“Reflexiones sobre la historia de las ideas”




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“Reflexiones sobre la historia de las ideas”*1

Arthur O. Lovejoy

I- Independientemente de la verdad o falsedad de cualquiera de las otras definiciones del hombre, en general se admite que éste se distingue entre las criaturas por el hábito de abrigar ideas generales. Como el Hermano Conejo, siempre acumuló muchos pensamientos; y por lo común se supuso —aunque algunas escuelas de filósofos impugnaron nominalmente el supuesto— que esos pensamientos tuvieron en todas las épocas mucho que ver con su comportamiento, sus instituciones, sus logros materiales en la tecnología y las artes y su fortuna. Puede decirse, por consiguiente, que cada rama de la historia incluye dentro de su campo algún sector de la historia de las ideas. Pero como resultado de la subdivisión y especialización cada vez más características tanto de los estudios históricos como de otros durante los dos últimos siglos, los sectores de esa historia que corresponden a las disciplinas históricas independientes llegaron a abordarse habitualmente en un aislamiento relativo, aunque rara vez completo. La historia de los acontecimientos políticos y los movimientos sociales, de los cambios económicos, de la religión, de la filosofía, de la ciencia, de la literatura y las demás artes y de la educación fue investigada por distintos grupos de especialistas, muchos de ellos poco familiarizados con los temas e investigaciones de los otros. Por ser lo que son las limitaciones de la mente individual, la especialización que tuvo esta situación como su consecuencia natural fue indispensable para el progreso del conocimiento histórico; no obstante, esa consecuencia también demostró ser, en definitiva, un impedimento para dicho progreso. Puesto que la departamentalización —ya sea por temas, períodos, nacionalidades o lenguas— del estudio de la historia del pensamiento no corresponde, en su mayor parte, a verdaderas divisiones entre los fenómenos estudiados. Los procesos de la mente humana, en el individuo o el grupo, que se manifiestan en la historia no corren por canales cerrados correspondientes a las divisiones oficialmente establecidas de las facultades universitarias; aun cuan do esos procesos, sus modos de expresión o los objetos a los que se aplican sean lógicamente discernibles en tipos bastante distintos, están en una interacción constante. Y en el mundo no hay nada más migratorio que las ideas. Un preconcepto, una categoría, un postulado, un motivo dialéctico, una metáfora o analogía dominante, una “palabra sagrada”, un modo de pensamiento o una doctrina explícita que hace su primera aparición en escena en una de las jurisdicciones convencionalmente distinguidas de la historia (las más de las veces, quizás, en filosofía) puede trasladarse a otra docena de ellas, y con frecuencia lo hace. Estar familiarizado con su manifestación en sólo una de esas esferas es, en muchos casos, entender su naturaleza y afinidades, su lógica interna y su funcionamiento psicológico de una manera tan inadecuada que aun esa manifestación sigue siendo opaca e ininteligible. Todos los historia dores —incluso aquellos que, en su práctica real, reniegan en teoría de cualquier pretensión semejante— buscan en algún sentido y hasta cierto punto discernir relaciones causales entre los acontecimientos; pero, por desdicha no hay ley alguna de la naturaleza que establezca que todos o siquiera los más importantes antecedentes de un efecto histórico dado, o todos o los más importantes consecuentes de una causa dada, se encontrarán dentro de una cual quiera de las subdivisiones aceptadas de la historia. En la medida en que el afán por describir aquellas relaciones se detenga en los límites de una u otra de esas divisiones, habrá siempre una alta probabilidad de que algunas de las relaciones más significativas —es decir, las más iluminadoras y explicativas— se pasen por alto. A veces hasta llegó a suceder que una concepción de gran influencia e importancia históricas careciera durante mucho tiempo de reconocimiento, debido a que sus diversas manifestaciones, cuyas partes constituían todo el cuadro, estaban tan ampliamente dispersas entre diferentes campos del estudio histórico que no había en ellos ningún especialista que pudiera tener una conciencia clara de su existencia. En síntesis, la historiografía está dividida a causa de excelentes razones prácticas, pero el proceso histórico no lo está; y esta discrepancia entre el procedimiento y la materia ha tendido, en el mejor de los casos, a producir serias lagunas en el estudio de la historia del hombre, y en el peor, a suscitar profundos errores y distorsiones.

