para que su camarada que antes le parecía sabio ahora se lo parezca más. «Había una vez un adolescente, o mejor aún, un joven muy bello, de quien muchos estaban enamorados. Uno de éstos era muy astuto, y aunque no se hallaba menos enamorado que otros, hacía ver como si no lo quisiera. Y como un día lo requiriese, intentaba convencerle de que tenía que otorgar sus favores al que no le amase, más que al que le amase, y lo decía así: c »'Sólo hay una manera de empezar, muchacho, para los que pretendan no equivocarse en sus deliberaciones. Conviene saber de qué trata la deliberación. De lo contrario, forzosamente, nos equivocaremos 31. La mayoría de la gente no se ha dado cuenta de que no sabe lo que son, realmente, las cosas 32.Sin embargo, y como si lo supieran, no se ponen de acuerdo en los comienzos de su investigación, sino que, siguiendo adelante, lo natural es que paguen su error al no haber alcanzado esa concordia, ni entre ellos mismos, ni con los otros. Así pues, no nos vaya a pasar a ti y a mí lo que reprochamos a los otros, sino que, como se nos ha planteado la cuestión de si hay que hacerse amigo del que ama o del que no, deliberemos primero, de mutuo acuerdo, sobre qué es el amor y cuál es su poder. Después, teniendo esto presente, y sin perderlo de vista, hagamos una indagación de si es provecho o daño lo que trae consigo. 238a e d »'Que, en efecto, el amor es un deseo está claro para todos, y que también los que no aman desean a los bellos, lo sabemos. ¿En qué vamos a distinguir, entonces, al que ama del que no? Conviene, pues, tener presente que en cada uno de nosotros hay como dos principios que nos rigen y conducen, a los que seguimos a donde llevarnos quieran. Uno de ellos es un deseo natural de gozo, otro es una opinión adquirida, que tiende a lo mejor 33.Las dos coinciden unas veces; pero, otras, disienten y se revelan, y unas veces domina una y otras otra. Si es la opinión la que, reflexionando con el lenguaje, paso a paso, nos lleva y nos domina en vistas a lo mejor, entonces ese dominio tiene el nombre de sensatez. Si, por el contrario, es el deseo el que, atolondrada y desordenadamente, nos tira hacia el placer, y llega a predominar en nosotros, a este predominio se le ha puesto el nombre de desenfreno. Pero el desenfreno tiene múltiples nombres 34,pues es algo de muchos miembros y de muchas formas 35, y de éstas, la que llega a destacarse otorga al que la tiene el nombre mismo que ella lleva. Cosa, por cierto, ni bella ni demasiado digna. Si es, pues, con relación a la comida donde el apetito predomina sobre la ponderación de lo mejor y sobre los otros apetitos, entonces se llama glotonería, y de este mismo nombre se llama al que la tiene. Si es en la bebida en donde aparece su tiranía y arrastra en esta dirección a quien la ha hecho suya, es claro la denominación que le pega. Y por lo que se refiere a los otros nombres, hermanados con éstos, siempre que haya uno que predomine, es evidente cómo habrán de llamarse. Por qué apetito se ha dicho lo que se ha dicho, creo que ya está bastante claro; pero si se expresa, será aún más evidente que si no: al apetito que, sin control de lo racional, domina ese estado de ánimo que tiende hacia lo recto, y es impulsado ciegamente hacia el goce de la belleza y, poderosamente fortalecido por otros apetitos con él emparentados, es arrastrado hacia el esplendor de los cuerpos, y llega a conseguir la victoria en este empeño, tomando el nombre de esa fuerza que le impulsa, se le llama Amor' 36 .» c b Pero, querido Fedro, ¿no tienes la impresión, como yo mismo la tengo, de que he experimentado una especie de trasporte divino? FED. - Sin duda que sí, Sócrates. Contra lo esperado, te llevó una riada de elocuencia. d SÓC. - Calla, pues, y escúchame. En realidad que parece divino este lugar, de modo que si en el curso de mi exposición voy siendo