La investigación reciente sitúa hoy al




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»Y es que, además de venerarle, ha encontrado en el poseedor de la belleza al médico apropiado para sus gran­dísimos males. A esta pasión, pues, hermoso muchacho, al que precisamente van enhebradas mis palabras, llaman los hombres amor; pero si oyes cómo la llaman los dioses, por lo chocante que es, acabarás por reírte. Dicen algunos, sobre el Amor, dos versos sacados, creo, de poemas no publicados de los homéridas, el segundo de los cuales es muy desvergonzado, y no demasiado bien medido. Suenan así:
Los mortales, por cierto, volátil al Amor llaman;

los inmortales, alado, porque obliga a ahuecar el ala. 76

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Se puede o no se puede creer esto; no obstante, la causa de lo que les sucede a los amantes es eso y sólo eso.

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»Así pues, el que, de entre los compañeros de Zeus, ha sido preso, puede soportar más dignamente la carga de aquel que tiene su nombre de las alas. Pero aquellos que, al servicio de Ares, andaban dando vueltas al cielo, cuando han caído en manos del Amor, y han llegado a pensar que su amado les agravia, se vuelven homicidas, y son capaces de inmolarse a sí mimos y a quien aman. Y así, según sea el dios a cuyo séquito se pertenece, vive cada uno honrándole e imitándole en lo posible, mien­tras no se haya corrompido, y sea ésta la primera genera­ción que haya vivido; y de tal modo se comporta y trata a los que ama y a los otros. Cada uno escoge, según esto, una forma del Amor hacia los bellos, y como si aquel ama­do fuera su mismo dios 77, se fabrica una imagen que ador­na para honrarla y rendirle culto. En efecto, los de Zeus buscan que aquel al que aman sea, en su alma, un poco también Zeus. Y miran, pues, si por naturaleza hay al­guien con capacidad de saber o gobernar, y si lo encuen­tran se enamoran, y hacen todo- lo posible para que sea tal cual es. Y si antes no se habían dado a tales meneste­res, cuando ponen las manos en ello, aprenden de donde pueden, y siguen huellas y rastrean hasta que se les abre el camino para encontrar por sí mismos la naturaleza de su dios, al verse obligados a mirar fijamente hacia él. Y una vez que se han enlazado con él por el recuerdo 78,y en pleno entusiasmo, toman de él hábitos y maneras de vivir, en la medida en que es posible a un hombre partici­par del dios.

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»Por cierto que, al convertir al amado en el causante de todo, lo aman todavía más, y lo que sorben, como las bacantes en la fuente de Zeus, lo vierten sobre el alma del amado, y hacen que, así, se asemejen todo lo más que puedan al dios suyo. Los que, por otro lado, seguían a Hera, buscan a alguien de naturaleza regia y, habiéndolo encontrado, hacen lo mismo con él. Y así los de Apolo, y los de cada uno de los dioses, que al ir en pos de deter­minado dios, buscan a un amado de naturaleza semejante. Y cuando lo han logrado, con su ejemplo, persuasión y orientación conducen al amado a los gustos e idea de ese dios, según la capacidad que cada uno tiene. Y no experi­mentan, frente a sus amados, envidia alguna, ni malque­rencia impropia de hombres libres, sino que intentan, todo lo más que pueden, llevarlos a una total semejanza con ellos mismos y con el dios al que veneran 79. La aspira­ción, pues, de aquellos que verdaderamente aman, y su ceremonia de iniciación -si llevan a término lo que desean y tal como lo digo- llega a ser así de bella y dichosa para el que es amado por un amigo enloquecido por el Amor, sobre todo si acaba siendo conquistado. Y esta conquista tiene lugar de la siguiente manera.

