La investigación reciente sitúa hoy al




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fecha de publicación09.02.2018
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c

SÓC. - ¿Y qué? Cuando un orador o un rey, habiendo conseguido el poder de un Licurgo 99o de un Solón 100 o de un Darío 101,se hace inmortal logógrafo en la ciudad, ¿acaso no se piensa a sí mismo como semejante a los dio­ses, aunque aún viva, y los que vengan detrás de él no reconocerán lo mismo, al mirar sus palabras escritas?

FED. - Claro que sí.

SÓC. - ¿Crees, pues, que alguno de éstos, sea quien sea él, y sea cual sea la causa de su aversión a Lisias, lo vituperaría por el hecho mismo de escribir?

FED. - No es probable, teniendo en cuenta lo que di­ces. Porque, al parecer, sería su propio deseo lo que vituperaría.

d

SÓC. - Luego es cosa evidente, que nada tiene de ver­gonzoso el poner por escrito las palabras.

FED. - ¿Por qué habría de tenerlo?

SÓC. - Pero lo que sí que considero vergonzoso, es el no hablar ni escribir bien, sino mal y con torpeza.

FED. - Es claro.

e

SÓC. - ¿Cuál es, pues, la manera de escribir o no es­cribir bien? ¿Necesitamos, Fedro, examinar sobre esto a Lisias o a cualquier otro que alguna vez haya escrito o piense escribir, ya sea sobre asunto público o privado, en verso como poeta, o sin verso como un prosista?

FED. - ¿Preguntas si necesitamos? ¿Y por qué otra cosa se habría de vivir, por así decirlo, sino por placeres como éstos? Porque no nos va a llegar la vida de aquellos placeres que, para sentirlos, requieren previo dolor, como pasa con la mayoría de los placeres del cuerpo. Por eso se les llama, justamente, esclavizadores 102.

b

259a

SÓC. - Bien, creo que tenemos tiempo. Y me parece además, como si, en este calor sofocante, las cigarras que cantan sobre nuestras cabezas, dialogasen ellas mismas y nos estuviesen mirando. Porque es que si nos vieran a nosotros dos que, como la mayoría de la gente, no dialoga a mediodía, sino que damos cabezadas y que somos sedu­cidos por ellas debido a la pereza de nuestro pensamiento, se reirían a nuestra costa, tomándonos por esclavos que, como ovejas, habían llegado a este rincón, cabe la fuen­te, a echarse una siesta. Pero si acaso nos ven dialogan­do y sorteándolas como a sirenas, sin prestar oídos a sus encantos, el don que han recibido de los dioses para dárselo a los hombres, tal vez nos lo otorgasen complaci­das 103.

FED. - ¿Y cuál es ese don que han recibido? Porque me parece que no he oído mencionarlo nunca.

d

c

SÓC. - Pues en verdad que no es propio de un varón amigo de las musas, el no haber oído hablar de ello. Se cuenta que, en otros tiempos, las cigarras eran hombres de ésos que existieron antes de las Musas, pero que, al nacer éstas y aparecer el canto, algunos de ellos quedaron embelesados de gozo hasta tal punto que se pusieron a can­tar sin acordarse de comer ni beber, y en ese olvido se murieron. De ellos se originó, después, la raza de las ciga­rras, que recibieron de las Musas ese don de no necesitar alimento alguno desde que nacen y, sin comer ni beber, no dejan de cantar hasta que mueren, y, después de esto, el de ir a las Musas a anunciarles quién de los de aquí abajo honra a cada una de ellas. En efecto, a Terpsíco­re 104 le cuentan quién de ellos la honran en las danzas, y hacen así que los mire con más buenos ojos; a Érato le dicen quiénes la honran en el amor, y de semejante manera a todas las otras, según la especie de honor propio de cada una. Pero es a la mayor, Calíope 105, y a la que va detrás de ella, Urania 106, a quienes anuncian los que pasan la vida en la filosofía y honran su música. Precisamente és­tas, por ser de entre las Musas las que tienen que ver con el cielo y con los discursos divinos y humanos, son tam­bién las que dejan oír la voz más bella. De mucho hay, pues, que hablar, en lugar de sestear, al mediodía.

e

FED. - Pues hablemos, entonces.