Los estudiosos de muchas ramas de la investigación histórica han sido cada vez más sensibles a consideraciones como éstas en altos recientes. Nadie cuestiona, sin duda, el carácter indispensable de la especialización; pero son cada vez más quienes estiman que la especialización no es, suficiente. En la práctica, esto se manifiesta a veces en un cruce de determinados especialista a campos que no son aquellos a los que se dedicaron originalmente y para los cuales se capacitaron. Es sabido que en ocasiones los funcionarios administrativos de las instituciones educativas se quejan, con cierta perplejidad, de los profesores e investigadores que no “se atienen a sus materias”. Pero en la mayoría de los casos, esta propensión a ignorar las barreras académicas no debe atribuirse a una disposición errabunda o a la codicia de la viña del vecino; al contrario, por lo común es la consecuencia inevitable de la tenacidad y la exhaustividad en el cultivo de la propia. Puesto que —para repetir una observación que este autor ya hizo en otra parte, con una referencia primaria a la historia de la literatura— “la búsqueda de una comprensión histórica aun en pasajes literarios aislados a menudo impulsa al estudioso a campos que al principio parecen bastante alejados de su tópico original de investigación. Cuanto más avanzamos hacia el corazón de un problema histórico estrechamente limitado, más probable es que encontremos en el problema mismo una presión que nos empuja más allá de esos límites”. Dar ilustraciones específicas de este hecho alargaría de manera indebida estas observaciones introductorias2; sin duda, en las siguientes páginas de esta revista aparecerán ejemplos en abundancia. Aquí basta con señalar, como un rasgo extremadamente característico del trabajo contemporáneo en muchas de las ramas de la historiografía conectadas de una u otra forma con los pensamientos de los hombres (y sus emociones, modos de expresión y acciones relacionadas), que las barreras no son, por cierto, derribadas en general. sino atravesadas en un centenar de puntos específicos; y que la razón de ello es que, al me nos en esos puntos, las barreras han sido vistas como obstáculos a la comprensión adecuada de lo que se encuentra a uno y otro lado de ellas.

Es incuestionable que la erudición histórica corre cierto peligro con esta nueva tendencia. Se trata de un peligro ya insinuado, el de que los estudiosos con una sólida formación en los métodos y un amplio conocimiento de la literatura de un campo limitado —aun cuando sea arbitrariamente limitado— demuestren estar preparados de manera inadecuada para la exploración de otras esferas en las que, de todos modos, se adentraron natural y legítimamente debido a las conexiones intrínsecas de los temas que investigan. La mayoría de los historiado res contemporáneos de cualquier literatura nacional, por ejemplo, o de la ciencia o una ciencia en particular, reconocen en principio —aunque muchos todavía con demasiada renuencia— que las ideas derivadas de sistemas filosóficos han tenido una vasta y a veces profunda y decisiva influencia sobre la mente y los escritos de los autores cuyas obras estudian; y se ven obligados, por lo tanto, a ocuparse de esos sistemas y exponer esas ideas ante sus lectores. Pero no siempre —y tal vez no sea demasiado descortés decirlo— lo hacen muy bien. Cuando así su cede, la culpa, sin duda, la tienen a menudo las historias de la filosofía existentes, que con frecuencia omiten dar a quien no es filósofo lo que más necesita para su investigación histórica especial; pero sea como fuere, son insatisfactorias para el erudito que ha aprendido de la experiencia en su propia especialidad los riesgos de apoyarse de manera demasiado implícita en las fuentes secundarias o terciarias. Sin embargo, para tener una comprensión precisa y suficiente del funcionamiento de las ideas filosóficas en la literatura o la ciencia se necesita algo más que una lectura extensiva de los textos filosóficos: cierta aptitud para el discernimiento y análisis de conceptos y un ojo avezado para las relaciones lógicas o las afinidades cuasi lógicas no inmediatamente obvias entre ideas. Gracias a un dichoso don de la naturaleza, estas facultades se encuentran a veces en autores históricos que desaprobarían que los llamaran “filósofos’: pero en la mayoría de los casos, si es que se alcanzan, también deben mucho a un cultivo y una formación persistentes, de los que el estudioso de la filosofía naturalmente obtiene más que los especialistas en la historia de la literatura o la ciencia, y por cuya falta en estos últimos el filósofo considera en ocasiones que están más o menos ampliamente extraviados en sus digresiones necesarias por la filosofía. A su turno, ellos —en particular el historiador de la ciencia— podrían sin duda responder no pocas veces con un tu quo que al historiador de la filosofía; si es así, tanto mejor ilustrado quedará el presente aspecto; y con toda facilidad podrían encontrarse muchas otras ilustraciones.

