La investigación reciente sitúa hoy al




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»Sobre la inmortalidad, baste ya con lo dicho. Pero sobre su idea hay que añadir lo siguiente: Cómo es el al­ma, requeriría toda una larga y divina explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supues­to, más breve. Podríamos entonces decir que se parece a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga 53. Pues bien, los caballos y los aurigas de los dioses son todos ellos buenos, y buena su casta, la de los otros es mezclada. Por lo que a nos­otros se refiere, hay, en primer lugar, un conductor que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará di­fícil y duro su manejo.

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»Y ahora, precisamente, hay que intentar decir de dón­de le viene al viviente la denominación de mortal e inmor­tal. Todo lo que es alma tiene a su cargo lo inanimado 54, y recorre el cielo entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas, y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido, don­de se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece mo­verse a sí mismo en virtud de la fuerza de aquélla. Este compuesto, cristalización de alma y cuerpo, se llama ser vivo, y recibe el sobrenombre de mortal. El nombre de inmortal no puede razonarse con palabra alguna; pero no habiéndolo visto ni intuido satisfactoriamente 55,nos figu­ramos a la divinidad, como un viviente inmortal, que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos, de forma natural, por toda la eternidad. Pero, en fin, que sea como plazca a la divinidad, y que sean estas nuestras palabras.

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»Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue.

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»El poder natural del ala es levantar lo pesado, lleván­dolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuer­po, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el pluma­je del alma; pero con lo torpe y lo malo y todo lo que le es contrario, se consume y acaba. Por cierto que Zeus, el poderoso señor de los cielos, conduciendo su alado ca­rro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocu­pándose 56.Le sigue un tropel de dioses y démones orde­nados en once filas. Pues Hestia 57 se queda en la morada de los dioses, sola, mientras todos los otros, que han sido colocados en número de doce 58, como dioses jefes, van al frente de los órdenes a cada uno asignados. Son mu­chas, por cierto, las miríficas visiones que ofrece la intimi­dad de las sendas celestes, caminadas por el linaje de los felices dioses, haciendo cada uno lo que tienen que hacer, y seguidos por los que, en cualquier caso, quieran y pue­dan. Está lejos la envidia de los coros divinos. Y, sin em­bargo, cuando van a festejarse a sus banquetes, marchan hacia las empinadas cumbres, por lo más alto del arco que sostiene el cielo, donde precisamente los carros de los dio­ses, con el suave balanceo de sus firmes riendas, avanzan fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo entreverado de maldad gravita y tira hacia la tie­rra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre la es­palda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento cir­cular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo.

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»A ese lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta algu­no de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como esto -ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser 59,vista sólo por el enten­dimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar. Como la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber in­contaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar, hasta que el mo­vimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En este giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro -en eso otro que nosotros llama­mos entes-, sino esa ciencia que es de lo que verdadera­mente es ser. Y habiendo visto, de la misma manera, todos los otros seres que de verdad son, y nutrida de ellos, se hunde de nuevo en el interior del cielo, y vuelve a su casa. Una vez que ha llegado, el auriga detiene los caballos ante el pesebre, les echa, de pienso, ambrosía, y los abreva con néctar.

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»Tal es, pues, la vida de los dioses. De las otras almas, la que mejor ha seguido al dios y más se le parece, levanta la cabeza del auriga hacia el lugar exterior, siguiendo, en su giro, el movimiento celeste, pero, soliviantada por los caballos, apenas si alcanza a ver los seres. Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se hunde y, forzada por los caba­llos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento que las arras­tra, pateándose y amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas ren­queantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. To­das, en fin, después de tantas penas, tienen que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento60. El porqué de todo este empeño por divisar dónde está la lle­nura de la Verdad 61, se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre.

»Así es, pues, el precepto de Adrastea 62.Cualquier al­ma que, en el séquito de lo divino, haya vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga lo mismo, estará libre de daño. Pero cuan­do, por no haber podido seguirlo, no lo ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando llena de olvido y dejadez, debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra.

