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, JULIO VERNE J. J. Benítez MEMORIA de la HISTORIA Personajes Memoria de la Historia pretende ofrecer a los lectores la Historia contada por quienes la hicieron, por los mismos personajes que en vez de figurar en las páginas de los libros como objeto pasivo, adquieren voz y nos cuentan su vida y su peripecia en primera persona. La Historia como una novela personal, autobiográfica, en la que todo lo que aparece en estas páginas es verdad, con hechos ciertos y comprobados, pero que se presentan con la inmediatez y el dramatismo que da al relato la voz del protagonista, supuesto historiador de sí mismo gracias a la pluma de unos escritores que consiguen el difícil y apasionante equilibrio entre los materiales de la crónica, tratados con el máximo respeto, y el enfoque que corresponde a la más amena de las narraciones novelescas. Otra vertiente de estas semblanzas es la evocación de episodios del pasado en tercera persona con todo el rigor que exige el trabajo del historiador y la amenidad de la novela. Éste es el objetivo de una colección que aspira a fundir lo más atractivo que pueden ofrecer la historia y la literatura. Índice 9 Introducción Yo, Julio Verne Confesiones del más desconocido de los hombres 43 Capítulo 1/Donde empiezo a escribir para mí. ¿Qué sé yo de Julio Verne? Un «lapsus» en el certificado de nacimiento. La lectura de los astros. Elegido de los dioses. Mi próxima reencarnación 48 Capítulo 2/En el que hablo de mis defectos (sólo de algunos). «El cubo vacío siempre está encima.» Burgués de nacimiento y crianza. Me acuso de «no haber vivido». Vanidoso y cojo: ¿puede haber peor castigo? 51 Capítulo 3/E1 origen de los Verne y de los Allotte. De cómo he vencido al inmortal Hornero. Un noble arquero en la familia. Mi origen judío: una patraña 54 Capítulo 4/En el que cuento algo de mi infancia. De cómo el muelle Jean-Bart despertó mi pasión por la mar. Un encuentro que jamás conté. Mi primera maestra, heroína entonces y después. El azar, una blasfema palabra 57 Capítulo 5/Verne, el «profeta de la ciencia». Pero si yo no inventé nada. Un muelle, un cofre, una moderna Penélope y un tío pintor: no busquéis otras claves. «El rey del recreo.» Otro gran secreto: lo mío es pintar 60 Capítulo 6/Un padre liberal y romántico habría modificado mi destino. En mi casa no hubo amor, sino sumisión. Un reloj «gobernó» la familia. La ley del mayorazgo 62 Capítulo 7/En el que doy fe que no me fugué por amor. «La Coralie», única respuesta posible a mi padre. El ridículo, más doloroso que los azotes. Caroline o la magia del primer amor 65 Capítulo 8/Donde cuento mi “despertar» literario. Una erupción cutánea que me hizo dudar del Dios de mi padre. Mi declaración a Caroline, un fracaso decisivo. A las puertas de París 68 Capítulo 9/Lágrimas sobre el Loira. París: la fascinación de las librerías. Caroline me empuja hacia mi destino. Nantes no te merece. La execrable boda de mi prima. El retorno a París: un plan premeditado. Cien francos al mes, un estómago vacío y un traje compartido. «Azafrán», una palabra mágica 73 Capítulo 10/La emoción de la primera obra impresa. Donde profetizo, sin saberlo. Pierre Verne muere para Julio Verne. Clases de derecho, cartas para soldados analfabetos y comida caliente en los burdeles. El teatro lírico y sus cien francos me salvan. Todo se lo debo al periodismo. Así nació la «novela de la ciencia» 80 Capítulo 11/Donde descubro que el club «La cena de los once sin mujer» fue una farsa. A la caza de la rica heredera. Mi salud se resquebraja. Mi padre se rinde y yo me libero del teatro 92 Capítulo 12/Un piano por veinticinco francos. Nunca fui un escritor de verdad. Donde me profetizan que seré cornudo. Un 9 de mayo fatídico. Honorine, la de los pechos interminables. Un plan perfecto y fríamente engrasado. El Gran Patriarca se opone a mi boda. Cincuenta mil francos me convierten en agente de Bolsa. «Uniforme» para mi «entierro»: traje blanco y guantes negros 101 Capítulo 13/E1 del «no supersticioso, con mala suerte». Un secreto del viaje de bodas. Honorine o un globo con excesivo lastre. Donde mi esposa confunde a Caroline con la Venus de Milo. Sigue la mala suerte: mi primera navegación y los reproches de Honorine. Un Julio Verne mozo de cuerda. El certero ojo de un cazador 107 Capítulo 14/Donde cuento mi providencial descubrimiento de Alian Poe. A punto de perder el tren. Mi hora no había llegado. Segundo viaje, abortado en Dinamarca. Honorine «expulsa». Nadar o de cómo la providencia sabe tocar todas las flautas. «¡El globo..., sólo tu globo!» 114 Capítulo 15/En el que descubro que estoy en un capítulo mágico. Quince necios me rechazan. Hetzel o la mano izquierda de Dios. Mi segunda y escatológica entrevista. «Hágame de esto una verdadera novela.» Donde me caso por ciento veinte mil francos. Ha nacido Julio Verne 120 Capítulo 16/La historia de seis contratos. Despojado de casi todos mis derechos. Tres libros al año durante nueve años. Y los lameculos me acusan de mercantilista. Jamás me arrepentí: Hetzel fue mi segundo padre 123 Capítulo 17/Un juego macabro. Éxito = fracaso. Michel, golpeado a los cuatro años. De cómo nació nuestro mutuo odio. Sanatorio, cárcel y destierro para mi hijo. A los diecisiete años, rumbo a la India. Nadie lo supo: me apuntó con una pistola. Una boda sin mi consentimiento. Rapta a una pianista de dieciséis años. La reconciliación 129 Capítulo 18/En el que hago saber que viajé y mucho. Un barco, la solución para huir de Honorine. ¡Destino burlón!: el Saint Michel II llegó gracias al teatro. Verne «versus» cagalera. Cincuenta y cinco mil francos por el Saint Michel III. Mi último y glorioso crucero por el Mediterráneo 137 Capítulo 19/Uno de mis secretos: Anne. De por qué abandoné París y me instalé en Amiens. «Mi marido se me escapa de las manos.» Anne murió de amor. Verne eligió el «suicidio» por el trabajo. Fue el destino quien me dejó cojo. Sólo lamento la pésima puntería de mi sobrino 145 Capítulo 20/No tengo «negros» a mi servicio. Un as en la manga del destino. El más singular regalo de cumpleaños. Me votaron 8 591 culos de plomo. Mata a ese perro; es un crítico. Aunque lo parezca, nunca escribí para la juventud. ¿Yo, un plagiador? Ni «dios», ni «profeta de la ciencia»: todo estaba inventado. En mi obra falta «alguien» y «algo». ¡Culos de plomo, descifrad mi último enigma! Apéndices 166 Algunas de las muchas cosas que se han dicho sobre Julio Verne 171 Análisis grafológico de Verne 183 Relación de novelas que constituyen los «viajes extraordinarios» de Verne 185 Sucesos destacados relacionados con la vida y obra de Verne 194 Obras consultadas 196 Índice onomástico A Karmen Goizueta, Arsenio Álvarez, Manu Larrazábal, Manuel Audije y Fernando Lara, que conocen el secreto de este libro Puede que el lector considere este libro como un juego o una ensoñación. Acertará y se equivo- cará a partes iguales. ¿O es que existe algo más real que los sueños? INTRODUCCIÓN «... Cementerio de La Madeleine, en Amiens. Viernes, 17 de junio de 1988. 