Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias)




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títuloMario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias)
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fecha de publicación10.03.2016
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Nervo, Juan de Dios Peza, Zorrilla— y los escribía, antes y después de las tareas, y algunas veces me atrevía a leérselos, los fines de semana, a la tía Lala, al tío Juan o al tío Jorge. Pero nunca a Helena, inspiradora e ideal destinataria de esas efusiones retóricas. Que mi papá pudiera reñirme si me descubría haciendo poemas, rodeaba el escribir poesía de un aura peligrosa, y eso, por supuesto, me enardecía mucho. Mis tíos estaban encantados de que yo estuviera con Helenita, y el día que mi mamá la conoció, en casa de la tía Lala, quedó también prendada: qué chiquilla tan linda y tan simpática. Muchas veces la oiría lamentarse, años después, de que habiendo podido casarse con alguien como Helenita, hubiera hecho su hijo las locuras que hizo.

Helena fue mi enamorada hasta que entré al Colegio Militar Leoncio Prado, en el tercero de media, días después de cumplir los catorce años. Y fue también la última enamorada —con lo formal, serio y puramente sentimental que eso significaba— que tuve. (Lo que vino después, en el dominio amoroso, fue más complicado y menos presentable.) Y por lo enamorado que estaba de Helena me atreví un día a falsificar la libreta de notas. Mi profesor en el segundo año de secundaria, en La Salle, era un laico, Cañón Paredes, con quien siempre me llevé mal. Y uno de esos fines de semana me entregó la libreta de notas con la ignominiosa D de deficiente. Debía, pues, regresar a La Perla. Pero la idea de no ir al barrio, de no ver a Helena una semana más era intolerable y partí a Miraflores. Allí cambié la D por una O de óptimo, creyendo que el fraude pasaría inadvertido. Cañón Paredes lo descubrió, días después, y sin decirme nada hizo que el director convocara a mi padre al colegio.

Lo que sucedió entonces todavía me llena de vergüenza cuando, de pronto, el inconsciente me resucita esas imágenes. Luego de uno de los recreos, en la formación para volver a las aulas, vi aparecer, a lo lejos, acompañado del Hermano Agustín, el director, a mi papá. Se acercaba a la fila y yo comprendí que sabía todo y que las iba a pagar. Me lanzó un bofetón que electrizó a las decenas de muchachos. Luego, cogiéndome de una oreja, me arrastró hasta la dirección, donde volvió a pegarme, ante el Hermano Agustín, quien trataba de apaciguarlo. Imagino que gracias a esa paliza el director se compadeció y no me expulsó del colegio, como la falta merecía. El castigo fue varias semanas sin ir a Miraflores.

En octubre de 1948, el golpe militar del general Odría derrocó al gobierno democrático y el tío José Luis partió al exilio. Mi padre celebró el golpe como una victoria personal: los Llosa ya no podrían jactarse de tener un pariente en la presidencia. Desde que nos vinimos a Lima, no recuerdo haber oído hablar de política, ni en casa de mis padres, ni en las de mis tíos, salvo alguna frase suelta y al paso contra los apristas, a los que todos los que me rodeaban parecían considerar unos facinerosos (en esto mi progenitor coincidía con los Llosa). Pero la caída de Bustamante y la subida del general Odría sí fue objeto de exultantes monólogos de mi padre celebrando el acontecimiento, ante la cara tristona de mi madre, a quien le oí, en esos días, preguntarse dónde se podría enviarles una cartita «a los pobres José Luis y María Jesús (a los que los militares habían despachado a la Argentina) sin que se entere tu papá».

