Nadie podía recordar cuando la tribu había co­menzado su largo viaje: el país de las grandes lla­nuras ondulantes que había sido su primer hogar no era ya más




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fecha de publicación17.08.2016
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Expedición A La Tierra

Arthur C. Clarke


Nadie podía recordar cuando la tribu había co­menzado su largo viaje: el país de las grandes lla­nuras ondulantes que había sido su primer hogar no era ya más que un sueño semiolvidado. Duran­te muchos años, Shann y su pueblo habían estado huyendo a través de un país de bajas colinas y res­plandecientes lagos, y ahora se enfrentaban con las montañas. Aquel verano tenían que cruzar las tierras del sol, y quedaba poco tiempo que perder.

El blanco terror que había descendido desde los polos, pulverizando continentes y helando al aire mismo por delante, estaba a menos de un día de marcha tras ellos. Shann se preguntaba si los gla­ciares podrían trepar las montañas del frente, y se atrevía a encender en su corazón una pequeña llama de esperanza. Podrían quizá constituir una barrera frente a la cual incluso el despiadado hielo golpease en vano. En las tierras del sur, de las que hablaban las leyendas, su pueblo tal vez en­contrase por fin un refugio.

Tardaron muchas semanas en descubrir un paso a través del cual pudiera avanzar la tribu y sus animales. A medio verano habían acampado en un solitario valle donde el aire era tenue y las estre­llas brillaban con un resplandor que nadie había nunca visto antes. El verano se iba alejando cuan­do Shann y sus dos hijos salieron a explorar el ca­mino. Treparon durante tres días, y durante tres noches durmieron lo mejor que pudieron sobre las heladas piedras. Y a la cuarta mañana ya no que­daba más frente a ellos sino una suave pen­diente hasta un montículo de piedras grises ele­vado por otros viajeros, hacía ya siglos.

Shann sintió que temblaba, y no de frío, mien­tras caminaban hacia la pequeña pirámide de pie­dras. Sus hijos se habían rezagado, y nadie habla­ba, pues era mucho lo que se jugaba. Dentro de poco sabrían si todas sus esperanzas habían sido traicionadas.

Al este y al oeste, la pared de montañas se cur­vaba como abrazando las tierras del llano. Abajo yacían inacabables kilómetros de llanura ondulan­te, y un gran río serpenteaba a su través formando enormes lazos. Era tierra fértil; tierra en la cual la tribu podría trabajar en sus cultivos, sabiendo que no sería necesario huir antes de la cosecha.

Y entonces Shann levantó sus ojos hacia el sur y vio la ruina de todas sus esperanzas. Pues allí, al borde del mundo, resplandecía la luz mortal que tantas veces había visto hacia el norte: el brillo del hielo bajo el horizonte.

No se podía adelantar. Durante todos los años de huida, los glaciares del sur habían estado avanzando a su encuentro. Pronto serían aplasta­dos entre las movedizas paredes de hielo...

Los glaciares del sur no llegaron a las montañas hasta una generación más tarde. En aquel último verano, los hijos de Shann llevaron los sagrados tesoros de la tribu al solitario montículo de piedras que dominaba la llanura. El hielo, que había an­taño resplandecido bajo el horizonte, estaba ahora casi a sus pies; por la primavera estaría astillán­dose contra las paredes de la montaña.

Ahora nadie entendía los tesoros; procedían de un pasado demasiado distante para la comprensión de ningún hombre. Sus orígenes se perdían en las nieblas que rodeaban la Edad de Oro, y el cómo habían pasado finalmente a poder de esa tribu trashumante, era una historia que ahora nunca sería contada. Pues era la historia de una civiliza­ción que había pasado más allá de todo recuerdo.

En un tiempo, todas aquellas melancólicas reli­quias habían sido guardadas como un tesoro por alguna buena razón, y luego se habían convertido en sagradas, pero su significado se había perdido. La letra de los viejos libros se había desvanecido hacía siglos, si bien mucho era aún legible, si hu­biese habido alguien para leerlo. Pero habían pa­sado muchas generaciones desde que alguien había sabido utilizar un tomo de logaritmos de siete ci­fras, un atlas del mundo, y la partitura de la Séptima Sinfonía de Sibelius, impresa, según re­zaba la cubierta, por H. K. Chu e Hijos, en la ciudad de Pekín, en el año 2021 de J. C.

