Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias)




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títuloMario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias)
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fecha de publicación10.03.2016
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status privilegiado, y la falta de un papá verdadero había sido compensada con varios sustitutorios: el abuelo y los tíos Juan, Lucho, Jorge y Pedro.

Mis diabluras hicieron que mi mamá me matriculara en La Salle a los cinco años, uno antes de lo que recomendaban los Hermanos. Aprendí a leer poco después, en la clase del hermano Justiniano, y esto, lo más importante que me pasó en la vida hasta aquella tarde del malecón Eguiguren, sosegó en algo mis ímpetus. Pues la lectura de los Billikens, Penecas, y toda clase de historietas y libros de aventuras se convirtió en una ocupación apasionante, que me tenía quieto muchas horas. Pero la lectura no me impedía los juegos y era capaz de invitar a toda mi clase a tomar el té a la casa, excesos que la abuelita Carmen y la Mamaé, a quienes si Dios y el cielo existen espero hayan premiado adecuadamente, soportaban sin chistar, preparando con afán los panes con mantequilla, los refrescos y el café con leche para todo ese enjambre.

El año entero era una fiesta. Había los paseos a Cala-Cala, ir a comer empanadas salteñas a la plaza los días de retreta, al cine y a jugar a casa de los amigos, pero había dos fiestas que destacaban, por la emoción y felicidad que me traían: los carnavales y la Navidad. Llenábamos globos de agua con anticipación y llegado el día mis primas y yo bombardeábamos a la gente que pasaba por la calle y espiábamos encandilados a los tíos y a las tías mientras se vestían con fantásticos vestidos para ir a los bailes de disfraces. Los preparativos de la Navidad eran minuciosos. La abuela y la Mamaé sembraban el trigo en unas latitas especiales, para el Nacimiento, laboriosa construcción animada con figuritas de pastores y animalitos en yeso que la familia había traído desde Arequipa (o, tal vez, la abuelita, desde Tacna). El arreglo del árbol era una ceremonia feérica. Pero nada resultaba tan estimulante como escribirle al Niño Jesús —aún no lo había reemplazado Papá Noel— unas cartitas con los regalos que uno quería que le trajera el 24 de diciembre. Y meterse a la cama aquella noche, temblando de ansiedad, y entrecerrar los ojos queriendo y no queriendo ver la sigilosa aparición del Niño Jesús con los regalos —libros, muchos libros— que dejaría al pie de la cama y que yo descubriría al día siguiente con el pecho reventando de la excitación.

Mientras estuve en Bolivia, hasta fines de 1945, creí en los juguetes del Niño Dios, y en que las cigüeñas traían a los bebes del cielo, y no cruzó por mi cabeza uno solo de aquellos que los confesores llamaban malos pensamientos; ellos aparecieron después, cuando ya vivía en Lima. Era un niño travieso y llorón, pero inocente como un lirio. Y devotamente religioso. Recuerdo el día de mi primera comunión como un hermoso acontecimiento; las clases preparatorias que nos dio, cada tarde, el hermano Agustín, director de La Salle, en la capilla del colegio y la emocionante ceremonia —yo con mi vestido blanco para la ocasión y toda la familia presente— en que recibí la hostia de manos del obispo de Cochabamba, imponente figura envuelta en túnicas moradas cuya mano yo me precipitaba a besar cuando lo cruzaba en la calle o cuando aparecía por la casa de Ladislao Cabrera (que era, también, el consulado del Perú, cargo que el abuelo había asumido ad honorem). Y el desayuno con chocolate caliente y pastelillos que nos dieron a los primeros comulgantes y a nuestras familias en el patio del plantel.

