La investigación reciente sitúa hoy al




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fecha de publicación09.02.2018
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264a

FED. - «De mis asuntos tienes noticia, y has oído también, cómo considero la conveniencia de que esto suce­da. Pero yo no quisiera que dejase de cumplirse lo que ansío, por el hecho de no ser amante tuyo. Pues precisa­mente a los amantes les llega el arrepentimiento de lo bue­no que hayan podido hacer, tan pronto como se le aplaca el deseo.»

b

SÓC. - Parece que dista mucho de hacer lo que busca­mos, ya que no arranca desde el principio, sino desde el final, y atraviesa el discurso como un nadador que nadara de espaldas y hacia atrás, y empieza por aquello que el amante diría al amado, cuando ya está acabando. ¿O he dicho una tontería, Fedro, excelso amigo?

FED. - Efectivamente, Sócrates, es un final lo que trata en el discurso.

SÓC. - ¿Y qué decir del resto? ¿No da la impresión de que las partes del discurso se han arrojado desordena­damente? ¿Te parece que, por alguna razón, lo que va en segundo .lugar tenga, necesariamente, que ir ahí, y no algu­na otra cosa de las que se dicen? Porque a mí me parece, ignorante como soy, que el escritor iba diciendo lo que buenamente se le ocurría. ¿Tienes tú, desde el punto de vista logográfico, alguna razón necesaria, según la cual tu­viera que poner las cosas unas después de otras, y en ese orden?

c

FED. - Eres muy amable al pensar que soy capaz de penetrar tan certeramente en sus intenciones.

SÓC. - Pero creo que me concederás que todo discur­so debe estar compuesto como un organismo vivo, de for­ma que no sea acéfalo, ni le falten los pies, sino que tenga medio y extremos, y que al escribirlo, se combinen las par­tes entre sí y con el todo 124.

FED. - ¿Y cómo no?

SÓC. - Mira, pues, si el discurso de tu compañero es de una manera o de otra, y te darás cuenta de que en nada difiere de un epigrama que, según dicen, está inscrito en la tumba de Midas el frigio 125,

d

FED. - ¿Cómo es y qué pasa con él?

SÓC. - Es éste:
Broncínea virgen soy, y en el sepulcro de Midas yazgo. Mientras el agua fluya, y estén en plenitud los altos árboles, clavada aquí, sobre la tan llorada tumba,

anuncio a los que pasan: enterrado está aquí Midas 126.

e
Nada importa, en este caso, qué es lo que se dice en pri­mer lugar o en último. Supongo que te das cuenta.

265a
FED. - ¿Te estás riendo de nuestro discurso, Sócrates? SÓC. - Dejémoslo entonces, para que no te disgustes -aunque me parece que contiene numerosos paradigmas 127 que, teniéndolos a la vista, podrían sernos útiles, guardán­dose, eso sí, muy mucho de imitarlos-. Pero pasemos a los otros discursos. Porque creo que en ellos se puede ver algo que viene bien a los que quieren investigar sobre palabras.

FED. - ¿Qué es eso a lo que te refieres?

SÓC. - En cierta manera, los dos eran contrarios. El uno decía que había que complacer al que ama, y el otro al que no.

FED. - Y con gran energía ambos.

SÓC. - Pienso que ibas a decir la palabra justa: ma­niáticamente. Porque dijimos que el amor era como una locura, una manía, ¿o no? 128.

FED. - Sí.

b

SÓC. - Pero hay dos formas de locura; una, debida a enfermedades humanas, y otra que tiene lugar por un cambio que hace la divinidad en los usos establecidos.

FED. - Así es.

SÓC. - En la divina, distinguíamos cuatro partes, co­rrespondientes a cuatro divinidades, asignando a Apolo la inspiración profética, a Dioniso la mística, a las Musas la poética, y la cuarta, la locura erótica, que dijimos ser la más excelsa, a Afrodita y a Eros. Y no sé de qué modo, intentando representar la pasión erótica, alcanzamos, tal vez, alguna verdad, y, tal vez, también nos desviamos a algún otro sitio. Amasando un discurso no totalmente ca­rente de persuasión, hemos llegado, sin embargo, a ento­nar, comedida y devotamente, un cierto himno mítico a mi señor y el tuyo, el Amor, oh Fedro, protector de los bellos muchachos.

c

FED. - Que, por cierto, no sin placer escuché yo mismo.