El abuelito Pedro renunció a la prefectura de Piura el mismo día del golpe militar, empaquetó a su tribu —la abuela Carmen, la Mamaé, Joaquín y Orlando— y se la trajo a Lima. Los tíos Lucho y Olga se quedaron en Piura. Aquella prefectura fue el último trabajo estable del abuelo. Comenzaría entonces, para él, que era todavía fuerte y lúcido a sus sesenta y cinco años, un largo vía crucis, la lenta inmersión en la mediocridad de la rutina y la pobreza, que él nunca se cansó de combatir, buscando trabajo a diestra y siniestra, consiguiendo a veces, por una temporada, una auditoría o una liquidación que le encomendaba un banco, o pequeñas gestiones ante entidades administrativas, que lo llenaban de ilusión, lo arrancaban de la cama desde el amanecer a alistarse muy de prisa y a esperar impaciente la hora de partir a «su trabajo» (aunque éste consistiera sólo en hacer cola en un ministerio para conseguir el sello de un burócrata). Miserables y mecánicos, esos trabajitos lo hacían sentirse vivo, y le aliviaban la tortura que era para él vivir de las mensualidades que le pasaban sus hijos. Más tarde, cuando —yo sé que como una protesta de su cuerpo contra esa tremenda injusticia de no conseguir un empleo siendo todavía capaz, de sentirse condenado a una vida inútil y parasitaria— tuvo su primer derrame cerebral y ya no volvió a conseguir ni siquiera esos pasajeros encargos, la inactividad lo enloquecía. Se lanzaba a las calles, a caminar de un lado a otro, muy de prisa, inventándose quehaceres. Y mis tíos procuraban confiarle algo, cualquier trámite, para que no se sintiera un viejo inservible.

El abuelo Pedro no andaba tomando en brazos a sus nietos y comiéndoselos a besos. Los niños lo aturdían y, a veces, en Bolivia, en Piura y luego en las casitas de Lima donde vivió, cuando sus nietos y bisnietos hacían mucha bulla, los mandaba callar. Pero fue el hombre más bueno y generoso que he conocido y a su recuerdo suelo recurrir cuando me siento muy desesperado de la especie y proclive a creer que la humanidad es, a fin de cuentas, una buena basura. Ni siquiera en la última etapa, esa vejez pobrísima, perdió la compostura moral que siempre tuvo, y que, a lo largo de su prolongada existencia, lo hizo respetar siempre ciertos valores y reglas de conducta, que tenían que ver con una religión y unos principios que en su caso no fueron nunca frívolos o mecánicos. Ellos decidieron todos los actos importantes de su vida. Si no hubiera ido cargando por el mundo todos esos seres desamparados que mi abuelita Carmen recogía, y adoptándolos —adoptándonos, ya que él fue mi verdadero padre los primeros diez años de mi vida, quien me crió y alimentó—, acaso no hubiera llegado a la vejez pobre de solemnidad. Pero tampoco si hubiera robado, o calculado su vida con frialdad, si hubiera sido menos decente en todo lo que hizo. Creo que su gran preocupación en la vida fue obrar de tal manera que la abuelita Carmen no se enterara de que lo malo y lo sucio forman parte también de la existencia. Lo consiguió sólo a medias, claro está, aunque en esto lo ayudaron sus hijos, pero logró evitarle muchos sufrimientos y aliviarle considerablemente los que no pudo impedir. A esta meta dedicó su vida y la abuelita Carmen lo supo, y por eso, en su relación matrimonial, fueron lo más felices que puede ser una pareja en esta vida donde, tan a menudo, la palabra felicidad parece obscena.

A mi abuelo le decían gringo, de joven, porque al parecer tenía los cabellos rubios. Yo, desde mis primeros recuerdos, lo veo con los ralos cabellos blancos, la cara colorada y esa gran nariz que es atributo de los Llosa, como caminar con las puntas de los pies muy separadas. Sabía muchos poemas de memoria, ajenos y algunos suyos, que me enseñó a memorizar. Que yo escribiera versos de chico lo divertía, y que después aparecieran escritos míos en los periódicos lo entusiasmaba, y que yo llegara a publicar libros lo llenó de satisfacción. Aunque estoy seguro de que, a él, como a mi abuelita Carmen, quien me lo dijo, también debió espantarlo que esa primera novela mía, La ciudad y los perros, que les mandé desde España apenas salió, estuviera llena de palabrotas. Porque él fue siempre un caballero y los caballeros no dicen nunca —y menos escriben— palabrotas.