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»Tal como hicimos al principio de este mito, en el que dividimos cada alma en tres partes, y dos de ellas tenían forma de caballo y una tercera forma de auriga, sigamos utilizando también ahora este símil. Decíamos, pues, que de los caballos uno es bueno y el otro no. Pero en qué consistía la excelencia del bueno y la rebeldía del malo no lo dijimos entonces, pero habrá que decirlo ahora. Pues bien, de ellos, el que ocupa el lugar preferente es de ergui­da planta y de finos remos, de altiva cerviz, aguileño hoci­co, blanco de color, de negros ojos, amante de la gloria con moderación y pundonor, seguidor de la opinión verda­dera 80y, sin fusta, dócil a la voz y a la palabra. En cambio, el otro es contrahecho, grande, de toscas articula­ciones, de grueso y corto cuello, de achatada testuz, color negro, ojos grises, sangre ardiente, compañero de excesos y petulancias 81,de peludas orejas, sordo, apenas obedien­te al látigo y los acicates. Así que cuando el auriga, viendo el semblante amado 82,siente un calor que recorre toda el alma, llenándose del cosquilleo y de los aguijones del deseo, aquel de los caballos que le es dócil, dominado entonces, como siempre, por el pundonor, se contiene a sí mismo para no saltar sobre el amado. El otro, sin em­bargo, que no hace ya ni caso de los aguijones, ni del láti­go del auriga, se lanza, en impetuoso salto, poniendo en toda clase de aprietos al que con él va uncido y al auriga, y les fuerza a ir hacia el amado y traerle a la memoria los goces de Afrodita. Ellos, al principio se resisten irrita­dos, como si tuvieran que hacer algo indigno y ultrajante. Pero, al final, cuando ya no se puede poner freno al mal, se dejan llevar a donde les lleven, cediendo y conviniendo en hacer aquello a lo que se les empuja. Y llegan así junto a él, y contemplan el rostro resplandeciente del amado.

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»Al presenciarlo el auriga, se trasporta su recuerdo a la naturaleza de lo bello, y de nuevo la ve alzada en su sacro trono y en compañía de la sensatez. Viéndola, de miedo y veneración cae boca arriba. Al mismo tiempo, no puede por menos de tirar hacia atrás de las riendas, tan violentamente que hace sentar a ambos caballos sobre sus ancas, al uno de buen grado, al no ofrecer resistencia, al indómito, muy a su pesar. Un poco alejado ya el uno, de vergüenza y pasmo rompe a sudar empapando toda el alma; pero el otro, al calmarse el dolor del freno y la caída y aún sin aliento, se pone a injuriar con furia dirigiendo toda clase de insultos contra el auriga y contra su pareja de tiro, como si por cobardía y debilidad hubiese incum­plido su deber y su promesa. Y, de nuevo, obligando a acercarse a los que no quieren, consiente a duras penas, cuando se lo piden, en dejarlo para otra vez.

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»Pero cuando llega el tiempo señalado, refresca la me­moria a los que hacen como si no se acordaran, les coac­ciona con relinchos y tirones, hasta que les obliga de nuevo a aproximarse al amado para decirle las mismas palabras. Cuando ya están cerca, con la testuz gacha y la cola exten­dida, tascando el freno, los arrastra con insolencia. Con todo, el auriga que experimenta todavía más el mismo sen­timiento, se tensa, como si estuviera en la línea de salida, arrancando el freno de los dientes del avasallador corcel por la fuerza con que, hacia atrás, ahora le aguanta. Se le llena de sangre la malhablada lengua y las quijadas, y ‘entrega al sufrimiento’ 83las patas y la grupa, clavándolas en tierra. Pero cuando el mal caballo ha tenido que sopor­tar muchas veces lo mismo, y se le acaba la indocilidad, humillado, se acopla, al fin, a la prudencia del auriga, y ante la 255a

visión del bello amado, se siente morir de miedo. Y ocurre, entonces, que el alma del amante, reverente y temerosa, sigue al amado. Así pues, cuidado con toda clase de esmero, como igual a un dios, por un amante que no finge sino que siente la verdad, y siendo él mismo, por naturaleza, amigo de quien así le cuida -si bien en otra época pudiera haber sido censurado por condiscípulos u otros cualesquiera, diciéndole lo vergonzoso que era tener relaciones con un amante y, por ello, lo hubiera apartado de sí-, la edad y la fuerza de las cosas le empujan a acep­tar, con el paso del b

