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Artículo publicado en Revista de la Universidad Cristóbal Colón, n. 17-18, 2005. Tokio como ciudad del futuro: imágenes e imaginarios1. Emilio García Montiel2 (El Colegio de México. Estudios de Asia y África) Resumen El presente artículo establece -a partir de los escenarios de la narrativa de ciencia ficción de William Gibson y de los criterios de Ito Toyo sobre el Tokio contemporáneo- algunos de los elementos que a nivel visual han permitido conformar el imaginario de la ciudad de Tokio en tanto ciudad del futuro. Luego del despegue económico japonés en la década del sesenta, y especialmente durante la llamada burbuja económica de mediados de los ochenta, la sociedad japonesa ha sido frecuentemente concebida y narrada como “sociedad del futuro”, idea que, básicamente, obedece a la expansión de su desarrollo tecnológico y económico, así como a la fuerte inserción de elementos culturales contemporáneos japoneses en el consumo cultural occidental. La ciudad de Tokio ha sido un comodín para representar este imaginario a nivel urbano y, en este proceso, generalmente ha quedado reducida a los espacios de ocio o de consumo, los cuales no deben ser entendidos como la ciudad toda. El imperio de los signos y de las cámaras fotográficas. Desde el período de bonanza económica conocido como Boom Izanagi (octubre de 1965 a julio de 1970) –y que sucediera al efímero, pero no menos notorio Boom Olímpico de 1964- hasta el fin de la llamada Burbuja Económica (diciembre de 1986 a febrero de 1991), Japón fue consolidándose paulatinamente como una nueva obsesión occidental, no limitada únicamente a procurar la decodificación de los modelos administrativos y empresariales japoneses o de las estrategias de industrialización-exportación que tan bien parecían haber influido en el más reciente éxito de los tigres Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur y de los jaguares Indonesia, Malasia, Tailandia y Viet Nam. En ese lapso de aproximadamente veintisiete años, Occidente también fue testigo de los excepcionales Juegos Olímpicos de Tokio (1964) –donde se introdujeron por primera vez los logotipos para identificar los diferentes deportes, donde Tange Kenzo recobraría el historicismo con el estadio olímpico de Yoyogi, y donde la ciudad de Tokio concluiría sus principales transformaciones de posguerra–; de la Exposición Universal de Osaka (1970), cuando los metabolistas japoneses pudieron al fin llevar a obra sus propuestas de la década anterior; de la aparición del tren-bala entre Tokio y Osaka (1964), que redujo a más de la mitad el tiempo habitual de recorrido (en tren) entre las dos ciudades; de los premios Nobel Tomonaga Shin’ichiro y Esaki Reona (física, 1965 y 1973 respectivamente), Fukui Ken’ichi (1981, química), Tonegawa Susumu (1987, medicina) y Kawabata Yasunari (1968, literatura); del establecimiento de la reconocida Fundación Japón (1972), destinada a promover los estudios japoneses en el extranjero; de los diez millones de dólares otorgados por el primer ministro Tanaka Kakuei (1973) a las universidades norteamericanas vinculadas con estudios sobre Japón; de la inauguración del Tokyo Disneyland (1983), apertura hacia la disneylandización de Asia; de una exportación tecnológica y de diseño -donde se conjuntarían desde vehículos automotores hasta equipos electrodomésticos o artículos de papelería- cuyo rango de inversión en 1992 fue del 40.5 % sólo para Estados Unidos de América (Rossell; Aguirre,1995:267); y de una exportación cultural que incluía nuevos mitos como el del escritor Mishima Yukio, y nuevas dimensiones estéticas y de consumo como las manga, los anime y los juegos de Nintendo. Ya para 1967, Ira Levin daría en incluir en su novela Rosemarys’s Baby –excepcionalmente llevada a la pantalla por Roman Polansky en 1968– a un japonés ocupado en documentar gráficamente cada detalle de la celebración del nacimiento del hijo del diablo: “El japonés –concluye Levin su novela- se adelantó con su máquina fotográfica, se agachó y sacó dos, tres, cuatro fotos en rápida sucesión” (Levin, 1998: 271). La tecnología (especialmente si era refrendada por la velocidad, la portabilidad y la compacidad) ya había comenzado a incorporarse a los “crisantemos” y a las “espadas” de posguerra