Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias)




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títuloMario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias)
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fecha de publicación10.03.2016
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shock y la educación de los pobres. Pero la respuesta que pareció resumir mejor el sentimiento de todos fue: «Con ése están los ricos, ¿no?»

En medio de la guerra sucia, hubo también episodios de comicidad patafísica. Se llevó la palma una información aparecida el 30 de mayo en el diario aprista Hoy. Aseguraba transcribir textualmente un informe secreto de la cía sobre la campaña electoral, en el que se me atacaba con argumentos que se parecían mucho a los de la izquierda aborigen. Por mi simpatía hacia Estados Unidos y mis críticas a Cuba y a los regímenes comunistas yo, de llegar al poder, podía crear una peligrosa polarización en el país y azuzar los sentimientos antinorteamericanos. Estados Unidos no debía apoyar mi candidatura, pues era inconveniente para los intereses de Washington en la región. Apenas eché un vistazo al artículo, presentado con un titular escandaloso («Soberbia y obstinación de mvll teme Estados Unidos»), dando por supuesto que era uno de los embustes que fraguaba la prensa gobiernista. Cuál no sería mi sorpresa cuando, el 4 de junio, el embajador de Estados Unidos vino a darme incómodas explicaciones sobre aquel texto. ¿Entonces, no era fraguado? El embajador Anthony Quainton me confesó que era auténtico. Se trataba de la opinión de la cía, no de la embajada ni la del Departamento de Estado y venía a decírmelo. Le comenté que lo bueno de esto era que los comunistas ya no podrían acusarme de ser un agente de la celebérrima organización.

No tuve muchos contactos con la administración de Estados Unidos durante la campaña. La información en ese país sobre lo que yo proponía era abundante y daba por hecho que, tanto en el Departamento de Estado como en la Casa Blanca y en los organismos políticos y económicos relacionados con América Latina, habría simpatía hacia quien defendía un modelo de sociedad democrática liberal y una estrecha solidaridad con los países occidentales. Los contactos con los organismos financieros y económicos de Washington —el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, en los que el gobierno norteamericano tenía influencia decisiva— los llevaban Raúl Salazar y Lucho Bustamante y sus colaboradores y ellos me tenían al tanto de lo que parecía un buen entendimiento. Antes de la campaña, a raíz de un artículo que escribí sobre Nicaragua para The New York Times, el secretario de Estado Schultz me había invitado a almorzar a Washington, en su oficina, reunión en la que hablamos sobre las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, además de los problemas específicos del Perú, y con motivo de aquel viaje, gracias a la directora de protocolo de la Casa Blanca, la embajadora Selwa Roosevelt, una antigua amiga, había recibido una invitación a la Casa Blanca, a una cena y baile, en la que aquélla me presentó, brevísimamente, al presidente Reagan. (Mi conversación con éste no versó sobre política, sino sobre el escritor Louis l'Amour, admirado por él.) En otra ocasión, fui invitado al Departamento de Estado, por Elliot Abrams, subsecretario de Estado para América Latina, para cambiar ideas, con él y otros funcionarios encargados de la subregión, sobre problemas latinoamericanos. Durante la campaña misma, fui en tres ocasiones a Estados Unidos, en brevísimas visitas, para hablar ante las comunidades peruanas de Miami, Los Ángeles y Washington, pero sólo en la última visité a los líderes del Congreso de ambos partidos, para explicarles lo que estaba intentando hacer en el Perú y lo que esperábamos de Estados Unidos en caso de ganar. El senador Edward Kennedy, quien no estaba en ese momento en la capital, me llamó por teléfono para hacerme saber que seguía de cerca mi campaña y que me deseaba éxito. Ésa fue toda mi relación con Estados Unidos en esos tres años. El Frente no recibió un centavo de ayuda económica de instancia alguna norteamericana, donde, como revela aquel documento de la cía, había incluso agencias que, por defender de manera demasiado explícita la democracia liberal, pensaban que yo era un peligro para los intereses de Estados Unidos en el hemisferio.