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»Entonces es de ley que tal alma no se implante en ninguna naturaleza animal, en la primera generación, sino que sea la que más ha visto la que llegue a los genes de un varón que habrá de ser amigo del saber, de la belleza o de las Musas 63tal vez, y del amor; la segunda, que sea para un rey nacido de leyes o un guerrero y hombre de gobierno; la tercera, para un político o un administra­dor o un hombre de negocios; la cuarta, para alguien a quien le va el esfuerzo corporal, para un gimnasta, o para quien se dedique a curar cuerpos; la quinta habrá de ser para una vida dedicada al arte adivinatorio o a los ritos de iniciación; con la sexta se acoplará un poeta, uno de ésos a quienes les da por la imitación; sea la séptima para un artesano o un campesino; la octava, para un sofista o un demagogo, y para un tirano la novena 64. De entre todos estos casos, aquel que haya llevado una vida justa es partí­cipe de un mejor destino, y el que haya vivido injustamen­te, de uno peor. Porque allí mismo de donde partió no vuelve alma alguna antes de diez mil años -ya que no le salen alas antes de ese tiempo-, a no ser en el caso de aquel que haya filosofado sin engaño, o haya amado a los jóvenes con filosofía. Éstas, en el tercer período de mil años, si han elegido tres veces seguidas la misma vida, vuelven a cobrar sus alas y, con ellas, se alejan al cumplir­se esos tres mil años. Las demás, sin embargo, cuando aca­baron su primera vida, son llamadas a juicio y, una vez juzgadas, van a parar a prisiones subterráneas, donde ex­pían su pena; y otras hay que, elevadas por la justicia a algún lugar celeste, llevan una vida tan digna como la que vivieron cuando tenían forma humana. Al llegar el mile­nio, teniendo unas y otras que sortear y escoger la segunda existencia, son libres de elegir la que quieran. Puede ocu­rrir entonces que un alma humana venga a vivir a un ani­mal, y el que alguna vez fue hombre se pase, otra vez, de animal a hombre.

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»Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas 65, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de ca­mino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que aho­ra decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en reali­dad 66. Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es ta­chado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado» 67.

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»Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira ha­cia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía 68, al amante de los bellos, se le llama enamorado.

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»Así que, como se ha dicho, toda alma de hombre, por su propia naturaleza, ha visto a los seres verdaderos, o no habría llegado a ser el viviente que es. Pero el acordarse de ellos, por los de aquí, no es asunto fácil para todo el mundo, ni para cuantos, fugazmente, vieron en­tonces las cosas de allí, ni para los que tuvieron la desdi­cha, al caer, de descarriarse en ciertas compañías, hacia lo injusto, viniéndoles el olvido del sagrado espectáculo que otrora habían visto. Pocas hay, pues, que tengan sufi­ciente memoria. Pero éstas, cuando ven algo semejante a las de allí, se quedan como traspuestas, sin poder ser due­ñas de sí mismas, y sin saber qué es lo que les está pasan­do, al no percibirlo con propiedad. De la justicia, pues, y de la sensatez y de cuanto hay de valioso para las almas no queda resplandor alguno en las imitaciones de aquí aba­jo, y sólo con esfuerzo y a través de órganos poco claros les es dado a unos pocos, apoyándose en las imágenes, intuir el género de lo representado. Pero ver el fulgor de la belleza se pudo entonces, cuando con el coro de biena­venturados teníamos a la vista la divina y dichosa visión, al seguir nosotros el cortejo de Zeus, y otros el de otros dioses, como iniciados que éramos en esos misterios, que es justo llamar los más llenos de dicha, y que celebramos en toda nuestra plenitud y sin padecer ninguno de los ma­les que, en tiempo venidero, nos aguardaban. Plenas y pu­ras y serenas y felices las visiones en las que hemos sido iniciados, y de las que, en su momento supremo, alcanzá­bamos el brillo más límpido, límpidos también nosotros, sin el estigma que es toda esta tumba que nos rodea y que llamamos cuerpo 69,prisioneros en él como una ostra.