14 horas y 50 minutos. «Enésima parada. Esta vez ante una nueva encrucijada. El equipo fotográfico pesa como una traición. «Sin mover un músculo exploro el ramal que se aventura hacia la derecha. Entre la floresta asoman vetustos mausoleos y un puñado de cruces, acorralados por el olvido. La piedra, humillada por el paso del tiempo, se ha rendido al musgo y a la enredadera. El lugar está pintado por la desolación. Y esa desolación me arrastra como un garfio. »Uno, dos..., tres pasos. De pronto, el instinto (?) me, amarra al suelo. ¿Qué ocurre con el ramal de la izquierda? Ni siquiera le he prestado atención. Giro sobre los talones y repito la exploración visual. A cosa de treinta metros se alza el añoso y susurrante grupo de abetos. Y al pie de la senda, otro cortejo de austeros panteones, la mayoría semiderruida e injustamente atacada por la indiferencia. »La penumbra es densa bajo el pelotón de abetos. Obedeciendo a un sexto sentido, la perforo con la vista. En décimas de segundo, una ola de fuego rompe sobre mi vientre, aturdiéndome. Y una mano blanca, abierta a los cielos, detiene mi respiración. Más rápido que la razón, el corazón intuye y la ola de fuego y de sangre se levanta por la espalda, erizando mis cabellos. Al pie de los abetos hay un "hombre" de mármol blanco. Un "hombre" desnudo que, a pesar de su inmovilidad de piedra, batalla por escapar de su tumba. Y desde su brazo derecho, disparado al sol, parece gritarme. »¡Es él! ¡Es Verne! ¡Es el gran maestro!...» Extraño. En realidad, toda esta historia es muy extraña... Mi destino, al menos por el momento, aparece íntimamente ligado a los cementerios. Muchas de mis investigaciones han arrancado, discurrido o finalizado en los más remotos e impensables camposantos del mundo. Y si he de fiarme de los proyectos que se agitan en mi atormentado espíritu, esas correrías alrededor de tumbas y panteones apenas si han comenzado. Pero en esta ocasión había «algo» más. “Algo» singular... A la lógica ansiedad por verificar cuanto llevaba descubierto e intuido, se unía una honda emoción. Si no recuerdo mal, ésta era la primera vez que mis sentimientos personales se instalaban en el ojo de una investigación. Durante algún tiempo bregué por aislarlos. Fue inútil. Y hoy, 19 de julio de 1988, semanas después de iniciadas las pesquisas, mi corazón se debate aún en la zozobra. Algo estaba muy claro: aquel «encuentro» con los restos mortales de Julio Verne era mucho más que un simple «encuentro»... Pero, como me sucede con frecuencia, debo frenar mis impulsos e intentar guardar cierto orden en la pequeña-gran historia que me dispongo relatar. Una historia que, quizá para los menos avisados, pueda parecer alejada de los temas en los que habitualmente me muevo. Todo lo contrario. Esta tímida y parca aproximación a la vida, sentimientos e inquietudes del genial Verne se halla íntimamente asociada a muchos de mis trabajos y vivencias. Aquellos que lean entre líneas y, sobre todo, quienes descifren los enigmas sepultados en este libro averiguarán por qué. Lo he repetido hasta la saciedad. Y lo siento por los racionalistas: servidor no cree en la casualidad. Este pobre diablo sentimental sí está convencido, en cambio, de la «causa-lidad». Y digo yo que fue una de esas «causalidades» de la vida (minuciosamente programadas por el destino) la que me condujo hasta Julio Gabriel Verne. Si mi pésima memoria no me traiciona, todo empezó a mediados de 1987. Mi amigo y editor Lara tiene la sabia costumbre de no insinuar siquiera los temas que debo abordar. Pero en esta oportunidad los cielos tenían otros planes. Y por primera vez en mi ya dilatada asociación con Planeta me vi envuelto en un proyecto que, a decir verdad, no me hizo muy feliz. El trabajo era fascinante, sí, pero me forzaba a congelar otras investigaciones. Lara deseaba poner en pie una nueva colección —«Memoria de la Historia»—, en la que se estudiara a fondo una atractiva secuencia de personajes y sucesos de interés mundial. Cada escritor era libre de escoger el tema o protagonista que deseara. Mi resistencia —todo hay que decirlo— tampoco fue granítica. Y sin saber muy bien lo que hacía, acepté. En aquellos momentos no podía sospechar que el destino estaba a punto de burlarse de quien esto escribe... Durante semanas alterné las investigaciones ya en marcha con una frenética búsqueda del personaje histórico en cuestión. El problema resultó irritante. Mi pasión por la historia me hacía saltar de siglo en siglo y de figura en figura, desconcertado y desesperado ante el inmenso horizonte. Pero el plazo de entrega del volumen (enero-febrero de 1988) se agotaba, y en diciembre de 1987 no tuve más remedio que sentarme a escribir. Por obligada eliminación, la larga lista de protagonistas de la historia quedó reducida a Nerón, Herodes el Grande, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel y Juan el Evangelista. La elección seguía siendo comprometida. Curiosamente, el nombre de Verne ni siquiera había sido incluido en los primeros tanteos. Entiendo que es importante dejar bien sentado el presente punto: en 1987 «yo no sabía nada» de la vida de Julio Verne. Como supongo le ha sucedido a casi todo el mundo, durante mi infancia y adolescencia disfruté con la lectura de algunas de sus obras. Ésa había sido mi única relación con el misterioso bretón. En otras palabras: ninguna. Mejor dicho, hacia el verano u otoño del mencionado año de 1987, cuando me encontraba inmerso en la confección de las primeras listas de posibles candidatos al proyecto de la nueva colección, una querida amiga, Karmen Goizueta, excelente traductora y una de las pocas astrólogas serias que conozco, me insinuó el nombre de Julio Verne. Pero la sugerencia fue tan sutil que, sinceramente, me olvidé. Hoy, transcurrido un año desde aquel «toque de atención», creo comprender por qué pasé por alto tan importante personaje. Los cielos, como digo, tenían otros planes para este aprendiz de casi todo... No había llegado «mi