En 1956, al ganar Manuel Prado las elecciones y asumir el poder, el flamante ministro de gobierno, Jorge Fernández Stoll, citó al abuelo a su despacho y le preguntó si aceptaría ser prefecto de Arequipa. Nunca vi al abuelo tan feliz. Iba a trabajar, a dejar de depender de sus hijos. Volvería a Arequipa, su tierra querida. Redactó un discurso de toma de posesión del cargo con mucho cuidado y nos lo leyó, en el comedorcito de la calle Porta. Lo aplaudimos. Él sonreía. Pero el ministro no volvió a llamarlo ni a devolver sus llamadas y sólo mucho después le hizo saber que el apra, aliada de Prado, lo había vetado por su parentesco con Bustamante y Rivero. Fue un golpe durísimo, pero nunca le oí reprochárselo a nadie.

Cuando renunció a la prefectura de Piura, los abuelos vinieron a vivir a un departamento de la avenida Dos de Mayo, en Miraflores. Era un lugar pequeño y estuvieron allí bastante incómodos. Poco después la Mamaé se mudó con nosotros, a La Perla. No sé cómo consintió mi padre que alguien tan visceralmente representativo de la familia que detestaba se incorporase a su hogar. Tal vez lo decidió el saber que de este modo mi madre tendría compañía las largas horas que él pasaba en la oficina. La Mamaé permaneció con nosotros mientras vivimos en La Perla.

Se llamaba, en verdad, Elvira, y era prima de la abuelita Carmen. Había quedado huérfana de niña y, en la Tacna de fines del siglo XIX, la habían adoptado mis bisabuelos, quienes la educaron como una hermana de su hija Carmen. De adolescente estuvo de novia con un oficial chileno. Cuando ya se iba a casar —la leyenda familiar decía que con el vestido de novia hecho y los partes del matrimonio repartidos—, algo ocurrió, de algo se enteró, y rompió el noviazgo. Desde entonces siguió siendo señorita y sin compromiso, hasta los ciento cuatro años de edad en que murió. Nunca se separó de mi abuelita, a la que siguió a Arequipa cuando ésta se casó, y luego a Bolivia, a Piura y a Lima. Ella crió a mi madre y a todos los tíos, quienes la bautizaron Mamaé. Y también me crió a mí y a mis primas, y hasta llegó a tener en brazos a mis hijos y a los de ellas. El secreto de por qué rompió con su novio —qué dramático episodio la hizo elegir la soltería para siempre jamás— se lo llevaron a la tumba ella y la abuela, las únicas que sabían los pormenores. La Mamaé fue siempre una sombra tutelar en la familia, la mamá segunda de todos, la que pasaba las noches en vela junto a los enfermos y hacía de niñera y chaperona, la que cuidaba la casa cuando todos salían y la que nunca protestaba ni se quejaba y a todos quería y engreía. Sus diversiones eran oír la radio cuando los otros la oían, releer los libros de su juventud mientras le dieron los ojos, y, por supuesto, rezar e ir a la misa dominical con puntualidad.

Fue para mi madre una gran compañía, allí en La Perla, una gran alegría para mí tenerla en casa, y también alguien cuya presencia moderaba en algo las furias de mi padre. Alguna vez, en esos ataques con insultos y golpes, la Mamaé salía, menudita, arrastrando sus pies, con las manos juntas, a implorarle —«Ernesto, por piedad», «Ernesto, por lo que más quiera»—, y él solía hacer un esfuerzo y aquietarse delante de ella.