El remedio para los efectos defectuosos de la especialización en la investigación histórica, entonces, no está en una práctica general por la que los especialistas simplemente invadan los territorios de los demás o se hagan cargo de sus tareas. Reside en una cooperación más estrecha entre ellos en todos los puntos en que sus jurisdicciones se superponen, el establecimiento de más y mejores dispositivos de comunicación, la crítica y la ayuda mutuas: concentrar en lo que son, por su naturaleza, problemas comunes, todos los conocimientos especiales pertinentes para ellos. Uno de los objetivos de esta revista es contribuir, en la medida en que lo permitan sus recursos, a una liaison más eficaz entre las personas cuyos estudios tienen que ver con las diversas pero interrelacionadas partes de la historia, hasta donde ésta se ocupa de las actividades de la mente del hombre y sus efectos sobre lo que él ha sido y hecho, o bien (para cambiar la metáfora) prestar una asistencia orientada hacia una mayor fertilización cruzada entre los distintos campos de la historiografía intelectual. La esperanza es que la revista, entre otras cosas, sirva como un medio útil para la publicación de investigaciones que atraviesan los límites habituales o tienen un interés y un valor probables para los estudiosos de otros campos al margen de aquellos a los que en principio pertenecen. Su folleto ya ha indicado, como ilustración, algunos tópicos en los que sus redactores creen que una investigación más profunda será potencialmente provechosa y para los cuales las colaboraciones serán especialmente bienvenidas:

  1. La influencia del pensamiento clásico sobre el pensamiento moderno, y de las tradiciones y escritos europeos sobre la literatura, las artes, la filosofía y los movimientos sociales norteamericanos.

  2. La influencia de las ideas filosóficas en la literatura, las artes, la religión y el pensamiento social, incluido el impacto de las concepciones generales de amplio alcance sobre los criterios del gusto y la moralidad y las teorías y métodos educacionales.

  3. La influencia de los descubrimientos y teorías científicas en las mismas esferas del pensamiento y en la filosofía; los efectos culturales de las aplicaciones de la ciencia.

  4. 4. La historia del desarrollo y los efectos de determinadas ideas y doctrinas generalizadas y con vastas ramificaciones, como la evolución, el progreso, el primitivismo, las distintas teorías de la motivación humana y las evaluaciones de la naturaleza del hombre, las concepciones mecanicistas y organicistas de la naturaleza y la sociedad, el determinismo y el indeterminismo metafísicos e históricos, el individualismo y el colectivismo, el nacionalismo y el racismo.

Pero la función de esta revista no consiste exclusivamente en contribuir a generar una correlación fructífera entre disciplinas más antiguas y especializadas. Puesto que el estudio de la historia de las ideas no necesita justificarse por sus servicios potenciales —por grandes que sean— a los estudios históricos que llevan otras denominaciones. Tiene su propia razón de ser. No es meramente auxiliar de los demás. Conocer, en la medida en que pueden conocerse, los pensamientos que tuvieron amplia vigencia entre los hombres sobre cuestiones de interés humano común, determinar cómo surgieron, se combinaron, interactuaron o se contrarrestaron entre sí y cómo se relacionaron de diversas maneras con la imaginación, las emociones y la conducta de quienes los abrigaron: ésta, aunque no por cierto la totalidad de esa rama del conocimiento que llamamos historia, es una de sus partes distintivas y esenciales, su aspecto central y más vital. Puesto que, si bien las condiciones ambientales fijas o cambiantes de la vida humana individual y colectiva y las conjunciones de circunstancias que no se deben al pensamiento o la premeditación del hombre son factores del proceso histórico que nunca hay que pasar por alto, el actor de la obra, su héroe —en estos días algunos dirían su villano—, sigue siendo el homo sapiens; y la tarea general de la historiografía intelectual es mostrar, en la medida de lo posible, al animal pensante dedicado —a veces con fortuna, otras desastrosamente— a su ocupación más característica. Si la justificación de cualquier estudio de la historia -como algunos se complacerían en decir— es simplemente el interés humano tanto de sus episodios como del conmovedor drama de la vida de nuestra especie en su conjunto, entonces ese estudio está justificado en el más alto de los grados. Ahora bien, si la investigación histórica en general se defiende con el argumento —que algunos historiadores contemporáneos parecen rechazar— de que el conocimiento que provee es “instructivo”, que aporta material conducente a posibles conclusiones generales —conclusiones que no se relacionan meramente con el surgimiento y las sucesiones de hechos pasados y particulares—, entonces ningún sector de la historiografía parece brindar una mejor promesa de este tipo de utilidad que una investigación debidamente analítica y crítica de la naturaleza, la génesis, el desarrollo, la difusión, la interacción y los efectos de las ideas que las generaciones de hombres han atesorado, por las que disputaron y que aparentemente los movieron el conocimiento que el hombre más necesita es el de sí mismo es una opinión suficientemente antigua y respetable; y la historia intelectual constituye notoriamente una parte indispensable, y la más considerable, de ese conocimiento, hasta donde cualquier estudio del pasado puede contribuir a él. A decir verdad, en ningún momento de la vida de la especie ha sido más trágicamente evidente la pertinencia del imperativo délfico; puesto que hoy debe ser obvio para cualquiera que el problema de la naturaleza humana es el más grave y fundamental de todos nuestros problemas, y que la pregunta que, más que ninguna, exige una respuesta es la siguiente: “ ¿Qué pasa con el hombre?”

