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Sal Terrae 94 (2006) 739-746 Deporte y espíritu Juan José Moreno, sj* Dentro de este número de Sal Terrae, se me pide un testimonio: un testimonio como deportista y como creyente. Debo contar qué ha supuesto para mí la práctica del deporte, en mi caso el baloncesto; cómo me ha configurado como persona; qué me ha aportado como cristiano; qué he podido aportar yo gracias al baloncesto... Me parece útil para el lector aclarar desde el principio qué clase de deporte es el que yo he vivido, el que me ha marcado. Yo he vivido y promovido, y en bastante grado sigo aún viviendo y promoviendo, el deporte de base, el del jugador y entrenador aficionado, que no obtiene ninguna retribución económica, pero que está comprometido con su Club o Colegio y con sus compañeros, para tratar de aprender, de mejorar y de representarles lo mejor posible. Respetando, por tanto, otras maneras de vivir el deporte, hablo desde una experiencia de deporte muy idealista y muy de equipo. Probablemente, sólo puede aplicarse en determinados lugares y momentos, pero aporta valores que merece la pena que se cultiven en cualquier contexto deportivo. Los primeros años Antes de empezar a jugar a baloncesto, cosa que ocurrió en 1953, a los 15 años, yo había disfrutado ya muchísimo jugando a todo lo imaginable, pero especialmente al fútbol. Aunque sea brevemente, tengo que hacer un sentido homenaje al patio de los jesuitas del Colegio de Indautxu, en Bilbao, y a quienes se preocupaban de que estuviera tantas horas abierto. Allí disfruté innumerables horas jugando al fútbol de 1946 a 1953, y al fútbol y al baloncesto de 1953 a 1955. Estudiábamos, pero sobre todo «vivíamos» en el Colegio. Pero es verdad que a partir de los 15 años fue creciendo la presencia del baloncesto en mi vida. El baloncesto, claro está, con todo lo que lleva consigo: horas de práctica personal, partidillos y competiciones de tiro con amigos, entrenamientos, partidos..., pero, sobre todo, personas, rostros y equipo. Hoy creo que no puedo explicar mi persona sin todo eso; y siento que es muy cierto aquello de León Felipe: «Para cada hombre guarda un nuevo rayo de luz el sol... y un camino virgen Dios». Llegué en 1955, con 17 años, a Zaragoza, sin conocer allí a nadie, para empezar la carrera de Químicas. Jugué un año en Segunda Regional con mi Colegio Mayor, el «San José Pignatelli». Por acuerdo de los dos clubes, pasé al Iberia, de Primera Regional. Allí coincidimos una serie de chavales con gran afición y que, además de los tres entrenamientos semanales, dedicábamos horas por nuestra cuenta a mejorar el tiro, el bote, la izquierda... Así llevamos al Iberia a la Segunda División nacional, y en 1958 a la Liga Nacional (equivalente a la actual acb, salvadas las distancias). Nos enfrentábamos al Madrid, al Barcelona, al Joventut..., pero también al Águilas de Bilbao, al Estudiantes, al Canoe..., más asequibles para nosotros. Experiencias que han marcado mi personalidad De entre muchas, recojo unas pequeñas experiencias que dan una idea de cómo iba yo evolucionando como deportista y como persona: Lo hacemos nosotros, lo hacemos juntos. En el equipo del Colegio Mayor, para poder coincidir todos, teníamos que entrenar dos días de la semana a las 7 de la mañana (pensad en el invierno zaragozano). Jugábamos los domingos por la mañana en un campo de tierra que marcábamos, zonas incluidas, con agua de cal y mediante una especie de regadera. Nunca perdí a aquellos amigos. Fueron después mis mejores hinchas, porque pasé al «Iberia» por un acuerdo según el cual el «San José Pignatelli» se constituía en filial del «Iberia». Entonces también empecé a aprender algo que he transmitido siempre a los equipos que he entrenado: nosotros preparamos el campo, juntos, aunque sólo sea poner la mesa y los bancos... Muchas veces ha sido incluso barrer y pintarlo. No fallar a mi equipo. Poner siempre lo mejor de mí mismo. No engañarme, no