arrebatado por las musas no te maravilles. Pues ahora mismo ya empieza a sonarme todo como un ditirambo. FED. - Gran verdad dices. SÓC. - De todo esto eres tú la causa. Pero escucha lo- que sigue, porque quizá pudiéramos evitar eso que me amenaza. Dejémoslo, por tanto, en manos del dios, y nosotros, en cambio, orientemos el discurso de nuevo hacia el muchacho. e «Bien, mi excelente amigo. Así que se ha dicho y definido qué es aquello sobre lo que hemos de deliberar. Teniéndolo ante los ojos, digamos lo que nos queda, respecto al provecho o daño que, del que ama o del que no, puede sobrevenir a quien le conceda sus favores. Necesariamente aquel cuyo imperio es el deseo, y el placer su esclavitud, hará que el amado le proporcione el mayor gozo. A un enfermo le gusta todo lo que no le contraría; pero le es desagradable lo que es igual o superior a él. El que ama, pues, no soportará de buen grado que su amado le sea mejor o igual, sino que se esforzará siempre en que le sea inferior o más débil. Porque inferior es el ignorante al sabio, el cobarde al valiente, el que es incapaz de hablar al orador, el torpe al espabilado. Todos estos males y muchos más que, por lo que se refieren a su mente, van surgiendo en el amado o están en él ya por naturaleza, tienen que dar placer al amante en un caso, y en otro los fomentará, por no verse privado del gozo presente. Por fuerza, pues, ha de ser celoso, y al apartar a su amado de muchas y provechosas relaciones, con las que, tal vez, llegaría a ser un hombre de verdad, le causa un grave perjuicio, el más grande de todos, al privarle de la posibilidad de acrecentar al máximo su saber y buen sentido. En esto consiste la divina filosofía 37, de la que el amante mantiene a distancia al amado, por miedo a su menosprecio. Maquinará, además, para que permanezca absolutamente ignorante, y tenga, en todo, que estar mirando a quien ama, de forma que,' siendo capaz de darle el mayor de los placeres, sea, a la par, para sí mismo su mayor enemigo. Así pues, por lo que se refiere a la inteligencia, no es que sea un buen tutor y compañero, el hombre enamorado. d c b 239a »Después de esto, conviene ver qué pasará con el estado y cuidado del cuerpo, cuando esté sometido a aquel que forzosamente perseguirá el placer más que el bien. Habrá que mirar, además, cómo ese tal perseguirá a un joven delicado y no a uno vigoroso, a uno no criado a pleno sol, sino en penumbra, a uno que nada sabe de fatigas viriles ni de ásperos sudores, y que sí sabe de vida muelle y sin nervio, que se acicala con colores extraños, con impropios atavíos, y se ocupa con cosas de este estilo. En fin, tan claro es todo, que no merece la pena insistir en ello, sino que definiendo lo principal, más vale pasar a otra cosa. Efectivamente, un cuerpo así hace que, en la guerra y en otros asuntos de envergadura, los enemigos se enardezcan, mientras que los amigos y los propios enamorados se atemoricen. 240a e »Dejemos esto, pues, por evidente, y pasemos a hablar de la desventaja que traerá a nuestros bienes el trato y la tutoría del amante. Pues es obvio para todos, y especialmente para el enamorado, que, si por él fuera, desearía que el amado perdiese sus bienes más queridos, más entrañables, más divinos. No le importaría que fuese huérfano de padre, de madre, privado de parientes y amigos, porque ve en ellos el estorbo y la censura de su muy dulce trato con él. Pero, además, si está en posesión de oro o de alguna otra forma de riqueza pensará que no es fácil de conquistar, y que si lo conquista, no le será fácil de manejar. De donde, necesariamente, se sigue que el amante estará celoso de la hacienda de su amado, y se alegrará si la pierde. Aún más, célibe, sin hijos, sin casa, y esto todo el tiempo posible, le gustaría al amante que estuviera su amado, y alargar así, cuanto más, la dulzura y el disfrute de lo que desea. |