hora». O quizá debiera referirme a la «hora de Verne». Y dejándome arrastrar por la intuición (?), puse manos a la obra, volcándome sobre Juan el Evangelista, «el hijo del trueno». Y el destino, una vez más, se burló de mí. A los pocos días de iniciada la operación de ensamblaje de la vida del discípulo amado de Jesús, el ambicioso proyecto naufragó estrepitosamente. No había, no hay, los suficientes datos históricos como para elaborar una biografía mínimamente digna y rigurosa. Faltó poco para que, consumido por la desesperación, saltase de aquel barco recién encallado y abandonase el proyecto. Fue entonces cuando, fulminantemente, esa “fuerza» que siempre me acompaña hizo girar el timón, reflotando el buque y empujándolo hacia aguas imprevistas. Hasta hoy no me he atrevido a revelar el secreto de El testamento de san Juan. Durante cuarenta días, tiempo invertido en su construcción, fui especialmente sumiso a esa «fuerza», «abriendo los canales de la mente» y dejando que una mansa y generosa «lluvia informativa» empapara mi corta inteligencia. Así nació El testamento de san Juan. Como decía el Maestro, quien tenga oídos, que oiga... Este libro, ahora lo sé, era necesario, justamente entre el Caballo de Troya 3 y el próximo y quién sabe si último Caballo de Troya 4. Por supuesto, no aspiro a que esta confesión llegue a ser entendida por todos. Como era de esperar, El testamento de san Juan, un libro duro, críptico y especialmente cargado de esperanza, distaba mucho de ser un trabajo histórico, en el más puro sentido de la expresión. Yo lo sabía y acepté de buen grado la cariñosa reprimenda de Rafael Borràs, director literario de Planeta. El testamento no fue incluido en la colección «Memoria de la Historia», volando en solitario. Por espacio de unas semanas —lo confieso— me sentí liberado. Al fin perdía de vista el aparentemente incómodo proyecto. Y reanudé entusiasmado las decenas de investigaciones que, espero, lleguen a materializarse en otros tantos volúmenes. (Definitivamente, no tengo arreglo. A pesar de mis casi cuarenta y dos años, mi ingenuidad no conoce límites. ¿Cuándo aprenderé que el destino es inexorable?) En marzo de 1988, ante mi sorpresa, el editor volvió a la carga. Por suerte para todos, la familia Lara no cree en demasía en esas “fuerzas cósmicas» en las que uno sí cree y confía y a las que me refería anteriormente. A pesar de ello, aunque no puedo demostrarlo, estoy convencido de que la insistencia de Fernando Lara para que volviera a engancharme a «Memoria de la Historia» formaba parte de esos «planes superiores», de los que ni él ni yo somos muy conscientes... todavía. Creí desfallecer. Esta vez, en una de nuestras periódicas conversaciones en Barcelona, mi reacción fue más contundente. En mi mesa de trabajo se hallaba dispuesto — ¡e iniciado!— el segundo de los volúmenes de la serie «Los humanoides», «causalmente» aplazado una y otra vez. Lara me dejó hablar. Finalmente, con una picara sonrisa, me hizo ver que ese libro podía seguir esperando. Minutos más tarde abandonaba su despacho, después de haberle prometido formalmente (aún no me lo explico) que la biografía en cuestión entraría en la editorial antes del 15 de setiembre de 1988. En tales momentos pensé que mi claudicación obedecía a una sola razón: al afecto que profeso a los Lara. Obviamente había mucho más. Detrás de todo aquello —¡cómo no! — , quien tejía y destejía era el destino. Sin yo sospecharlo, todo se hallaba a punto para que este torpe y «miope» ser humano descubriera “algo» de suma trascendencia para su futuro. “Algo» que debía llegar... en su momento. «Algo» que marcaría mi trayectoria profesional, convirtiendo 1988 en un año clave. «Algo» que me asusta y que ha potenciado los motores de la ilusión. Pero vayamos por partes. Recuerdo que aquellos días de marzo resultaron especialmente penosos. Desalentado, comprobé que estaba prácticamente como al principio: sin personaje, sin tiempo y sin coraje para atacar el proyecto. Una vez más, el sentido de la responsabilidad y la disciplina salieron al paso, empujándome hacia la superficie. Y de las viejas y trabajadas listas brotaron al fin dos nombres: Leonardo y Miguel Ángel. Dos colosos que, dicho sea de paso, a punto estuvieron de rectificar el rumbo de mi vida. Ambos, en mi lejana infancia, polarizaron mi interés, hasta el extremo de que, aún hoy, con veinticuatro libros en mi haber, sigo pensando que «lo mío es pintar». El caso es que, en pleno proceso de localización, estudio y recopilación de documentos y demás materiales históricos en torno a las vidas de esos superhombres, cuando planeaba incluso un obligado viaje de investigación a Italia, una llamada telefónica arruinó mis propósitos. Karmen Goizueta —feliz «instrumento» del destino— hizo sonar mis alarmas interiores. Ella sabe de mis proyectos e inquietudes y, en el momento justo, se dejó llevar por la intuición (?). En aquellos días —¿enésima «causa-lidad»?— se hallaba leyendo un libro de Julio Verne. «Algo» extraño saltó ante sus ojos y, movida por la curiosidad, consultó el horóscopo del bretón. Lo que «vio» la llenó de perplejidad, confirmando sus iniciales sospechas. Dada la «gravedad del descubrimiento» (cuya naturaleza ha sido prudentemente sepultada en los criptogramas contenidos en este trabajo), se entregó a un minucioso y concienzudo análisis, barajando un sinfín de datos y variables. Los resultados fueron abrumadores, desconcertantes y casi mágicos. Sólo entonces se decidió a telefonear y revelarme el hallazgo. «Es menester, por tanto, olvidar mis planes y concentrar toda mi atención en la vida y en la obra de Verne.» ¡Y ya lo creo que mereció la pena! Este segundo «toque de atención» sí daría sus frutos. Y a pesar de mi natural escepticismo, la curiosidad me arrastró a una frenética búsqueda de cuanta bibliografía pudiera existir en el mercado. Horas más tarde caía derribado por la sorpresa. Al principio no di crédito a semejante riada de «coincidencias». Parecía imposible... Pero ahí estaban: frías, objetivas y constatables. Y Leonardo y Miguel Ángel se esfumaron en la sombra, eclipsados por aquel francés del que, repito, lo ignoraba prácticamente todo. Y así, de la noche a la mañana, me vi envuelto en una nueva y maravillosa «locura». Una «locura» de la que no me he repuesto. Una «locura» llamada Julio Verne. Y el destino siguió tejiendo y destejiendo... Entiendo que, antes de proseguir con esta singular historia, quizá sea justo y conveniente que me detenga en el mencionado capítulo de las «coincidencias». El lector se preguntará el porqué de mi aturdimiento al leer la vida de Verne. No se trata, obviamente, del puro y desnudo descubrimiento de una existencia tan agitada como desconocida. Hay algo más. Algo que me ha hecho temblar y que, por pudor, no me atrevo a manifestar abiertamente. Algo «increíble» que, al menos en teoría, me «hermana” con Julio Verne. Esto es todo lo que puedo decir. Serán los criptogramas quienes hablen por mí. Y será la historia quien, en definitiva, tenga la última palabra. El hallazgo de Karmen Goizueta (porque suyo es el mérito) ha modificado mi trayectoria profesional. Y espero que el tiempo venga a confirmar cuanto ahora escribo. Que no se alarmen quienes han tenido la santa paciencia de seguir mis correrías y pesquisas tras los ovnis y demás fenómenos misteriosos. Continúo y continuaré en esos frentes, al menos hasta que la providencia lo estime oportuno. Mi «encuentro» con Verne y con su ciclópea obra ha dado un nuevo y luminoso sentido a esa otra parcela de la narrativa, apenas estrenada con los Caballos de Troya y La rebelión de Lucifer. Y el medio centenar de libros que flotaba anárquicamente en mi cerebro se ha visto repentinamente «enmarcado» y «ordenado» en un gigantesco y ambicioso proyecto, que bien podría lucir el título general de Nuevos viajes extraordinarios. Sólo por esto ya ha merecido la pena reencontrar a Verne. Es curioso, pero durante años, y así lo manifesté pública y privadamente, uno de mis sueños fue «superar, si no en calidad, sí en número, los sesenta y cinco volúmenes que forman los "Viajes extraordinarios" del genial vecino de Amiens». Aquello fue dicho, en broma y en serio, mucho antes de que el destino, en 1988, me situara tras el rastro del gran maestro. ¿Premonición? Que el lector saque sus propias conclusiones... Pero las «causa-lidades» no habían terminado. A lo largo de aquel mes de marzo, una vez devorada la escasa bibliografía existente en España, todo mi afán se dirigió a la localización de especialistas y de nuevos textos. Francia, por supuesto, era un capítulo obligado en la investigación. Allí tiene su sede la Sociedad Jules Verne, consagrada desde 1935 al estudio de la vida y de la obra del supuesto escritor de aventuras. Allí, en suma, podía encontrar lo más granado de las biografías trazadas hasta hoy. Y he dicho bien: «supuesto escritor de aventuras». Creo no equivocarme al afirmar que la mayoría de los lectores de Verne estamos en un error. Sus obras han sido etiquetadas como un «oxigenante divertimento». Nada más. Pues bien, conforme fui profundizando en el conocimiento de aquel bretón, una de las más gratas sorpresas consistió en el descubrimiento del verdadero sentido de muchos de sus libros. Verne no fue un simple divulgador de la ciencia y de la técnica del siglo XIX y, muchísimo menos, un mero narrador para jóvenes y adolescentes. Sus libros están concebidos con una segunda y secreta intención. Esa espléndida técnica narrativa no es otra cosa que una argucia —forzada por las circunstancias de la época— que esconde un críptico y múltiple mensaje iniciático. Atónito y alborozado, fui comprendiendo: Verne era otro «loco maravilloso», profundamente enraizado en el mundo del esoterismo y de la simbología. Estas sospechas terminaron por fraguar a raíz de otro viaje a Barcelona. Un viaje que, aparentemente, nada tenía que ver con Verne. Recuerdo que una mañana de aquel mes de marzo, viajando desde Sabadell a la Ciudad Condal, un buen amigo, José Antonio Carmona, se interesó por mis proyectos. Al hacerle partícipe de mis recientes inquietudes, anunció complacido que allí, justamente en Barcelona, vivía una de las grandes especialistas en la obra de Verne. Y el destino, imprevisible, me puso en contacto con Isabel Gracia, profesora de francés y, en efecto, una de las más serias y documentadas «vernianas» del momento. Días más tarde, en abril de este decisivo 1988, Isabel Gracia y Antonio Blanco, su marido, en compañía del matrimonio Carmona, arrojaron nueva luz sobre mi corazón. En una apacible y gratísima velada, Isabel me abrumó con su erudición y con sus extensos conocimientos sobre la vida y la obra de Verne. Estaba en lo cierto: por debajo del Viaje al centro de la Tierra, La jangada, Veinte mil leguas de viaje submarino, etc., palpita todo un mundo mágico-misterioso, repleto de símbolos, sugerencias y «segundas lecturas». Verne, por supuesto, había sido un iniciado. Aquella instructiva reunión no fue, sin embargo, todo lo positiva que yo hubiera deseado. Me explico. En 1988, a los ochenta y tres años del fallecimiento del genial autor, el volumen de biografías, ensayos y análisis sobre su vida y obra es tal que, en opinión de los «vernólogos», apenas si quedan lagunas o resquicios importantes por explorar. Todo o casi todo está escrito, analizado y enjuiciado. Verne ha sido colocado una y mil veces bajo el microscopio de los investigadores, críticos e historiadores. ¿Qué podía aportar este desconcertado y modesto español? Isabel Gracia dio en el blanco de mi inquietud cuando, en el transcurso de la inolvidable cena, formuló una sutil y certera pregunta: «¿Qué buscas en Julio Verne?» Confuso, argumenté sin excesiva convicción: «Es posible que busque respuestas... personales.» Pero esto, pensando en los posibles lectores, en modo alguno podía justificar mi trabajo. El «hallazgo» de Karmen Goizueta era impublicable. Pocas personas lo hubieran comprendido. Si en verdad deseaba colaborar en la colección «Memoria de la Historia», tenía que esforzarme por encontrar algo inédito, original y de cierto valor en la supuestamente trillada vida de Verne. Algo objetivo y, sobre todo, de interés general. La empresa no era fácil. Y una vez más lamenté no ser anglosajón. Tanto en Estados Unidos como en Alemania, Gran Bretaña o en cualquier otro país medianamente civilizado, un investigador que se precie dedica a su labor «el tiempo necesario». En España, de momento, eso es impensable. ¿Qué escritor europeo, por ejemplo, se hubiera comprometido a sacar adelante una obra tan compleja como Caballo de Troya en cien días? Paradójicamente, Julio Verne sí me habría entendido. Pero las cosas son como son y, a pesar del escaso tiempo disponible, acepté el reto. Los que me conocen un poco saben que ésa precisamente es una de mis debilidades. «Además —me consolé—, estaba el destino.» (No sé si es hora ya de sustituir esa palabra por otra mucho más exacta: providencia.) Destino o providencia me habían embarcado en esta apasionante