II. La observación general de que el conocimiento concerniente a la historia de las ideas tiene un valor independiente y no es meramente instrumental para otros estudios bien podría parecer demasiado obvia para que hubiera que insistir en ella, si no fuera porque tiene consecuencias, no siempre claramente advertidas, con respecto a los métodos y objetivos de la historia literaria. Los pensamientos de los hombres de las generaciones pasadas tuvieron su expresión más extensa, y a menudo más adecuada y psicológicamente iluminadora, en los escritos que por lo común se diferencian del resto -aunque por criterios que no suelen ser muy claros— como “literatura”. Cualquiera sea el punto en que se trace la línea divisoria, habría un acuerdo general en que la literatura es, al menos entre otras cosas, un arte. Como no hay un consenso universal en cuanto al significado de “arte”, por sí misma esta clasificación no ada raen exceso el tema; pero tal vez podamos decir, sin demasiado riesgo de suscitar desacuerdos, que una obra de “arte” lo es en virtud de su relación con un artista que la produce o con un lector, oyente o espectador potencial (o con ambos). Y si se la considera exclusivamente en la segunda relación, puede decirse que la obra de arte se diferencia de otros objetos artificiales visibles o audibles por su capacidad de producir en quien la percibe algo distintivo llamado “goce estético” o, al menos, “experiencia estética”, que (aunque aquí evitemos juiciosamente su definición) no es de todos modos meramente idéntica a la experiencia cognitiva o al reconocimiento de una posible utilidad ulterior que el objeto pueda tener. Además, suele sostenerse que las obras de arte difieren en gran medida en cuanto a sus valores estéticos, sea cual fuere la forma de medirlos. Ahora bien, algunos autores recientes, en especial, han afirmado que una obra de arte, así concebida, debe contener su valor estético, es decir, las fuentes de la experiencia estética que evoca, en sí misma y no en algo ajeno a ella. En la medida en que se trata de la calidad y la eficacia estética de un poema, no tiene importancia quién lo escribió, cuándo, qué clase de persona era, por qué motivo lo compuso y ni siquiera qué pretendía transmitir con él; y si el lector permite que su mente se afane con cuestiones como éstas, debilita o pierde por completo la experiencia que el poema, como obra de arte, tiene la función de suscitar. Y por consiguiente, algunos a quienes preocupa este aspecto de la literatura han sostenido que el estudio de la historia literaria resulta principalmente en la acumulación de información colateral sobre poemas, por ejemplo, que no agrega nada a la experiencia estética como tal sino que, al contrario, la obstaculiza o anula, ya que interpone algo que es estéticamente irrelevante entre el poema y el lector. Así, el señor C. S. Lewis señala que “ninguno de los resultados que tal vez se deriven de mi lectura de un poema puede incluirse en mi aprehensión poética de éste y, por lo tanto, no puede pertenecer a él como poema”; a partir de esta premisa (en sí misma indiscutible), ataca, con una inspiración y destreza argumentativas que de por sí contienen mucho arte, la idea de que la “poesía debe considerarse como una ‘expresión de la personalidad”, y lamenta “el papel en constante crecimiento de la biografía en nuestros estudios literarios”. “Cuando leemos poesía como debería leérsela, no tenemos ante nosotros ninguna representación que pretenda ser el poeta, y con frecuencia absolutamente ninguna representación de un hombre, un carácter o una personalidad.” De hecho, puede haber “poemas sin poeta”, esto es, escritos que (como ciertos pasajes de la Biblia inglesa) adquirieron con el paso del tiempo un valor poético que no se debe a nada que nadie haya puesto alguna vez en ellos3. (Al parecer, se suprime aquí cualquier distinción esencial entre la experiencia de la belleza en los objetos naturales y las obras de arte.) De tal modo, si el conocimiento sobre la “personalidad” del poeta es ajeno a la “aprehensión poética” del poema, aún más ajenas deben ser las otras clases de conocimiento que los historiadores literarios buscan con tanto afán, sobre sus experiencias, educación, relaciones, “antecedentes”, fuentes, opiniones filosóficas, reputación contemporánea, influencia posterior y cosas por el estilo.

