Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias)




descargar 1.5 Mb.
títuloMario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias)
página38/42
fecha de publicación10.03.2016
tamaño1.5 Mb.
tipoMemorias
med.se-todo.com > Historia > Memorias
1   ...   34   35   36   37   38   39   40   41   42
para todos los efectos prácticos, lo admitiera o no. Y que, si quería ganar la elección, no me empeñara en seguir diciendo toda la verdad sobre el ajuste económico, pues eso era trabajar para el adversario, sobre todo cuando éste sólo decía lo que podía traerle votos. No mentir estaba muy bien, desde luego; pero decirlo todo en una campaña electoral era hacerse el hara-kiri.

Bromas aparte, el arzobispo de Arequipa estaba muy alarmado por la ofensiva de las sectas evangélicas en los pueblos jóvenes y barrios marginales de Arequipa a favor de Fujimori, campaña que tenía un claro sesgo religioso y, a veces, anticatólico, por el sectarismo de algunos pastores que no ahorraban las críticas a la Iglesia e, incluso, agredían en sus arengas al Papa, a los santos y a la Virgen María. Como monseñor Vargas Alzamora, él también creía que esta guerra religiosa podía contribuir a la desintegración social del Perú. Aunque, de manera explícita, la Iglesia no podía pronunciarse a mi favor, me dijo que, en su diócesis, había alentado a aquellos fieles que, respondiendo al desafío de las sectas, habían decidido hacer campaña por mí.

A partir de entonces la lucha electoral fue adoptando un semblante de guerra religiosa, en la que los ingenuos temores, los prejuicios y las armas limpias se mezclaban con las sucias y los golpes bajos y las más pérfidas maniobras, de uno y otro lado, hasta extremos que lindaban con la mojiganga y el surrealismo. Muy a comienzos de la campaña, un par de años atrás, una activista de Acción Solidaria, Regina de Palacios, que trabajaba en el pueblo joven San Pedro de Choque, me había encerrado en un cuarto del Movimiento Libertad, con una veintena de hombres y mujeres de ese asentamiento, sin advertirme de quiénes se trataba. Apenas estuvimos solos, uno de ellos comenzó a hablar de manera inspirada y a citar de memoria la Biblia, y de pronto los demás comenzaron a acompañar aquella prédica con exclamaciones de «¡Aleluya! ¡Aleluya!», poniéndose de pie y elevando las manos al cielo. Al mismo tiempo me urgían a que los imitara, pues ya estaba allí el Espíritu Santo, y a que me arrodillara en señal de humildad ante el recién venido. Completamente desconcertado y sin saber qué actitud adoptar ante el imprevisto happening —algunos se habían puesto a llorar, otros oraban de rodillas, con los ojos cerrados y los brazos en alto— yo anticipaba la impresión que se llevarían aquellas comisiones que andaban siempre recorriendo los pasillos de Libertad en pos de un lugar donde reunirse, si abrían la puerta y se daban con semejante espectáculo. Por fin los evangélicos se calmaron, compusieron y partieron, asegurándome que yo era el ungido y que ganaría las elecciones.