tiempo, la compañía. Porque, en verdad, que no está escrito que el malo sea amigo del malo, ni el bueno no lo sea del bueno 84. Y, una vez que le ha dejado acercarse, y aceptado su conversación y com­pañía, la benevolencia del amante, vista de cerca, conturba al amado que se da cuenta de que todos los otros juntos, amigos y familiares, no le pueden ofrecer parcela alguna de amistad como la del amigo entusiasta. Y cuando vaya pasando el tiempo de este modo, y se toquen los cuerpos en los gimnasios y en otros lugares públicos, entonces ya aquella fuente que mana, a la que Zeus c

llamó ‘deseo’ 85,cuando estaba enamorado de Ganimedes 86, inunda cauda­losamente al amante, lo empapa y lo rebosa. Y semejante a un aire o a un eco que, rebotando de algo pulido y duro, vuelve de nuevo al punto de partida, así el manantial de la belleza vuelve al bello muchacho, a través de los ojos 87,camino natural hacia el alma que, al recibirlo, d

se enciende y riega los orificios de las alas, e impulsa la salida de las, plumas y llena, a su vez, de amor el alma del amado. En­tonces sí que es verdad que ama, pero no sabe qué. Ni sabe qué le pasa, ni expresarlo puede, sino que, como al que se le ha pegado de otro una oftalmía 88, no acierta a qué atribuirlo y se olvida de que, como en un espejo 89, se está mirando a sí mismo en el amante. Y cuando éste se halla presente, de la misma manera que a él, se le e

aca­ban las penas; pero si está ausente, también por lo mismo desea y es deseado. Un reflejo del amor, un anti-amor 90, (Anteros) es lo que tiene. Está convencido, sin embargo, de que no es amor sino amistad, y así lo llama. Ansía, igual que aquél, pero más débilmente, ver, tocar, besar, acostarse a su lado.

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»Y así, como es natural, se seguirá rápidamente, des­pués de esto, todo lo demás. Y mientras yacen juntos, el caballo desenfrenado del amante tiene algo que decir al auriga, pues se cree merecedor, por tan largas penalidades, de disfrutar un poco. Pero el del amado no tiene nada que decir, sino que, henchido de deseo, desconcertado, abra­za al amante y lo besa, como se abraza y se besa a quien mucho se quiere, y cuando yacen juntos, está dispuesto a no negarse, por su parte, a dar sus favores al amante, si es que se los pide. En cambio, el compañero de tiro y el auriga se oponen a ello con respeto y buenas razones. De esta manera, si vence la parte mejor de la mente, que conduce a una vida ordenada y a la filosofía, transcurre la existencia en felicidad y concordia, dueños de sí mis­mos, llenos de mesura, subyugando lo que engendra la maldad en el alma, y dejando en libertad a aquello en lo que lo excelente habita. Y, así pues, al final de sus vidas, alados e ingrávidos, habrán vencido en una de las tres com­peticiones verdaderamente olímpicas 91, y ni la humana sen­satez, ni la divina locura pueden otorgar al hombre un ma­yor bien. Pero si acaso escogieron un modo de vida menos noble y, en consecuencia, menos filosófico y más dado a los honores, bien podría ocurrir que, en estado de embria­guez o en algún momento de descuido, los caballos desen­frenados de ambos, cogiendo de improviso a las almas, las lleven juntamente allí donde se elige y se cumple lo que el vulgo considera la más feliz conquista.

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»Y una vez cumplido, se atan a ello en lo sucesivo, si bien no con frecuencia, porque siempre hay una parte de la mente que no da su asentimiento. Es cierto que éstos también son amigos entre sí, pero menos que aquéllos, tanto mientras dura el amor como si se les ha escapado, en la idea de que se han dado y aceptado las mayores prue­bas de fidelidad, que sería desleal incumplirlas, para caer, entonces, en enemistad. Al fin emigran del cuerpo, es ver­dad que sin alas, pero no sin el deseo de haberlas buscado. De modo que no es pequeño el trofeo que su locura amo­rosa les aporta. Porque no es a las tinieblas de un viaje subterráneo a donde la ley prescribe que vayan los que ya comenzaron su ruta bajo el cielo, sino a que juntos gocen de una vida clara y dichosa y, gracias al amor, obtengan sus alas, cuando les llegue el tiempo de tenerlas.