De Cochabamba recuerdo las deliciosas empanadas salteñas y los almuerzos de los domingos, con toda la familia presente —el tío Lucho ya estaba casado con la tía Olga, sin duda, y el tío Jorge con la tía Gaby—, y la enorme mesa familiar, donde se recordaba siempre el Perú —o quizás habría que decir Arequipa— y donde todos esperábamos que a los postres hicieran su aparición las deliciosas sopaipillas y los guargüeros, unos postres tacneños y moqueguanos que la abuelita y la Mamaé hacían con manos mágicas. Recuerdo las piscinas de Urioste y de Berveley, a las que me llevaba el tío Lucho, en las que aprendí a nadar, el deporte que más me gustó de chico y en el único que llegué a tener cierto éxito. Y recuerdo también, con qué cariño, las historietas y los libros que leía con concentración y olvido místicos, totalmente inmerso en la ilusión —las historias de Genoveva de Brabante y de Guillermo Tell, del rey Arturo y de Cagliostro, de Robin Hood o del jorobado Lagardère, de Sandokán o del Capitán Nemo, y, sobre todo, la serie de Guillermo, un niño travieso de mi edad de quien cada libro narraba una aventura, que yo intentaba repetir luego en el jardín de la casa. Y recuerdo mis primeros garabatos de fabulador, que solían ser versitos, o prolongaciones y enmiendas de las historias que leía, y que la familia me celebraba. El abuelo era aficionado a la poesía —mi bisabuelo Belisario había sido poeta y publicado una novela— y me enseñaba a memorizar versos de Campoamor o de Rubén Darío y tanto él como mi madre (que tenía en su velador un ejemplar de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que me prohibió leer) me festejaban esas temeridades preliterarias como gracias.

Pese a ser tan joven mi madre no tuvo —no quiso tener— pretendientes. A poco de llegar a Cochabamba comenzó a trabajar como auxiliar de contabilidad en la Casa Grace y su trabajo y yo ocupamos toda su vida. La explicación era que ella no podía siquiera pensar en volver a casarse pues ya estaba casada ante Dios, el único matrimonio que vale, y sin duda que lo creía a pie juntillas, pues es ella la católica más católica de esa familia de católicos que eran —que son todavía, creo— los Llosa. Pero, más profunda que la razón religiosa, para que, luego de su divorcio, permaneciera indiferente a quienes se acercaron a ella, fue que, pese a lo ocurrido, siguió enamorada de mi padre, con una pasión total e inconmovible, que ocultó a todos los que la rodeaban, hasta que, al regresar la familia al Perú, el desaparecido Ernesto J. Vargas reapareció para entrar de nuevo, como un torbellino, en su vida y en la mía.

—¿Mi papá está aquí, en Piura?

Era como una de esas fantasías de las historias, tan seductoras y emocionantes que parecían ciertas, pero sólo mientras duraba la lectura. ¿Se iba a desvanecer también de golpe, como aquéllas al cerrar el libro?

—Sí, en el hotel de Turistas.

—¿Y cuándo voy a verlo?

—Ahora mismo. Pero no se lo digas a los abuelitos. Ellos no saben que ha venido.

A la distancia, incluso los malos recuerdos de Cochabamba parecen buenos. Fueron dos: la operación de amígdalas y el perro danés del garaje de un alemán, el señor Beckmann, situado frente a la casa de Ladislao Cabrera. Me llevaron con engaños al consultorio del doctor Sáenz Peña, como a una visita más de las que le hice debido a mis fiebres y dolores de garganta, y allí me sentaron sobre las rodillas de un enfermero que me aprisionó en sus brazos, mientras el doctor Sáenz Peña me abría la boca y me echaba en ella un poco de éter, con un chisguete parecido al que llevaban mis tíos a las fiestas de carnavales. Después, mientras convalecía entre los mimos de la abuelita Carmen y la Mamaé, me permitieron tomar muchos helados. (Al parecer, durante esa operación con anestesia local, chillé y me moví, estorbando el trabajo del cirujano, el que dio mal los tajos y me dejó pedazos de amígdalas. Éstas se reprodujeron y ahora las tengo de nuevo completas.)

El gran danés del señor Beckmann me fascinaba y aterraba. Lo tenían amarrado y sus ladridos atronaban mis pesadillas. En una época, Jorge, el menor de mis tíos, guardaba su auto en las noches en ese garaje y yo lo acompañaba, paladeando la idea de lo que ocurriría si el gran danés del señor Beckmann se soltaba. Una noche se abalanzó sobre nosotros. Nos echamos a correr. El animal nos persiguió, nos alcanzó ya en la calle y a mí me desgarró el fondillo del pantalón. La mordedura fue superficial, pero la excitación y las versiones dramáticas que de ella di a los compañeros de colegio duraron semanas.