Creo que ésa fue mi primera experiencia directa de la penetración de las sectas evangélicas en los sectores marginalizados del país. Pero, aunque tuve luego muchas otras, y algunas tan sorprendentes como aquélla, y me acostumbré, en todas mis visitas a las barriadas, a ver en puertas de endebles cabañas y chozas la infalible enseña de pentecostales, bautistas, de la alianza cristiana y misionera, el pueblo de Dios y otras decenas de iglesias de nombres a veces de pintoresco sincretismo, sólo en la segunda vuelta advertí la magnitud del fenómeno. Era verdad, en muchos lugares pobres del Perú, donde la Iglesia Católica no tenía presencia alguna por la escasez de sacerdotes o porque la violencia terrorista contra los párrocos (muchos habían sido asesinados por Sendero Luminoso) los había obligado a partir, el vacío había sido llenado por predicadores protestantes. Éstos, hombres y mujeres casi siempre de origen muy humilde, armados del celo infatigable y ferviente de los pioneros, vivían allí, en las mismas condiciones elementales de los vecinos de esos pueblos y habían logrado muchos conversos para esas iglesias cuya exigencia de entrega total y apostolado permanente —tan distinto del compromiso laxo y a veces sólo social del catolicismo— resultaba, paradójicamente, un atractivo para quienes, por la precariedad de sus vidas, encontraban en las sectas un orden y una seguridad a qué aferrarse. Convertido el catolicismo por la tradición y la costumbre en la religión oficial —formal— del Perú, las iglesias evangélicas habían pasado a representar la religión informal, un fenómeno acaso tan extendido como, en la economía, el de los comerciantes y empresarios informales (a los que Fujimori había tenido la astucia de incorporar a su candidatura, llevando como primer vicepresidente a Máximo San Román, un humilde cusqueño, empresario informal, presidente de la Federación de la Pequeña Industria, que desde 1988 agrupaba a las principales organizaciones provinciales de los informales, y la Asociación de Pequeños y Medianos Empresarios del Perú).

Yo no tenía antipatía alguna contra los evangélicos y, más bien, mucha simpatía por la manera como muchos de sus pastores se jugaban la vida en las sierras y pueblos jóvenes (donde eran víctimas tanto de terroristas como de la represión militar) y por lo que había sido, casi siempre en el mundo, la postura evangélica a favor de la democracia liberal y la economía de mercado. Pero el fanatismo y la intolerancia con que asumían algunos de ellos su apostolado me molestaba tanto como cuando asomaban en católicos o en políticos. A lo largo de la campaña tuve varias reuniones con pastores y dirigentes de iglesias protestantes, pero nunca quise establecer alguna forma de relación orgánica entre ellos y mi candidatura ni hice a aquéllos otra promesa que, durante mi gobierno, se respetaría a carta cabal la libertad de cultos en el Perú. Precisamente por haberme declarado agnóstico, me cuidé durante los tres años de evitar que la cuestión religiosa metiera su cabeza en la campaña, aunque nunca rehusé recibir a los religiosos, de cualquier confesión, que quisieron verme. Recibí a decenas, de las más variopintas denominaciones, confirmando, una vez más, en esas entrevistas, que nada atrae a la locura (ni la excita tanto) como la religión. Una tarde, mi hijo Gonzalo entró alarmado a sacarme de una reunión: «¿Qué le pasa a mi mamá? Acabo de abrir una puerta y la he visto, con los ojos cerrados y las manos juntas, con un tipo que salta alrededor de ella como un piel roja, dándole golpecitos en la cabeza.» Era un mago, pastor e imponedor de manos, Jesús Linares, protegido del senador Roger Cáceres, del Frenatraca, quien me había urgido a recibirlo, asegurándome que se trataba de un hombre con poderes espirituales y vidente, que lo había ayudado siempre en sus batallas electorales. Yo no tuve tiempo de verlo y en mi lugar lo recibió Patricia, a la que el pastor convenció de que se sometiera a aquel extraño rito del que, decía, derivarían la salud espiritual y la victoria en las urnas.2 Éste fue uno de los más originales, pero no el único personaje con poderes ocultos que quiso trabajar por mi candidatura. Otra fue una pitonisa que, poco antes de la segunda elección, me hizo llegar una carta proponiéndome que, para ganar las elecciones, tomáramos Patricia, yo y ella, juntos, un baño astral (sin precisar en qué consistía).