disculparme con los fallos de los demás. Fue una dura experiencia en Huesca, en Segunda División. La victoria aseguraba nuestro ascenso, pero Huesca, por su rivalidad con Zaragoza, era un campo difícil. Yo tenía 19 años. Llegaba como segundo encestador de la Liga. Me marcaron duramente. El público, pegado a las bandas, se metía bastante conmigo. Inhibición arbitral. Se me pasó el partido, enfadado, pensando en las injusticias y en mis penas. Solo en la ducha, lloré amargamente. Habíamos perdido, y yo le había fallado a mi equipo. Allí mismo decidí: «Nunca más volveré a fallar a mis compañeros; nunca dejaré de jugar lo mejor posible, en cualquier circunstancia. No me disculparé con los demás; me centraré en lo que puedo hacer yo». Esa decisión me acompañó ya siempre, ¡y cuánto me ha valido en muchas situaciones de la vida, también fuera del deporte...! ¡Cuántas veces he tenido que recordárselo a mis alumnos, a mis jugadores, a mis compañeros a veces...! Gratis. Estábamos comiendo en un restaurante de la playa del Saler, en Valencia. Sobremesa. Por la mañana habíamos ganado. Yo había salido pronto por personales. Los teóricos reservas salvaron el partido en los últimos diez minutos. Era un triunfo del equipo. Estábamos gozosos. Entonces oí que Querol, un compañero de más de 30 años, me decía: «Juanjo, si cobráramos por esto, no estaríamos tan contentos». No lo he olvidado. Pero creo que hay que añadir algo: Aun jugando gratis, si no hubiéramos puesto la entrega, la pasión por el juego, la unión que teníamos..., no habríamos estado tan contentos. Meses después, tras jugar en Huesca con la selección nacional contra Suiza, vino el delegado de nuestra selección y me entregó 300 pesetas. Yo le dije: «¡Pero si el viaje desde Zaragoza me ha costado sólo cincuenta pesetas...!». Y él me respondió: «Es la prima del partido». Yo no sabía lo que era una «prima». Nuestra prima era el «pincho» al que a veces nos invitaba nuestro entrenador. Compañeros. Yo era el estudiante del equipo, el que estaba fuera de casa. Salíamos los sábados por la mañana temprano en dos coches abarrotados, de aquellos con transportines. Jugábamos en Madrid o en Barcelona sábado y domingo, para ahorrar desplazamientos. A eso de las diez de la mañana, Carmelo, un albañil, compañero de equipo, sacaba dos bocadillos de tortilla de patatas envueltos en papel de periódico, preparados por su madre. «Toma, Juanjo, que tienes que alimentarte». ¡Cuántos amigos del mundo del deporte: compañeros, contrarios, árbitros, directivos, entrenadores, jugadores a los que he entrenado...! Amistad profunda, porque era y es desinteresada. No importa el tiempo que pase ni los años sin vernos. Están ahí, porque vivimos experiencias fuertes juntos. Encarnarte allá donde estés. Sentido de pertenencia. Nuestro público en Zaragoza nos quería mucho, porque sabía que lo dábamos todo por nada. Entonces no teníamos seguro por estar federados. Cuando me lesionaba, un médico, socio del «Iberia», me llevaba en su coche a su clínica, me atendía gratis los días que fuera necesario y me invitaba en el bar de abajo. Cuando el «Helios», el rival del «Iberia», venía cada verano a ficharme con diversas promesas, yo siempre les respondía lo mismo: «Vine sin que nadie me conociera. En el “Iberia” me acogieron, he crecido y he hecho amigos. No puedo dejarlos». Cuando me llamaron a la selección, algún periodista bilbaíno se molestó porque en la prensa zaragozana dijeran: «El aragonés Juanjo Moreno, internacional». A mí me gustó; yo me sentía bilbaíno y también zaragozano. Allí empecé a aprender a ser universal y el valor de comprometerte y encarnarte con las personas que te rodean. Aprender. Trabajar para mejorar. Poner todos los medios. Aparte del deporte profesional, tiene hoy un valor indudable el deporte meramente lúdico, o de ocio, o por razones de salud, etc. Sigue existiendo, aunque resulta más difícil de entender, un deporte aficionado con compromiso con la camiseta