Y un día resultó que al tío José Luis, embajador del Perú en La Paz y pariente del abuelito Pedro, lo eligieron presidente de la República, en el lejano Perú. La noticia revolucionó a toda la familia, donde el tío José Luis era reverenciado como una celebridad. Había venido a Cochabamba y estado en casa, varias veces, y yo compartía la admiración hacia ese importante pariente tan bien hablado, de corbata pajarito, sombrero ribeteado y que caminaba con las patitas muy separadas igualito que Chaplin, porque en cada uno de esos viajes se había despedido de mí dejándome una propina en el bolsillo.

Apenas asumió la presidencia, el tío José Luis le ofreció al abuelo ser cónsul del Perú en Arica o prefecto de Piura. El abuelito —cuyo contrato con los Said se acababa de cumplir— eligió Piura. Partió casi de inmediato y dejó al resto de la familia la tarea de deshacer la casa. Nos quedamos allí hasta fines de 1945, de modo que yo y mis primas Nancy y Gladys pudiéramos dar los exámenes de fin de año. Tengo una borrosa idea de esos últimos meses en Bolivia, de la interminable sucesión de visitas que venían a decir adiós a esa familia Llosa, que, en muchos sentidos, era ya cochabambina: el tío Lucho se había casado con la tía Olga, quien, aunque chilena de nacimiento, era boliviana de familia y corazón, y el tío Jorge con la tía Gaby, ella sí boliviana por sus cuatro costados. Y, además, la familia había crecido en Cochabamba. A la primera hija del tío Lucho y la tía Olga, Wanda, que nació en la casa de Ladislao Cabrera, me aseguran que yo intenté verla venir al mundo subiéndome a espiar su nacimiento a uno de esos altos árboles del primer patio, del que me bajó el tío Lucho de una oreja. Pero no debe ser cierto, pues no lo recuerdo, o si lo es, no llegué a enterarme de gran cosa, porque, ya lo he dicho, salí de Bolivia convencido de que los niños se encargaban al cielo y los traían al mundo las cigüeñas. A la segunda hija del tío Lucho y la tía Olga —la prima Patricia— ya no pude espiarla asomar a esta tierra, pues nació en la clínica —la familia se resignaba a la modernidad— a escasos cuarenta días del retorno de la tribu al Perú.

Tengo una impresión muy vívida de la estación de Cochabamba, la mañana en que tomamos el tren. Había mucha gente, despidiéndonos, y varios lloraban. Pero no yo ni los amigos de La Salle que habían ido a darme el último abrazo: Romero, Ballivián, Artero, Gumucio, y el más íntimo, hijo del fotógrafo de la ciudad, Mario Zapata. Nosotros éramos hombres grandes —nueve o diez años de edad— y los hombres no lloran. Pero lloraban la señora Carlota y otras señoras, y la cocinera y las muchachas, y lloraba también, prendido de la abuelita Carmen, el jardinero Saturnino, un indio viejo, de ojotas y chullo, a quien veo todavía corriendo junto a la ventanilla y haciendo adiós al tren en marcha.

La familia entera regresó al Perú, pero se quedaron en Lima el tío Jorge y la tía Gaby, y el tío Juan y la tía Laura, lo que para mí fue una gran decepción, pues eso significaba separarme de Nancy y Gladys, las primas con las que crecí. Habían sido como dos hermanas y su ausencia me hizo duros los primeros meses en Piura.

Pero en el viaje aquel —largo, múltiple, inolvidable viaje, en tren, barco, auto y avión— de Cochabamba a Piura, sólo estaban la abuela, la Mamaé, mi mamá, yo y dos miembros añadidos a la familia por la bondad de la abuelita Carmen: Joaquín y Orlando. El primero era un chiquillo poco mayor que yo, al que el abuelo Pedro había encontrado en la hacienda de Saipina, sin padres, parientes ni papeles. Compadecido, lo llevó a Cochabamba, donde había compartido la vida de los sirvientes de la casa. Creció con nosotros y la abuela no se resignó a dejarlo, de manera que pasó a formar parte del cortejo familiar. Orlando, algo menor, era hijo de una cocinera cruceña llamada Clemencia, a quien recuerdo alta, fachosa y con los cabellos siempre sueltos. Un día quedó embarazada y la familia no pudo averiguar de quién. Después de dar a luz, desapareció, abandonando al recién nacido en la casa. Los intentos por averiguar su paradero fueron vanos. La abuelita Carmen, encariñada con el niño, se lo trajo al Perú.