A fines de 1948, cuando habíamos dado ya los exámenes finales del primero de media —hacia principios o mediados de diciembre—, algo me ocurrió en La Salle que tuvo un demorado pero decisivo efecto en mis relaciones con Dios. Éstas habían sido las de un niño que creía y practicaba todo lo que le habían enseñado en materia de religión, y para quien la existencia de Dios y la naturaleza verdadera del catolicismo era tan evidente que ni siquiera se le pasaba por la cabeza la sombra de una duda al respecto. Que mi padre se burlara de lo beatos que éramos yo y mi mamá sólo sirvió para confirmar esa certidumbre. ¿No era normal que alguien que a mí me parecía la encarnación de la crueldad, el mal hecho hombre, fuera incrédulo y apóstata?

No recuerdo que los Hermanos de La Salle nos abrumaran con clases de catecismo y prácticas piadosas. Teníamos un curso de religión —el que nos dio el Hermano Agustín, en segundo de media, era tan entretenido como sus lecciones de historia universal y a mí me incitó a comprarme una Biblia—, la misa de los domingos y alguno que otro retiro en el año, pero nada que se pareciera a esos colegios célebres por el rigor de su instrucción religiosa como La Inmaculada o La Recoleta. Alguna vez los Hermanos nos hacían llenar cuestionarios para averiguar si habíamos sentido el llamado de Dios, y yo respondía siempre que no, que mi vocación era ser marino. Y, en verdad, nunca experimenté, como alguno de mis compañeros, crisis y sobresaltos religiosos. Recuerdo la sorpresa que fue, en mi barrio, ver una noche que uno de mis amigos se echaba de pronto a llorar a sollozos, y cuando Luchín y yo, que lo calmábamos, le preguntamos qué le ocurría, oírle balbucear que lloraba por lo mucho que los hombres ofendían a Dios.

No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar «¡Suélteme, suélteme!» con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como «pero, por qué te asustas». Salí corriendo hasta la calle.

¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría él también, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad en su cara.

A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios. Seguía yendo a misa, confesándome y comulgando, e incluso rezando en las noches, pero de una manera cada vez más mecánica, sin participar en lo que hacía, y, en la misa obligatoria del colegio, pensando en otra cosa, hasta que un día me di cuenta de que ya no creía. Me había vuelto un descreído. No me atrevía a decírselo a nadie, pero, a solas, me lo decía, sin vergüenza y sin temor. Sólo en 1950, al entrar al Colegio Militar Leoncio Prado, me atreví a desafiar a la gente que me rodeaba con el exabrupto: «Yo no creo, soy un ateo.»

El episodio aquel con el Hermano Leoncio, además de irme desinteresando de la religión, aumentó el asco que sentía por el sexo desde aquella tarde en el río Piura en que mis amigos piuranos me revelaron cómo se fabricaban a los bebes y cómo venían éstos al mundo. Era un asco que ocultaba muy bien, pues tanto en La Salle como en mi barrio hablar de cachar era un signo de virilidad, una manera de dejar de ser niño y pasar a hombre, algo que yo deseaba tanto como mis compañeros y acaso más que ellos. Pero aunque hablara también de cachar y me jactara, por ejemplo, de haber espiado a una muchacha mientas se desvestía y habérmela corrido, esas cosas me repugnaban. Y cuando, alguna vez, para no quedar mal lo hacía —como una tarde, en que bajamos por el acantilado con media docena de chicos del barrio a celebrar un concurso de pajas ante el mar de Miraflores, que ganó el astronáutico Luquen— me quedaba después un disgusto de días.

Enamorarse no tenía que ver para mí, entonces, absolutamente nada con el sexo: era ese sentimiento diáfano, desencarnado, intenso y puro que sentía por Helena. Consistía en soñar mucho con ella y fantasear que nos habíamos casado y viajábamos por sitios bellísimos, en escribirle versos e imaginar apasionadas situaciones heroicas, en las que yo la salvaba de peligros, la rescataba de enemigos, la vengaba de ofensores. Ella me premiaba con un beso. Un beso «sin lengua»: habíamos tenido una discusión al respecto con los chicos del barrio y yo defendí la tesis de que a la enamorada no se podía besarla «con lengua»; eso sólo a los plancitos, a las huachafitas, a las de medio pelo. Besar «con lengua» era como manosear, y ¿quién que no fuera el peor de los degenerados iba a manosear a una chica decente?