SÓC. - Y bien, examinemos lo que nos habíamos pro­puesto ahora, lo de la causa por la que un discurso habla­do o escrito es o no es bueno.

FED. - De acuerdo.

SÓC. - ¿No es necesario que, para que esté bien y her­mosamente dicho lo que se dice, el pensamiento del que habla deberá ser conocedor de la verdad de aquello sobre lo que se va a hablar?

260a

FED. - Fíjate, pues, en lo que oí sobre este asunto, querido Sócrates: que quien pretende ser orador, no nece­sita aprender qué es, de verdad, justo, sino lo que opine la gente que es la que va a juzgar; ni lo que es verdadera­mente bueno o hermoso, sino sólo lo que lo parece. Pues es de las apariencias de donde viene la persuasión, y no de la verdad.

SÓC. - «Palabra no desdeñable» 107debe ser, Fedro, la que los sabios digan; pero es su sentido lo que hay que adivinar. Precisamente lo que ahora acaba de decirse no es para dejarlo de lado.

FED. - Con razón hablas.

SÓC. - Vamos a verlo así.

FED. - ¿Cómo?

b

SÓC. - Si yo tratara cíe persuadirte 108 de que com­praras un caballo para defenderte de los enemigos, y nin­guno de los dos supiéramos lo que es un caballo, si bien yo pudiera saber de ti, que Fedro cree que el caballo es ese animal doméstico que tiene más largas orejas...

FED. - Sería ridículo, Sócrates.

c

SÓC. - No todavía. Pero sí, si yo, en serio, intentara persuadirte, haciendo un discurso en el que alabase al asno llamándolo caballo, y añadiendo que la adquisición de ese animal era utilísima para la casa y para la guerra, ya que no sólo sirve en ésta, sino que, además, es capaz de llevar cargas y dedicarse, con provecho, a otras cosas.

FED. - Eso sí que sería ya el colmo de la ridiculez.

SÓC. - ¿Y acaso no es mejor lo ridículo en el amigo que lo admirable en el enemigo? 109.

FED. - Así parece.

SÓC. - Por consiguiente, cuando un maestro de retóri­ca, que no sabe lo que es el bien ni el mal, y en una ciudad a la que le pasa lo mismo, la persuade no sobre la «sombra de un asno» 110,elogiándola como si fuese un caballo, sino sobre lo malo como si fuera bueno, y habiendo estu­diado las opiniones de la gente, la lleva a hacer el mal en lugar del bien, ¿qué clases de frutos piensa que habría de cosechar la retórica de aquello que ha sembrado?

d

FED. - No muy bueno, en verdad.

e

SÓC. - En todo caso, buen amigo, ¿no habremos vitu­perado al arte de la palabra más rudamente de lo que con­viene? Ella, tal vez, podría replicar: «¿qué tonterías son ésas que estáis diciendo, admirables amigos? Yo no obligo a nadie que ignora la verdad a aprender a hablar, sino que, si para algo vale mi consejo, yo diría que la adquiera antes y que, después, se las entienda conmigo. Únicamente quisiera insistir en que, sin mí, el que conoce las cosas no por ello será más diestro en el arte de persuadir. »

FED. - ¿No crees que hablaría justamente, si dijera esto?

261a

SÓC. - Sí lo creo. En el caso, claro está, de que los argumentos que vengan en su ayuda atestigüen que es un arte. Porque me parece que estoy oyendo algunos argu­mentos que se adelantan y declaran en contra suya, dicien­do que miente y que no es arte, sino un pasatiempo ayuno de él. Un arte auténtico de la palabra, dice el laconio 111,que no se alimente de la verdad, ni lo hay ni lo habrá nunca.

FED. - Se necesitan esos argumentos, Sócrates. Mira, pues, de traerlos hasta aquí, y pregúntales qué dicen y cómo.

SÓC. - Acudid inmediatamente, bien nacidas criaturas, y persuadid a Fedro, padre de bellos hijos, de que si no filosofa como debe, no será nunca capaz de decir nada sobre nada. Que responda, ahora, Fedro.