como parte del recompuesto imaginario esencialista (y reduccionista) sobre la cultura japonesa 3; desde entonces, la cámara fotográfica pasó a convertirse en ese atributo sine qua non del ser japonés, y especialmente del turista japonés en el extranjero, otra de las recurrencias del nuevo imaginario en tanto reflejo de solvencia económica. Desde el punto de vista de las ciencias sociales, tanto el crecimiento económico como la exportación cultural reforzaba las teorías del camino modernizante común para todas las naciones que, desde la posguerra había tomado cuerpo como primera respuesta plausible a las interrogantes planteadas luego de la “desintegración de la segregación intelectual entre el estudios de Occidente y de áreas no occidentales” (Wallerstein, 2003: 43-44), y compulsaba, asimismo, el interés por los estudios del área. En 1970, luego de una visita académica a Japón, Roland Barthes propondría en El imperio de los signos una definición que todavía no dejaba de ser esencialista, pero que consideraba, a través de una perspectiva metodológicamente novedosa y en contraste con las nuevas propuestas esencialistas de la antropología social4, la evaluación del componente estético como identificador medular de la cultura japonesa5. Para Barthes, la pregunta de ¿por qué Japón? halla su respuesta más inmediata en la caracterización Japón no sólo como el país de los signos o el país de la escritura, sino, en última instancia, como un sistema de signos que implica: “la ciudad, la tienda, el teatro, jardines, violencia: rostros, ojos y los trazos con lo cual todo ello es escrito, pero no pintado” (Barthes,1982: contraportada, 3) Aparte de constituir uno de los más loados trabajos en el campo de los análisis semióticos, la popularidad de El imperio de los signos se debió, justamente, a que proponía una “explicación” para buena parte de esos signos hasta ahora “ininteligibles”. Así, junto con los palillos de comer, el kabuki, el pachinko, los envoltorios, el haiku y las inclinaciones al saludar, uno de los principales signos de ese sistema se hallaba en la propia ciudad de Tokio, la cual –en lo que tal vez ha resultado la definición más difundida de todo el libro– aparece caracterizada como una ciudad con un centro vacío, en referencia al notorio enclaustramiento del Palacio Imperial. Asimismo, Barthes también advierte otras dos características cardinales: la importancia de la estación como punto referencial de los barrios y las dificultades de orientación cuando los sistemas de nomenclatura y de planeación no se corresponden con la lógica occidental (Barthes, 1982: 30-42). Si desde el extranjero Japón pasaba a ser “representado” por la triada turista-grupo-cámara fotográfica (que someramente equivaldría a la triada economía-sociedad-tecnología en sus variantes de solvencia económica, teoría de la dependencia y desarrollo tecnológico, respectivamente) para el occidental en Japón, la ciudad, y específicamente la ciudad de Tokio, pasaba a ser la primera imagen “representativa” en tanto su dificultad de aprehenderla y en tanto la acumulación de signos en todo sentido; signos sublimados en anuncios electrónicos, que pasarían, superficialmente, a ser entendidos como la ciudad toda. Dos años después de la aparición del libro de Barthes, Andrei Tarkovski utilizaría la ciudad de Tokio únicamente para contextualizar la trama de Solaris dentro de una atmósfera de futuro; una contextualización magnificada por los niveles de verticalidad creados por la gran autopista construida para los Juegos Olímpicos de 1964 y por la aglomeración de perfiles secundarios (supergráficas y neones) de los espacios céntricos de la ciudad. Casi cinco minutos se prolonga esta escena casi totalmente prescindible –aunque no incoherente- dentro de la trama del film (Tarkovski, 1972: 0:33:08-0:38:01). Si la idea de futuro era inherente al argumento, la presencia de Tokio en su más evidente superficie tecnológica hace suponer o bien un purismo de ambientación o bien un gusto personal por lo que, para la época, constituía el mejor escenario “natural” de un espacio –o de una heterotopía– de futuro. En 1985, en su film Tokio Ga, Win Wenders, luego de haber visto en la televisión japonesa una cinta protagonizada por John Wayne tras la cual finalizan las transmisiones