No todos los otros episodios de la guerra sucia fueron tan divertidos como éste. Aparte de las noticias diarias de asesinatos de activistas del Frente en distintos lugares del país, que rodeaban la segunda vuelta de sobresalto, el gobierno, a fin de contrarrestar las denuncias sobre las propiedades y los negocios de Fujimori, había reflotado su propia campaña por supuestas evasiones mías de impuestos, a través del director de la oficina de contribuciones del momento, el diligente general de división Jorge Torres Aciego (al que Fujimori premiaría más tarde por sus servicios nombrándolo ministro de Defensa y embajador en Israel), quien seguía enviando a sus funcionarios con diarias y fantásticas acotaciones a mis declaraciones juradas de los años anteriores, en medio de una espectacular publicidad. La proliferación de volantes por las calles de Lima y provincias con las más esperpénticas denuncias era inconmensurable, y a Álvaro le resultaba imposible darse tiempo para desmentir todos los infundios, e incluso, para leer aquellas decenas o centenas de hojas y panfletos lanzados en la campaña de intoxicación de la opinión pública por Hugo Otero, Guillermo Thorndike y demás amanuenses publicitarios de Alan García, que, en esas últimas semanas, batieron todas las marcas en la fabricación de mierda impresa. Álvaro seleccionaba algunas perlas de aquel proliferante muladar, que, en nuestras reuniones mañaneras, comentábamos, ironizando a veces sobre mi angelical pretensión de hacer una campaña de ideas. Una versaba sobre mi drogadicción; otra me mostraba rodeado de mujeres desnudas, en un arreglo de una entrevista que me habían hecho en Playboy y se preguntaba: «¿Será por esto que es ateo?»; otra inventaba una declaración de un Comité Nacional de Damas Católicas exhortando a los creyentes a cerrar filas contra el ateo y otra reproducía una información de La República, fechada en La Paz, Bolivia, en la que «la tía Julia», mi primera mujer, exhortaba a los peruanos a no votar por mí sino por Fujimori, algo que ella también prometía hacer (Lucho Llosa la llamó a preguntarle si era cierta aquella declaración y ella envió una carta, indignada por la calumnia.) Otro de los volantes era una supuesta carta mía a los militantes del Movimiento Libertad, en la que, haciendo alarde de aquella franqueza de que me vanagloriaba, les decía que sí, que tendríamos que despedir a un millón de empleados para que el shock (el ajuste económico) fuera un éxito, y que sin duda muchos miles de peruanos morirían de hambre en los primeros meses de las reformas, pero que luego vendrían tiempos de bonanza, y que si con la reforma de la educación cientos de miles de pobres se quedaban sin aprender a leer y escribir, para los hijos o nietos de éstos las cosas mejorarían, y que también era cierto que me había casado con una tía y luego con una prima hermana y me casaría luego tal vez con una sobrina, y que no me avergonzaba de ello porque para esto servía la libertad. Aquella campaña culminó con un remate maestro, dos días antes de las elecciones, fecha en que, según la ley, ya no se podía hacer ninguna propaganda electoral, con una invención del canal del Estado, anunciando que habían comenzado a morir niños en Huancayo «infectados con los alimentos del Programa de Apoyo Social que dirige la señora Patricia».

Naturalmente, también había buen número de volantes que atacaban a mi adversario y algunos de manera tan baja que yo me preguntaba si eran nuestros o concebidos por el apra para justificar con esas falsificaciones las acusaciones de racistas que nos hacían. Se referían casi siempre a su origen japonés, a supuestos burdeles con los que habría hecho fortuna su suegro, lo acusaban de violador de menores y otras barbaridades. Álvaro y Freddy Cooper me aseguraban que esos volantes no salían de nuestra oficina de prensa ni del comando de campaña, pero estoy seguro de que, buen número de ellos, tenían su origen en alguna de las muchas —y a estas alturas también frenéticas— instancias u oficinas del Frente.

El punto culminante de la segunda vuelta debía ser mi debate con Fujimori. Era algo que habíamos venido preparando con metódica anticipación. Yo anuncié desde el principio de la campaña que no debatiría en la primera vuelta —desgaste inútil para quien iba punteando todas las encuestas— pero que, en caso de una segunda, lo haría. Desde que retomé la campaña, a mediados de abril, fuimos dosificando la expectativa sobre aquel debate en el que yo esperaba demostrar de manera concluyente la superioridad de la propuesta del Frente, con su Plan de Gobierno, su modelo de desarrollo y sus equipos de técnicos, sobre la de Fujimori. Éste, consciente de la debilidad de su posición en un debate público en el que le sería imposible no hablar de planes concretos, intentó diluir aquel riesgo, desafiándome no a uno, sino a varios debates — primero a cuatro, luego a seis—, sobre distintos temas, y en distintos lugares del país, al mismo tiempo que urdía toda clase de subterfugios para evitarlo. Pero, en esto, nos ayudó la comidilla periodística y la impaciencia de la opinión pública, que exigía aquel espectáculo en las pantallas de televisión. Dije que aceptaría sólo un debate, completo e integral, sobre todos los temas del programa, y nombré una comisión para negociar los detalles compuesta por Álvaro, Luis Bustamante y Alberto Borea, el pugnaz líder del ppc. Los pormenores de la negociación, en la que los delegados de Fujimori hicieron lo imposible para obstaculizar el debate, los ha contado, risueñamente, Álvaro,8 y, como fueron publicitados día a día por los medios de comunicación, contribuyeron a crear lo que buscábamos: una formidable audiencia. El ambiente preparatorio fue tal que casi todos los canales de televisión y las estaciones de radio del país transmitieron el debate en cadena.