Colocaron reverentemente los libros en la pe­queña cripta que había sido construida para reci­birlos. Luego siguió una abigarrada colección de fragmentos; monedas de oro y platino, una teleobjetivo fotográfico roto, un reloj, una lámpara de luz fría, un micrófono, la cuchilla de una máquina de afeitar eléctrica, algunas minúsculas válvulas de radio, la escoria que había quedado cuando la gran marea de la civilización bajó para siempre. Todo ello fue cuidadosamente guardado en su lugar de reposo. Luego venían tres reliquias más, las más sagradas de todas por ser las que eran menos comprendidas.

La primera era una pieza de metal de forma ex­traña, del matiz del calor intenso. En cierto modo era el más melancólico de todos aquellos símbolos del pasado, pues hablaba de la mayor hazaña del Hombre, y del futuro que pudo haber conocido. El pie de caoba sobre el cual estaba montado llevaba una placa de plata con la inscripción:

«Encendedor auxiliar del chorro de estribor de la nave espacial Estrella Matutina. Tierra-Luna, 1985 de J. C.»

Luego seguía otro milagro de la ciencia antigua: una esfera de plástico transparente con piezas de metal de raras formas incrustadas en su interior. En su centro había una pequeña cápsula de un elemento radiactivo sintético, rodeado de las pantallas de conversión que desplazaba su radiación hasta la parte baja del espectro. En tanto que el material permaneciese activo, la esfera sería una pequeña estación transmisora de radio que emitía en todas direcciones. Solamente se habían construido unas cuantas de esas esferas, destinadas a ser faros perpetuos de las órbitas de los Asteroi­des. Pero el Hombre nunca alcanzó los Asteroides, y los faros nunca fueron utilizados.

Finalmente había una lata circular plana, muy ancha en relación con su profundidad. Estaba muy bien sellada, y cuando se la agitaba emitía un rui­do. La tradición de la tribu predecía un desastre si jamás era abierta, y nadie sabía que contenía una de las mayores obras de arte de hacía cerca de mil años.

Se había terminado el trabajo. Los dos hombres hicieron rodar las piedras colocándolas en su lu­gar, y comenzaron lentamente a descender la montaña. Incluso al fin, el Hombre había pensado en el futuro, y había tratado de conservar algo para la posteridad.

Aquel invierno las grandes oleadas de hielo co­menzaron su primer asalto a las montañas, ata­cando por el norte y por el sur. Los pies de las colinas fueron avasallados al primer empuje, y los glaciares las pulverizaron. Pero las montañas se mantuvieron firmes, y cuando llegó el verano el hielo se retiró por un tiempo.

Y así, invierno tras invierno, continuó la bata­lla, y el rugido de los aludes, el rechinar de las rocas y las explosiones del astillado hielo llenaron de fragor el aire. Ninguna de las guerras del Hom­bre había sido tan feroz, ni había sumergido al globo más completamente que ésta. Hasta que al fin las olas de la marea del hielo comenzaron a abatirse y a descender lentamente a lo largo de las laderas de las montañas que no habían nunca dominado del todo; a pesar que los pasos y los valles estaban aún firmemente en su poder. La lucha no se había decidido, pues los glaciares ha­bían encontrado un digno rival.

Pero su derrota había llegado demasiado tarde para ser de alguna utilidad al hombre.

Así fueron transcurriendo los siglos, hasta que ocurrió algo que tiene que suceder por fuerza, por lo menos una vez en la historia de cada uno de los mundos del universo, por remotos y solitarios que sean.

La nave de Venus llegó cinco mil años dema­siado tarde, pero su tripulación nada sabía de ello. Desde muchos millones de kilómetros de distan­cia, los telescopios habían visto el gran sudario de hielo que hacía de la Tierra el objeto más brillante del cielo después del mismo Sol. Aquí y allá la deslumbradora sábana se veía manchada por ne­gras motas que revelaban la presencia de monta­ñas casi enterradas. Eso era todo. Los océanos, las llanuras y los bosques, los desiertos y los lagos, todo que había sido el mundo del Hombre, estaba sellado bajo el hielo, quizá para siempre.