del canal, comenta lo siguiente: “Cuando John Wayne se marchó no aparecieron las barras y las estrellas, sino el círculo rojo de la bandera japonesa. Cuando estaba a punto de dormirme, se me ocurrió la idea más absurda: donde estoy ahora es el centro del mundo. Cada uno de los televisores de mierda, estén donde estén, es el centro del mundo. El centro del mundo se ha convertido en una idea ridícula, y el mundo también; cuantos más televisores haya en el globo, más ridícula resultará la idea de una imagen del mundo. Y heme aquí en el país que los construye para todos, para el mundo entero, para que el mundo entero pueda contemplar las imágenes americanas” (Wenders, 1985: 0:19:45-0:20:22). El film de Wenders -la búsqueda del Tokio de la época del famoso realizador Osu Yasujiro- resulta, por momentos, una especie de versión fílmica de El imperio de los signos, y sus consideraciones acerca de la tecnología prácticamente definitorias –ya con menos asombro que impotencia– del nuevo sesgo conque se identificaría a la cultura japonesa. Otro de los ejemplos de esta consideración de la ciudad de Tokio en tanto dificultad de aprehensión exacerbada por los reflectores tecnológicos es Sans Soleil (1988) donde el documentalista Chris Marker recrea Tokio a través de la vertiginosidad de fragmentos inconexos y abrumadores que lo legitiman en la misma convención de espacio ajeno, altamente complejo o, sencillamente, incomprensible (Bukatman, 1994: 26-27, 31). Blade Runner, de Ridley Scott (1982), constituye posiblemente la piedra de toque para la conjunción de Tokio tanto en su estereotipo de inaprehensibilidad como de espacio futuro. Aunque el film se ubica en la ciudad de Los Ángeles en 2019, sus referentes han sido identificados, casi de inmediato, con ciertas zonas de ocio de Tokio, especialmente con el lado este del barrio de Shinjuku. Blade Runner reproduce congestionamientos y texturas semejantes a los advertidos por Barthes, Wender y Marker, con una adición: la distopía escenificada a través una ciudad de verticalidad compleja -una de las constantes admitidas para la ciudad del futuro desde la Metropolis de Thea von Harbou y de Fritz Lang en 1927-, la cual también puede hallarse en Tokio, aunque en menor densidad y escala que como aparece en el film. A partir de la habitual consideración de Blade Runner como el primer film posmoderno es posible subrayar que su fundamental contribución al imaginario de la cultura japonesa como intrínsecamente posmoderna –especialmente por la imbricación de actitudes, costumbres y espacios tradicionales dentro de la sofisticación tecnológica contemporánea– era en realidad una apropiación de la ciudad de Tokio en todo aquello que para Occidente resultaba negativo en legibilidad o imaginabilidad. (El postmodernismo buscaba sustentaciones históricas y Tokio le veía como anillo al dedo). En realidad, la imagen urbana de Blade Runner ha devenido elemento comparativo por excelencia de lo que debió ser su referente6. Aunque mucho más gentil –y sin enfrascarse en los espacios tecnológicos o de futuro– el reciente film Lost in Translation de Sofia Coppola, sigue la misma pertinacia de la desorientación en un espacio cultural difícilmente traducible o “incomensurable” y cuyas rutas de acceso parecen haberse borrado de los mapas; todo ello aparece evidenciado desde el comienzo del filme, donde el protagonista, adormilado en un taxi, frota sus ojos no sólo para despertar, sino para tratar de aprehender esa aglomeración de signos y de continuos anuncios de neón que parecen convertir la avenida Yasukuni, en el distrito de Shinjuku, en una especie de Times Square reconfigurada longitudinalmente y de dimensiones inabarcables, tanto en área como en profundidad (Coppola, 2003: 0:0:38-0:01:29). En español, la cinta fue exhibida bajo el título de Perdidos en Tokio, lo cual no sólo evade la complejidad subyacente en el título original o su imbricación con la trama, sino que remite directamente al imaginario de la ciudad Tokio como símbolo –caótico, confuso, laberíntico– de una cultura que ha pasado a ser epítome de lo inextricable. Crisantemos de neón. Sin embargo, la compulsión definitiva del imaginario de Tokio en tanto ciudad del futuro –y de Japón en tanto sociedad del futuro– ha correspondido al escritor norteamericano