Se llevó a cabo bajo el patrocinio de la Universidad del Pacífico y el jesuita Juan Julio Wicht hizo verdaderas proezas para que todo funcionara de manera impecable. Tuvo lugar en la noche del 3 de junio, en el Centro Cívico de Lima, cuyo local quedó colmado con trescientos periodistas que debieron acreditarse de antemano y veinte invitados por cada candidato. Lo dirigió el periodista Guido Lombardi, quien no tuvo mucho trabajo, pues, prácticamente, no llegó a entablarse siquiera la polémica. El ingeniero Fujimori se llevó escritas sus intervenciones (de seis minutos cada una) sobre todos los temas acordados —Pacificación Nacional, Programa Económico, Desarrollo Agrario, Educación, Trabajo e Informalidad y Rol del Estado— y, aunque parezca mentira, también escritas las réplicas de tres minutos y las duplicas de un minuto a que teníamos derecho. De modo que, durante el llamado debate, me sentí como, me imagino, aquellos ajedrecistas que juegan partidas contra robots o computadoras. Yo hablaba y él sacaba sus fichas y leía, sin dejar, ni siquiera así, de maltratar de cuando en cuando el género y el número de algunas frases. Quienes le habían escrito aquellas fichas trataron de suplir la vacuidad de la propuesta de Cambio 90 con la repetición ad nauseam de todos los latiguillos de la guerra sucia: el terrible shock, el millón de peruanos que perderían su empleo (pues el medio millón de la primera vuelta se duplicó en la segunda), la desaparición de la educación para los pobres y los ataques habituales (pornógrafo, drogadicto, Uchuraccay). El espectáculo de aquel hombrecito tenso y fruncido, que leía con voz monocorde, sin osar apartarse del libreto que llevaba en unas cartulinas blancas, de gruesos caracteres, pese a mis esfuerzos para que respondiera a preguntas concretas o cargos específicos relacionados con su propuesta de gobierno, tenía algo entre cómico y patético y, por momentos, me hacía sentir avergonzado, por él y también por mí. (Los cinco minutos que tuvimos cada uno para decir unas palabras finales al pueblo peruano, los empleó en denunciar, mostrando un ejemplar, que el diario Ojo había impreso ya una edición diciendo que yo había ganado la discusión.)

No era, ciertamente, esta caricatura de debate lo que merecía un pueblo que se aprestaba a ejercitar el más importante derecho en una democracia: elegir a sus gobernantes. ¿O, tal vez, sí? ¿Acaso ello era inevitable en un país con las características del Perú? Sin embargo, no en todos los países pobres, con grandes desigualdades económicas y culturales, el ejercicio de la democracia desciende a esos extremos, en el que todo esfuerzo para elevar la campaña a un cierto nivel de decoro intelectual es barrido por una incontenible ola de demagogia, incultura, chabacanería y vileza. Muchas cosas aprendí en el proceso electoral y la peor fue descubrir que la crisis peruana no sólo debía medirse en empobrecimiento, caída de niveles de vida, agravación de los contrastes, desplome de las instituciones, aumento acelerado de la violencia, sino que todo ello, sumado, había creado unas condiciones en las que el funcionamiento de la democracia resultaba una suerte de parodia, en la que los más cínicos y pillos llevaban siempre las de ganar.

Dicho esto, si tengo que elegir un episodio de los tres años de campaña del que me siento satisfecho, es mi desempeño en aquel debate. Porque, aun cuando fui a él sin hacerme ilusiones sobre el resultado de la elección, pude entonces, pese, o más bien, gracias a mi adversario, mostrar al pueblo peruano en aquellas dos horas y media, la seriedad de nuestro programa de reformas y el rol preponderante que en él tenía la lucha contra la pobreza, el esfuerzo que habíamos hecho para remover los privilegios que el Perú había visto irse acumulando para que sólo prosperara una cúpula y para que la mayoría se hundiera cada día más en el atraso.

Los preparativos fueron minuciosos y divertidos. En un retiro de un par de días, en Chosica, tuve varias sesiones de entrenamiento, con periodistas amigos, como Alfonso Baella, Fernando Viaña y César Hildebrandt, quienes (sobre todo este último) resultaron más sólidos e incisivos que el combatiente al que me preparaba a enfrentar. Además, robándole tiempo al tiempo, había preparado unas síntesis, lo más didácticas posibles, de lo que queríamos hacer en la agricultura, en la educación, en la economía, en el empleo, en la pacificación, y me atuve a estos temas, pese a que, de tanto en tanto, debí distraerme algunos instantes en responder a los ataques personales, como cuando le pregunté, a quien se preciaba de su superioridad de tecnócrata, qué les había hecho a las vacas de la Universidad Agraria para que, durante su rectorado, misteriosamente bajaran su rendimiento de 2.400 litros de leche al día a sólo 400, o cuando, ante su preocupación porque yo hubiera tenido una experiencia con drogas a los catorce años, le aconsejé que se inquietara por alguien más contemporáneo y cercano a él, como Madame Carmelí, astróloga y candidata a una diputación por Cambio 90, condenada a diez años de cárcel por narcotraficante.