aventura y, así lo creí desde el primer momento, el destino o la providencia me conducirían... Algo brillaba con nitidez por aquel entonces. La investigación se había desdoblado. Por una parte me sorprendí a mí mismo trabajando en un terreno puramente personal, lógica consecuencia del increíble descubrimiento de la astróloga. Verne había pasado a ser casi de mi propiedad. Por otro lado seguía presente mi compromiso con el editor, que me forzaba a una búsqueda fría y objetiva. Hoy, al redactar estas impresiones, no sé dónde empieza lo uno y dónde muere lo otro. Durante casi tres meses viví por y para Julio Verne. Llegué a verlo hasta en sueños... Abrí su vida hasta donde me fue posible, diseccionando y escrutándolo todo: su infancia, sus relaciones familiares, sus amores, su frustrada vocación marinera, su intensa y bohemia etapa parisina, su cambio de rumbo profesional, la providencial aparición de Hetzel, su editor, su faraónico proyecto literario, sus frustraciones y amarguras y, en fin, su complejo y solitario crepúsculo. Y me transformé en una especie de insaciable coleccionista de todo cuanto pudiera llevar el sello, el estilo o el nombre de Verne. Lenta pero firmemente, el genial francés fue conquistando terreno en mi biblioteca y en mi corazón. Goizueta se había quedado corta en sus audaces manifestaciones. Aquella vida resultaba harto familiar para quien esto escribe... Pero, como digo, necesitaba una pista, una base, que me permitiera ofrecer un trabajo mínimamente digno. Y esa «luz» se hizo a finales de abril. No necesité mucho tiempo para descubrir que el amigo Verne era un fanático de los enigmas y criptogramas. Amén del esoterismo y de la simbología que rezuman sus libros, éstos se hallan cuajados de retruécanos, juegos de palabras, números secretos, jeroglíficos, anagramas y logogrifos. Aquella afición me dio que pensar. Esta peculiar característica del estilo verniano, unida a un oscuro suceso ocurrido, al parecer, hacia 1898, cuando Verne rondaba los setenta años de edad, me puso en lo que yo, entonces, estimé como «el buen camino». Aunque los biógrafos, como sucede en otros capítulos de su vida, no terminan de coincidir, parece que, en la referida fecha, por razones muy poco claras, Julio Verne destruyó o hizo desaparecer buena parte de sus libros de cuentas, papeles personales, cartas y entre ¡tres mil y cuatro mil criptogramas! En un hombre tan meticuloso y amante de sus archivos (lo sé por propia experiencia), aquello no encajaba. Por muy grave que fuera la hipotética depresión de Verne, veo difícil que se deshiciera del fruto de tantos años de trabajo e investigación. Para un escritor del corte del infatigable bretón, «sus papeles» son su vida. Su destrucción, casi con seguridad, hubiera supuesto la «muerte» del novelista. Y Verne —ahí están sus libros para confirmarlo— siguió trabajando hasta 1905, fecha de su fallecimiento. Una de dos: o la noticia era falsa o «aquello» había sido todo un simulacro, perfectamente orquestado por el enigmático y siempre burlón Julio Verne. De admitir esta última hipótesis, la pregunta obligada es «por qué». ¿Deseaba que se creyera que, en efecto, había hecho tabla rasa de sus archivos? Dada su compleja y retraída personalidad, no es de extrañar. Lo que sí parece cierto es que los «archivos familiares» no existen o, al menos, no han sido hallados. Jean-Jules Verne, nieto del escritor, se ha referido a ello públicamente, asegurando que su abuelo lo destruyó todo, a fin de no alimentar las querellas familiares. El argumento, desde mi punto de vista, es endeble y denota un alarmante desconocimiento de lo que en verdad pudo ser el pensamiento de Verne. ¿Y si el atormentado Julio Verne hubiera escondido sus papeles íntimos, haciendo creer a contemporáneos y descendientes que «quemaba sus naves»? Ahora bien, ¿por qué? Sólo se me ocurrió una más que lógica respuesta: para eliminar o dificultar el acceso a sus múltiples secretos. La vida de Verne (lo adelanto ya) es una continua sorpresa. Él fue una sorpresa, una permanente contradicción y un espíritu en constante lucha consigo mismo. Por supuesto que arrastraba «secretos»... de toda índole. Pero había algo más. Leyendo y analizando sus obras y lo poco o mucho que de él se sabe, salta a la vista que le encantaba «jugar», disfrazarse y, sobre todo, «disfrazar» sus propios problemas. ¿Qué mejor y más excitante «juego» que intentar burlar a sus semejantes, ocultando lo más íntimo y auténtico de su vida? En 1898 Verne era mundialmente conocido. Sus libros habían sido traducidos a decenas de idiomas y, como es normal en estos casos, los rumores, críticas y noticias sobre su persona y su obra eran tan variopintos como abundantes. En el colmo de los colmos se llegó a decir y a escribir que Julio Verne no existía; que no había existido nunca. Que la verdad era otra. Que aquella ingente labor literaria se debía a un nutrido grupo de científicos, historiadores, geógrafos y especialistas en mil y una materias, que habían constituido una sociedad mercantil denominada «J. Verne». Ante semejante estado de cosas, otro escritor, seguramente, se hubiera pronunciado, saliendo al paso de tanta maledicencia. Verne era distinto. Su estilo era otro. «Quizá lo hizo —me repetía a mí mismo—, pero a su manera...» Quizá dejó esas «memorias», con las que todo ser humano aspira a cerrar su existencia. Quizá esos papeles secretos estén aún por descubrir... Quizá el extraño y dudoso incidente de 1898 sólo fue el principio del más endiablado enigma ideado por Verne. Un criptograma en el que se autosepultó, a buen recaudo de necios y malintencionados. Esta tormenta de conjeturas y suposiciones fue alimentando mi insaciable curiosidad, autoconvenciéndome de que «todo aquello» tenía sentido. La técnica novelística verniana, además, parecía darme la razón. Sus libros fueron concebidos con gran meticulosidad. Jamás iniciaba una obra sin programar el final. El sospechosamente pregonado suceso de 1898 se me antojó algo así como el arranque de una de sus novelas. Verne deseaba dejar su «testamento espiritual», pero, haciendo honor a su estilo, ocultándolo. Cabía la posibilidad incluso de que, con el fin de despistar o desmoralizar a los curiosos, hubiera sacrificado en verdad sus cuadernos de cuentas, cartas, etc., revistiendo el hecho de una cierta verosimilitud. Pero ¿quemó realmente los documentos confidenciales en los que revelaba sus más íntimos secretos? La intuición me decía que no. En este caso, si mis sospechas eran correctas, ¿cuál era la