Con estos antecedentes no parecía imposible, pues, que, envalentonados con la alta votación alcanzada por Fujimori en la primera vuelta y el número de evangélicos elegidos al Congreso, algunos de los más exaltados o delirantes, entre aquellos pastores, atacaran a la Iglesia o dijeran y escribieran cosas que ésta consideró ofensivas. Así ocurrió. A la vez que un célebre predicador evangélico hispánico de los Estados Unidos, el Hermano Pablo —cuyos programas de radio se oían en todo el Continente— era traído desde California y llenaba varios estadios de provincias en el Perú, haciendo abierta campaña por Fujimori, en Arequipa, en Lima, en Chimbote, en Huancayo, en Huancavelica, empezaron a circular volantes en los que, a la vez que se exhortaba a los cristianos a votar por mi adversario, se afirmaba que con la presidencia de éste terminaría el monopolio papista y se acusaba a la Iglesia de estar coludida con los explotadores y los ricos y ser causante de muchas desgracias del Perú. Y, como si esto fuera poco, en las fachadas y muros de las iglesias aparecieron de pronto inscripciones injuriosas contra el catolicismo, los santos y la Virgen María.

Yo había dado instrucciones explícitas al comando de campaña y a los dirigentes del Movimiento Libertad de que no se valieran de esos ardides, y prohibieran a nuestros militantes operaciones de guerra sucia, porque eran inmorales y, también, porque desatar la guerra religiosa podía ser contraproducente. Pero no hubo manera de evitarlo. Después supe que muchachos de Movilización, del Movimiento Libertad, habían recorrido pueblos y mercados haciéndose pasar por evangélicos fujimoristas hablando pestes de los católicos y, sin duda, ellos fueron responsables de algunas de aquellas pintas. Pero no de todas. Pues, por increíble que parezca —aunque nada es increíble tratándose del fanatismo—, algunas de las organizaciones evangélicas, sobre todo las más estrafalarias, creyeron, luego del éxito obtenido por sus candidatos parlamentarios, que había llegado la hora de declarar la guerra abierta a «los papistas». En Ancash, por ejemplo, los Hijos de Jehová (no confundir con los Testigos de Jehová, también activos militantes pro Fujimori) hicieron circular un volante, que, para escándalo del obispo local, monseñor Ramón Gurruchaga, repartieron hasta en un convento de monjas, diciendo que para el pueblo peruano había llegado el momento de liberarse de la servidumbre a una «Iglesia pagana y fetichista», y de emancipar a los niños de esas escuelas confesionales que «les enseñan a adorar ídolos». Volantes de parecido o más agresivo tenor circularon en Huancayo, Tacna, Huancavelica, Huánuco y, sobre todo, en Chimbote, donde la implantación de las iglesias evangélicas en los barrios de pescadores y obreros de las fábricas de harina de pescado llevaba ya muchos años.3 La movilización evangélica en Chimbote tuvo unas connotaciones anticatólicas tan afiladas, que el obispo, monseñor Luis Bambarén —destacado progresista de la Iglesia peruana— intervino en la polémica con enérgicas declaraciones contra las sectas que «lanzan epítetos contra la fe católica» y respaldando al arzobispo.4

El tema religioso ocupó el centro del debate electoral. Fue objeto de enconos, maniobras, disputas y espectaculares iniciativas o cómicos malentendidos que no tenían precedentes en la historia del Perú, donde, a diferencia de Colombia o Venezuela, países en los que hubo guerras religiosas, las rivalidades decimonónicas entre la Iglesia y el liberalismo jamás fueron sangrientas. En la tercera semana de mayo, el arzobispo Vargas Alzamora, publicó una carta pastoral a los católicos de Lima, diciendo que «la caridad nos mueve a no callar más» y que se sentía obligado a condenar la «campaña insidiosa contra nuestra fe» iniciada por las sectas evangélicas «con motivo del poder político alcanzado en las últimas elecciones parlamentarias».