Aquella noche una gran cantidad de gente del Frente se reunió en mi casa —había pepecistas, populistas y sodistas alternando con los libertarios en un ambiente que hubiera parecido imposible unas semanas atrás— para ver conmigo el resultado de las encuestas sobre el debate. Como todas me dieron por ganador, y algunas por quince o veinte puntos de ventaja, muchos pensaron que gracias al debate habíamos asegurado la victoria el 10 de junio.

Aunque, como ya indiqué, casi todo mi esfuerzo de la segunda vuelta se concentró en recorrer la periferia de Lima —los pueblos jóvenes y barrios marginales que habían avanzado por los desiertos y los cerros hasta convertirse en un gigantesco cinturón de pobreza y miseria que apretaba cada vez más a la vieja Lima—, hice también dos viajes al interior, a los dos departamentos a los que más visité en aquellos tres años y a los que me sentía más ligado: Arequipa y Piura. Los resultados de la primera vuelta, en ambos, me habían apenado, pues, por el cariño que sentí siempre por ambos y por la dedicación que les presté en la campaña, daba por hecho que habría una suerte de reciprocidad y que el voto de piuranos y arequipeños me favorecería. Pero en Arequipa sólo ganamos con 32,53 por ciento contra un altísimo 31,68 por ciento de Cambio 90, y en Piura el apra se llevó la primera vuelta con 26,09 por ciento frente a un 25,91 por ciento nuestro. Teniendo en cuenta la alta condensación demográfica de ambas regiones, el Frente decidió que las recorriera una vez más, sobre todo para explicar a los piuranos y arequipeños los alcances del pas (Programa de Apoyo Social). Éste había comenzado a operar en ambos lugares y durante mi viaje a Arequipa estuve presente en un acuerdo que se firmó entre la municipalidad de Cayma y el pas arequipeño para la instalación de botiquines médicos y centros asistenciales, gracias a la financiación y apoyo profesional de aquel programa. (En abril y mayo cerca de quinientos botiquines populares fueron instalados por el pas en sectores marginales de Lima y el interior.)

Ambos fueron viajes muy diferentes a los de la primera vuelta; en lugar de los mítines multicolores en las plazas y cenas y recepciones nocturnas, sólo hubo recorridos por mercados, cooperativas, asociaciones de informales, vendedores ambulantes, diálogos y encuentros con sindicatos, comuneros, dirigentes barriales y comunales y asociaciones de toda índole, que comenzaban al alba y terminaban con las estrellas en el cielo, por lo general a la intemperie, a la luz de candelas, y en los que decenas de veces, cientos de veces, hasta perder la voz y aun la facultad de discernir, trataba de desmentir los embustes sobre el shock, la educación y el millón de desempleados. Mi fatiga era tan grande que, para preservar las escasas energías sobrantes, permanecía mudo en los desplazamientos entre lugar y lugar, en los que, aun cuando fueran de pocos minutos, solía quedarme dormido. Y, aun así, no pude evitar, en medio de un interminable intercambio de preguntas y respuestas, en el mercado central de Arequipa, perder el sentido por unos minutos. Lo divertido es que cuando recobré la conciencia, aturdido, la misma dirigente seguía perorando, ignorante de lo que me había ocurrido.

