En el centenario de la muerte de Mendéleiev Alfredo Pérez Rubalcaba. Químico y Ministro del Interior
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Por su interés educativo, se reproduce aquí el discurso pronunciado el 1 de febrero de 2007 en la Residencia de Estudiantes (CSIC) con motivo de la presentación de un sello de Correos en el centenario de la muerte de Dimitri Ivánovich Mendeléiev (1834-1907).
Empezaré por donde se debe, los agradecimientos: a la Real Sociedad Española de Química, por acordarse de mí e invitarme; y por supuesto, por la idea de conmemorar el centenario de la muerte de Mendeléiev con la edición de un sello. A Correos, claro está, por emitir el sello y por acompañarnos hoy aquí. Es un gesto hacia la ciencia, que se agradece, aún más, en este año que el Gobierno ha declarado Año de la Ciencia. Y sobre todo, en este país, que a pesar de los discursos oficiales sigue siendo más metafísico que físico. Gracias también a la Residencia por acogernos. El compromiso de esta casa, que siento un poco como mía, con la ciencia está acreditado. Gracias, pues, una vez más.
Y después de los agradecimientos, una explicación a la pregunta que muchos de ustedes (realmente vosotros) se habrán hecho cuando recibieron la tarjeta de invitación para este acto ¿Pero, qué hace ahí Alfredo? Pues bien. Les podría decir que estoy aquí, como ha quedado claro, porque me han invitado. No les estaría engañando. También podría aducir que tengo mono de química, de facultad, de ciencia, de certidumbre -sobre esto volveré al final -.Tampoco les estaría engañando. Les podría decir, en fin, que estoy aquí para salir un rato de allí. Tampoco sería mentira. ¿Cuál es la verdad? Para un químico es fácil de contestar: un híbrido entre estas tres opciones, léase formas canónicas. Cada una de las cosas que les he dicho describe una parte de la verdad. Pero, según nos enseña la teoría de la resonancia, a la verdad solo se puede aproximar uno considerando al tiempo las tres razones que he expuesto. Dicho en lenguaje vulgar: estoy aquí, pues, por las tres cosas. Un poco por cada una.
Y ahora viene una tercera consideración preliminar. Como les pasará a muchos de ustedes, dije sí en un ataque de entusiasmo, pero a medida que llegaba el momento empezaba a pensar ¿y ahora qué digo yo, quién me mandaría? Con el lío que tengo... Al final he resuelto hablar un poco de Mendeléiev y el sistema periódico, y aprovechar la ocasión para deslizar algunas reflexiones, pocas, sobre la química y la política, que algo tienen que ver. Al menos para mí.
La tabla periódica y el hemiciclo del Congreso
Una primera confesión personal. A mí me gusta el sistema periódico. Probablemente porque soy muy desordenado, me apasiona el orden. Incluso en las cosas cotidianas. Me gustan, por ejemplo, los supermercados, con sus filas de latas y botellas y frascos, perfectamente alineados. Pues lo mismo me pasa con el sistema periódico. Tengo uno desde hace años enfrente de mí, en la mesa en la que trabajo en casa. Me lo trajo Pilar de un viaje a un tribunal de tesis en una de las Universidades de Barcelona. Un sistema periódico en catalán. Mientras escribía los mil discursos que tuve que hacer sobre el Estatuto de Cataluña siempre pensaba al verlo que había sido una especie de premonición.
Tanto me gusta, que cuando salgo a la tribuna, a veces veo el hemiciclo enfrente de mí como un sistema periódico. Y si lo piensan bien, tiene un cierto parecido. Empezando por la forma. El panorama desde la tribuna revela un notable parecido geométrico con el sistema periódico, como si lo viéramos con una de esas lentes de ojo de pez que se utilizan para hacer fotografías panorámicas. Pero hay más. Los diputados están ordenados por afinidades políticas. En general, los situados en los bancos de arriba son los más activos, revoltosos... algo que sucede también con los elementos del sistema periódico. Si, además, lo vemos con mis ojos, los de un diputado socialista, ojos subjetivos, las comparaciones pueden ir un poco más allá. A la izquierda están los metales alcalinos. Muy reactivos. Y, por ello, poco selectivos.
Pero sigamos. A la derecha los gases nobles. Inertes, no se mezclan, no reaccionan con nadie. No se juntan con nadie. Nobles o inertes. Aunque, como dice Primo Levi en su libro del sistema periódico, cabría plantearse que ni todos los nobles son inertes ni todos los inertes son nobles. En el centro, hacia el fondo, están los raros. Especies minoritarias, de nombres complicados, casi siempre de vida breve, muchas veces de reciente aparición. Y en el centro y a la izquierda, en el centro izquierda, los más numerosos, los restantes metales. ¿Lo van adivinando? Son la esencia de esta tabla periódica parlamentaria. Los metales han estado desde siempre, brillan, relucen, son densos y duros, refractarios y a la vez maleables. Sí, lo se. Subjetivo. Ya lo dije.