y con el equipo, y con afán de mejorar. Nosotros, estudiantes la mayoría, nos dedicábamos mucho. Yo, particularmente, me entrenaba después de las clases, de una a dos, aparte de los tres entrenamientos semanales con el equipo. Y me entrenaba puliendo detalles y haciendo competiciones de tiro contra mí mismo. Para nada estamos hablando de una competitividad sospechosa, de ganar como sea. Con un deporte meramente de ocio, más «light», mi personalidad habría sido muy otra. Hay que comprometerse para evolucionar, para crecer. Es algo parecido, de forma más modesta, a aquello de «hay que perder la vida para ganarla». Entrenador El P. Vicente Zavala, sj tuvo una luz especial cuando me pidió que entrenara a un grupo de chavales de trece años que querían aprender a jugar al baloncesto. Eso supuso el comienzo de la escuela baloncestística del Colegio del Salvador, pero yo fui el más beneficiado: el hacerme cargo de un grupo de chavales, el buscar continuamente la manera de enseñarles mejor, el preocuparme por sus personas, el hacer un equipo primero, un club después... me fue cambiando, de chaval de 17 años, aún centrado en mí mismo, en persona comprometida con un grupo humano y un proyecto. Sobre todo, puso ante mis ojos mi vocación de entrenador, de educador, de maestro después. En mi caso, Dios estaba preparando el «humus» de su repentina llamada para jesuita 6 años después. Entrené seis años en Zaragoza, de 1955 a 1961. Mis estudios de jesuita me lo impidieron de 1961 a 1966. A partir de este último año, entrené durante 27 temporadas más en Durango, en el proyecto de baloncesto del Colegio y del Club «Tabirako» del pueblo. Tras ser bilbaíno y zaragozano, me he hecho también durangués. Después, más bien he formado entrenadores y he ayudado a mejorar a algún jugador. Omito títulos, premios y medallas. Es significativo que fuera entrenador de la selección española escolar juvenil, en tándem con Aíto García Reneses, en 1973, y entrenador ayudante de la selección española junior, siendo jugadores Juan Antonio Corbalán y José Mari Margall. ¿Qué he podido aportar? Intento recoger lo más importante: 1) Ayudar a construir equipos y clubes escolares y federados, siempre aficionados, con un espíritu deportivo y educativo, cultivando en muchos casos valores contraculturales (gratuidad; hacer las cosas entre todos; servicio de unos a otros, entrenando y arbitrando mayores a medianos, y medianos a pequeños; compromiso; etc.). 2) Amor el deporte que practicamos. Hacerlo lo mejor posible; si somos unos «dejados» en eso, difícilmente vamos a asimilar otros valores. 3) Sentido de equipo, aportación de cada uno según sus posibilidades. El jugador de menor calidad, que no consigue grandes canastas, pero entrena con interés, aprende nuestros sistemas, anima, etc., es querido y tiene un gran papel en el equipo. Además, de entre ellos han salido nuestros mejores entrenadores. 4) Experiencia, reflexión, acción. Afrontar las situaciones positivamente. Aprender de todo lo que sucede. El deporte de equipo proporciona innumerables experiencias vitales. El entrenador tiene que enseñar a afrontar cada situación positivamente, a reflexionar después sobre lo vivido y aprender de ello, a mejorar la forma de actuar en la próxima ocasión. Gran preparación para la vida. Entre mis ex-jugadores es famosa la frase que yo les decía cuando empezaban a quejarse del campo: «¡Éste es el mejor campo del mundo!». Y era verdad: jugábamos en aquel campo, no había otro. 5) Juego limpio. El fin no justifica los medios. Los medios son el fin. Siempre hemos entrenado fuerte, pero trabajando para defender y atacar según el Reglamento, dedicándonos al juego y olvidándonos del árbitro. 