Estas opiniones no se citan aquí principalmente con el objetivo de discutir las cuestiones de teoría estética que plantean; no obstante, una de ellas tiene cierta pertinencia para el tema que nos ocupa y vale la pena que la consideremos brevemente antes de pasar al punto central. Se trata de la cuestión general de si la información sobre, digamos, un poema, no contenida en él, es necesariamente incapaz de intensificar la experiencia estética o la “aprehensión poética” del lector; lo que sugiero es que la respuesta debe ser negativa. Se puede, desde luego, definir los términos “estético” o “aprehensión poética” de manera tal que se deduzca necesariamente una respuesta afirmativa a la cuestión; pero la consecuencia es entonces puramente verbal y no tiene nada que ver con ningún aspecto relacionado con un hecho psicológico. Pero es difícil ver cómo alguien puede, excepto gracias a esa inferencia verbal, considerar plausible la tesis de que las fuentes de lo que por lo común reconoceríamos como el goce estético de un poema o de cualquier obra de arte deben consistir totalmente en su contenido literal y explícito4. Puesto que el valor estético del poema —de acuerdo con la misma opinión que ilustran algunas de las frases del señor Lewis— depende de su efecto sobre el lector, y esto, a su vez, sin duda depende mucho del lector —de lo que los psicólogos solían llamar antaño “la masa de apercepción” que él aporta a la lectura—. El estímulo externo que da origen al poema c es cierto, en las palabras reales de éste; pero la capacidad, aun de las palabras aisladas, de sugerir una imaginería o suscitar emoción, para no hablar de transmitir ideas, se debe a las asociaciones que ya tienen en la mente del lector, y éstas pueden ser, y a menudo son, los productos de otras lecturas. Cualquier palabra o pasaje alusivos lo ilustran.

Tal vez la misma canción que encontró un camino

Hacia el apesadumbrado corazón de Rut cuando, nostálgica,

Se detuvo a llorar en medio de la cebada ajena.