SÓC. - Pues bien, saquemos algo de esto: ¿cómo pasó el discurso del vituperio al elogio?

FED. - ¿Qué quieres decir?

d

SÓC. - Para mí, por cierto, todo me parece como un juego que hubiéramos jugado. Pero, de todas estas cosas que al azar se han dicho, hay dos especies que si alguien pudiera dominar con técnica no sería mala cosa.

FED. - ¿Qué especies son ésas?

SÓC. - Una sería la de llegar a una idea que, en visión de conjunto, abarcase todo lo que está diseminado, para que, delimitando cada cosa, se clarifique, así, lo que se quiere enseñar. Hace poco se habló del Amor, ya fuera bien o mal, después de haberlo definido; pero, al menos, la claridad y coherencia del discurso ha venido, precisamente, de ello.

e

FED. - ¿Y de la otra especie qué me dices, Sócrates?

b

266a

SÓC. - Pues que, recíprocamente, hay que poder divi­dir las ideas siguiendo sus naturales articulaciones, y no ponerse a quebrantar ninguno de sus miembros, a manera de un mal carnicero. Hay que proceder, más bien, como, hace un momento, los dos discursos, que captaron en una única idea, común a ambos, la insania que hubiera en el pensamiento; y de la misma manera a como, por fuerza natural, en un cuerpo único hay partes dobles y homóni­mas, que se denominan izquierdas y derechas, así también los dos discursos consideraron la idea de «paranoia» bajo la forma de una unidad innata ya en nosotros. Uno, en verdad, cortando la parte izquierda, no cesó de irla divi­diendo hasta que encontró, entre ellas, un amor llamado siniestro, y que, con toda justicia, no dejó sin vituperar. A su vez, el segundo llevándonos hacia las del lado derecho de la manía, habiendo encontrado un homónimo de aquel, un amor pero divino, y poniéndonoslo delante, lo ensalzó como nuestra mayor fuente de bienes.

FED. - Cosas muy verdaderas has dicho.

SÓC. - Y de esto es de lo que soy yo amante, Fedro, de las divisiones y uniones, que me hacen capaz de hablar y de pensar. Y si creo que hay algún otro que tenga como un poder natural de ver lo uno y lo múltiple, lo persigo «yendo tras sus huellas como tras las de un dios» 129. Por cierto que aquellos que son capaces de hacer esto -Sabe dios si acierto con el nombre- les llamo, por lo pronto, dialécticos 130.Pero ahora, con lo que hemos aprendido de ti y de Lisias, dime cómo hay que llamarles. ¿O es que es esto el arte de los discursos, con el que Trasímaco y otros se hicieron ellos mismos sabios en el hablar, e hicie­ron sabios a otros, con tal de que quisieran traerles ofren­das como a dioses?

c

FED. - Varones regios, en verdad, mas no sabedores de lo que preguntas. Pero, por lo que respecta a ese con­cepto, me parece que le das un nombre adecuado al lla­marle dialéctica. Creo, con todo, que se nos escapa toda­vía la idea de retórica.

d

SÓC. - ¿Cómo dices? ¿Es que podría darse algo bello que, privado de todo esto que se ha dicho, se adquiriese igualmente por arte? Ciertamente que no debemos menos­preciarlo ni tú ni yo. Pero ahora no hay más remedio que decir qué es lo que queda de la retórica.

FED. - Muchas cosas todavía, Sócrates. Todo eso que se encuentra escrito en los libros que tratan del arte de las palabras.

e

SÓC. - Has hecho bien en recordármelo. Lo primero es, según pienso, que el discurso vaya precedido de un «proemio». ¿Te refieres a esto o no? ¿A estos adornos del arte?

FED. - Sí.