Mendeléiev, un científico singular
No solo me ha gustado el sistema periódico. También me ha interesado mucho el personaje al que hoy homenajeamos a través de este sello. Mendeléiev. He utilizado el término «personaje» deliberadamente, porque además de un gran científico, Mendeléiev fue una persona bastante singular. Hijo menor de una enorme familia, huérfano temprano en la remota Siberia; con una madre que lo adoraba y que lo sacrificó todo para que su hijo pudiera estudiar. Todo en la vida de Mendeléiev tiene tintes épicos. Hasta su aspecto, su larga barba rubia, su cabello leonado, contribuyeron ya en vida del químico a construir el mito. De hecho, puede decirse que él es quien da forma al estereotipo del científico un poco loco -que dice lo que piensa y hace lo que le viene en gana -, como alguien que se sitúa al margen de los convencionalismos sociales. Bastantes años antes de que Einstein -tal vez el ejemplo más característico - apareciera con su larga melena sacando la lengua, Mendeléiev ya se dedicaba a epatar a sus contemporáneos.
Hay una anécdota, que siempre se cita a propósito de él, y que creo que ilustra bien lo que trato de explicar. Como tal vez sepan, el primer matrimonio de Mendeléiev fue de conveniencia, se casó presionado por la familia. El químico nunca mostró gran entusiasmo por su esposa, pese a que tuvo con ella tres hijos. Cuando ya superaba los cuarenta años Mendeléiev se enamoró perdidamente de una joven pintora que apenas tenía 17. Tras varios años de padecimientos amorosos, finalmente se casó con la muchacha sin haber formalizado el divorcio con su primera mujer, lo que ocasionó un considerable escándalo. Cuento la historia porque me interesa la respuesta que nada menos que el Zar de todas las Rusias le dio a quien se acercó a él para denunciar la bigamia del científico: «Él tiene dos esposas -dijo el Zar- pero yo tengo un sólo Mendeléiev». Lo que equivale a decir: él puede ser singular, transgredir las normas, porque es un sabio. Ya se sabe que esta gente es rara.
Al margen del mito, como científico, Mendeléiev representa muy bien los cambios que se estaban produciendo en una disciplina que sólo unas décadas antes, especialmente a partir de genios como Lavoisier, había comenzado a emanciparse del ámbito de lo irracional, de lo mágico para asumir procedimientos propiamente científicos. Habría que recordar que a comienzos del siglo XIX aún había, muy pocos pero había, que sostenían que la combustión de los materiales se debía a la presencia en su composición de un principio inflamable conocido como flogisto.
Mendeléiev pertenece a la nueva generación de químicos que sigue un método de trabajo científico, que basan sus juicios en la experimentación rigurosa y que se benefician de los logros de sus colegas, con los que intercambia conocimientos. En el siglo XIX los investigadores comienzan a poner en común sus hallazgos en publicaciones especializadas y en congresos, como el de Karlsruhe de 1860, que sería fundamental para Mendeléiev a la hora de construir su tabla periódica. De hecho, sin la revisión de los pesos atómicos de determinados elementos propuesta por Cannizzaro en este congreso, Mendeléiev no hubiera podido encontrar la pauta que ordena los elementos en su Tabla.

El gran mérito de Mendeléiev, y también de Meyer, fue descubrir que una clasificación de los elementos según su peso atómico revela la repetición periódica de algunas propiedades fundamentales. Pero, a diferencia del alemán, el químico ruso se atrevió a pronosticar la existencia de nuevos elementos en los huecos, aparentemente inexplicables, que dejaba su tabla, y anticipó las características que tendrían: su peso atómico, su valencia, su peso específico o su comportamiento ante los ácidos. Mendeléiev bautizó estos elementos como ekaaluminio, eka-silicio y eka-boro. Eka es un prefijo procedente del sánscrito que significa «uno». Mendeléiev detestaba el griego, el latín y, en general, las enseñanzas de corte clásico, no científico, que consideraba una pérdida de tiempo. De hecho, se le atribuye una frase según la cual, lo que Rusia necesitaba, más que un Platón, eran dos Newtons.
He dicho que tuvo suerte, porque estas predicciones, que en su época constituían todo un acto de soberbia, se corroboraron en el momento justo, cuando muchos mostraban escepticismo hacia sus tesis. Sin embargo, al principio algo no encajaba: cuando el francés Lecoq descubrió el eka-alumnio, al que llamó por razones obvias galio, determinó que el nuevo elemento tenía una densidad sensiblemente menor a la que había predicho Mendeléiev. Pero el ruso no rectificó, sino que, en lo que pareció un alarde de arrogancia, le dijo a su colega francés que repitiera la medida, porque sin duda, estaba equivocado. Efectivamente, Lecoq, no de muy buena gana, acabó por reconocer que sus primeras mediciones eran erróneas y que Mendeléiev tenía razón. El suspense que siguió a los otros dos hallazgos, el del escandio y el del germanio, no hizo sino reforzar la reputación de la que ya gozaba el científico ruso.
