Mario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias)




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títuloMario Vargas Llosa El Pez En El Agua (Memorias)
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fecha de publicación10.03.2016
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La ciudad y los perros, escrita a partir de recuerdos de mis años leonciopradinos, son versiones muy libres y deformadas de modelos reales y otros totalmente inventados. Pero la furtiva Pies Dorados está allí como la conserva mi memoria: desenfadada, atractiva, vulgar, enfrentando su humillante oficio con inquebrantable buen humor y dándome, aquellos sábados, por veinte soles, diez minutos de felicidad.

Sé muy bien todo lo que hay detrás de la prostitución, en términos sociales, y no la defiendo, salvo para quienes la ejercen por libre elección, lo que no era, sin duda, el caso de la Pies Dorados ni de las otras polillas del jirón Huatica, empujadas allí por el hambre, la ignorancia, la falta de trabajo y las malas artes de los cafiches que las explotaban. Pero ir al jirón Huatica o, más tarde, a los burdeles de Lima, es algo que no me dio mala conciencia, tal vez porque el pagar a las polillas de alguna manera me proporcionaba una suerte de coartada moral, disfrazaba la ceremonia con la máscara de un aséptico contrato que, al cumplirse por ambas partes, liberaba a éstas de responsabilidad ética. Y creo que sería desleal para con mi memoria y mi adolescencia no reconocer, también, que en esos años en los que fui dejando de ser niño, mujeres como la Pies Dorados me enseñaron los placeres del cuerpo y los sentidos, a no rechazar el sexo como algo inmundo y denigrante, sino a vivirlo como una fuente de vida y de goce y me hicieron dar los primeros pasos por el misterioso laberinto del deseo.

A mis amigos del barrio, en Miraflores, los veía a veces, los días de salida, e iba con ellos a alguna fiesta de los sábados, o, los domingos, a la matinée y alguna vez al fútbol. Pero el colegio militar me fue apartando insensiblemente de ellos, hasta convertir la entrañable fraternidad de antes en una relación esporádica y distante. Sin duda por mi culpa: me parecían demasiado niños, con sus ritos dominicales —matinée, Cream Rica, pista de patinaje, parque Salazar— y sus castos enamoramientos, ahora que yo estaba en un colegio de hombres que hacían barbaridades y ahora que iba al jirón Huatica. Buen número de los amigos del barrio seguían siendo vírgenes y esperaban desvirgarse con las sirvientas de sus casas. Recuerdo una conversación, uno de esos sábados o domingos por la tarde, en la esquina de Colón y Juan Fanning, en la que, en rueda del barrio, uno de ellos nos contó cómo se había «tirado a la chola», luego de darle, con mañas, a tomar «yohimbina» (unos polvitos que, decían, volvían locas a las mujeres, de los que hablábamos sin cesar como de algo mágico, y que, por lo demás, yo nunca vi). Y recuerdo otra tarde en que unos primos me relataron la maquiavélica estrategia que tenían urdida para «embocarse» a una sirvienta, un día que sus padres estaban ausentes. Y recuerdo mi malestar profundo en ambas ocasiones y siempre que mis amigos, de Miraflores o del colegio, se jactaban de tirarse a las cholas de sus casas.

Es algo que nunca hice, que siempre me produjo indignación y, sin duda, una de las primeras manifestaciones de lo que sería después mi rebeldía contra las injusticias y los abusos que ocurrían a diario y por doquier, con total impunidad, en la vida peruana. En este tema de las sirvientas, además, me había vuelto muy sensible lo que, en esos años, se reveló como un trauma en la familia Llosa. He contado que mis abuelos trajeron de Cochabamba a Perú, a un muchacho de Saipina, Joaquín, y a un niño recién nacido que una cocinera abandonó en casa. Ambos habían continuado en la familia, en Piura, luego en el departamento de Dos de Mayo, en Lima, y finalmente, en uno más amplio, que tomaron los abuelos en una quinta de la calle Porta, en Miraflores. Mis tíos le encontraron un trabajo a Joaquín, que se fue a vivir solo. Orlando, que había vivido siempre entre los sirvientes de la casa y que en esa época debía de andar por los diez años, a medida que iba creciendo se parecía más al tercero de mis tíos; más, incluso, que los hijos legítimos de éste. Aunque en la familia no se tocaba nunca el tema, estaba siempre ahí y nadie se atrevía a mencionarlo ni, lo que es peor, a hacer algo para enmendar de algún modo lo ocurrido, o atenuar sus consecuencias.