SÓC. - En segundo lugar, a una «exposición» acom­pañada de testimonios; en tercer lugar, a -los «indicios», y, en cuarto lugar, a las «probabilidades». También habla, según creo, de una «confirmación» y de una « superconfir­mación», ese excelso artífice del lógos, ese varón de Bizancio.

267a

FED. - ¿Dices el hábil Teodoro? 131.

SÓC. - ¿Quién si no? Y una «refutación» y una «su­perrefutación», tanto en la acusación como en la apología. ¿Y no haremos salir también al eminente Eveno de Paros 132, que fue el primero en inventar la «alusión encu­bierta», el «elogio indirecto», y, para que pudieran recor­darse, dicen que puso en verso «reproches indirectos». ¡Un sabio varón, realmente! ¿Y vamos a dejar descansar a Ti­sias 133 y a Gorgias 134, que vieron cómo hay que tener más en cuenta a lo verosímil que a lo verdadero, y que, con el poder de su palabra, hacen aparecer grandes las co­sas pequeñas, y las pequeñas grandes, lo nuevo como anti­guo, y lo antiguo como nuevo, y la manera, sobre cual­quier tema, de hacer discursos breves, o de alargarlos inde­finidamente. Escuchándome, una vez, Pródico 135 decir estas cosas, se echó a reír y dijo que sólo él había encon­trado la clase de discurso que necesita el arte: no hay que hacerlos ni largos ni cortos, sino medianos.

b

FED. - Sapientísimo, en verdad, Pródico.

SÓC. - ¿Y no hablamos de Hipias 136? Porque pienso que hasta el extranjero de Élide le daría su voto.

FED. - ¿Y por qué no?

c

SÓC. - ¿Y qué decir de los Museos de palabras, de Polo 137, como las «redundancias», las «sentencias», las «iconologías», y esos términos a lo Licimnio 138, con que éste le había obsequiado para que pudiera producir bellos escritos?

FED. - ¿Y no había también unas «protagóricas», que trataban de cosas parecidas?

e

d

SÓC. - Sí, muchacho, la «correcta dicción» y muchas otras cosas bellas. Pero, en cuestión de discursos lacrimo­sos y conmovedores sobre la vejez y la pobreza, lo que domina me parece que es el arte y el vigor del Calcedo­nio 139, quien también llegó a ser un hombre terrible en provocar la indignación de la gente y en calmar, de nuevo, a los indignados con el encanto de sus palabras. Al menos, eso se dice. Por ello, era el más hábil en denigrar con sus calumnias, y en disiparlas también. Pero, por lo que se refiere al final de los discursos, da la impresión de que todos han llegado al mismo parecer, si bien unos le llaman recapitulación, y otros le han puesto nombre distinto.

FED. - ¿Te refieres a que se recuerde a los oyentes, al final, punto por punto, lo más importante de lo que se ha dicho?

SÓC. - A eso, precisamente. Y si alguna otra cosa tie­nes que decir sobre el arte de los discursos...

268a

FED. - Poca cosa, y apenas digna de mención.

SÓC. - Dejemos, pues, esa poca cosa, y veamos más a la luz, cuál es la fuerza del arte y cuándo surge.

FED. - Una muy poderosa, Sócrates. Por lo menos en las asambleas del pueblo.

SÓC. - La tiene, en efecto. Pero mira a ver, mi divino amigo, si por casualidad no te parece, como a mí, que su trama es poco espesa.

FED. - Enséñame cómo.

b

SÓC. - Dime, pues. Si alguien se aproximase a tu com­pañero Erixímaco, o a su padre Acúmeno y le dijera: «Yo sé aplicar a los cuerpos tratamientos tales que los calien­tan, si me place, o que los enfrían, y hacerles vomitar si me parece, o, tal vez, soltarles el vientre, y otras muchas cosas por el estilo, y me considero médico por ello y por hacer que otro lo sea también así, al trasmitirle este tipo de saber.» ¿Qué crees que diría, oyéndolo?

FED. - ¿Qué otra cosa, sino preguntarle, si encima sa­be a quiénes hay que hacer esas aplicaciones, y cuándo, y en qué medida?

c

SÓC. - Y si entonces dijera: «En manera alguna; pero estimo que el que aprenda esto de mí es capaz de hacer lo que preguntas.»