La nave se acercó a la Tierra y estableció una órbita a unos mil kilómetros de distancia. Durante cinco días circundó al planeta, mientras las cáma­ras fotografiaban todo lo que quedaba a la vista, y cien instrumentos recogían información que da­ría años de trabajo a los científicos venusianos. No se tenía intención de aterrizar, pues no se veía razón para ello. Pero al sexto día el cuadro cam­bió. Un avisador panorámico, al límite de su am­plificación, detectó la agonizante radiación del viejo faro de cinco mil años. A través de los siglos ha­bía estado enviando sus señales, con fuerza cada vez menor, a medida que su corazón radiactivo iba constantemente debilitándose.

El avisador sintonizó la frecuencia del faro. En el cuarto de mandos, una campana demandó aten­ción. Un poco más tarde, la nave venusiana salió de su órbita y descendió inclinándose hacia la Tie­rra, en dirección a una cordillera que aún emer­gía orgullosa del hielo, y hacia un montículo de piedras grises que los años habían apenas tocado.

* * *

El gran disco del sol ardía ferozmente en un cielo que no estaba ya velado por las nubes, pues las nubes que otrora ocultaran a Venus, se habían desvanecido por completo. La fuerza que había ocasionado el cambio en la radiación solar, había condenado una civilización, pero dado la vida a otra. Hacía menos de cinco mil años que las gen­tes semisalvajes de Venus habían visto el sol y las estrellas por vez primera. La ciencia de la Tierra había comenzado con la astronomía, y lo mismo había ocurrido con la de Venus, y en aquel mundo cálido y rico que el Hombre nunca había visto, el progreso había sido increíblemente rápido.

Quizá los venusianos habían sido afortunados. No conocieron nunca la Edad del Oscurantismo que había mantenido encadenado al hombre du­rante mil años; se evitaron el largo camino indi­recto a través de la química y de la mecánica, y llegaron inmediatamente a las leyes más funda­mentales de la física de la radiación. En el tiempo que el hombre había requerido para pasar de las Pirámides a las astronaves propulsadas por cohe­tes, los venusianos habían pasado del descubri­miento de la agricultura a la misma antigravita­ción, el secreto final que el Hombre nunca había aprendido.

El tibio océano, que todavía contenía la mayor parte de la vida del cálido planeta, proyectaba lánguidamente sus olas contra la playa arenosa. Tan nuevo era aquel continente que incluso las arenas eran gruesas y agudas; el mar no había te­nido aún tiempo de suavizarlas. Los científicos es­taban echados, sumergidos a medias en el agua, y sus hermosos cuerpos de reptiles brillaban a la luz del sol. Las mejores mentes de Venus se habían congregado en aquella orilla desde todas las islas del planeta. No sabían aún lo que iban a oír, ex­cepto que se refería al Tercer Mundo y a la raza misteriosa que lo había poblado antes de la lle­gada del hielo.

El Historiador estaba sobre tierra, pues a los instrumentos que iba a emplear no les gustaba el agua. A su lado había una gran máquina que atra­jo muchas curiosas miradas de sus colegas. Estaba evidentemente relacionada con la óptica, pues lle­vaba un sistema de lentes dirigido hacia una pan­talla de material blanco emplazada a una docena de metros.

El Historiador comenzó a hablar. Recapituló brevemente lo poco que se había descubierto referente al Tercer Planeta y su gente. Mencionó los siglos de investigación infructuosa que habían fra­casado en la investigación de uno solo de los es­critos de la Tierra. Aquel planeta había sido ha­bitado por una raza de gran habilidad técnica; eso, por lo menos, quedaba demostrado por las escasas piezas de maquinaria que habían sido halladas bajo el montón de piedras de la montaña.

-No sabemos por qué se extinguió una civili­zación tan avanzada. Casi con seguridad sabía lo suficiente para sobrevivir un Período Glacial. Debe haber habido algún otro factor del cual nada sabemos. Quizá fue culpa de alguna enfer­medad o de alguna degeneración racial. Ha sido, incluso, sugerido que los conflictos de tribu, endémicos en nuestra propia especie en tiempos prehistóricos, pueden haber continuado en el Tercer Planeta después de la introducción de la tecnología. Algu­nos filósofos mantienen que los conocimientos de maquinaria no implican necesariamente un eleva­do grado de civilización, y que es teóricamente po­sible que haya guerras en una sociedad que posea fuerza mecánica, navegación aérea e incluso ra­dio. Tal concepción es extraña a nuestras ideas, pero debemos admitir su posibilidad, y evidente­mente explicaría la perdición de aquella raza.