No se hizo nada, o, más bien, se hizo algo que empeoró las cosas. Orlando pasó a ocupar un estamento intermedio, una especie de limbo, que ya no era el de la servidumbre pero todavía no el de la familia. La Mamaé, que había regresado a vivir con los abuelos en la calle Porta, le armaba un colchón en su cuarto, para que durmiera allí. Y comía en una mesita aparte, en el mismo comedor, pero sin sentarse con los abuelos, los tíos y nosotros. A mi abuelita la trataba de tú y la llamaba, como hacíamos yo y mis primas, «abuela», y lo mismo a la «Mamaé». Pero al abuelo lo trataba de usted y le decía «don Pedro», y lo mismo a mi mamá y a mis tíos, incluido su padre, al que llamaba «señor Jorge». Sólo a mí y a mis primas y primos nos tutearía. Lo que debió ser esa niñez, vivida en la confusión, de sirviente o poco menos para tres cuartas partes de la familia, y de pariente para el resto, y lo que de amargura, humillación, resentimiento y dolor debió empozarse en él en esos años, es difícil de imaginar. Vaya paradoja que gentes tan generosas y nobles como los abuelos contribuyeran, cegados por prejuicios o tabúes que eran los de su medio y habían pasado a formar parte de su naturaleza, a agravar con ese ambiguo status en que lo hicieron vivir, el drama de su nacimiento. Años después, yo fui uno de los primeros de la familia en tratar a Orlando como pariente, presentarlo como primo, y procuré tener con él una relación amistosa. Pero él nunca se sintió cómodo conmigo ni con el resto de la familia, salvo con la abuelita Carmen, de la que estuvo siempre cerca hasta el final.

Aunque nunca fui muy estudioso en el Leoncio Prado, hubo algunos cursos que seguí con pasión. Había excelentes profesores, como el de historia universal —Aníbal Ismodes—, cuyas clases yo escuchaba entusiasmado. Y el de física, un serranito menudo y elegante, llamado Huarina, de quien corría la voz que era un «cráneo». Había estado en Francia, haciendo estudios de postgrado, y en sus clases daba la impresión de saberlo todo; era capaz de hacer amenos los experimentos más enrevesados y las leyes y tablas más complejas. De todos los cursos de ciencias que he seguido, aquel que tuve con el profesor Huarina en el cuarto de media es el único que me entretuvo, intrigó y exaltó como hasta entonces sólo lo habían hecho los cursos de historia. La literatura se enseñaba como parte del castellano, es decir, de la gramática, y solía ser un curso aburridísimo, en el que había que memorizar, al igual que las reglas de la prosodia, la sintaxis y la ortografía, la vida y la obra de los autores famosos, pero no leer sus libros. Jamás, en todos los años escolares, me hicieron leer un libro, aparte de los manuales de clase. Éstos incluían algún poema o fragmento de textos clásicos que era difícil entender por las palabras raras y los giros inusitados, de modo que poco o nada quedaba de ellos en la memoria. Si alguna afición me despertaron las clases escolares, fue la historia, por los buenos profesores que tuve. La literatura fue una vocación que surgió fuera de las clases, de manera sesgada y personal.