A lo largo de todo aquel viaje, cruzando el altiplano en tren, o el lago Titicaca en el vaporcito que hacía la travesía entre Huaqui y Puno, pensaba, sin descanso: «Voy a ver el Perú, voy a conocer el Perú.» En Arequipa —donde había estado una vez antes, con mi madre y mi abuela, para el Congreso Eucarístico de 1940— volvimos a alojarnos en casa del tío Eduardo y su cocinera Inocencia volvió a hacerme esos rojizos y picantes chupes de camarones que me encantaban. Pero el gran momento del viaje fue el descubrimiento del mar, al terminar la «cuesta de las calaveras» y divisar las playas de Camaná. Mi excitación fue tal que el chofer del automóvil que nos llevaba a Lima paró para que yo me zambullera en el Pacífico. (La experiencia fue desastrosa porque un cangrejo me picó en el pie.)

Ése fue mi primer contacto con el paisaje de la costa peruana, de infinitos desiertos blancos, grises, azulados o rojizos, según la posición del sol, y de playas solitarias, con los contrafuertes ocres y grises de la cordillera apareciendo y desapareciendo entre médanos de arena. Un paisaje que más tarde me acompañaría siempre en el extranjero, como la más persistente imagen del Perú.

Estuvimos una o dos semanas en Lima, alojados donde el tío Alejandro y la tía Jesús, y de esa estancia sólo recuerdo las arboladas callecitas de Miraflores y las ruidosas olas del mar de La Herradura, adonde me llevaron el tío Pepe y el tío Hernán.

Viajamos en avión al Norte, a Talara, pues era verano y mi abuelo, como prefecto del departamento, tenía allí una casita que ponía a su disposición la International Petroleum Company durante el período de vacaciones. El abuelito nos recibió en el aeropuerto de Talara y me alcanzó una postal con la fachada del colegio Salesiano de Piura, donde me había matriculado ya para el quinto de primaria. De esas vacaciones talareñas recuerdo al amable Juan Taboada, mayordomo del club de la International Petroleum y dirigente sindical y líder del partido aprista. Servía en la casa y me tomó cariño; me llevaba a ver partidos de fútbol y, cuando daban películas para menores, a las funciones de un cinema al aire libre, cuya pantalla era la pared blanca de la parroquia. Pasé todo el verano metido en la piscina de la International Petroleum, leyendo historietas, escalando los acantilados circundantes y espiando fascinado los misteriosos andares de los cangrejos de la playa. Pero, en verdad, sintiéndome solo y tristón, lejos de las primas Nancy y Gladys y de mis amigos cochabambinos, a quienes echaba mucho de menos. En Talara, ese 28 de marzo de 1946, cumplí diez años.

Mi primer encuentro con el Salesiano y mis nuevos compañeros de clase no fue nada bueno. Todos tenían uno o dos años más que yo, pero parecían aún más grandes porque decían palabrotas y hablaban de porquerías que nosotros, allá en La Salle, en Cochabamba, ni siquiera sabíamos que existían. Yo regresaba todas las tardes a la casona de la prefectura, a darle mis quejas al tío Lucho, espantado de las lisuras que oía y furioso de que mis compañeros se burlaran de mi manera de hablar serrana y de mis dientes de conejo. Pero poco a poco me fui haciendo de amigos —Manolo y Ricardo Artadi, el Borrao Garcés, el gordito Javier Silva, Chapirito Seminario—, gracias a los cuales fui adaptándome a las costumbres y a las gentes de esa ciudad, que dejaría una marca tan fuerte en mi vida.