»Se había siempre supuesto que nunca sabríamos algo respecto a la forma física de las criaturas que habitaron el Tercer Planeta. Durante siglos nues­tros artistas han estado representando escenas de la historia de aquel mundo muerto, poblándolo de toda clase de seres fantásticos. La mayor parte de tales creaciones se nos han asemejado más o menos, a pesar que se ha indicado con fre­cuencia que el hecho que nosotros seamos rep­tiles no significa que toda la vida inteligente deba necesariamente ser reptil. Ahora conocemos la respuesta a uno de los problemas más desconcer­tantes de la historia. Por fin, después de quinien­tos años de investigación, hemos descubierto la forma exacta y la naturaleza de la vida rectora del Tercer Planeta.

De los científicos allí reunidos se alzó un mur­mullo de asombro. A algunos les tomó tan de sor­presa, que desaparecieron un rato en la comodidad del océano, como acostumbran a hacer todos los venusianos en momentos de tensión. El Historia­dor esperó hasta que sus colegas hubiesen reapa­recido sobre el elemento que tan poco les agrada­ba. Él mismo se sentía cómodo, gracias a las pe­queñas salpicaduras que le llegaban continuamen­te al cuerpo; debido a ellas, podía vivir muchas ho­ras sobre tierra, sin tener que retornar al océano.

La agitación se calmó lentamente y el confe­renciante prosiguió:

-Uno de los objetos más desconcertantes entre los hallados en el Tercer Planeta era un recipien­te metálico plano que contenía una gran cinta de material plástico transparente, perforado por los bordes y arrollado apretadamente formando un carrete. Esa cinta transparente pareció al principio estar desprovista de rasgos característicos, pero al ser examinada con el nuevo microscopio subelectrónico se vio que no era así. A lo largo de la superficie del material, e invisibles a nuestros ojos, pero perfectamente definidas bajo una radiación adecuada, hay literalmente miles de pequeñas imágenes. Se cree que fueron impresas sobre el material por algún procedimiento químico, y que se han desvanecido al correr el tiempo.

»Tales imágenes forman, al parecer, un docu­mento de la vida tal como era sobre el Tercer Planeta en el apogeo de su civilización. No son independientes; imágenes consecutivas son casi idénticas, difiriendo solamente en detalles de mo­vimiento. El objeto de tal grabación es obvio; so­lamente se requiere proyectar las escenas en rápi­da sucesión para crear la ilusión de un movimien­to continuo. Hemos construido una máquina para hacerlo, y aquí tengo una reproducción exacta de la serie de imágenes.

»Las escenas que ahora van a contemplar, nos transportan a muchos miles de años atrás, a los grandes días del planeta hermano. Presentan una civilización muy compleja, muchas de cuyas acti­vidades sólo podemos comprender vagamente. La vida parece haber sido muy violenta y muy enér­gica, y mucho de lo que verán, es bastante des­concertante.

»Es evidente que el Tercer Planeta estaba habi­tado por cierto número de especies, ninguna de las cuales era reptil. Eso es un golpe para nuestro orgullo, pero la conclusión es inevitable. El tipo de vida dominante parece haber sido un bípedo de dos brazos, que caminaba erguido y cubría su cuerpo con una especie de material flexible, seguramente para resguardarse contra el frío, ya que incluso antes de la Edad de Hielo aquel pla­neta estaba a una temperatura muy inferior a la de nuestro propio mundo.

»Pero no quiero abusar más de vuestra pacien­cia. Ahora verán la grabación de la que les he estado hablando.

Una brillante luz salió del proyector. Se oyó un suave zumbido, y aparecieron sobre la pantalla cientos de extraños seres que se movían algo rígi­damente de un lado a otro. La imagen se ensanchó para abarcar a una de aquellas criaturas, y los científicos pudieron comprobar que la descripción del Historiador había sido correcta. La criatura poseía dos ojos, colocados bastante juntos, pero los demás adornos faciales resultaban algo confusos. Había un gran orificio en la parte inferior de la cabeza que estaba continuamente abriéndose y ce­rrándose, y que posiblemente estaba en cierto mo­do relacionado con la respiración de la criatura.