Sólo después supe que uno de mis profesores leonciopradinos era un gran poeta peruano y una figura intelectual por la que, en mis años universitarios, sentiría admiración: César Moro. Era bajito y muy delgado, de cabellos claros y escasos, y unos ojos azules que miraban el mundo, las gentes, con una lucecita irónica en el fondo de las pupilas. Enseñaba francés y en el colegio se decía que era poeta y maricón. Sus maneras exageradamente corteses y algo amaneradas y esos rumores que circulaban sobre él excitaban nuestra animosidad contra alguien que parecía la negación encarnada de la moral y la filosofía del Leoncio Prado. En las clases solíamos «batirlo», como se batía a los «huevones». Le tirábamos bolitas de papel o lo sometíamos a esos conciertos de hojitas de afeitar aseguradas en la ranura de la carpeta y animadas con los dedos, o, los más osados, haciéndole preguntas —transparentes escarnios y provocaciones— que el resto de la clase celebraba a carcajadas. Veo, una tarde, al loco Bolognesi, caminando detrás de él y meneándole el brazo a la altura del trasero como una monstruosa verga. Era muy fácil «batir» al profesor César Moro porque, a diferencia de sus colegas, no llamaba nunca al oficial de guardia para que pusiera orden, echando un carajo o poniendo las papeletas que quitaban la salida del sábado. El profesor Moro soportaba nuestras diabluras y groserías con estoicismo, y, se diría, con una secreta complacencia, como si lo divirtiera que esos precoces salvajes lo insultaran. Ahora estoy seguro de que, de algún modo, lo divertía estar allí. Debía ser para él uno de esos juegos arriesgados a que los surrealistas eran tan propensos, una manera de ponerse a prueba y explorar los límites de su propia fortaleza y los de la estupidez humana a escala juvenil.

En todo caso, César Moro no daba clases de francés en el Leoncio Prado para hacerse rico. Años después, cuando —a raíz de su muerte, por un texto apasionado que André Coyné publicó sobre él—1 descubrí que Moro había formado parte del movimiento surrealista en Francia, y empecé a leer esa obra que (como para cortar aún más con ese país del que dijo, en uno de sus maravillosos aforismos, que en él «sólo se cuecen habas»2) había escrito gran parte en francés, hice una investigación sobre su vida y descubrí que su sueldo, en el colegio, era ínfimo. En cualquier otro lugar, menos expuesto, podía haber ganado más. Lo que debió atraerlo de allí era, sin duda, eso: la brutalidad y exasperación que entre los cadetes despertaba su figura delicada, su actitud inquisitiva e irónica, y que se dijera de él que era poeta y hacía el amor como mujer.

Escribir, en el colegio, era posible —tolerado y hasta festejado— si se escribía como lo hacía yo: profesionalmente. No sé cómo empecé escribiendo cartas de amor a los cadetes que tenían enamoradas y no sabían cómo decirles que las querían y las extrañaban. Debió ser, al principio, un juego, una apuesta, con Víctor o con Quique o con Alberto o algún otro de los amigos de las cuadras. Luego, se irían pasando la voz. El hecho es que, en algún momento del tercer año, ya venían a buscarme y a pedirme, siempre con discreción y algo de vergüenza, que les escribiera cartas de amor, y hubo entre mis clientes cadetes de otras secciones y tal vez de otros años. Me pagaban con cigarrillos pero a los amigos se las escribía gratis. Me divertía jugar al Cyrano, porque, con el pretexto de decir lo que convenía, me enteraba con detalles de los amoríos —complicados, ingenuos, transparentes, retorcidos, castos, pecaminosos— de los cadetes, y husmear aquella intimidad era tan entretenido como leer novelas.

Me acuerdo, en cambio, muy bien, cómo escribí la primera novelita erótica, un par de páginas garabateadas a la carrera para leerla en voz alta a un corro de cadetes de la segunda sección, en la cuadra, antes del toque de queda. El texto fue recibido con un estallido de aprobadoras obscenidades (he descrito un episodio parecido en La ciudad y los perros). Más tarde, cuando ya nos estábamos metiendo a las literas, mi vecino, el negro Vallejo, vino a preguntarme por cuánto le vendía mi novelita. Escribí muchas otras, después, en juego o por encargo, porque me divertía y porque con ellas me costeaba el vicio de fumar (estaba prohibido, por cierto, y al cadete que descubrían fumando lo consignaban el fin de semana). Y, también, seguramente, porque escribir cartas de amor y novelitas eróticas no estaba mal visto ni era considerado denigrante o de maricas. La literatura de esas características tenía derecho de ciudad en ese templo al machismo y me ganó fama de excéntrico.