clave para despejar el criptograma? Es más: ¿en qué consistía el criptograma? Durante días viví obsesionado por estas preguntas, perdiéndome y atascándome a cada paso. Repasé una y otra vez las biografías y las más destacadas obras del bretón. Muchos de los «vernólogos», en efecto, hablan de los secretos de Verne, pero, que yo sepa, ninguno ofrece soluciones específicas y concretas y, mucho menos, garantías de que el «testamento espiritual» fuera una realidad objetiva. ¿Y si estuviera sufriendo un espejismo? El agotamiento y los nervios me debilitaron hasta el punto de que, como me ha ocurrido en otras ocasiones más o menos parecidas, me fui transformando en un ser huraño, ajeno a cuanto no fuera Julio Verne. Pero la providencia es sabia y actúa siempre en el momento justo. Lo único medianamente claro que aparecía ante mí en aquellos atroces días eran dos fechas: 1898 y 1905. La primera, digámoslo así, representaba el «punto de partida» del supuesto enigma. La segunda, la muerte del escritor. Por pura lógica, la posible pista tenía que guarecerse en alguno de esos siete años. Pero ¿en cuál, y sobre todo cómo, bajo qué título, dígito, frase o texto? Revisé con lupa los once libros publicados entre las mencionadas fechas, pero, ¡torpe de mí!, sólo multipliqué mi confusión. Y a punto estaba de abandonar cuando, a finales del mes de abril, una «luz» me devolvió la esperanza. A veces ocurre. Uno circula arriba y abajo, rozando una frase o una palabra, sin advertir su auténtico significado... Los biógrafos, en efecto, hacen referencia a una poética sentencia. Una frase que, desde mi modesto punto de vista, destila poesía, sí, y «algo» más... En el fondo era decepcionante. La mayoría de los «vernólogos» acepta que Verne fue un iniciado; es decir, que estaba en posesión de verdades o enseñanzas ocultas. Y admiten igualmente que sus obras maestras están escritas en clave, que pudo pertenecer a una determinada escuela esotérica y que, incluso, varios de sus libros fueron «dirigidos» por los «sumos sacerdotes» de esa secreta hermandad. Pues bien, a pesar de este unánime reconocimiento, los especialistas han pasado por alto el más que probable significado cabalístico de su epitafio: «HACIA LA INMORTALIDAD Y LA ETERNA JUVENTUD.» Ésta, al parecer, era la sentencia esculpida en la tumba de Verne, en el cementerio de La Madeleine, en la ciudad francesa de Amiens, al norte de París. No sabría explicar con precisión por qué me detuve en dicha frase. Mis investigaciones están repletas de situaciones gemelas. ¿Intuición? ¿Olfato periodístico? ¿Quizá cierto conocimiento del estilo de Verne? ¿O fue el destino? Hoy, al rememorar mi singular aventura en Amiens, me inclino a creer que la providencia estaba al quite... La cuestión es que, al planear sobre el referido epitafio, experimenté una especie de sacudida interior. Y fue como si la «fuerza» que siempre me acompaña abriera mis ojos. «Aquello..., sí, aquello no era normal.» ¿Qué pintaba semejante frase en el túmulo de Verne, cerrando así su existencia terrenal? Dudé, claro está. Quizá me equivocaba de nuevo. Quizá aquellas siete palabras no guardaban otra intención que la de manifestar un íntimo deseo. «Hacia la inmortalidad...» Sí, Verne lo había logrado: sus obras le han inmortalizado. Pero ¿cuál podía ser la auténtica interpretación de «eterna juventud»? Allí había «algo» que no terminaba de cuadrar. ¿Me hallaba, al fin, ante la ansiada y siempre supuesta pista? Si así era, el epitafio tenía que ser idea del propio Verne. Y mi imaginación se desbocó. Aquél parecía su estilo: sugerente y hermético. Poco a poco fui entusiasmándome. ¿Qué mejor lugar que su tumba para «enterrar» su gran criptograma final? Conociendo su obsesión por los detalles y su extrema minuciosidad, resultaba verosímil que —al maquinar el diabólico juego— hubiera tenido en cuenta los pormenores de su sepultura. Y con la fascinación con que aquel hombre se entregaba a la confección de sus libros, así caí yo en las redes de este jeroglífico. El tiempo se detuvo. Sinceramente, no tengo conciencia de las horas y de las jornadas invertidas en el análisis del epitafio. Presa de una febril actividad, edifiqué e imaginé incluso los hipotéticos pasos dados por Verne, a la hora de planear su pequeña-gran «venganza»: «1898 y la verdad (a medias) de la destrucción de sus papeles habrían sido el señuelo. A partir de entonces, Julio Verne pudo proceder al ocultamiento de su "testamento espiritual", quién sabe dónde y a la espera de tiempos y generaciones mejores. Por último, siempre alrededor de ese año de 1898, el escritor se habría entregado a la secreta planificación de la postrera fase del gran equívoco: el criptograma propiamente dicho. Y quizá —¿por qué no?— concibió el epitafio que debería campear sobre su sepultura...» Semejante lucubración —en la que llegué a creer sin reparos— tropezaba, sin embargo, con serios escollos. Por razones obvias, todo lo concerniente a los posibles preparativos de su tumba tenía que haber descansado en una o en varias personas de total confianza. Pero ¿en quién? ¿En su familia? Si ese «testamento espiritual» contenía sus más íntimas vivencias y pensamientos, ni Honorine, su esposa, ni Michel, su hijo, deberían asomarse a él. Tiempo habrá de comprobar por qué. No, los parientes de Verne no podían ser los destinatarios de un legado tan comprometido. En consecuencia, los detalles de su tumba tuvieron que ser pactados con alguien ajeno a su círculo familiar. Alguien que comprendiera y compartiera sus inquietudes. Alguien que, como Verne, fuera un iniciado. Que yo sepa, su mujer se mantuvo siempre alejada de estas «especiales creencias» del esotérico Verne. Y otro tanto sucedió con Michel, su único hijo. El hecho de que Julio Verne no dejara escrita noticia alguna sobre su túmulo funerario reafirmó mis sospechas. Los últimos años de su vida fueron especialmente complejos. Se tornó receloso, solitario y más enigmático que nunca. En ese estado emocional, dudo mucho que dejara entrever siquiera sus secretas intenciones. Incluso, aunque se hubiera permitido hablar con Honorine o con su hijo del epitafio que deseaba para su última morada, nada de lo subterráneamente planificado habría cambiado. De todas formas, como digo, por una elemental prudencia, Verne tuvo que silenciar su «juego». Si la familia, sus amigos o los miles de lectores hubieran sospechado que la tumba del genial bretón encerraba un postrer enigma, ¿quién puede decir lo que habría sucedido? Atemorizada, Honorine podría haber