Por cierto que el galio, el escandio o el germanio no son los únicos elementos que llevan toponímicos digamos geográficos. Está el americio, el californio, el polonio que es el único elemento con el que tengo alguna relación en mi cargo actual. En la jerga política cabría decir que estos elementos llevan nombres simbólicos, nacionales, identitarios, lo que viene a demostrar que el nacionalismo, como los gases, ocupan todo el territorio posible, también el de la ciencia. Y ello me lleva a una historia de la que últimamente oigo hablar mucho en mi casa. La historia del wolframio, Pilar no me deja llamarlo tungsteno, que es uno de los pocos elementos descubiertos por dos españoles los hermanos Juan José y Fausto Delhuyar. Los hermanos Delhuyar eran naturales de Logroño (La Rioja), realizaron su descubrimiento en Vergara (Guipúzcoa) y lo hicieron en un crisol de Zamora. Al leer esta historia, una vez más, apareció mi deformación profesional. Riojanos, trabajando en Euskadi con un crisol de Zamora. Maragall hubiera dicho que es el mejor ejemplo de la España plural. Ibarretxe hubiera pedido que el elemento se denominara euskadio. Y Rajoy hubiera lamentado la escasa vena patriótica de estos dos logroñeses que bautizaron el elemento con un nombre alemán, en vez de recurrir al topónimo patriótico, hispanio.
Como ya he dicho, Mendeléiev tuvo suerte en sus predicciones y en que la magnitud de su hallazgo no se ensombreciera por sus errores, que existieron. Por ejemplo, fue muy escéptico respecto a la existencia de los gases nobles hasta que se comprobó que venían a confirmar su esquema. Se resistió, igualmente, a aceptar los descubrimientos sobre la estructura de la materia, del electrón o de la radioactividad. Mendeléiev pensó que contradecían su sistema periódico y reaccionó a la desesperada tratando de encontrar una justificación postulando la existencia de un nuevo elemento, el éter, que obviamente nunca se encontró.
En cualquier caso, con sus éxitos, los más, y sus errores, Mendeléiev representa como pocos personajes en la Historia el sueño del científico: encontrar las leyes que gobiernan los fenómenos de la naturaleza, el orden que subyace en el aparente caos que se nos ofrece ante los ojos. Explicar sus causas y, sobre todo, predecir su comportamiento.
Yo tengo que hacerles otra confesión: alguien, como yo, de formación científica pero que se dedica a la política no puede sino mirar con cierta melancolía, o envidia, por qué no decirlo, este reino de fenómenos predecibles, explicables, regidos por leyes inmutables, aunque uno no llegue a desentrañarlas. Pero, por suerte o por desgracia, las leyes que rigen en la vida de los hombres no gozan de la hermosa simetría que Mendeléiev descubrió en el reino de los elementos químicos. Nosotros somos en gran medida caóticos, y nuestros comportamientos no son tan predecibles.
En realidad, la naturaleza tampoco se corresponde con la idea que tenían los científicos del siglo XIX. Mendeléiev tuvo la suerte de vivir en un momento de certezas absolutas, de verdades rotundas. Poco después, gente como Heisenberg o Einstein vendrían a complicar las cosas. En muchas ocasiones no se puede hablar de certezas, sino de meras probabilidades. Todo se ha hecho endiabladamente complejo, y los científicos ya no pueden abarcar mucho si quieren llegar a alguna conclusión.
Los éxitos ahora se obtienen en pequeñas parcelas, en ámbitos muy concretos y es casi imposible que los no iniciados comprendan su importancia. Cabría, pues, decir que política y ciencia, de alguna forma, convergen. Por algo más que las posibilidades, las dificultades mas bien, de predicción. También en política las certezas absolutas están de capa caída; y los grandes cambios, que también asustan. Hoy se practica lo que podríamos denominar ingeniería social fragmentaria. Les diré más. Yo creo que siempre ha sido un poco así. Nunca, ciencia y política, o si quieren, las pautas de comportamiento por las que se guían políticos y científicos, han estado completamente alejados. Apuntaré un último ejemplo de esta relación. Probablemente el éxito en política depende, como de ninguna otra cosa, de la capacidad para distinguir entre lo que Lenin llamaba táctica y la estrategia. Entre lo que un economista llamaría el corto y el largo plazo. Y un químico, el control cinético y el control termodinámico. Y créanme: distinguir entre la velocidad a la que suceden los acontecimientos y el final de los procesos, que en política siempre se mide en términos de estabilidad, es la clave del éxito de cualquier actuación política. Bueno, una de las claves. Que absoluto, hemos quedado en que no hay nada.
Hace mucho que han quedado atrás los tiempos en que un científico trabajando en un pequeño laboratorio podía cambiar toda una parcela de conocimiento. Fíjense: en el año 2006 se publicó la creación de cuatro átomos de un isótopo radiactivo relativamente estable del hasio, que es el elemento 108. La publicación es fruto del trabajo de 24 científicos en diez instituciones de diferentes países. Mendeléiev representa como ninguno la etapa heroica del científico solitario. En el aniversario de su muerte me parece muy hermoso que le rindamos homenaje nosotros, los españoles, ciudadanos de un país que rechazó con quijotesca elegancia la tentación de dar nombre a uno de los elementos de la Tabla Periódica.
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