Aunque, ninguno de los apodos que yo tuve fue el de «loco». Me decían Bugs Bunny, El Conejo de la Suerte, o Flaco, pues lo era, y a veces Poeta, porque escribía y, sobre todo, porque me pasaba el día, y a veces la noche, leyendo. Creo que nunca leí tanto y con tanta pasión como en esos años leonciopradinos. Leía en los recreos y a las horas de estudio, durante las clases disimulando el libro bajo los cuadernos y me escapaba del aula para ir a leer en la glorieta junto a la piscina, y leía, en las noches, en mis turnos de imaginaria, sentado en el suelo de blancas losetas desportilladas, a la rala luz del baño de la cuadra. Y leía todos los sábados y domingos que me quedaba consignado, que fueron bastantes. Sumergirse en la ficción, escapar de la humedad blancuzca y mohosa del encierro del colegio y bregar en las profundidades del abismo submarino en el Nautilus con el capitán Nemo, o ser Nostradamus, o el hijo de Nostradamus, o el árabe Ahmed Ben Hassan, que rapta a la orgullosa Diana Mayo y se la lleva a vivir en el desierto del Sahara, o compartir con D'Artagnan, Porthos, Athos y Aramis las aventuras del collar de la reina, o las del hombre de la máscara de hierro, enfrentarse a los elementos con Han de Islandia, o a los rigores de la Alaska llena de lobos de Jack London, o, en los castillos escoceses, a los caballeros andantes de Walter Scott, espiar a la gitanilla desde los recovecos y gárgolas de Notre Dame con Quasimodo o, con Gavroche, ser un pilludo chistoso y temerario en las calles de París en medio de la insurrección, era más que un entretenimiento: era vivir la vida verdadera, la vida exaltante y magnífica, tan superior a esa de la rutina, las bellacadas y el tedio del internado. Los libros se acababan pero seguían dándome vueltas en la cabeza sus mundos tan vividos y de existencias formidables, y yo me trasladaba a ellos una y otra vez con la fantasía y pasaba horas allí, aunque aparentemente estuviera muy quieto y muy serio escuchando la lección de matemáticas o las explicaciones de nuestro instructor sobre el cuidado del fusil Mauser o la técnica del asalto a la bayoneta. Esa capacidad de abstraerme de lo circundante para vivir en la fantasía, para recrear con la imaginación las ficciones que me hechizaban, la había tenido desde niño y en esos años de 1950 y 1951 se convirtió en mi estrategia de defensa contra la amargura de estar encerrado, lejos de mi familia, de Miraflores, de las chicas, del barrio, de esas cosas hermosas que disfrutaba en libertad.