La crispación a que había llegado el enfrentamiento electoral la advertí en el interior de Piura, sobre todo —una tierra considerada más bien pacífica—, donde el recorrido por los pueblos y aldeas que separan Sullana de la colonización San Lorenzo debí hacerlo en medio de una gran violencia y donde mis intervenciones tenían a menudo el fondo sonoro de la grita de contramanifestantes o de los insultos y golpes que cambiaban a mi alrededor partidarios y adversarios. Mi más ominoso recuerdo de esos días es mi llegada, una mañana candente, a una pequeña localidad entre Ignacio Escudero y Cruceta, en el valle del Chira. Armada de palos y piedras y todo tipo de armas contundentes, me salió al encuentro una horda enfurecida de hombres y mujeres, las caras descompuestas por el odio, que parecían venidos del fondo de los tiempos, una prehistoria en la que el ser humano y el animal se confundían, pues para ambos la vida era una ciega lucha por sobrevivir. Semidesnudos, con unos pelos y uñas larguísimos, por los que no había pasado jamás una tijera, rodeados de niños esqueléticos y de grandes barrigas, rugiendo y vociferando para darse ánimos, se lanzaron contra la caravana como quien lucha por salvar la vida o busca inmolarse, con una temeridad y un salvajismo que lo decían todo sobre los casi inconcebibles niveles de deterioro a que había descendido la vida para millones de peruanos. ¿Qué atacaban? ¿De qué se defendían? ¿Qué fantasmas estaban detrás de esos garrotes y navajas amenazantes? En la miserable aldea no había agua, ni luz, ni trabajo, ni una posta médica y la escuelita no funcionaba hacía años por falta de maestro. ¿Qué daño podía haberles hecho a ellos, que ya no tenían qué perder, aun si hubiera sido tan apocalíptico como la propaganda lo pintaba, el famoso shock? ¿De qué educación gratuita podían ser privados, ellos, a los que la miseria nacional ya les había cerrado su única escuela? Con su tremenda indefensión, ellos eran la mejor prueba de que el Perú no podía seguir viviendo por más tiempo en el desvarío populista, en la mentira de la redistribución de una riqueza cada día más escasa, y, más bien, una evidencia de la necesidad de cambiar de rumbo, de crear trabajo y riqueza a marchas forzadas, de rectificar unas políticas que estaban empujando cada día más a nuevas masas de peruanos a un estado de primitivismo que (con la excepción de Haití) ya no tenía equivalente en América Latina. No hubo manera ni siquiera de intentar explicárselo. Pese a la lluvia de piedras, que el profesor Oshiro y sus colegas trataban de contener con sus casacas desplegadas a manera de toldo sobre mi cabeza, hice varios intentos de hablarles con un parlante, desde la plataforma de un camión, pero el griterío y la pelotera eran tales, que debí renunciar. Esa noche, en el hotel de Turistas de Piura, aquellas caras y puños de piuranos exacerbados, que hubieran dado cualquier cosa por lincharme, me hicieron recapacitar un buen rato, antes de caer en el sueño sobresaltado habitual, sobre la incongruencia de mi aventura política, y desear con más impaciencia que otros días la llegada del 10 de junio, día liberador.

El 29 de mayo de 1990, poco después de las nueve de la noche, un terremoto sacudió la región noreste del país, causando estragos en los departamentos amazónicos de San Martín y de Amazonas. Un centenar y medio de personas perecieron y por lo menos un millar quedaron heridas en las localidades sanmartinenses de Moyobamba, Rioja, Soritor y Nueva Cajamarca, así como en Rodríguez de Mendoza (Amazonas), donde más de la mitad de las viviendas se derrumbaron o quedaron dañadas. Esta tragedia me permitió comprobar el buen trabajo que habían hecho Ramón Barúa y Jaime Crosby con el pas, al que, apenas llegó la noticia del seísmo, pusimos en acción para que movilizara toda la ayuda posible. A la mañana siguiente de la catástrofe, Patricia y el ex presidente Fernando Belaunde partían a los lugares afectados llevando un avión con quince toneladas de medicinas, ropas y víveres. Fue la primera ayuda en llegar allí y creo que la única, pues, una semana después, el 6 de junio, cuando yo recorrí la región, llevando un nuevo avión cargado de tiendas de campaña, cajas con suero y botiquines con medicinas, los pocos médicos, enfermeras y asistentes que hacían esfuerzos para prestar auxilio a heridos y sobrevivientes, sólo contaban con los recursos del pas. Este programa, montado con los limitados medios de una fuerza de oposición, a la que el gobierno hostilizaba, fue capaz en esas circunstancias de lograr por sí solo algo que no pudo hacer el Estado peruano. Las imágenes en Soritor, Rioja y Rodríguez de Mendoza eran tétricas: centenares de familias dormían a la intemperie, bajo los árboles, después de perderlo todo y hombres y mujeres escarbaban aún los escombros, en busca de los desaparecidos. En Soritor prácticamente no quedaba una sola casa habitable, pues las que no se habían desplomado habían perdido techos y paredes y podían derrumbarse en cualquier momento. Como si el terrorismo y los desvaríos políticos no fueran suficientes, la naturaleza también se encarnizaba con el pueblo peruano. Una nota risueña y simpática de la segunda vuelta —destellos de sol en medio de un cielo de nubes sombrías o agitado por rayos y truenos— la dieron una serie de figuras populares de la radio, la televisión y el deporte, que, en las últimas semanas, tomaron partido por mi candidatura, y me acompañaron en mis visitas a los pueblos jóvenes y a barrios populares, donde su presencia daba lugar a emotivas escenas. Las célebres voleybolistas de la selección nacional que llegó a subcampeona del mundo
—Cecilia Taít, Lucha Fuentes e Irma Cordero sobre todo— no tenían más remedio, en cada lugar, que hacer unas demostraciones con la pelota y a Gisella Valcárcel sus admiradores la asediaban de tal modo que a menudo los guardaespaldas tenían que volar a su socorro. A partir del 10 de mayo, en que vino a Barranco a brindarme su adhesión pública el futbolista Teófilo Cubillas, hasta la víspera de la elección, ésta fue rutina de las mañanas. Recibir a delegaciones de cantantes, compositores, deportistas, actores, cómicos, locutores, folkloristas, bailarines, a quienes, luego de una breve charla, yo acompañaba a la puerta de calle, donde, ante la prensa, exhortaban a sus colegas a votar por mí. Lucho Llosa tuvo la idea de estas adhesiones públicas y fue él quien orquestó las primeras; otras surgieron luego de manera espontánea y fueron tan numerosas que me vi obligado, por la falta de tiempo, a recibir sólo a aquellas que podían tener un efecto contagioso en el electorado.