El poema no nos dice quién era Rut y tampoco en qué otro lugar de la literatura se la menciona; ésa es una información histórica ajena aunque, por fortuna, conocida por todos los lectores occidentales. ¿Se aventurará alguien a afirmar que, en la mayoría de ellos, el goce estético de los versos disminuye en vez de intensificarse por su posesión de ese conocimiento? ¿Y hay alguna razón para suponer que un tipo similar de conocimiento, aun cuando sea de difusión menos generalizada, puede no enriquecer de manera semejante —en quienes lo tienen— el valor estético de muchos otros pasajes? Si tuviéramos espacio para ello, podríamos mencionar cientos de ejemplos en que sin lugar a dudas lo hace. Las perspectivas históricas que una palabra o un poema pueden evocar, clara u oscuramente, son con frecuencia (dada la necesaria familiaridad con la historia) una gran parte de la experiencia estética que suscitan: un incremento de su volumen imaginativo. Los posibles aportes del historiador a la “aprehensión poética” del lector tampoco se limitan a pasajes aislados evidentemente alusivos o evocativos. A menudo es él quien permite al lector volver a captar, en escritos de épocas anteriores, valores estéticos perdidos porque el marco de referencia, los preconceptos y el humor que antaño les dieron ese valor para sus contemporáneos ya no tienen vigencia. ¡Qué magro sería el contenido estético de la Divina Comedia en su totalidad o de la mayoría de sus partes para un lector moderno —en especial para un lector no católico— completamente ignorante de las ideas, sentimientos y devociones medievales o incapaz, mientras la leyera, de hacerlos hasta cierto punto suyos gracias a un esfuerzo de la imaginación! En efecto, el ejercicio mismo de la imaginación histórica, incluso al margen de su función en la revitalización de esta u otras obras maestras, ha sido, desde que los occidentales adquirieron una propensión a la historia, una de las principales fuentes de la experiencia estética, aunque ésa es harina de otro costal. Desde luego, no todo el cot histórico o de otro tipo que sea pertinente a una obra de arte determinada, pero derivado de fuentes extrínsecas a ella, contribuye de ese modo a su fuerza, Algunos lo hacen, otros no; por anticipado no puede formularse ninguna regla general sobre el tema. Pero de ningún modo es evidente que aun el conocimiento de fuentes externas sobre el artista, su “personalidad” o su vida, es uno de los tipos de información colateral que necesariamente no tiene este efecto y que los estudios biográficos, por consiguiente, no pueden contribuir al goce de la literatura. Difícilmente pueda negarse la irrelevancia estética de una parte considerable de las crónicas, escandalosas o edificantes, de la vida de los autores. Es por lo menos discutible que cualquiera de los descubrimientos sobre Shakespeare intensifique el efecto de las obras; y aún más dudoso que un conocimiento de la vida privada del reverendo C. L. Dodgson haga que Alicia en el País de las Maravillas se disfrute más. Pero hay muchos ejemplos del lado contrario. Habría sin duda un pathos conmovedor en “Todos, todos se han ido, los viejos rostros familiares” si el poema fuera anónimo, pero hay mucho más cuando me entero de que fue escrito por Charles Lamb —un dato que no forma parte del poema— y sé algo sobre las trágicas circunstancias de su vida. O bien consideremos “Abatimiento: una oda”, de Coleridge: nuestro conocimiento presente (que debemos a sus biógrafos y los compilado res de sus cartas) de las experiencias que le dieron origen y del hecho de que marcó el fin de su gran período creativo como poeta, hace que el poema sea mucho más conmovedor de lo que pudo haber sido para la generalidad de los lectores del Morning Post en 1802. Ese conocimiento añade lo que podemos llamar una nueva dimensión a una obra de arte, la dimensión dramática, así como en una obra, un pasaje poético aislado, aunque pueda ser bello en sí mismo, debe la plenitud de su efecto al conocimiento por parte del lector de la personalidad ficticia de quien habla y de la situación que la evoca y la hace dramáticamente apropiada.

Por el amor de Dios, sentemos en el suelo

Y contemos tristes historias sobre la muerte de los reyes...

Todo el pasaje puede extraerse de su contexto y asignársele un lugar en una antología; pero quien sólo lo hubiera conocido como un fragmento independiente, ¿consideraría disminuida su “aprehensión imaginativa” tras enterarse de que en la obra es recitado por un rey y que éste, Ricardo II, se encuentra ante una crisis de su suerte que exige una acción resuelta y no meditaciones autocompasivas sobre las ironías de la condición real? El aumento del contenido estético que los versos obtienen gracias a ese conocimiento de su marco dramático es esencialmente similar al que un poema u otro escrito puede ganar a veces con el conocimiento por parte del lector de su autoría, su lugar en la vida del autor y la relación con su carácter. Sin lugar a dudas, éste no es un elemento del arte, esto es, del designio del creador de la obra; pero no por esa razón deja de ser un enriquecimiento de la experiencia estética del lector, lo cual es presuntamente una de las finalidades de la “enseñanza de la literatura”5. Y si la obra se considera en relación con la destreza o “capacidad artística” de su creador, la “apreciación esté tica” de este aspecto es prácticamente imposible si no se va más allá de la obra misma. Pues lo que depende de un conocimiento —o un supuesto— de lo que el artista trata de hacer, que de ningún modo puede inferirse siempre segura o plenamente a partir del contenido evidente de la obra; y también depende de la familiaridad con otros asuntos extrínsecos, como su tema (si o en la medida en que su propósito se supone descriptivo o realista), las limitaciones de su medio, otros ejemplos del tratamiento del mismo tema o de ensayos del mismo género y (cuando pueden determinarse con certeza) las fuentes que utilizó. Indudablemente, este elemento en la apreciación (por ejemplo) de “Kubla Khan” no se vio menguado con la publicación de
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