En las salidas, compraba libros y mis tíos me tenían siempre lista alguna nueva provisión para traerme al colegio. Cuando comenzaba a caer la noche del domingo e iba acercándose la hora de cambiar las ropas de civil por el uniforme para volver al internado, todo comenzaba a malograrse: la película se volvía fea, el partido soso, las casas, los parques y el cielo se entristecían. Surgía un difuso malestar en el cuerpo. A esos años debo el odio al atardecer y la noche del domingo. Recuerdo muchos libros que leí en esos años —Los miserables, por ejemplo, de efecto imperecedero—, pero el autor al que más agradecido le estoy es Alejandro Dumas. Casi todo él estaba en las ediciones amarillas de la editorial Tor o en la de cartulinas oscuras, con solapa, de Sopeña: El conde de Montecristo, Memorias de un médico, El collar de la reina, Ángel Pitou, y la serie larguísima de los mosqueteros que terminaba con los tres volúmenes de El vizconde de Bragelonne. Lo formidable era que sus novelas tenían continuaciones, al terminar el libro uno sabía que había otro, otros, prolongando la historia. La saga de D'Artagnan, que comienza con el joven gascón llegando a París como un desamparado provinciano y termina muchos años después, en el sitio de La Rochelle, cuando muere, sin recibir el bastón de mariscal que el rey le envía con un postillón, es una de las cosas más importantes que me han ocurrido en la vida. Pocas ficciones he vivido con una identificación mayor, transustanciándome más con los personajes y ambientes, gozando y sufriendo tanto con lo que ocurría en la historia. El loco Cox, compañero de año, haciéndose el gracioso, me arrebató un día uno de los tomos de El vizconde de Bragelonne, que yo leía en el descampado frente a las cuadras. Echó a correr y empezó a pasar el libro a otros como una pelota de básquet. Ésa fue una de las pocas veces que me trompeé en el colegio, lanzándome sobre él, furibundo, como si en ello me fuera la vida. A Dumas, a los libros suyos que leí, debo muchas cosas que hice y fui después, que hago y que soy todavía. De las imágenes de esas lecturas nació, estoy seguro, desde esos días, esa ansiedad por saber francés y por irme a vivir un día a Francia, país que fue, durante toda mi adolescencia, el anhelo más codiciado, un país que se asociaba en mis fantasías y deseos con todo aquello que me hubiera gustado que fuera la vida: belleza, aventura, audacia, generosidad, elegancia, pasiones ardientes, sentimentalismo crudo, gestos desmesurados.

(No he vuelto a releer ninguna de las novelas de Dumas que deslumbraron mi infancia, como Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo. Tengo en mi biblioteca los volúmenes de La Pléiade que los contienen; pero cada vez que he empezado a hojearlos, me detiene un miedo reverencial a que no sean ya lo que entonces fueron, a que no puedan darme lo que dieron a mis catorce y quince años. Un tabú semejante me contuvo de releer Los miserables durante muchos años. Pero, el día que lo hice, descubrí que también para un adulto de hoy era una obra maestra.)

Además de lecturas que cambiaron mi vida, abrirme los ojos sobre mi país y hacerme vivir experiencias con las que escribí mi primera novela, el Leoncio Prado me permitió practicar el deporte que más me gustaba: la natación. Me pusieron en el equipo del colegio y entrené y participé en competencias internas, aunque no en el campeonato interescolar, en el que iba a competir en estilo libre, porque, cuando salíamos ya hacia el Estadio Nacional, el director decidió retirar al colegio de la competencia. Formar parte del equipo de natación tenía la ventaja de que a uno le daban sobrealimentación (un huevo frito en el desayuno y un vaso de leche a media tarde) y, a veces, en vez de la campaña, íbamos a la piscina a entrenar.

El sábado era el día feliz de la semana, para los que tenían salida. O, más bien, la felicidad comenzaba el viernes en la noche, después del rancho, con la película en el improvisado auditorio de bancas de madera y techo de calamina. Aquella película era un anticipo de la libertad. El sábado el corneta tocaba la diana casi a oscuras, pues era día de campaña. Salíamos a los descampados de La Perla, y era divertido jugar a la guerra
—tender emboscadas, tomar por asalto un cerro, romper un cerco— sobre todo si el teniente que estaba al frente de la compañía era el teniente Bringas, modelo de oficial, que se tomaba muy a pecho la campaña y sudaba a la par de nosotros. Otros oficiales se lo tomaban con más calma y se limitaban a dirigirnos intelectualmente. Como el amable teniente Anzieta, uno de los más condescendientes que me tocó. Tenía una bodega; podíamos encargarle paquetes de caramelos y galletas, que nos vendía más baratos que en la calle. Le inventé un poemita, que le cantábamos en la formación:
Si quiere el cadete