A poco de entrar al colegio, los hermanos Artadi y Jorge Salmón, una tarde que nos bañábamos en las aguas ya en retirada del Piura —entonces, río de avenida— me revelaron el verdadero origen de los bebés y lo que significaba la palabrota impronunciable: cachar. La revelación fue traumática, aunque estoy seguro, esta vez, de haber rumiado en silencio, sin ir a contárselo al tío Lucho, la repugnancia que sentía al imaginar a esos hombres animalizados, con los falos tiesos, montados sobre esas pobres mujeres que debían sufrir sus embestidas. Que mi madre hubiera podido pasar por trance semejante para que yo viniera al mundo me llenaba de asco, y me hacía sentir que, saberlo, me había ensuciado y ensuciado mi relación con mi madre y ensuciado de algún modo la vida. El mundo se me había vuelto sucio. Las explicaciones del sacerdote que me confesaba, el único ser al que me atreví a consultar sobre este angustioso asunto, no debieron tranquilizarme pues el tema me atormentó días y noches y pasó mucho tiempo antes de que me resignara a aceptar que la vida era así, que hombres y mujeres hacían esas porquerías resumidas en el verbo cachar y que no había otra manera de que continuara la especie humana y de que hubiera podido nacer yo mismo.

La prefectura de Piura fue el último trabajo estable que tuvo el abuelo Pedro. Creo que los años que vivió allá, hasta el golpe militar de Odría de 1948 que derrocó a José Luis Bustamante y Rivero, la familia fue bastante feliz. El salario del abuelito debía ser muy modesto, pero ayudaban a los gastos de la casa el tío Lucho, que trabajaba en la Casa Romero, y mi madre, quien había encontrado un puesto en la sucursal piurana de la Grace. La prefectura tenía dos patios y unos entretechos legañosos donde anidaban murciélagos. Mis amigos y yo los explorábamos, reptando, con la esperanza de cazar alguno de esos ratones alados y hacerlo fumar, pues creíamos a pie juntillas que el murciélago al que se le ponía un cigarrillo en la boca se lo despachaba a pitazos como un ávido fumador.

La Piura de entonces era pequeñita y muy alegre, de hacendados prósperos y campechanos —los Seminario, los Checa, los Hilbeck, los Romero, los Artázar, los García— con los que mis abuelos y mis tíos establecieron unos lazos de amistad que durarían toda la vida. Hacíamos paseos a la bella playita de Yacila, o a Paita, donde bañarse en el mar entrañaba siempre el riesgo de ser picado por las rayas (recuerdo un almuerzo, en casa de los Artadi, en que a mi abuelo y al tío Lucho, que se bañaron con la marea baja, los picó una raya y cómo los curaba, allí mismo en la playa, una negra gorda, calentándoles los pies con su brasero y exprimiéndoles limones en la herida), o a Colán, entonces un puñado de casitas de madera levantadas sobre pilotes en la inmensidad de esa bellísima playa de arena llena de gavilanes y gaviotas.

En la hacienda Yapatera, de los Checa, monté por primera vez a caballo y oí hablar de Inglaterra de manera más bien mítica, pues el padre de mi amigo James McDonald era británico, y tanto él como su esposa —Pepita Checa— veneraban ese país, al que de algún modo habían reproducido en esas arideces de las serranías piuranas (en su casa-hacienda se tomaba el five o'dock tea y se hablaba en inglés).

Tengo en la memoria como un rompecabezas de ese año piurano que concluiría en el malecón Eguiguren con la revelación sobre mi padre: imágenes inconexas, vívidas y emocionantes. El guardia civil jovencito que cuidaba la puerta falsa de la prefectura y enamoraba a Domitila, una de las muchachas de la casa, cantándole, con voz muy relamida, Muñequita linda, y las excursiones en pandilla por el cauce seco del río y los arenales de Castilla y Catacaos para observar a las prehistóricas iguanas o ver fornicar a los piajenos, escondidos entre los algarrobos. Los baños en la piscina del club Grau, los esfuerzos para entrar a las películas para mayores en el Variedades y el Municipal y las expediciones, que nos llenaban de excitación y de malicia, a aguaitar desde las sombras aquella casa verde, erigida en los descampados que separaban Castilla de Catacaos, sobre la que circulaban mitos pecaminosos. La palabra puta me llenaba de horror y de fascinación. Ir a apostarme en los parajes vecinos a aquella construcción, para ver a las mujeres malas que allí vivían y a sus nocturnos visitantes, era una tentación irresistible, a sabiendas de que cometía pecado mortal y que tendría luego que ir a confesarlo.