modificado los deseos de su marido, levantando una sepultura totalmente distinta a la que hoy, gracias a los cielos, puede admirarse en Amiens. No, semejante «operación» tuvo que ser conducida con tanta reserva como sutileza. Un solo paso en falso habría arruinado quizá el último, astuto y trascendente criptograma del «más desconocido de los hombres», según sus propias palabras. El confidente, en suma, tuvo que ser alguien «especial». Alguien lo suficientemente capacitado para ejecutar su voluntad. Alguien más joven que Verne que, en teoría, le sobreviviera y pudiera responsabilizarse de la materialización de su tumba. Alguien, sobre todo, que estuviera en su misma línea iniciática. Alguien que, además, no hiciera excesivas preguntas. Alguien fiel y amigo. Este personaje, sin lugar a dudas, podría haber sido Paul Verne, su hermano y confidente. Pero Paul, curiosamente, había fallecido en 1897, un año antes de la supuesta destrucción de sus papeles íntimos. Mis sospechas recayeron desde el primer momento en Albert Roze, escultor y amigo incondicional de Verne. El 24 de marzo de 1905, fecha de la muerte del escritor, Roze contaba cuarenta y cuatro años de edad. Hacía prácticamente once que conocía a Verne. Ambos residían en la misma ciudad, en Amiens. En 1894, el destino hizo que coincidieran en diferentes reuniones y tertulias y Verne se interesó por Roze; en especial por su obra La primavera, expuesta junto al reloj de la plaza Gambetta. Esta amistad se vio fortalecida por una mutua y limpia admiración y, muy especialmente, por una común inclinación hacia el mundo de la simbología esotérica. He aquí uno de los factores determinantes que avalan mi hipótesis. Si Roze, como Verne, no hubiera navegado por el secreto océano del ocultismo, quizá los planes del novelista hubieran variado sustancialmente. Esa compenetración y afecto debieron de florecer hasta el punto de que Albert Roze fue el único autorizado por la familia para acceder al lecho mortuorio y trabajar en la mascarilla del difunto Julio Verne. Años atrás, hacia 1895, Roze había esculpido ya un busto del escritor. Una escultura de mármol, mencionada por C. Lemire en 1908, que perteneció a la familia Verne y de la que nada se sabe. Éstos, por supuesto, no fueron sus únicos trabajos sobre Julio Verne. El 8 de mayo de 1909 fue inaugurado en Amiens el conjunto denominado Petits jardins, en honor a Verne, que representa a los hijos de Thorel y Michel, consejero de la corte y jefe de la biblioteca municipal, respectivamente, leyendo Veinte mil leguas de viaje submarino. Ambos eran excelentes amigos del creador del capitán Nemo. Pero, a mi entender, la pieza clave en este galimatías era otra obra maestra de Roze: el conjunto escultórico del cementerio de La Madeleine. Allí, según mis noticias (basadas en los trabajos de dos de los biógrafos), podía leerse el enigmático epitafio. Allí, en la tumba de Verne, tenía que ocultarse la clave o las claves del irritante enigma. Mi viaje a Francia era obligado. Ahora ya no sé qué pensar. Como dije en su momento, esta historia es muy extraña. Por razones aparentemente ajenas a mi voluntad, ese desplazamiento a Amiens quedó pospuesto. Una súbita llamada de José Manuel Lara, mi editor, me catapultó a América, arrancándome (a medias) del intenso proceso de investigación en el que me debatía. Y digo «a medias» porque, a pesar del agotador periplo americano, Julio Verne llenó mi equipaje, ocupando buena parte de mi tiempo y de mis pensamientos. Días antes de la inesperada y «causal» invitación de Lara, yo acababa de inaugurar un segundo y fascinante capítulo en el seguimiento del supuesto criptograma verniano. Convencido de que el epitafio guardaba un oculto y decisivo mensaje, me encadené a la frase en cuestión, en un entusiástico empeño por desentrañar su secreto. Mis planes eran tan simples como optimistas: en primer término, despejar el enigma de «Hacia la inmortalidad y la eterna juventud». Acto seguido, con todos los triunfos en la mano, «peinar» Amiens, donde, a buen seguro, rescataría los papeles íntimos de Verne. (En ocasiones, mi ingenuidad es conmovedora...) Y así transcurrieron los últimos días de aquel fatigoso abril. El «desguace» del epitafio fue planificado «al estilo verniano». En otras palabras, atacando el siempre supuesto criptograma tal y como lo hubiera hecho Julio Verne. Era menester introducirse en su piel y en sus pensamientos. Sólo así estaría en condiciones de superar el desafío. Y las horas fueron inmoladas sin misericordia, dibujando toda suerte de cábalas y combinaciones. Primero, naturalmente, sobre el texto original, en francés: «VERS L'IMMORTAUTÉ ET L'ÉTERNELLE JEUNESSE.» Después, sabedor de la especial atracción de Verne hacia el latín de Virgilio, sobre la pertinente versión latina: «Ad inmortalitatem aeternamque iuventutem.» Los primeros asaltos concluyeron en sendos fracasos. El epitafio, como era de esperar, se resistía. Impaciente, opté por trabajar con la traducción latina. Con la inestimable ayuda de mi buen amigo Arsenio Álvarez, catedrático de latín y hombre de envidiable erudición, la frase fue diseccionada hasta el límite. Los resultados tampoco arrojaron excesiva luz. Descubrimos, eso sí, una curiosa y, en cierto modo, esperanzadora circunstancia. El epitafio, en latín, guardaba una relativa cadencia métrica, típica de la Eneida de Virgilio. Concretamente, lo que se conoce como «hexámetro espondaico». A pesar de su pequeñez, el indicio me llenó de alegría. Verne gustaba de estas aproximaciones a las obras de Virgilio. ¿Era casualidad que el epitafio, una vez vertido al latín, presentara semejante cualidad? Obviamente, no. La coincidencia resultaba tan improbable como sospechosa. Y sin saber muy bien hacia dónde me dirigía, me embarqué en un paciente y laberíntico rastreo de nuevas pistas. Las cinco palabras latinas fueron alteradas, descompuestas y manipuladas, jugando —como quizá lo hubiera hecho Verne— con las más locas fórmulas de aliteración, retruécanos, lectura metafórica, inversión de sílabas y letras y un largo y cansino etcétera. Fue el paciente y minucioso Arsenio quien, al final, rizando el rizo, dio con la única frase que presentaba un confuso y lejano sentido: «Pues siendo tú sombrío, que te ayuden en tal muerte hacia el Hades.» Ni qué decir tiene que el problema, lejos de apaciguarse, se encabritó como un potro salvaje. A los pocos días me encontré irremisiblemente perdido y, lo que fue peor, agotado física y mentalmente. Aquel sinfín de notas y cuadernos