William Gibson. Gibson es considerado padre del ciberpunk, una tendencia de la ciencia ficción que establecería sus argumentos a partir de los acelerados progresos en el campo de la informática y la ingeniería genética y que asumiría sus imaginarios de futuro no sólo como muy próximos, sino como inminentes. Deslindándose de la consabida división entre ciencia ficción dura (naves espaciales, robots y guerras intergalácticas) y la ciencia ficción lírica (al modo de Ray Bradbury), el ciberpunk propone, en profunda consubstanciación, espacios virtuales y espacios urbanos contemporáneos sublimados tecnológicamente, y advierte (o reinterpreta) crisis privadas y públicas exacerbadas por la progresiva conversión de los espacios corporales y naturales en espacios tecnológicos, o directamente derivadas ello. Por su lado punk, esta narrativa asume protagonistas marginales que, en una sociedad y una cultura de avanzados sistemas informáticos, deciden evadir el control establecido por el monopolio en el poder y revertir esa tecnología y esos sistemas para sus propios fines. Por su lado ciber (y aunque no se limitan a ello) los nuevos escritores consolidan un tema en el que habrá de coincidir un amplio espectro de la ciencia ficción vista y leída desde entonces: la posibilidad de penetrar y actuar en una realidad virtual generada a través de una computadora y para la cual es necesaria la condición de ciborg: un ser humano injertado, o aditado, con dispositivos de interfase que le permiten acceder a una base de datos e intervenir en su representación tridimensional. Desde su primera novela –Neuromante (1984)–, Gibson ha devenido referencia indispensable tanto para cualquiera de las variantes que hoy se discuten bajo el rubro de cibercultura (ciberfeminismo, cibersexo, cibercuerpos, cibercolonización, etc) como para la consideración del ciberpunk en tanto teoría social y urbana7. Más allá de estructurar una estética y unos presupuestos que devendrían modelo dentro de la ciencia ficción, Gibson logró penetrar de modo decisivo la realidad científica, al acuñar en su relato “Quemando a Cromo” (1982) uno de los conceptos medulares para el vocabulario de los sistemas de información computarizados: ciberespacio: la realidad virtual construida partir de una matrix o representación abstracta de las relaciones entre los sistemas de datos; un espacio factible de ser penetrado y navegado en plenitud, una “alucinación consensual que facilita la manipulación y el intercambio de enormes cantidades de data” (Gibson, 2002b: 201) y que es “experimentada diariamente por billones de legítimos operadores en todas las naciones” (Gibson, 2001:69). La voluminosa literatura especializada que se multiplicaría desde la década de los ochenta lo denominaría justamente ciberespacio gibsonianio, y lo contrapondría al ciberespacio barloviano o el espacio conformado por las redes de computación y el Internet8. Sin embargo, con Neuromante, Gibson no sólo concretó el concepto de ciberespacio, sino también ciertos contextos urbanos japoneses como escenarios permanentes y medulares de su narrativa; espacios explicados menos como distopías –esta sucede, de hecho, a nivel global, y sus manifestaciones en cuanto a ciudades no son homogéneas– que como heterotopías de futuro. De todos los análisis sobre la obra de Gibson sólo Dani Caravallo (2000: 133-163) y Takayuki Tatsumi (2002: 12-18) prestan atención a Japón; sin embargo, ninguno parece tener interés en desglosar los significados a cabalidad. Caravallo se atiene a un mínimo de la totalidad de referencias de Gibson sobre la cultura japonesa contemporánea, y a la ciudad de Chiba tal como es presentada en Neuromante; sin embargo, al referirse a Idoru (1996) –una novela toda Tokio- repasa únicamente los pasajes relacionados con la recreación de una Venecia virtual. Takayuki, por su parte, sólo critica la liviandad de Gibson en el tratamiento de la cultura japonesa (también a partir de la Chiba de Neuromante) pero tampoco establece demasiadas bases para enjuiciarlo. En “Modern boys and mobile girls” (Muchachos modernos y muchachas móviles), un artículo aparecido en The Observer, en abril de 2001, Gibson aclara: ¿Por qué Japón? Me han preguntado casi siempre durante los pasados veinte años. Significado: ¿por qué Japón ha sido