ser un buen atleta

que coma galleta

del teniente Anzieta.
Al terminar el tercero de media, dije a mi padre que quería presentarme a la Escuela Naval. No sé por qué lo hice, pues ya para entonces sabía de sobra que mi manera de ser era incompatible con la vida militar; tal vez, para no dar mi brazo a torcer —rasgo de carácter que me ha traído abundantes sinsabores—, o porque ser cadete de la Naval hubiera significado la emancipación de la tutela paterna, ser adulto, algo con lo que soñaba día y noche. Ante mi sorpresa, me repuso que no aprobaba esa decisión y que, por lo tanto, no me daría los cuarenta mil soles que había que abonar como derechos para el examen de ingreso. Con el rencor que yo sentía hacia él, atribuí esa negativa a su tacañería —defecto del que, por lo demás, no estaba exento—, pues una de las razones que esgrimió, también, fue que, según el reglamento, si un cadete, luego de tres o cuatro años en la Escuela Naval pedía su baja, estaba obligado a reembolsar todo lo que su educación le había costado a la Marina. Y él estaba seguro de que yo no duraría en la Naval.

Pese a su negativa, sin embargo, fui a La Punta a retirar el programa de ingreso (había pensado pedir prestado a mis tíos el dinero de la inscripción), pero en la Escuela Naval descubrí que en ningún caso hubiera podido presentarme ese año, pues se requería que los aspirantes tuvieran quince años cumplidos al hacer la solicitud y yo sólo los cumpliría en marzo de 1951. Tenía que esperar un año más, pues.

En ese verano mi padre me llevó a trabajar con él a su oficina. La International News Service estaba en la primera cuadra del jirón Carabaya, en la calle Pando, a pocos metros de la plaza San Martín, en el primer piso de un viejo edificio. La oficina, al fondo del largo pasillo de losetas amarillas, constaba de dos amplios cuartos, el primero de los cuales estaba dividido por tabiques en dos espacios: en uno, el radiooperador recibía las noticias, y, en el otro, los redactores las traducían al español y las adaptaban para enviarlas a La Crónica, que tenía la exclusividad de todos los servicios de la ins. El cuarto del fondo era la oficina de mi padre.

De enero a marzo, trabajé en la International News Service de mensajero, llevando a La Crónica los cables y artículos del servicio informativo. Comenzaba a las cinco de la tarde y terminaba al filo de la medianoche, lo que me dejaba buena parte del día libre, para ir a la playa con los amigos del barrio. La mayor parte de las veces íbamos a Miraflores
—Los Baños, se les seguía llamando—, que, pese a ser una playa de piedras, tenía las mejores olas para correr. Correr olas era un deporte maravilloso y las de Miraflores reventaban lejos de la playa y el corredor avezado podía hacerse arrastrar cincuenta o más metros, endureciendo el cuerpo y dando en el momento oportuno las brazadas necesarias. En la playa de Miraflores estaba el club Waikiki, símbolo de la pituquería; sus socios corrían olas con tablas hawaianas, entonces un deporte carísimo, pues las tablas, de madera balsa, se importaban de Estados Unidos, y sólo un puñado podía practicarlo. Cuando empezaron a fabricarse tablas de material plástico, el deporte se democratizó, y hoy lo practican todas las clases sociales. Pero, en ese entonces, los miraflorinos de clase media, como yo, mirábamos como algo inalcanzable esas tablas de los socios del Waikiki que surcaban el mar miraflorino, cuyas olas nosotros debíamos contentarnos con bajar a pecho. íbamos también a La Herradura, ésa sí playa de arena y de olas bravas donde el placer no estaba en hacerse arrastrar sino en atreverse a bajarlas, haciéndolas reventar con el cuerpo, y poniéndose siempre muy adelante de la cresta para no ser atrapado por el rulo y revolcado.