FED. - Preguntad.

b

SÓC. - ¿No es cierto que, en su conjunto, la retórica sería un arte de conducir las almas por medio de palabras, no sólo en los tribunales y en otras reuniones públicas, sino también en las privadas, igual se trate de asuntos grandes como pequeños, y que en nada desmerecería su justo empleo por versar sobre cuestiones serias o fútiles? ¿O cómo ha llegado a tus oídos todo esto?

FED. - Desde luego, por Zeus, que no así, sino más bien que es, sobre todo, en los juicios, donde se utiliza ese arte de hablar y escribir, y también en las arengas al pueblo. En otros casos no he oído.

c

SÓC. - ¿Entonces es que sólo has tenido noticia de las «artes» de Néstor y Ulises sobre las palabras 112 que am­bos compusieron en Troya durante sus ratos de ocio? ¿No oíste nada de las de Palamedes? 113.

FED. - No, por Zeus, ni de las de Néstor, a no ser que a Gorgias me lo vistas de Néstor, y a Trasímaco 114 o a Teodoro de Ulises.

SÓC. - Bien podría ser. Pero dejemos a éstos. Dime tú, en los tribunales, ¿qué hacen los pleiteantes?, ¿no se oponen, en realidad, con palabras? ¿O qué diríamos?

FED. - Diríamos eso mismo.

SÓC. - ¿Acerca de lo justo y de lo injusto?

FED. - Sí.

d

SÓC. - Por consiguiente, el que hace esto con arte, hará que lo mismo, y ante las mismas personas, aparezca unas veces como justo y, cuando quiera, como injusto.

FED. - Seguramente.

SÓC. - ¿Y que, en las arengas públicas, parezcan a la ciudad las mismas cosas unas veces buenas y otras malas? FED. - Así es.

e

SÓC. - ¿Y no sabemos que el eleata Palamedes, habla­ba con un arte que, a los qué le escuchaban, las mismas cosas les parecían iguales y distintas, unas y muchas, in­móviles y, al tiempo, móviles?

FED. - Totalmente cierto.

SÓC. - Así pues, no sólo es en los tribunales y en las arengas públicas donde surgen esas controversias, sino que, al parecer, sobre todo lo que se dice hay un solo arte, si es que lo hay, que sería el mismo, y con el que alguien sería capaz de hacer todo semejante a todo, en la medida de lo posible, y ante quienes fuera posible, y desenmasca­rar a. quien, haciendo lo mismo, trata de ocultarlo 115.

FED. - ¿Cómo dices una cosa así?

SÓC. - Ya veras cómo se nos hará evidente, si busca­mos en esa dirección. ¿Se da el engaño en las cosas que difieren mucho o en las que difieren poco?

262a

FED. - En las que poco.

SÓC. - Es cierto, pues, que si caminas paso a paso, ocultarás mejor que has ido a parar a lo contrario, que si vas a grandes saltos.

FED. - ¡Cómo no!

SÓC. - Luego el que pretende engañar a otro y no ser engañado, conviene que sepa distinguir, con la mayor pre­cisión, la semejanza o desemejanza de las cosas 116.

FED. - Seguramente que es necesario.

b

SÓC. - ¿Y será realmente capaz, cuando ignora la ver­dad de cada una, de descubrir en otras cosas la semejanza, grande o pequeña, de lo que desconoce?

FED. - Imposible.

SÓC. - Así pues, cuando alguien tiene opiniones opues­tas a los hechos y se engaña, es claro que ese engaño se ha deslizado en él por el cauce de ciertas semejanzas.

FED. - En efecto, así es.

SÓC. - ¿Es posible, por consiguiente, ser maestro en el arte de cambiar poco a poco, pasando en cada caso de una realidad a su contraria por medio de la semejanza, o evitar uno mismo esto, sin haber llegado a conocer lo que es cada una de las cosas que existen?

c

FED. - No, en manera alguna.

SÓC. - Luego el arte de las palabras, compañero, que ofrezca el que ignora la verdad, y vaya siempre a la caza de opiniones, parece que tiene que ser algo ridículo y burdo. FED. - Me temo que sí.