Pero si el sexo me asqueaba, participaba en cambio de la pasión de los amigos del barrio por andar bien vestido, calzado y, si hubiera sido posible, con esos anteojos Ray Ban que volvían a los muchachos irresistibles para las chicas. Mi papá no me compraba jamás ropa, pero mis tíos me regalaban los ternos que les quedaban chicos o pasaban de moda, y un sastre de la calle Manco Cápac les daba la vuelta y me los arreglaba, de modo que yo andaba siempre bien vestido. El problema era que, al dar el sastre la vuelta a los ternos, quedaba una costura visible en el lado derecho del saco, donde había estado el bolsillo para el pañuelo, y yo insistía cada vez, con el maestro, para que hiciera un zurcido invisible y desapareciera el rastro de ese bolsillo que podía hacer maliciar a la gente que mi terno era heredado y volteado.

En cuanto a las propinas, el tío Jorge y el tío Juan, y a veces el tío Pedro —que luego de recibirse había partido a trabajar en el Norte, como médico de la hacienda San Jacinto— me regalaban cinco, y luego diez soles cada domingo, y con eso tenía de sobra para la matinée, los cigarrillos Viceroy que comprábamos sueltos, o para tomarnos una copita de «capitán» —mezcla de vermouth y pisco— con los chicos del barrio antes de las fiestas de los sábados, en las que sólo servían refrescos. Al principio, mi papá también me daba una propina, pero desde que empecé a ir a Miraflores y a recibir dinero de mis tíos, discretamente fui renunciando a la propina paterna, despidiéndome muy rápido, antes de que me la diera: otra de las formas alambicadas de oponerme a él inventadas por mi cobardía. Debió de entenderlo porque hacia esa época, principios de 1948, no volvió a regalarme jamás un centavo.

Pero, pese a esas demostraciones de arrogancia económica, en 1949 me atreví
—fue la única vez que hice algo parecido— a pedirle que me hiciera arreglar los dientes. Por tenerlos salidos me habían molestado mucho en el colegio, llamándome Conejo y burlándose de mí. No creo que me importara tanto antes, pero desde que empecé a ir a fiestas, a juntarme con chicas y a tener enamorada, que me pusieran fierros que me emparejaran los dientes, como habían hecho con algunos amigos, se convirtió en una ambición intensamente acariciada. Y, de pronto, la posibilidad se puso a mi alcance. Uno de mis amigos del barrio, Coco, era hijo de un técnico dental, cuya especialidad eran precisamente esos fierros para emparejar las dentaduras. Hablé con Coco, él con su papá, y el amable doctor Lañas me citó en su consultorio del jirón de la Unión, en el centro de Lima, y me examinó. Me pondría los fierros sin cobrar por su trabajo; debía pagarle sólo el material. Batallé entre mi soberbia y mi coquetería muchos días, antes de dar ese gran paso, al que, en el fondo, tenía por una abyecta abdicación. Pero la coquetería fue más fuerte —debió de temblarme la voz— y se lo pedí.

Dijo que bueno, que hablaría con el doctor Lañas, y tal vez llegó a hacerlo. Pero algo ocurrió antes de que empezara el tratamiento, alguna de esas tormentas domésticas o alguna escapada a casa de los tíos, y, una vez amainada la crisis y restablecida la unidad familiar, no volvió a hablarme del asunto ni yo a recordárselo. Me quedé con mis dientes de conejo y al año siguiente, en que entré al Colegio Militar Leoncio Prado, ya no me importó ser un dientón.

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