Y las estampillas que empecé a juntar, estimulado por la colección que conservaba el abuelito Pedro —una colección de sellos raros, triangulares, multicolores, de lenguas y países exóticos que había reunido mi bisabuelo Belisario y cuyos dos tomos eran uno de los tesoros que la familia Llosa acarreaba por el mundo—, que me dejaban hojear si me portaba bien. El párroco de la plaza Merino, el padre García, un curita español viejo y cascarrabias, era también coleccionista y solía ir a intercambiar con él los sellos repetidos, en unos regateos que a veces terminaban con una de esas explosiones de rabia suyas que a mí y a mis amigos nos encantaba provocar. La otra reliquia familiar era el Libro de las Óperas, que había heredado de sus padres la abuelita Carmen: un antiguo y hermoso libro de forros rojos y dorados, con ilustraciones, donde estaban los argumentos de todas las grandes óperas italianas y algunas de sus arias principales y que yo pasaba horas releyendo.

Los ramalazos de la vida cívica de Piura —donde las fuerzas políticas estaban más equilibradas que en el resto del país— me llegaban de manera confusa. Los malos eran los apristas, que habían traicionado al tío José Luis y le estaban haciendo la vida imposible allá en Lima, y cuyo líder, Víctor Raúl Haya de la Torre, había atacado al abuelo en un discurso, aquí, en la plaza de Armas, acusándolo de ser un prefecto antiaprista. (Esa manifestación del apra la fui a espiar, pese a la prohibición de la familia, y descubrí ahí a mi compañero Javier Silva Ruete, cuyo padre era apristón, enarbolando un cartel más grande que él mismo y que decía: «Maestro, la juventud te aclama.») Pero, pese a toda la maldad que el apra encarnaba, había, en Piura, algunos apristas decentes, amigos de mis abuelos y mis tíos, como el padre de Javier, el doctor Máximo Silva, el doctor Guillermo Gulman, o el doctor Iparraguirre, dentista de la familia, con cuyo hijo organizábamos veladas teatrales en el zaguán de su casa.

Enemigos mortales de los apristas eran los urristas de la Unión Revolucionaria, que presidía el piurano Luis A. Flórez, cuya ciudadela era el barrio de La Mangachería, célebre por sus chicherías y picanterías y por sus conjuntos musicales. La leyenda inventó que el general Sánchez Cerro —dictador que fundó la ur y que fue asesinado por un aprista el 30 de abril de 1933— había nacido en La Mangachería y por eso todos los mangaches eran urristas, y todas las cabañas de barro y caña brava de ese barrio de calles de tierra y lleno de churres y piajenos (como se llama a los niños y a los burros en la jerga piurana) lucían bailoteando en las paredes alguna descolorida imagen de Sánchez Cerro. Además de los urristas había los socialistas, cuyo líder, Luciano Castillo, era también piurano. Las batallas callejeras entre apristas, urristas y socialistas eran frecuentes y yo lo sabía porque esos días —mitin callejero que degeneraba siempre en pugilato— no me dejaban salir y venían más policías a cuidar la prefectura, lo que no impidió, alguna vez, que los búfalos apristas, al terminar su manifestación, se llegaran hasta las cercanías a apedrear nuestras ventanas.

Yo me sentía muy orgulloso de ser nieto de alguien tan importante: el prefecto. Acompañaba al abuelito a ciertos actos públicos —las inauguraciones, el desfile de Fiestas Patrias, ceremonias en el cuartel Grau— y se me inflaba el pecho cuando lo veía presidiendo las reuniones, recibiendo el saludo de los militares o pronunciando discursos. Con tanto almuerzo y acto público al que tenía que asistir, el abuelo Pedro había encontrado un pretexto para esa afición que siempre tuvo y que alentaba en su nieto mayor: componer poesías. Las hacía con facilidad, con cualquier motivo, y cuando le tocaba hablar, en los banquetes y actos oficiales, muchas veces leía unos versos escritos para la ocasión. Aunque, al igual que en Bolivia, ese año piurano seguí leyendo con pasión historias de aventuras y garabateando poemitas o cuentos, esas aficiones debieron sufrir cierto receso por el mucho tiempo que dedicaba a mis nuevos amigos y a tomar posesión de esta ciudad, en la que pronto me sentí como en casa.