Los científicos contemplaron fascinados cómo aquellos extraños seres se veían complicados en una serie de aventuras fantásticas. Había una lu­cha increíblemente violenta con otra criatura algo diferente. Parecía cierto que ambos debían resul­tar muertos, pero no; al terminar, ninguno de los dos parecía haber sufrido nada. Luego venía una furiosa carrera sobre kilómetros de campo en un artefacto mecánico de cuatro ruedas capaz de ex­traordinarias hazañas de locomoción. La carrera terminaba en una ciudad llena de otros vehículos que se movían en todas direcciones a velocidades de espanto. Nadie se sorprendió al ver que dos de las máquinas chocaban de frente, con resultado devastador.

Después de aquello, los acontecimientos resulta­ban aún más complicados. Era evidente que se requerirían muchos años de investigación para analizar todo lo que allí ocurría. Se comprendía también claramente que aquello era una obra de arte, algo estilizada, más bien que una reproduc­ción exacta de la vida tal como había sido sobre el Tercer Planeta.

Cuando terminó la sucesión de imágenes, la ma­yor parte de los científicos estaban anonadados. Había una ráfaga final de movimiento, durante la cual la criatura que había sido el centro del inte­rés, se veía envuelta en una catástrofe tremenda, pero incomprensible. La imagen se contrajo hasta quedar reducida a un círculo, centrado en la ca­beza de aquella criatura. La última escena era la imagen ampliada de su cara, que evidentemente expresaba alguna fuerte emoción, sin que pudiera adivinarse si era de rabia, pena, desafío, resigna­ción, u otro sentimiento.

La imagen se desvaneció; por un instante apare­cieron en la pantalla algunas letras, y luego todo terminó.

Durante varios minutos reinó un completo si­lencio, salvo por el susurro de las olas sobre la arena. Los científicos estaban demasiado anonada­dos para hablar. Aquella pasajera visión de la civilización de la Tierra había producido un efecto devastador sobre sus mentes. Y entonces comenzaron a hablar en pequeños grupos, comentando, primeramente en murmullos, y luego en voz más alta, a medida que aparecía más claro el signifi­cado de lo que acababan de ver. Luego el Histo­riador reclamó de nuevo su atención:

-Proyectamos ahora -comenzó-, un vasto programa de investigación para extraer de esa grabación toda la información posible. Ya se da­rán cuenta de los problemas planteados; especial­mente los psicólogos se enfrentan con una tarea inmensa. Pero no dudo que tendremos éxito. Dentro de otra generación, ¿quién sabe lo que ha­bremos llegado a saber de esa maravillosa raza? Antes de terminar, contemplemos nuevamente a nuestros remotos parientes, cuya sabiduría quizá sobrepasó la nuestra, pero de quienes tan poco ha sobrevivido.

Una vez más apareció sobre la pantalla la ima­gen final, inmóvil esta vez, pues se había deteni­do el proyector. Con un sentimiento semejante al respeto, los científicos contemplaron aquella está­tica figura del pasado, mientras a su vez el pe­queño bípedo les contemplaba con su caracterís­tica expresión de un mal genio arrogante.

Para siempre este sería el símbolo de la raza humana. Los psicólogos de Venus analizarían sus acciones y observarían todos sus movimientos has­ta que pudiesen reconstruir su mente. Se escribi­rían sobre él miles de libros. Se idearían compli­cadas filosofías para explicar su comportamiento. Pero todo aquel trabajo, toda aquella investiga­ción, sería en vano.

Quizá aquella solitaria y orgullosa figura de la pantalla sonreía sardónicamente a los científicos, que comenzaban su trabajo, interminable e inútil. Su secreto estaría seguro en tanto durase el uni­verso, pues nadie conseguiría nunca leer el perdi­do lenguaje de la Tierra. Millones de veces en los siglos por venir, resplandecerían sobre la pantalla aquellas últimas palabras, y nadie adivinaría nun­ca su significado:

Una Producción Walt Disney.

F I N

Título Original: Expedition to Earth [History Lesson] © 1949.


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