Sin dejarse arredrar por la tempestad de críticas que esta carta mereció en las publicaciones apristas y de izquierda, que lo acusaban de «haberse puesto la vincha» (los militantes del Movimiento Libertad usaban vinchas en los mítines), monseñor Vargas Alzamora dio una conferencia el 23 de mayo diciendo que no podía quedarse callado —«porque el que calla admite»— ante publicaciones que ofendían a la Virgen María y al Papa y llamaban a la Iglesia «pagana, inicua y fetichista». Dijo que no responsabilizaba a todos los grupos evangélicos de aquellos ataques, sino a unos cuantos, cuyas injurias «debían tener un límite». Y anunció que, el 31 de mayo, la efigie del Señor de los Milagros, la devoción más popular de Lima, saldría en procesión por las calles del centro para acompañar, en acto de desagravio, a la imagen de la Virgen María, y como demostración de que el pueblo era católico. Poco antes, en Arequipa, el arzobispo Vargas Ruiz de Somocurcio había convocado también por las mismas razones, para el 26 de mayo, una procesión con la imagen más venerada de la región sureña: la de la Virgen de Chapi.

En esos balances tempraneros que hacíamos con Álvaro, en mi escritorio, recuerdo haberle dicho, por aquellos días, empezando a creer en el realismo mágico por las proporciones alucinantes que tomaba la querella religiosa, que se equivocaban los partidarios míos que creían que esa imagen de defensor del catolicismo contra las sectas evangélicas que, sin quererlo ni buscarlo, me estaban construyendo iba a darme la victoria electoral. La Iglesia Católica en el Perú estaba profundamente dividida desde los años de la teología de la liberación, y yo conocía a bastantes progresistas católicos criollos para saber que eran mucho más progresistas que católicos. Irritados con la actitud de la jerarquía favorable a mi candidatura, pasarían resueltamente, con santo celo y en nombre de su condición de creyentes, que ellos no tenían empacho en convertir en mercancía política, a exhortar a los fieles a no dejarse manipular por la «jerarquía reaccionaria» y a votar por Fujimori en nombre de «la Iglesia popular». De este modo, no sólo perdería de todas maneras las elecciones, sino las perdería de mala manera, en la confusión ideológica, el malentendido religioso y el absurdo político.

Es lo que ocurrió. El obispo de Cajamarca, monseñor José Dammert, progresista de la Iglesia, apareció el 28 de mayo en La República, criticando al arzobispo de Lima, quien, según él, se había dejado instrumentalizar por el Frente —«había pisado el palito»—, y a condenar que se pretendiera revivir «un catolicismo de cruzada, de conquista, de lo que en España llamaron el catolicismo nacional». Así interpretaba este prelado la decisión del arzobispo de sacar en la procesión, junto al Señor de los Milagros, a una imagen traída al Perú por los conquistadores: la Virgen de la Evangelización. (Otros progresistas se preguntarían si esto significaba que monseñor Vargas Alzamora quería resucitar la Inquisición.) En tanto que muchas personalidades e instituciones del sector considerado conservador de la Iglesia, como la Acción Católica, el Consorcio de Centros Educativos Católicos, el Opus Dei, el Sodalitium, la Legión de María, cerraban filas junto al primado de la Iglesia, en los medios gubernamentales y de la izquierda proliferaban las críticas a la jerarquía por connotados católicos progresistas, como el senador Rolando Ames (La República, 30 de mayo) protestando por la utilización política que quería hacer el episcopado a mi favor y por la conjura de «ciertos obispos que se oponen a una candidatura presidencial». En Página Llibre aparecían a diario listas de «católicos progresistas» urgiendo a votar por Fujimori y anuncios de que millares de humildes mujeres de los clubes de madres, «pertenecientes a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana» habían enviado al Papa ¡120 páginas de firmas! manifestando su protesta contra las autoridades de la Iglesia que inducían a los fieles a votar contra Fujimori, «el candidato del pueblo» (1 de junio de 1990).

El presidente Alan García anunció que asistiría a la procesión de desagravio a la Virgen María, porque era miembro, desde hacía diez años, «de la Novena Cuadrilla de la Hermandad del Cristo Morado», pero que no tenían derecho a asistir «quienes creen que es una huachafería y se proclaman agnósticos». Comparable a estas declaraciones en el involuntario humor, fue una propuesta, formulada muy en serio, que recibí en una reunión del comando de campaña del Frente, para autorizar un milagro en el curso de aquella procesión. Se trataba, mediante destrezas electrónicas, de abrir la boca del Señor de los Milagros en un momento culminante del recorrido y hacerlo pronunciar mi nombre. «Si el Cristo morado habla, ganamos», chisporroteaba Pipo Thorndike.