Ese verano fue también el de un frustrado romance, con una miraflorina, cuya aparición, en las mañanas, en lo alto de la terraza de Los Baños, con su ropa de baño negra y sus zapatillas blancas, su melenita corta y sus ojos color de miel, a mí me hacía perder el habla. Se llamaba Flora Flores y me enamoré de ella el primer día que la vi. Pero nunca me hizo caso formalmente, aunque me permitía acompañarla, luego de la playa, hasta su casa, por las inmediaciones del cine Colina, y salía a veces a dar conmigo largas caminatas, bajo los ficus de la avenida Pardo. Era bonita y graciosa, de humor rápido, y a su lado yo me volvía torpe y balbuceante. Mis tímidos avances para que fuera mi enamorada eran desechados de una manera tan sutilmente coqueta, que siempre parecía quedar una esperanza. Hasta que, en uno de esos paseos por la alameda, le presenté a un apuesto amigo, que, para colmo, era campeón de natación: Rubén Mayer. En mis propias barbas comenzó a enamorarla y poco después le cayó, con todo éxito. Caerle a una chica, declararse, es una costumbre que declinaría hasta ser hoy algo que a las nuevas generaciones, expeditivas y pragmáticas en materia de amor, les parece una idiotez prehistórica. Yo guardo una tierna memoria de esos rituales de que estaba hecho el amor cuando era adolescente y a ellos debo que esta etapa de mi vida haya quedado en mi recuerdo no sólo como violenta y represiva, sino, también, hecha de momentos delicados e intensos que me resarcían de todo lo demás.

Creo que fue en ese verano de 1951 que mi papá viajó por primera vez a Estados Unidos. No estoy muy seguro, pero debe de haber sido en esos meses, pues recuerdo haber gozado en esa temporada de una libertad inconcebible si hubiera estado él en casa. El año anterior nos habíamos mudado, una vez más. Mi padre vendió la casita de La Perla y alquiló un departamento en Miraflores, en la misma quinta de la calle Porta donde, más o menos por la misma fecha, se mudaron los abuelos. Pese a la vecindad, las relaciones de mi padre con los Llosa seguirían siendo nulas. Si se cruzaba en la calle con mis abuelos, los saludaba, pero jamás se visitaban, y sólo yo y mi mamá frecuentábamos las casas de mis tíos.

Ir a Estados Unidos era un sueño acariciado desde mucho antes por mi padre. Admiraba ese país y uno de sus orgullos era haber aprendido el inglés de joven, lo que le había servido para conseguir sus trabajos en Panagra y, luego, la representación de la ins en Perú. Desde que mis hermanos se mudaron allá, hablaba de ese proyecto. Pero en ese primer viaje no fue a Los Ángeles, donde vivían Ernesto y Enrique con su madre, sino a Nueva York. Recuerdo haber ido a despedirlo con mi mamá y los empleados del ins, al aeropuerto de Limatambo. Estuvo en Estados Unidos varias semanas, quizás un par de meses, intentando un negocio de ropa, en el que aparentemente le fue mal, pues, más tarde, lo oí quejarse de haber perdido en aquel intento neoyorquino parte de sus ahorros.

El hecho es que ese verano me sentí más libre. El trabajo me tenía sujeto desde el atardecer hasta la medianoche, pero no me molestaba. Me hacía sentir adulto y me enorgullecía que a fin de mes mi padre me pagara un sueldo, como a los redactores y radiooperadores de la International News Service. Mi trabajo era menos importante que el de ellos, claro está. Consistía en correr de la oficina a La Crónica, que estaba en la vereda opuesta, de esa misma calle de Pando, llevando los boletines informativos, cada hora o cada dos horas, o cuando había algún flash. El resto del tiempo lo aprovechaba leyendo esas novelas que se habían vuelto una adicción. A eso de las nueve de la noche, con el redactor y el radiooperador de turno nos íbamos a comer a una fonda de la esquina, llena de conductores del tranvía a San Miguel, cuyo terminal se hallaba al frente.

En esos meses, corriendo entre las mesas de redacción de la oficina y La Crónica, se me vino a la cabeza la idea de ser periodista. Esta profesión, después de todo, no estaba tan lejos de aquello que me gustaba —leer y escribir—, y parecía una versión práctica de la literatura. ¿Por qué objetaría mi padre el que yo fuera periodista? ¿No lo era él, en cierto modo, al trabajar en la International News Service? Y, en efecto, la idea de que fuera periodista no le pareció mal.