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»Dones tan grandes y tan divinos, muchacho, te traerá la amistad del enamorado. Pero la intimidad con el que no ama, mezclada de mortal sensatez, y dispensadora también de lo mortal y miserable, produciendo en el alma ami­ga una ruindad que la gente alaba como virtud, dará lugar a que durante nueve mil años 92 ande rodando por la tierra y bajo ella, en total ignorancia.

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»Sea ésta, querido Amor, la más bella y mejor palino­dia que estaba en nuestro poder ofrecerte, como dádiva y recompensa, y que no podía por menos de decirse poéti­camente y en términos poéticos, a causa de Fedro. Obte­niendo tu perdón por las primeras palabras y tu gracia por éstas, benevolente y propicio como eres, no me prives del amoroso arte que me has dado, ni en tu cólera me lo em­botes, y dame todavía, más que ahora, la estima de los bellos. Y si en lo que, tanto Fedro como yo, dijimos antes, hay algo duro para ti, echa la culpa a Lisias, padre de las palabras 93, hazle enmudecer de tales discursos y vol­ver, como ha vuelto su hermano Polemarco 94,a la filoso­fía, para que este amante suyo no divague como ahora, sino que simplemente lleve su vida hacia el Amor con dis­cursos filosóficos.»

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FED. - Uno a tu súplica la mía, Sócrates, para que si nos es mejor, así se haga. En cuanto a tu discurso, hace un rato que estoy maravillado por lo mucho más be­llo que te ha salido, en comparación con el primero. Te­mo, pues, que el de Lisias me parezca pobre, en el caso de que quiera enfrentarlo a otro. Porque, recientemente, oh admirable amigo, algunos de los políticos lo vitupera­ban tachándolo de eso mismo, y a lo largo de todo su vituperio lo llamaba logógrafo 95. No estaría mal, pues, que, en nombre de su buena fama, se nos aguante sus ga­nas de escribir.

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SÓC. - Ridícula, muchacho, es la decisión a la que te refieres, y mucho te equivocas sobre tu compañero, si pien­sas que es así de timorato. Igual crees también que su de­tractor decía seriamente lo que decía.

FED. - Pues daba esa impresión, Sócrates. Y tú mis­mo sabes, tal vez, como yo, que los más poderosos y res­petables en las ciudades, se avergüenzan en poner en letra a las palabras 96, y en dejar escritos propios, temiendo por la opinión que de ellos se puedan formar en el tiempo fu­turo y porque se les llegue a llamar sofistas.

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SÓC. - «Delicioso recodo» 97, Fedro. Se te ha olvida­do que la expresión viene del largo recodo del Nilo. Y por lo del recodo, se te olvidó que los políticos más engreí dos, los más apasionados de la logografía y de dejar escri­tos detrás de ellos, siempre que ponen en letra un discurso, tanto les gusta que se lo elogien, que añaden un párrafo especial, al principio, con los nombres de aquellos que, donde quiera que sea, les hayan alabado.

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FED. - ¿Cómo es que dices esto? Porque no lo entiendo.

SÓC. - ¿No sabes que, al comienzo del escrito de cual­quier político, lo primero que se escribe es el nombre de su panegirista?

FED. - ¿Cómo?

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SÓC. - «Pareció al consejo», suelen decir, o «al pue­blo», o a ambos, y «aquél dijo» -y el que escribe se refie­re entonces a sí mismo pomposa y elogiosamente-. Des­pués de esto, sigue mostrando su sabiduría a los que le alaban, haciendo, a veces, un largo escrito. ¿O te parece a ti que es algo distinto de esto un discurso escrito?

FED. - No, a mí no.

SÓC. - Pues bien, si tal discurso se sostiene, su autor abandona alegre la escena; pero si se le borra 98, y el autor queda privado de la logografía, y no se le considera digno de ser escrito, están de duelo tanto él como sus compañe­ros.

FED. - Y mucho.

SÓC. - Es claro que no porque tengan a menos la pro­fesión, sino, todo lo contrario, porque la admiran. FED. - Por supuesto.

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