Las dos cosas que decidirían mi vida futura y que ocurrieron en ese año de 1946 sólo las supe treinta o cuarenta años después. La primera, una carta que recibió un día mi mamá. Era de Orieli, la cuñada de mi padre. Se había enterado por los periódicos que el abuelo era prefecto de Piura y suponía que Dorita estaba con él. ¿Qué había sido de su vida? ¿Se había vuelto a casar? ¿Y cómo estaba el hijito de Ernesto? Había escrito la carta por instrucciones de mi padre, quien, una mañana, yendo en su coche a la oficina, había escuchado en la radio el nombramiento de don Pedro J. Llosa Bustamante como prefecto de Piura.

La segunda era un viaje de pocas semanas que había hecho mi mamá a Lima, en agosto, para una operación menor. Llamó a Orieli y ésta la invitó a tomar el té. Al entrar a la casita de Magdalena del Mar donde aquélla y el tío César vivían, divisó a mi padre, en la sala. Cayó desmayada. Debieron alzarla en peso, tenderla en un sillón, reanimarla con sales. Verlo un instante bastó para que aquellos cinco meses y medio de pesadilla de su matrimonio y el abandono y los diez años de mudez de Ernesto J. Vargas se le borraran de la memoria.

Nadie en la familia supo de ese encuentro ni de la secreta reconciliación ni de la conjura epistolar de varios meses, fraguando la emboscada que había comenzado ya a tener lugar aquella tarde, en el malecón Eguiguren, bajo el radiante sol del verano que empezaba. ¿Por qué no comunicó mi madre a sus padres y hermanos que había visto a mi padre? ¿Por qué no les dijo lo que iba a hacer? Porque sabía que ellos hubieran tratado de disuadirla y le hubieran pronosticado lo que le esperaba.

Dando brincos de felicidad, creyendo y no creyendo lo que acababa de oír, apenas escuché a mi madre, mientras íbamos hacia el hotel de Turistas, repetirme que si encontrábamos a los abuelos, a la Mamaé, al tío Lucho o a la tía Olga, no debía decir una palabra sobre lo que acababa de revelarme. En mi agitación, no se me pasaba por la cabeza preguntarle por qué tenía que ser un secreto que mi papá estuviera vivo y hubiera venido a Piura y que dentro de unos minutos yo fuera a conocerlo. ¿Cómo sería? ¿Cómo sería?

Entramos al hotel de Turistas y, apenas cruzamos el umbral, de una salita que se hallaba a mano izquierda se levantó y vino hacia nosotros un hombre vestido con un terno beige y una corbata verde con motas blancas. «¿Éste es mi hijo?», le oí decir. Se inclinó, me abrazó y me besó. Yo estaba desconcertado y no sabía qué hacer. Tenía una sonrisa falsa, congelada en la cara. Mi desconcierto se debía a lo distinto que era este papá de carne y hueso, con canas en las sienes y el cabello tan ralo, del apuesto joven uniformado de marino del retrato que adornaba mi velador. Tenía como el sentimiento de una estafa: este papá no se parecía al que yo creía muerto.

Pero no tuve tiempo de pensar en esto, pues ese señor estaba diciendo que fuéramos a dar una vuelta en el auto, a pasear por Piura. Le hablaba a mi mamá con una familiaridad que me hacía mal efecto y me daba un poquito de celos. Salimos a la plaza de Armas, ardiendo de sol y de gente, como los domingos a la hora de la retreta, y subimos a un Ford azul, él y mi madre adelante y yo atrás. Cuando partíamos, pasó por la vereda un compañero de clase, el morenito y espigado Espinoza, e iba a acercarse al auto con sus andares sandungueros, cuando el coche arrancó y sólo pudimos hacernos adiós.