En el cuarto de media no creo ya haber dicho a nadie que sería marino, sino, repetido una y otra vez, hasta convencerme de ello, que, luego del colegio, estudiaría periodismo. Y uno de esos fines de semana, mi padre me dijo que hablaría con el director de La Crónica para que me permitiera trabajar allí los tres meses del próximo verano. Así vería desde adentro lo que era esa profesión.

En ese año de 1951 escribí una obra de teatro: La huida del inca. Leí un día, en La Crónica, que el ministerio de Educación convocaba a un concurso de obras teatrales para niños, y ése fue el acicate. Pero la idea de escribir teatro me rondaba desde antes, como la de ser poeta o novelista, y acaso más que estas dos últimas. El teatro fue mi primera devoción literaria. Tengo muy viva en la memoria la primera obra teatral que vi, cuando era un niño de pocos años, en Cochabamba, en el teatro Achá. El espectáculo era en la noche y para grandes, y no sé por qué cargaría conmigo mi mamá. Nos sentamos en un palco y de pronto se levantó el telón y allí, bajo una luz muy fuerte, unos hombres y mujeres no contaban sino vivían una historia. Como en las películas, pero todavía mejor, porque éstas no eran figuras en una pantalla sino seres de carne y hueso. En un momento, durante una discusión, uno de los caballeros le daba una cachetada a una señora. Rompí a llorar y mi mamá y mis abuelos se reían: «Pero si es de mentira, zoncito.»

Aparte de las veladas en el colegio, no recuerdo haber ido al teatro hasta el año que entré al Leoncio Prado. Ese año, sí, fui varios sábados, al teatro Segura, o al Municipal, o al pequeño escenario de la Escuela Nacional de Arte Escénico —en los alrededores de la avenida Uruguay—, generalmente a platea alta o incluso a la cazuela, a ver a compañías españolas o argentinas —en esa época, parece mentira, en Lima ocurrían esas cosas—, que montaban piezas de Alejandro Casona, de Jacinto Grau, o de Unamuno, y, a veces —raras veces—, alguna obra clásica de Lope de Vega o Calderón. Iba siempre solo, porque a ninguno de mis amigos del barrio le hacía gracia ir al centro de Lima a soplarse una obra de teatro, aunque alguna vez se animaba a acompañarme Alberto Pool. Mala o buena, la representación siempre me dejaba la cabeza llena de imágenes para fantasear muchos días, y cada vez salía del teatro con la secreta ambición de ser algún día un dramaturgo.

No sé cuántas veces escribí, rompí, reescribí, volví a romper y a reescribir La huida del inca. Como mi actividad de escriba de cartas amorosas y de novelitas eróticas me había ganado entre mis compañeros leonciopradinos el derecho a ser escritor, no lo hacía ocultándome, sino en las horas de estudio, o después de las clases, o en ellas mismas y durante mis turnos de imaginaria. El abuelito Pedro tenía una vieja máquina de escribir Underwood, que lo acompañaba desde los tiempos de Bolivia, y los fines de semana me pasaba horas mecanografiando en ella con dos dedos, el original y las copias para el concurso. Al terminarla, se la leí a los abuelos y a los tíos Juan y Laura. El abuelito se encargó de llevar La huida del inca al ministerio de Educación.

Esa obrita fue, hasta donde yo recuerdo, el primer texto que escribí de la misma manera que escribiría después todas mis novelas: reescribiendo y corrigiendo, rehaciendo una y mil veces un muy confuso borrador que, poco a poco, a fuerza de enmiendas, tomaría forma definitiva. Pasaron semanas y meses sin noticias de la suerte que había tenido en el concurso, y cuando terminé el cuarto de media, y, a fines de diciembre o comienzos de enero de 1952, entré a trabajar a La Crónica, ya no pensaba casi en mi obra —espantosamente subtitulada Drama incaico en tres actos, con prólogo y epílogo en la época actual— ni del certamen al que la presenté.

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