La gran mayoría de estas adhesiones fueron desinteresadas, pues ocurrieron cuando, a diferencia de lo que pasaba en la primera vuelta, yo no iba a la cabeza de las encuestas y la lógica indicaba que perdería la segunda. Quienes decidieron dar aquel paso lo hicieron a sabiendas de que se arriesgaban a represalias en sus puestos de trabajo y en su futuro profesional, pues en el Perú quienes suben al poder suelen ser rencorosos y para tomar sus venganzas cuentan con la larguísima mano de ese Estado —inepto para socorrer a las víctimas de un terremoto pero capaz de enriquecer a los amigos y empobrecer a los adversarios— que, con razón, Octavio Paz ha llamado el ogro filantrópico.

Pero no todas aquellas adhesiones tuvieron el limpio carácter de las de una Cecilia Taít o Gisella Valcárcel. Algunas pretendieron negociarla y me temo que, en algún caso, corrió dinero de por medio, pese a haber pedido yo a quienes tenían la responsabilidad económica de la campaña, que no lo dieran para esto.

Uno de los más populares animadores de la televisión, Augusto Ferrando, me invitó públicamente, en una de las ediciones de Trampolín a la fama, a que lleváramos un donativo de alimentos a los presos de la cárcel de Lurigancho, que le habían escrito protestando por las condiciones inhumanas del penal. Acepté, y el pas preparó un camión de víveres que llevamos a Lurigancho, el 29 de mayo, a comienzos de la tarde. Yo tenía un sombrío recuerdo de una visita a esa cárcel que había hecho algunos años antes,9 pero ahora las cosas parecían haber empeorado, pues en esa cárcel construida para mil quinientos reclusos había ahora cerca de seis mil y, entre ellos, un buen número de acusados de terrorismo. La visita fue accidentada, pues, ni más ni menos que la sociedad exterior, la cárcel estaba dividida en fujimoristas y vargasllosistas, que, durante la hora que Ferrando y yo estuvimos allí, mientras se descargaban los víveres, se insultaban y trataban de acallarse gritando a voz en cuello barras y eslóganes. Las autoridades del penal habían dejado acercarse al patio adonde entramos a los partidarios del Frente, en tanto que nuestros adversarios permanecían en los techos y muros de los pabellones, agitando banderolas y carteles con insultos. Mientras yo hablaba, ayudado por un parlante, veía a los guardias republicanos, con los fusiles preparados, apuntando a los fujimoristas de los techos, por si salía de allí algún disparo o una piedra. Ferrando, que había llevado puesto un reloj viejo para que se lo birlaran, se sintió frustrado de que ninguno de los vargasllosistas con los que nos mezclamos, lo hiciera, y terminó regalándoselo al último preso que lo abrazó.

Augusto Ferrando vino a visitarme, una noche, poco después de aquella visita, para decirme que estaba dispuesto, en su programa con millones de televidentes en los pueblos jóvenes, a anunciar que abandonaría la televisión y el Perú si yo no ganaba la elección. Estaba seguro de que con esta amenaza, innumerables peruanos humildes, para quienes Trampolín a la fama era maná del cielo todos los sábados, me darían la victoria. Se lo agradecí muchísimo, desde luego, pero permanecí mudo cuando, de manera muy vaga, me dio a entender que haciendo una cosa así se vería en una situación muy vulnerable en el futuro. Cuando Augusto partió, pedí encarecidamente a Pipo Thorndike que por ninguna razón fuera a llegar a acuerdo alguno con el famoso animador que implicara alguna retribución económica. Y espero que me hiciera caso. El hecho es que, el sábado siguiente o subsiguiente, Ferrando anunció, en efecto, que clausuraría su programa y se iría del Perú si yo perdía la elección. (Luego del diez de junio, cumplió su palabra y se trasladó a Miami. Pero, reclamado por su público, volvió y reabrió Trampolín a la fama, de lo cual me alegré: no me hubiera gustado ser causante de la desaparición de programa tan popular.)

Las adhesiones públicas que más me impresionaron fueron las de dos personas desconocidas del gran público, que habían sufrido, ambas, una tragedia personal y que, al solidarizarse conmigo, pusieron en peligro su tranquilidad y sus vidas: Cecilia Martínez de Franco, viuda del mártir aprista Rodrigo Franco, y Alicia de Sedaño, viuda de Jorge Sedaño, uno de los periodistas asesinados en Uchuraccay.