6) Abrir los ojos a los valores de «los otros». Del sentido de equipo (vital) al aprecio por los otros equipos, por las otras funciones (árbitros, padres, directivos), por los «otros». Un valor muy necesario hoy... y siempre. El entrenador debe saber decir: «No tenían posibilidades y han sabido luchar hasta el final». «Tiene que entrenar muy bien para defender así». «Nos han ganado con elegancia, reconociendo lo mucho que les hemos hecho sudar». «Gracias al árbitro, podemos jugar y divertirnos»... Deportista y creyente Es evidente que se pueden vivir todos los valores humanos de los que hemos hablado sin dar un salto a la fe. Lo vemos en bastantes. Pero también es verdad que el tipo de fe en Jesús de Nazaret que yo vivo, siempre haciéndose, siempre en camino, se ha visto muy apoyado por esas experiencias humanas que Dios ha puesto en mi vida. Por otra parte, la contemplación de Jesús y el deseo de seguirlo las van potenciando y también limando, purificándolas de sus inevitables ambigüedades. El hábito de formar equipo y de trabajar juntos codo con codo, el sentido de pertenencia y de integrarte y comprometerte allí donde estás y con quienes estás, ayuda a entusiasmarse con la Encarnación, el Dios con nosotros, Jesús en medio de la gente, con y por la gente. Me encanta aquello de «uno solo es vuestro Maestro, y todos vosotros sois hermanos». Pero es que, además, es un Maestro que asume su liderato, pero está en medio de la gente como el que sirve. De joven jesuita en formación, había dos ideas ignacianas que me confirmaban en que había acertado con mi vocación a la Compañía. Una es aquella de los Ejercicios: «...y las otras cosas sobre la haz de la tierra han sido criadas para el hombre..., de donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas...». La otra es esa frase de Ignacio según la cual, en nuestra misión, «debemos poner todos los medios como si todo dependiera de nosotros, y dejar los resultados en manos de Dios, como si sólo dependieran de Él». Me recordaba lo que tiene que hacer un entrenador cuando prepara un entrenamiento o un partido, cuando entrena, habla con un jugador o con el equipo, motiva, da las últimas instrucciones, etc. Poner todos los medios..., pero sólo los que llevan al fin, los legítimos, los acordes con los valores humanos y con el Reglamento. En el deporte he vivido que se pueden poner todos los medios y perder, y quedarse orgulloso de uno mismo y de su equipo, pero decidido a seguir aprendiendo. La vida y la fe me han enseñado la limitación radical del ser humano ante Dios, y el misterio y el valor también de los momentos de pasividad forzosa y de cruz. Hay derrotas que engrandecen, como la de Jesús. Nuestra fe potencia radicalmente eso que se debe aprender en el deporte bien entendido, lo que yo he llamado «el valor de los otros»: el valor y dignidad de todo ser humano, querido por Dios como hijo. Finalmente, una vivencia mía personal, no creo que muy ortodoxa, pero que a mí me dice bastante: «Jesús es el mejor entrenador». Cualquier entrenador, educador, maestro, formador o responsable de un grupo de personas debería fijarse en Él en ese aspecto. Tal vez daría para una tesis, pero no puedo sino resumir: Jesús llama, forma el grupo, transmite a los miembros de éste sus valores sin rebajarlos, les corrige, tiene paciencia con sus esperanzas equivocadas, los entrena enviándolos por delante de Él, a la vuelta les escucha cómo les ha ido, les invita a retirarse juntos a un lugar tranquilo, les presenta con claridad las dificultades que les aguardan, de cara a los momentos difíciles les da motivos de esperanza (la Transfiguración)... Pero, sobre todo, tras el abandono y el fracaso de la cruz, va en su busca, les hace reflexionar sobre lo ocurrido, les reúne, forma de nuevo el grupo, les devuelve la alegría y el sentido de su vida. El jugador que es líder en un equipo y, sobre todo, el entrenador (y el maestro con su clase) pueden tener un momento de desánimo tras una derrota o un mal partido, pero tiene que reaparecer el lunes ante el grupo sintiéndose parte de él, con el ánimo fuerte, con las ideas claras y con propuestas de trabajo para afrontar el momento que viven. * Profesor en el Colegio San José. Durango (Vizcaya). |