emborronados era un callejón sin salida. Mi inteligencia no daba más de sí. Y la lucha a muerte con el epitafio, como digo, me precipitó a un nada recomendable estado emocional, en el que ya me había visto envuelto con ocasión de los Caballos de Troya. Mi obsesión fue tal que, en las breves y contadas salidas «al exterior» —es decir, a la civilización—, mi comportamiento hubiera podido equipararse al de un autómata. Caminaba, conducía mi automóvil o dialogaba con las personas, con el pensamiento hipotecado por aquella frase. Supongo que mi mirada, del todo ausente, tuvo que extrañar y preocupar a mi familia. Y así habría continuado de no haber sido por la referida y providencial llamada del editor. El destino, meticulosamente atento, supo arrancarme de tan nefasto manicomio, lanzándome a miles de kilómetros. Y es que, en el fondo, ahora lo sé, lo verdaderamente importante de esta aventura no era el epitafio, ni el posible criptograma, ni el «testamento espiritual» de Verne, ni tan siquiera la elaboración del presente libro... La clave de mi «causal» encuentro con el escritor galo era otra. Una clave que, curiosamente, aparecería en mi desmoralizado corazón... en el momento justo. Una «señal» (otra) que, por sí misma, justificaba mi loca investigación en torno a Verne. Fue a treinta y tres mil pies de altura, sobre el Atlántico, cuando, como un flash, aquella «luz» me hizo comprender. ¿Y por qué no tomar el relevo? ¿Por qué no intentar seguir los pasos de Verne, aproximando la ciencia y la técnica del siglo XX a la literatura? ¿Por qué no finalizar lo que él dejó inconcluso? ¿Por qué no resucitar los «viajes extraordinarios»? De hecho, más modestamente, ya había iniciado el camino. Los «viajes» de los Caballos de Troya y de La rebelión de Lucifer —sin yo proponérmelo— encajaban en el mundo de Verne. Él, quizá, de haber conocido a Einstein, también se hubiera aventurado en un «viaje» en el tiempo... De esta forma, como queda dicho, germinó y floreció en mí un proyecto que, si Dios lo quiere, no tendrá fin: los «nuevos viajes extraordinarios». La idea (demasiado hermosa para ser mía) fue depositada en mi espíritu «en el momento justo». Para un racionalista, esta sucesión de «causa-lidades» puede que sólo sea una pérdida de tiempo o el fruto de una mente más o menos soñadora. Es posible. Para mí, estos pequeños-grandes «detalles» (obra de la providencia) son dignos de análisis. La crucial “idea», insisto, fue tomando cuerpo en mi corazón, devolviéndome la serenidad y, muy especialmente, la ilusión. Y los fracasos, el sentimiento de derrota y la confusión se fueron a pique. Creo no exagerar si afirmo que, a mi regreso de América, me sentí un hombre nuevo, pletórico de ideas y ansioso por abordar este gigantesco proyecto. Pero el destino —¡cómo no!— seguía tejiendo y destejiendo... De momento, a pesar de mi impaciencia, mi misión era otra. Y a mediados del mes de mayo de 1988, con las fuerzas intactas, reemprendí la casi suspendida investigación del epitafio. Digo yo que el renovado entusiasmo puso a punto mi inteligencia, simplificando las cosas. ¿O no fue mi inteligencia? Quién sabe... El caso es que, al volver sobre la frase en francés, y tras algunas jornadas de estéril trabajo, fui a «tropezar» con «algo» que me llamó la atención. En un primer momento, enredado en mil combinaciones, no le concedí importancia. La palabra «immortalité» (inmortalidad) era sinónimo de «eternidad» (al menos desde un punto de vista poético-filosófico). «Éternelle» (eterna) no se diferenciaba mucho de «eternidad». Y este vocablo, a su vez, era comparable a «éternelle jeunesse» (eterna juventud). INMORTALIDAD = ETERNIDAD = ETERNA JUVENTUD... Y, dulce y mansamente, apareció ante mí la palabra mágica: equivalencia. Los tres conceptos, en cierto modo, eran equivalentes. «¿Equivalencia?» Sí, aquél era uno de los procedimientos favoritos de Verne. ¿Qué perdía con probar? Por enésima vez escribí la frase en francés, asignando a cada letra el valor numérico correspondiente, de acuerdo con el alfabeto internacional. Una fórmula tan sencilla como elemental a la hora de construir criptogramas. Supongo que, de haber aparecido otro número, quizá la nueva «vía» de investigación habría corrido idéntica fortuna que las anteriores; es decir, el olvido. Pero la suma de los 37 dígitos arrojó un viejo y familiar número, por el que siento una mezcla de fascinación, respeto e inquietante magnetismo: el «6». (Quien haya leído algunos de mis últimos libros sabrá por qué.) Y la magia de este guarismo me atrapó sin remedio. Desde el prisma del esoterismo, por tanto, “Hacia la inmortalidad y la eterna juventud» (en francés) era equivalente al seis. ¿Y qué simboliza dicho número? Acudí a los tratados de numerología y, lo que hallé, me dejó perplejo. Según los iniciados, el «6» representa al «hombre». Aquello me pareció interesante... Pero, entre otras muchas particularidades, hubo una que me desarmó. Las creencias ocultistas hablan del poder, de la naturaleza y de la simbología de los números. Y afirman que cada ser humano se halla inevitablemente ligado a uno en particular. Ese dígito es la resultante de la conversión a números de cada una de las letras que configuran el nombre de la persona. Y cada guarismo, entre otras «cualidades», tiene asignados unos concretísimos defectos y virtudes, que corresponden, según los ocultistas, a los del individuo. Pues bien, guiado por la curiosidad, me asomé a los rasgos psicológicos de aquellos que se encuentran «asociados» al «6». Estos hombres y mujeres son «especialmente creativos, amantes del confort, de la belleza, de la música y de la armonía». Y cuentan los viejos libros de numerología que, además, «son personas de una meticulosidad exagerada, convencionales y capaces de sacrificar su vida y entorno en beneficio de su obra». Fue como un relámpago. Aquel «retrato», a grandes rasgos, era el de Julio Verne. ¿Cómo era posible? ¿Casualidad? ¿Causa-lidad? A partir de ese momento, todo se precipitó. Recapacité: «Si el epitafio era "equivalente" al "6" y éste, a su vez, simbolizaba a un "hombre" de las características de Verne, ¿a qué conclusión podía llegar?» Inevitablemente, a una sola. Necesariamente, a la que ya intuía: la sentencia y Julio Verne guardaban una estrecha relación. El escritor, como ya mencioné, era un amante de los números y de las equivalencias. Allí, por pura lógica, podía ocultarse «algo»... Y seguí trabajando con los números, siempre según los valores asignados al alfabeto normal o internacional. |