Cuando las secretarias me anunciaron que la viuda de Rodrigo Franco había pedido una cita para ofrecerme su adhesión, me quedé asombrado. Su marido, joven dirigente aprista, muy próximo a Alan García, había ocupado cargos de mucha importancia dentro del gobierno y, cuando fue asesinado por un comando terrorista, el 29 de agosto de 1987, era presidente de la Empresa Nacional de Comercialización de Insumos, uno de los grandes entes estatales. Su asesinato provocó conmoción en el país, por la crueldad con que se llevó a cabo —su mujer y un hijo pequeño estuvieron a punto de perecer en la feroz balacera contra su casita de Ñaña— y por las cualidades personales de la víctima, quien, pese a ser un político de partido, era unánimemente respetado. Yo no lo conocí pero sabía de él por un dirigente de Libertad, Rafael Rey, amigo y compañero suyo en el Opus Dei. Como si su trágica muerte no hubiera sido suficiente, a Rodrigo Franco, después de muerto, le sobrevino la ignominia de que su nombre fuera adoptado por una fuerza paramilitar del gobierno aprista, que cometió numerosos asesinatos y atentados contra personas y locales de extrema izquierda, reivindicándolos en nombre del «Comando Rodrigo Franco».

El 5 de junio en la mañana vino a verme Cecilia Martínez de Franco, a quien tampoco había conocido antes, y me bastó sólo verla para advertir las tremendas presiones que había debido vencer para dar ese paso. Su propia familia había tratado de disuadirla. Pero ella, haciendo esfuerzos para vencer la emoción, me dijo que creía su deber hacer esa declaración pública, pues estaba segura de que, en las actuales circunstancias, es lo que habría hecho su marido. Me pidió llamar a la prensa. A la masa de reporteros y camarógrafos que colmó la sala, les repitió, con gran presencia de ánimo, aquella adhesión, lo que, previsiblemente, le ganó amenazas de muerte, calumnias en las hojas gobiernistas y hasta insultos personales del presidente García, quien la llamó traficante de cadáveres. Pese a todo ello, dos días después, en un programa de César Hildebrandt, con una dignidad que, por unos momentos, pareció de pronto ennoblecer la lastimosa mojiganga que se había vuelto la campaña, ella volvió a explicar su gesto y a pedir al pueblo peruano que votara por mí.

La adhesión de Alicia de Sedaño ocurrió el 8 de junio, dos días antes del acto electoral, sin anuncio previo. Su intempestiva llegada a mi casa, con dos de sus hijos, tomó por sorpresa a los periodistas y a mí mismo, pues, desde la tragedia aquella de enero de 1982, en que su marido, el fotógrafo de La República, Jorge Sedaño, fue asesinado con otros siete colegas por una turba de comuneros iquichanos, en las alturas de Huanta, en el lugar denominado Uchuraccay, ella había sido utilizada con frecuencia, como todas las viudas o padres de las víctimas, por la prensa de izquierda para atacarme, acusándome de haber falseado los hechos deliberadamente, en el informe de la comisión investigadora de que formé parte, para exonerar a las Fuerzas Armadas de su responsabilidad en el crimen. Los indescriptibles niveles de impostura y suciedad que alcanzó aquella larga campaña, en los escritos de Mirko Lauer, Guillermo Thorndike y otros profesionales de la basura intelectual, habían convencido a Patricia de lo inútil que era, en un país como el nuestro, el compromiso político y por ello había tratado de disuadirme de subir a aquel estrado la noche del 21 de agosto de 1987 en la plaza San Martín. Las «viudas de los mártires de Uchuraccay» habían firmado cartas públicas contra mí, aparecido siempre uniformadas de negro en todas las manifestaciones de Izquierda Unida, explotadas sin misericordia por la prensa comunista y, en la segunda vuelta, instrumentalizadas en favor de la campaña de Fujimori, quien las sentó en primera fila en el Centro Cívico, la noche de nuestro debate.

¿Qué había decidido a la viuda de Sedaño a dar semejante vuelco y a adherirse a mi candidatura? El sentirse, de pronto, asqueada por la utilización que hacían de ella los verdaderos traficantes de cadáveres. Así me lo dijo, delante de Patricia y de sus hijos, llorando, la voz trémula de indignación. Había rebasado el vaso lo ocurrido la noche del debate, en el Centro Cívico, en que, además de exigirles asistencia, las habían obligado a ella y a otras viudas y parientes de los ocho periodistas, a vestirse de negro para que su aparición fuera más vistosa ante la prensa. Le agradecí su gesto y aproveché para hacerle saber que, si había llegado a la situación en que me hallaba, luchando por una presidencia que nunca ambicioné antes, había sido, en buena medida, por la tremenda experiencia que significó en mi vida aquella tragedia de la que fue víctima Jorge Sedaño (uno de los dos periodistas que conocía personalmente entre los que mataron en Uchuraccay). Investigándola, para que se supiera la verdad, en medio de tanta fabulación y mentira que rodeaba a lo ocurrido en aquellas serranías de Ayacucho, había podido ver de cerca —oír y tocar, literalmente— la profundidad de la violencia y la injusticia en el Perú, el salvajismo en que transcurría la vida para tantos peruanos, y eso me había convencido de la necesidad de hacer algo concreto y urgente para que nuestro país cambiara por fin de rumbo.