el escenario de buena parte de mi ficción? Cuando comencé a escribir sobre Japón yo hubiera respondido sugiriendo que Japón estaba a punto de convertirse en un muy central y muy importante espacio en términos de la economía global. Y eso sucedió. (O a lo mejor ya lo era, pero la mayoría de la gente no lo había advertido) Un poco después, ante la misma pregunta, yo hubiera dicho que Japón era el centro del mundo, el lugar adonde dirigen todos los caminos. Japón era donde estaba el dinero y donde los negocios eran hechos. Hoy, con la extinción de los años de gloria de la burbuja, todavía me hacen la misma pregunta, en el mismo tono enigmático: ¿por qué Japón? Porque Japón es el escenario para el futuro preestablecido en la imaginación global (Gibson, 2001a) Gibson justifica este escenario en términos de actualidad tecnológica, de asimilación y reelaboración de la industria y la cultura occidental –luego de la modernización de Japón en la segunda mitad del siglo XIX– y de capacidad de recuperación después de la segunda guerra mundial y la ocupación norteamericana. Sin embargo, desde la aparición de Neuromante la pregunta –que también persiguiera a Barthes– no ha cambiado: ¿por qué Japón? Evidentemente, el imaginario de ese futuro preestablecido se ha visto limitado a (y por) las perspectivas tecnológicas y económicas. Las razones – al menos las de fondo– parecen hallar su lugar en la divergencia entre la tecnología japonesa conocida (y consumida) y el desconocimiento de los procesos que han venido conformado la cultura que la produce, en el mercado de los estereotipos culturales legitimados por las instituciones gubernamentales japonesas como propaganda, especialmente hacia occidente, y en la voluntad agnóstica occidental ante una complejidad que aún se pretende asumir (y exhibir y recrear) según tales estereotipos de autoctonía y que, por ende, continúa funcionando como un muy cómodo instrumento para la complacencia en el autorreconocimiento, especialmente cuando las diferencias ya no son juzgadas, a la usanza decimonónica, en términos de “progreso”9. Japón y el ciberespacio gibsonianio se comportan, así, como universos paralelos en su dificultad de aprehenderlos, en la “fantasía” de los medios para acceder a ellos y en su distancia esencial del mundo “real”, que, para el caso japonés, no se correspondería sino con Occidente. Nada es más frecuente que ver a los turistas abrumados por la desmedida “occidentalización” de Japón, y terminando su recorrido en el famoso Distrito Electrónico de Akihabara, en Tokio, en busca de las últimas maravillas digitales. Pero al momento de la aparición de Neuromante –dos años antes del despunte de la Burbuja Económica– Japón, como escenario de futuro, no estaba aún preestablecido en la imaginación global y, desde la ficción, la obra de Gibson resultó, sin duda, uno de sus factores catalíticos. Sin embargo, en la representación (no sólo literaria, fotográfica o fílmica, sino también mental) los modelos para tales escenarios se han asumido a través de una visualidad metropolitana que, en no pocos casos es muy factible de leer como una sublimación de las novedades tecnológicas desde una postura de asombro ante “lo otro” no muy diferente de aquella con la que se han estereotipado ciertas tradiciones premodernas y que aún coadyuvan a una falaz idea de homogeneidad cultural10. No se cuestiona, evidentemente, la asunción de la ciudad como modelo para los espacios del futuro, sino el desconocimiento o la manipulación de los espacios urbanos utilizados, y la lectura de su posible simbolismo como una realidad omnipresente en la que se diluye tanto la propia heterogeneidad (visual y cultural) urbana como la nacional. De traducirlo en imágenes, detrás del “minimalismo” de los minidiscos, de las cámaras de video de bolsillo, de los teléfonos celulares con recepción y transmisión de fotos y videos o de las pantallas ultraplanas de plasma, aparecerá, inevitablemente, un territorio mucho más restringido que ha servido para fijar esos conceptos dentro de un escenario que, en términos estrictos, jamás podría definirse como todo Japón, y que, en la mayoría de los casos, lleva el nombre de la ciudad donde la visualización urbana de la tecnología se hace más evidente: Tokio. Un Tokio que, sin embargo, no sólo no es