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»Sea todo esto en gracias al recuerdo que, en el anhelo de lo de entonces, ha hecho que ahora se hable largamente aquí. Como íbamos diciendo, y por lo que a la belleza se refiere, resplandecía entre todas aquellas visiones; pero, en llegando aquí, la captamos a través del más claro de nuestros sentidos, porque es también el que más claramen­te brilla. Es la vista 70, en efecto, para nosotros, la más fina de las sensaciones que, por medio del cuerpo, nos lle­gan; pero con ella no se ve la mente -porque nos procu­raría terribles amores, si en su imagen hubiese la misma claridad que ella tiene, y llegase a sí a nuestra vista 71 y lo mismo pasaría con todo cuanto hay digno de amarse. Pero sólo a la belleza le ha sido dado el ser lo más deslum­brante y lo más amable 72.

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»Ahora bien, el que ya no es novicio o se ha corrom­pido, no se deja llevar, con presteza, de aquí para allá, para donde está la belleza misma, por el hecho de mirar lo que aquí tiene tal nombre, de forma que, al contemplar­la, no siente estremecimiento alguno, sino que, dado al placer, pretende como un cuadrúpedo, cubrir y hacer hi­jos, y muy versado ya en sus excesos, ni teme ni se aver­güenza de perseguir un placer contra naturaleza. Sin em­bargo, aquel cuya iniciación es todavía reciente, el que contempló mucho de las de entonces, cuando ve un rostro de forma divina, o entrevé, en el cuerpo, una idea que imita bien a la belleza 73, se estremece primero, y le sobre­viene algo de los temores de antaño y, después, lo vene­ra, al mirarlo, como a un dios, y si no tuviera miedo de parecer muy enloquecido, ofrecería a su amado sacrificios como si fuera la imagen de un dios. Y es que, en habién­dolo visto, le toma, después del escalofrío, como un trastor­no que le provoca sudores y un inusitado ardor. Recibien­do, pues, este chorreo de belleza por los ojos, se calienta con un calor que empapa, por así decirlo, la naturaleza del ala, y, al caldearse, se ablandan las semillas de la germinación que, cerradas por la aridez, les impedía flore­cer; y, además, si el alimento afluye, se esponja el tallo del ala y echa a nacer desde la raíz, por dentro de la sus­tancia misma del alma 74, que antes, por cierto, estuvo toda alada. Anda, pues, en plena ebullición y burbujeo, y como con esa sensación que tienen los que están echando los dientes cuando ya van a romper, ese picor y escozor en las encías, así le pasa al alma del que empieza a echar las plumas. Bullen, escuecen, cosquillean las nacientes alas; y si pone los ojos en la belleza del muchacho y recibe de allí partículas que vienen fluyendo -que por eso se llaman ‘río de deseos’ 75-,se empapa y calienta y se le aca­ban las penas y se llena de gozo. Pero cuando está se­parada y aridece, los orificios de salida, por donde empuja la pluma, se resecan entonces y, al cerrarse, impiden el brote de la pluma que, ocluida dentro con el deseo, salta como una arteria que late, y pincha cada una en su propia salida, de forma que, aguijoneada el alma toda y por to­das partes, se revuelve de dolor.

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»Sólo, en cambio se alegra, si le viene el recuerdo de la belleza del amado. Por la mezcla de estos sentimientos encontrados, se aflige ante lo absurdo de lo que le pasa, y no sabiendo por donde ir, se enfurece, y, así enfurecida, no puede dormir de noche ni parar de día y corre deseosa a donde piensa que ha de ver al que lleva consigo la belle­za. Y cuando lo ha visto, y ha encauzado el deseo, abre lo que antes estaba cerrado, y, recobrando aliento, ceden sus pinchazos y va cosechando, entretanto, el placer más dulce. De ahí que no se presten a que la abandonen -a nadie coloca por encima del hermoso muchacho-, olvi­dándose de madre, hermanos y amigos todos, sin impor­tarle un bledo que, por sus descuidos, se disipen sus bienes y desdeñando todos aquellos convencionalismos y fingimien­tos con los que antes se adornaba, presto a hacerse esclavo y a poner su lecho donde le permita estar lo más cerca del deseado.

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