Pasé en mi casa la víspera de la elección, preparando maletas, pues teníamos pasajes reservados para viajar a Francia el día miércoles. Le había prometido a Bernard Pivot asistir esa semana a su programa Apostrophes —el penúltimo de una serie de quince años— y estaba resuelto a cumplir con aquel compromiso en caso de victoria o de derrota electoral. Tenía la seguridad sobre todo de esto último y de que, por lo mismo, este viaje sería de larga duración, de modo que pasé algunas horas seleccionando los papeles y fichas que necesitaba para trabajar en el futuro, lejos del Perú. Me sentía muy agotado pero, también, contento de que aquello llegara a su término. Freddy, Mark Mallow Brown y Álvaro me trajeron aquella tarde las últimas encuestas, de varias agencias, y todas coincidían en que Fujimori y yo íbamos tan parejos que cualquiera de los dos podía ganar. Esa noche fuimos a cenar a un restaurante de Miraflores con Patricia, Lucho y Roxana y Álvaro y su novia, y la gente que ocupaba las otras mesas mantuvo una discreción inusitada a lo largo de toda la noche, sin incurrir en las demostraciones habituales. Era como si ellos también hubieran sido ganados por la fatiga y estuvieran ansiosos de que acabara la larguísima campaña.

En la mañana del 10 volví a votar con mi familia, temprano, en Barranco, y luego recibí a una misión de observadores extranjeros venida a presenciar el acto electoral. A diferencia de la primera vuelta, habíamos decidido que, esta vez, en lugar de reunirme con la prensa en un hotel, iría, luego de conocerse la votación, al Movimiento Libertad. Poco antes del mediodía comenzaron a llegar, a una computadora instalada en mi escritorio, los resultados electorales en los países europeos y asiáticos. En todos había ganado yo —incluso en Japón—, con la sola excepción de Francia, donde Fujimori obtuvo una ligera ventaja. Estaba viendo en la televisión, en mi cuarto, uno de los últimos partidos del campeonato mundial de fútbol, cuando a eso de la una llegaron Mark y Freddy con las primeras proyecciones. Las encuestas se habían vuelto a equivocar, pues Fujimori me sacaba una ventaja de diez puntos, en todo el país, con excepción de Loreto. Esta diferencia se había ampliado cuando se dieron los primeros resultados en la televisión, a las tres de la tarde, y días después el cómputo del Jurado Nacional de Elecciones, la fijaría en veintitrés puntos (57 por ciento contra 34 por ciento).

A las cinco de la tarde fui al Movimiento Libertad, a cuyas puertas se había concentrado una gran masa de entristecidos partidarios, ante quienes reconocí la derrota, felicité al ganador y agradecí a los activistas. Había gente que lloraba a lágrima viva y, mientras nos estrechábamos la mano o nos abrazábamos, algunas amigas y amigos de Libertad hacían esfuerzos sobrehumanos para contener las lágrimas. Cuando abracé a Miguel Cruchaga, vi que estaba tan conmovido que apenas podía hablar. De allí fui al hotel Crillón, acompañado por Álvaro, a saludar a mi adversario. Me sorprendió lo reducida que era la manifestación de sus partidarios, una rala masa de gentes más bien apáticas, que sólo se animaron al reconocerme y gritar, algunos de ellos: «¡Fuera, gringo!» Deseé suerte a Fujimori y volví a mi casa, donde, por muchas horas, hubo un desfile de amigos y dirigentes de todas las fuerzas políticas del Frente. En la calle, una manifestación de gente joven permaneció hasta la medianoche coreando estribillos. Retornaron a la tarde siguiente y a la subsiguiente y siguieron allí hasta avanzada la noche, incluso cuando ya habíamos apagado las luces de la casa.

Pero sólo un grupito de amigos del Movimiento Libertad y de Acción Solidaria se averiguaron la hora de nuestra partida y aparecieron al pie del avión en que Patricia y yo nos embarcamos a Europa, la mañana del 13 de junio de 1990. Cuando el aparato emprendió vuelo y las infalibles nubes de Lima borraron de nuestra vista la ciudad y nos quedamos rodeados sólo de cielo azul, pensé que esta partida se parecía a la de 1958, que había marcado de manera tan nítida el fin de una etapa de mi vida y el inicio de otra, en la que la literatura pasó a ocupar el lugar central.
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