Dimos unas vueltas por el centro y de pronto ese señor que era mi papá dijo que fuéramos a ver el campo, las afueras, que por qué no nos llegábamos hasta el kilómetro cincuenta, donde había esa ranchería para tomar refrescos. Yo conocía muy bien aquel hito de la carretera. Era una vieja costumbre escoltar hasta allí a los viajeros que partían a Lima. Con mis abuelitos y los tíos Lucho y Olga lo habíamos hecho, en Fiestas Patrias, cuando el tío Jorge, la tía Gaby, la tía Laura y mis primas Nancy y Gladys (y la reciente hermanita de éstas, Lucy), habían venido a pasar unos días de vacaciones. (Había sido una gran fiesta el reencuentro con las primas, y habíamos jugado mucho otra vez, pero conscientes, ahora, de que yo era un hombrecito y ellas mujercitas, y de que, por ejemplo, era impensable hacer cosas que hacíamos allá en Bolivia, como dormir y bañarnos juntos.) Esos arenales que rodean Piura, con sus médanos movedizos, sus manchones de algarrobos y sus hatos de cabras, y los espejismos de estanques y fuentes que se divisan en él, en las tardes, cuando la bola rojiza del sol en el horizonte tiñe las blancas y doradas arenas con una luz sangrienta, es un paisaje que siempre me emocionó, que nunca me he cansado de mirar. Contemplándolo, mi imaginación se desbocaba. Era el escenario ideal para hazañas épicas, de jinetes y de aventureros, de príncipes que rescataban a las doncellas prisioneras o de valientes que se batían como leones hasta derrotar a los malvados. Cada vez que salíamos de paseo o a despedir a alguien por esa carretera, yo dejaba volar mi fantasía mientras desfilaba por la ventanilla ese paisaje candente y despoblado. Pero estoy seguro de no haber visto esta vez nada de lo que ocurría fuera del automóvil, pendiente como estaba, con todos los sentidos, de lo que ese señor y mi mamá se decían, a veces a media voz, intercambiando unas miradas que me indignaban. ¿Qué estaban insinuándose por debajo de aquello que oía? Hablaban de algo y se hacían los que no. Pero yo me daba cuenta muy bien, porque no era ningún tonto. ¿De qué me daba cuenta? ¿Qué me escondían?

Y al llegar al kilómetro cincuenta, después de tomar unos refrescos, el señor que era mi papá dijo que, ya que habíamos llegado hasta aquí, por qué no seguir hasta Chiclayo. ¿Conocía yo Chiclayo? No, no lo conocía. Entonces, vámonos hasta Chiclayo, para que Marito conozca la ciudad del arroz con pato.

Mi malestar creció e hice las cuatro o cinco horas de ese tramo sin asfaltar, lleno de huecos y baches y largas colas de camiones en la cuesta de Olmos, con la cabeza llena de acechanzas, convencido de que todo esto había sido tramado desde mucho antes, a mis espaldas, con la complicidad de mi mamá. Querían embaucarme como si fuera un niñito, cuando yo me daba muy bien cuenta del engaño. Cuando oscureció, me eché en el asiento, simulando dormir. Pero estaba muy despierto, la cabeza y el alma puestos en lo que ellos murmuraban.

En un momento de la noche, protesté:

—Los abuelos se habrán asustado al ver que no regresamos, mamá.

—Los llamaremos de Chiclayo —se adelantó a responder el señor que era mi papá.

Llegamos a Chiclayo al amanecer y en el hotel no había nada que comer, pero a mí no me importó, porque no tenía hambre. A ellos sí, y compraron galletas, que yo no probé. Me dejaron en un cuarto solo y se encerraron en el de al lado. Estuve toda la noche con los ojos abiertos y el corazón sobresaltado, tratando de oír alguna voz, algún ruido, en el cuarto contiguo, muerto de celos y sintiéndome víctima de una gran traición. A ratos me venían arcadas de disgusto, un asco infinito, imaginando que mi mamá podía estar, ahí, haciendo con el señor ese las inmundicias que hacían los hombres y las mujeres para tener hijos.

A la mañana siguiente, luego del desayuno, apenas subimos al Ford azul, él dijo lo que yo sabía muy bien que iba a decir:

—Nos estamos yendo a Lima, Mario.

—Y qué van a decir los abuelos —balbuceé—. La Mamaé, el tío Lucho.

—¿Qué van a decir? —respondió él—. ¿Acaso un hijo no debe estar con su padre? ¿No debe vivir con su padre? ¿Qué piensas tú? ¿Qué te parece a ti?

Lo decía con una vocecita que yo le escuchaba por primera vez, con ese tono agudo, silabeante, que pronto me infundiría más pavor que esas prédicas sobre el infierno que nos dio, allá en Cochabamba, el hermano Agustín cuando nos preparaba para la primera comunión.
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