Como es natural, ni yo ni Patricia ni Álvaro habíamos pensado asistir a la procesión (aunque concurrió mi madre, sinceramente alarmada de que los demonios evangélicos fueran a adueñarse del Perú), pero tampoco asistieron los católicos más militantes entre los dirigentes del Movimiento Libertad, acatando el llamado que hizo monseñor Vargas Alzamora a los líderes políticos de que se abstuvieran de desnaturalizar el acto. Una inmensa muchedumbre cubrió la plaza de Armas aquel día; también había sido masiva la concurrencia que escoltó a la Virgen de Chapi, en Arequipa.

Fujimori, desde el principio de esta campaña, actuó con habilidad, agradeciendo al arzobispo y a los obispos todas sus intervenciones, proclamándose católico convicto y confeso —sus hijos estudiaban con los padres agustinos—, prometiendo que en su gobierno no se modificarían un ápice las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado y felicitándose de que saliera a las calles, fuera de temporada —pues su procesión es en octubre—, «nuestro venerado Señor de los Milagros», algo que «no podría decir un agnóstico».5 Desde entonces no perdió oportunidad para fotografiarse y ser filmado en las iglesias o mostrando, orgulloso, la foto de su hijo Kenji haciendo la primera comunión. No parecía acordarse para nada de sus esforzados aliados, los evangélicos, de los que, por lo demás, apenas subió al poder, se sacudió a toda prisa.6

En medio de este maremagno religioso, en el que yo me sentía extraviado, sin saber cómo actuar para no meter demasiado la pata, no parecer un oportunista y un cínico, y no desdecirme de lo que había dicho que creía y no creía, recibí una discreta solicitud del Nuncio Apostólico para que conversáramos. Nos reunimos en el departamento de Alfredo Barnechea y allí, el purpurado —como hubiera dicho mi antiguo redactor Demetrio Túpac Yupanqui—, fino diplomático italiano, me hizo saber, sin decírmelo con todas sus letras, de la preocupación de la Iglesia por una asunción al poder político de las sectas evangélicas en un país tradicionalmente católico, como el Perú. ¿No se podía hacer algo? Le bromeé que yo estaba haciendo todo lo posible para impedirlo, pero que ganar la segunda vuelta no dependía sólo de mí. Pocos días después, Freddy Cooper se presentó a mi casa a anunciarme que el papa Juan Pablo II me recibiría, en Roma, en audiencia especial, dentro de tres días. Podía ir, asistir a la cita y volver en poco más de cuarenta y ocho horas, de modo que el cronograma de la campaña no se vería afectado. Aquella entrevista desvanecería los últimos remilgos que podían alentar, pese a lo que ocurría, algunos católicos peruanos de viejo cuño, a votar por un agnóstico. Ésta fue también la opinión de varios miembros del comando de campaña y del
1   ...   34   35   36   37   38   39   40   41   42

similar:

Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias) iconEntrevista con Mario Vargas Llosa-autor

Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias) iconPatrick nick arango mejia, hernandez ruiz mauricio, pedraza vargas...

Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias) icon1el agua. La molécula de agua está formada por dos átomos de hidrógeno...

Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias) iconSolución a : Añada 400 ml de agua destilada a un vaso de laboratorio...

Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias) iconAgua ¿Qué es? (definición, fórmula y nombrar las propiedades) Líquido...

Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias) iconResumen: Hemos realizado un proceso de cristalización de diferentes...

Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias) icon2 La máxima cantidad de “A” que puede disolverse en 20mL de agua...

Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias) iconMauricio vargas r. Bioquímica

Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias) iconAgua a través de nuestras plantas de tratamiento de aguas residuales;...

Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias) iconDamariz Elena Ortega Vargas


Medicina



Todos los derechos reservados. Copyright © 2015
contactos
med.se-todo.com