SÓC. - En el discurso de Lisias que traes, y en los que nosotros hemos pronunciado, ¿quieres ver algo de lo que decimos que está o no en consonancia con el arte?

d

FED. - Mucho me gustaría ya que ahora estamos ha­blando como si, en cierto modo, nos halláramos desarma­dos, al carecer de paradigmas adecuados.

SÓC. - En verdad que fue una suerte, creo, el que se pronunciaran aquellos dos discursos paradigmáticos 117, en el sentido de que quien conoce la verdad, jugando con pa­labras, puede desorientar a los que le oyen. Y yo, por mi parte, Fedro, lo atribuyo a los dioses del lugar; aunque bien pudiera ser que estos portavoces de las Musas que cantan sobre nuestras cabezas, hayan dejado caer sobre nosotros, como un soplo, este don. Pues por lo que a mí toca, no se me da el arte de la palabra.

FED. - Sea como dices, sólo que explícalo.

SÓC. - Vamos, léeme entonces el principio del discur­so de Lisias.

e

FED. - «De mis asuntos tienes noticia, y has oído tam­bién, cómo considero la conveniencia de que esto suceda. Pero yo no quisiera que dejase de cumplirse lo que ansío, por el hecho de no ser amante tuyo. Pues precisamente a los amantes les llega el arrepentimiento...»

263a

SÓC. - Para. Ahora nos toca decir en qué se equivoca éste, y en qué va contra el arte. ¿No es así?

FED. - Sí.

SÓC. - ¿Y no es acaso manifiesto para todos, el que sobre algunos nombres estamos de acuerdo y diferimos so­bre otros?

FED. - Me parece entender lo que dices; pero házmelo ver un poco más claro.

SÓC. - Cuando alguien dice el nombre del hierro o de la plata 118, ¿no pensamos todos en lo mismo?

FED. - En efecto.

SÓC. - ¿Y qué pasa cuando se habla de justo y de in­justo? ¿No anda cada uno por su lado, y disentimos unos de otros y hasta con nosotros mismos?

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FED. - Sin duda que sí.

SÓC. - O sea que en unas cosas estamos de acuerdo, pero no en otras.

FED. - Así es.

SÓC. - ¿Y en cuál de estos casos es más fácil que nos engañemos, y en cuáles tiene la retórica su mayor poder? FED. - Es evidente que en aquellos en que andamos divagando 119.

c

SÓC. - Así pues, el que se propone conseguir el arte retórica, conviene, en primer lugar, que haya dividido sis­temáticamente todas estas cosas, y captado algunas características de cada una de estas dos especies, o sea de aque­lla en la que la gente anda divagando, y de aquella en la que no.

FED. - Una bella meta ideal tendría a la vista el que hubiera llegado a captar eso.

SÓC. - Después, pienso yo, al encontrarse ante cada caso, no dejar que se le escape, sino percibir con agudeza a cuál de los dos géneros pertenece aquello que intenta decir.

FED. - Así es.

SÓC. - ¿Y, entonces, qué? ¿Diríamos del Amor que es de las cosas sobre las que cabe discusión, o sobre las que no? 120.

d

FED. - De las discutibles, sin duda. ¿O piensas que te habría permitido decir lo que sobre él dijiste hace un rato: que es dañino tanto para el amado como para el aman­te, y añadir inmediatamente que se encuentra entre los ma­yores bienes?

SÓC. - Muy bien has hablado. Pero dime también esto -porque yo, en verdad, por el entusiasmo que me arreba­tó no me acuerdo mucho-, ¿definí el amor desde el co­mienzo de mi discurso?

FED. - ¡Por Zeus! ¡Y con inmejorable rigor!

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SÓC. - ¡Ay! ¡Cuánto más diestras en los discursos son las Ninfas del Aqueloo 121, y de Pan 122 el de Hermes123,que Lisias el de Céfalo! ¿O estoy diciendo naderías, y Lisias, al comienzo de su discurso sobre el amor, nos llevó a suponer al Eros como una cosa dotada de la realidad que él quiso darle, e hizo discurrir ya el resto del discurso por el cauce que él había preparado previamente? ¿Quieres que, una vez más, veamos el comienzo del discurso?

FED. - Sí, si te parece. Pero lo que andas buscando no está ahí.

SÓC. - Lee, para que lo oiga de él mismo.

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