todo Japón, sino que -y es aquí dónde radica la principal razón para evaluar el tema- tampoco es todo Tokio. Un tercer espacio, entra, entonces, en juego: las sucesivas luces de neón; las megapantallas y los anuncios lumínicos que recubren las fachadas de los edificios; los ideogramas inextricables y su reflejo en los pulidos recubrimientos de metal y vidrio; los remedos, en plástico cabal, de tazas de café, de jarras de cerveza, de tazones de ramen o de platos de curry, dispuestos a la entrada de los restaurantes; los escaparates donde se exhiben réplicas en cera de los platos del lugar; los bulliciosos centros de juegos electrónicos; los estruendosos salones de pachinko con sus mascotas gigantes sobre la cristalería de luces fluorescentes; el reclamo constante, en japonés, de los empleados japoneses a las puertas de los negocios; el reclamo constante, en inglés, de los extranjeros, de los africanos, de los latinos, que trabajan para bares, para prostíbulos, para clubes eróticos; y la multitud de clientes y de transeúntes: los salary man de traje, las oficinistas de traje sastre, las jóvenes vestidas como punk o como roqueras, o todavía en sus trajes de colegialas (más lolitas aún); los jóvenes vestidos como punk o como roqueros o como cualquier cosa, esperando de pie, o acuclillados a la entrada de las tiendas, hablando por teléfonos celulares, reduciendo unas calles ya estrechas a una ruta zigzagueante cuyos bordes no son más las aceras o las líneas de fachadas, sino los cuerpos: “una complejidad inimaginable. Líneas de luz clasificadas en el no-espacio de la mente, conglomerados y constelaciones de información.” (Gibson, 2001: 69-70). Esta última frase, que tan bien parece resumir esa ciudad nocturna, no es sino un fragmento de la definición que Gibson hace del ciberespacio. El tercer escenario –los núcleos seleccionados para definir visualmente lo que luego va a leerse como todo Tokio o como todo Japón– se conforma, así, a través de la funciones de los sakariba: los espacios urbanos de ocio y consumo y los espacios adultos y nocturnos. Funcionalmente, son los espacios de mayor ambigüedad, donde se conjuntan y explicitan (y tal como ocurría en la premodernidad) la mayor cantidad de interacciones culturales (gastronómicas, religiosas, artísticas, eróticas, etc.); visualmente, son los que (hoy) despliegan todo lo que de electrónico y luminoso parece ser concebido por la ciudad futura; los que convierten las estructuras rígidas del día en las superficies ondulante de las megapantallas y en el desplazamiento del neón en los anuncios; los que asumen mayor diversidad de vestuarios, mayor transformación de los cuerpos. Socialmente, son los espacios más propensos a la coexistencia de mundos fragmentarios y disímiles, a esa “alucinación consensual” donde se refugian quienes escapan de las zonas laborales o públicas explícitamente reguladas. Espacios siempre al borde de la ley, aunque controlados de modo informal, casi invisible, y nunca creados sin conciencia. Si en el ciberespacio el sujeto se encuentra inmerso en la virtualidad de la información computarizada, aquí se halla donde la densidad de información es mayor; una información y un consumo que también son factibles de metaforizarse como virtual en la medida en que suponen un paliativo temporal a la rigidez de las estructuras sociales. Para el occidental, la ambigüedad de estos espacios aparece marcada por varias barreras para su reconocimiento. Por una parte, la dificultad de aprehender una tecnología en extremo cambiante, de una casi inmediata obsolescencia, y que todavía no ha resultado orgánica con la visualidad y las funciones urbanas en sus países de procedencia11. Por otra, lo que probablemente resulte más definitivo: la distancia cultural que ha codificado esos espacios en estereotipos (capacidad de imitación, homogeneidad social y cultural, etc) los cuales siguen constituyendo -si bien no necesariamente confinados a la mentalidad orientalista- una forma de autorreconocimiento ante culturas foráneas. La sorpresa, o el impacto cultural ante un espacio no organizado según patrones conocidos y la imposibilidad de inteligir de inmediato los lenguajes hablados, escritos y corporales puede ser una dificultad, pero no implica, en modo alguno, una barrera insuperable12. |