FED. - Pienso que dirían que el hombre estaba loco y que, por saberlo de oídas de algún libro, o por haber tenido que ver casualmente con algunas medicinas, cree que se ha hecho médico, sin saber nada de ese arte.

d

SÓC. - ¿Y qué pasaría si acercándose a Sófocles y a Eurípides, alguien les dijese que sobre asuntos menores sa­be hacer largas palabras, y acortarlas sobre asuntos gran­des; luctuosas si le apetece, o, a veces, por el contrario, aterradoras y amenazadoras y cosas por el estilo, y que, además, por enseñar todo esto, se pensara que estaba haciendo poemas trágicos?

FED. - Pienso que ellos se reirían de quien cree que la tragedia es otra cosa que la combinación de estos ele­mentos, que se adecuan entre sí, y que combinan también con el todo.

e

SÓC. - Pero, de todas formas, opino que no le harían reproches demasiado ásperos, sino que, como un músico que hallase en su camino a un hombre, que se cree enten­dido en armonía porque se encuentra con que sabe cómo hacer que una cuerda suene aguda o grave, no le diría agria­mente: «¡Oh desdichado, estas negro de bilis!», sino que al ser músico le dirá en tono más suave: «Buen hombre, cierto que el que quiere saber de armonía precisa de eso; pero ello no impide que quien se encuentre en tu situación no entienda lo más mínimo de armonía. Porque tienes los conocimientos previos y necesarios de la armonía; pero no, los que tienen que ver con la armonía misma.»

FED. - Muy exacto, en verdad.

269a

SÓC. - Y sin duda que también Sófocles, a quien jun­tamente les hizo esa representación 140, le diría: «Sabes lo previo a la tragedia; pero no, lo de la tragedia misma»; y Acúmeno: «Tienes conocimientos previos de medicina; pero no, los de la medicina.»

FED. - Totalmente de acuerdo.

SÓC. - ¿Y qué pensamos de Adrasto 141, el melífono, o de Pericles 142, si llegasen a oír las que hemos acabado de exponer sobre tan bella técnica -del hablar breve, del hablar con imágenes y todo lo que expusimos y que dijimos que había que examinarlo a plena luz-, crees que desabridamente, como tú y como yo, increparían con du­ras expresiones a los que han escrito y enseñado cosas co­mo el arte retórica o, mucho más sabios que nosotros, nos replicarían a los dos diciendo: «Fedro y Sócrates, no hay que irritarse, sino perdonar, si algunos, por no saber dia­logar, no son capaces de determinar qué es la retórica, y a causa de esa incapacidad, teniendo los conocimientos previos, pensaron, por ello, que habían descubierto la retórica misma y, enseñando estas cosas a otros, creían haberles enseñado, perfectamente, ese arte, mientras que el decir cada cosa de forma persuasiva, y el organizar el conjunto, como si fuese poco trabajo, es algo que los dis­cípulos debían procurárselo por sí mismos cuando tuvieran que hablar»?

d

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b

FED. - Puede que sea así, Sócrates, lo propio del arte que, como retórica, estos hombres enseñan y escriben, y a mí me parece que dices verdad. Pero, entonces, el arte de quien realmente es retórico y persuasivo, ¿cómo y dónde podría uno conseguirlo?

SÓC. - Para poder llegar a ser, Fedro, un luchador con­sumado es verosímil -quizá incluso necesario- que pase como en todas las otras cosas. Si va con tu naturaleza la retórica, serás un retórico famoso si unes a ello ciencia y ejercicio, y cuanto de estas cosas te falte, irá en detri­mento de tu perfección. Pero todo lo que de ella es arte, no creo que se alcance por el camino que deja ver el méto­do de Lisias y el de Trasímaco.

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FED. - ¿Pero por cuál entonces?

SÓC. - Es posible, mi buen amigo, que justamente haya sido Pericles el más perfecto en la retórica.

FED. - ¿Y por qué?

270a

SÓC. - Cuanto dé grande hay en todas las artes que lo son, requiere garrulería y meteorología 143
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