Eduardo Wilde nació en Tupiza, pequeño pueblo del sur de Bolivia, el 13 de junio de 1844. Sin embargo, por ser hijo de argentinos exiliados en la época de




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TINI Y OTROS RELATOS

EDUARDO WILDE


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EDUARDO WILDE
LA VIDA

Eduardo Wilde nació en Tupiza, pequeño pueblo del sur de Bolivia, el 13 de junio de 1844. Sin embargo, por ser hijo de argentinos exiliados en la época de Rosas, debe considerárselo también argentino, según lo dispuso nuestra legis­lación para esos casos. En su hogar conoció di­ficultades económicas frecuentemente graves, pues su padre - típico aventurero sin ventu­ra - se dedicaba a la exploración y explotación de minas, empresas en las que solía fracasar en el aspecto práctico. No obstante esa situación, pudo ser enviado al Colegio de Concepción del Uruguay, en el que cursó la enseñanza media.

En 1864 ingresó en la Facultad de Medicina de Buenos Aires. También sus días de universi­tario fueron muy penosos por la misma causa: la apremiante falta de dinero. Cuando cursaba el cuarto año se le nombró interno del Lazareto de Coléricos, cargo que ningún médico recibido había querido aceptar. En esa oportunidad con­trajo el terrible mal que asolaba a la población. Se doctoró en 1870 con su famosa tesas sobre el hipo, trabajo con el que ganó el premio que dis­cernía la Asociación Médica. Poco después se le otorgó uno, beca para perfeccionar sus estudios en Europa, pero como por sí sola no bastaba para mantenerse allá, y dado que carecía de re­cursos propios, se vio obligado a rechazarla.

A partir de entonces comenzó a destacarse tanto en el ejercicio de la medicina como en el de la docencia. Ocupó cátedras en el Colegio Nacional; en la Facultad de Medicina y en la de Ciencias Físicas y Naturales. Se desempeñó asi­mismo en tareas administrativas, prineipalmente en cuestiones de salubridad e higiene. Como presidente de Aguas Corrientes, del Departa­mento Nacional de Higiene y de la Comisión de Obras de Salubridad contribuyó en forma deci­siva a la transformación de Buenos Aires, que por entonces dejaba de ser la Gran Aldea para convertirse, casi sin transición, en una gran ciu­dad. A Wilde se debe la iniciativa de la provisión de aguas corrientes, así como la de la eli­minación de las aguas servidas y la eficiente canalización de las de lluvia.

En 1870 se declaró la epidemia de fiebre ama­rilla y entonces observó Wilde un comportamien­to ejemplar. Cumplió todas las tareas que se le encomendaron sin aceptar remuneración alguna ni siquiera los cinco mil pesos con que quiso pre­miarlo la Comisión Popular. Quizás esto haya sido tomado en cuenta por la población poco después, cuando lo llevó a ocupar una banca en la legislatura provincial. Fue éste el principio de una larga serie de magistraturas desempeña­das por Wilde, militante del partido Autonomista había sido elegido diputado nacional cuando en 1882 Roca le confió cartera de Justicia, Culto e Instrucción Pública, que retuvo hasta 1885. Durante la presidencia de Juárez Celman estuvo a cargo del ministerio del Interior hasta 1889, año en que debió renunciar a causa de sus disensiones con el jefe del Ejecutivo.

Poco después estalló la revolución del 90. Se desató en esa oportunidad una campaña contra su persona de la que, por principio, se abstuvo de defenderse. En un gesto que bien puede in­terpretarse como un exilio voluntario, se ausentó del país y peregrinó durante más de ocho años por tierras de Asia, Europa, África y América. En 1898 la segunda presidencia de Roca marcó el resurgimiento de su partido y Wilde volvió a desempeñarse en funciones oficiales, esta vez en el servicio exterior de nuestra diplomacia, como embajador en los Estados Unidos primero y luego en Bélgica, Holanda y España.

Pero sin duda lo más importante de su actua­ción como hombre público es su participación decisiva en la que se ha llamado nuestra legis­lación liberal, una de las más grandes conquis­tas logradas en aquella época de cambios tras­cendentales. A Wilde le cupo apoyar como mi­nistro del ramo, en un debate que ha hecho época por los hombres que participaron en él y por los conceptos que vertieron, el proyecto de la Ley Nº 1420, por la cual se instituyó la enseñanza común, gratuita, obligatoria y laica tuvo tam­bién una actuación importante en la sanción de las leyes de registro y matrimonio civil, con lo que se cerraba un ciclo de nuestra historia jura, dica, durante el cual los cuatro hechos quizá más trascendentales de la vida humana - el nacimiento, la educación, el matrimonio y la muerte - estuvieron exclusivamente sujetos a la potestad eclesiástica. La muerte lo sorpren- dió lejos de su país, en Bruselas, en 1913.

LA GENERACIÓN DEL 80
Para interpretar en todos sus matices la tra­yectoria de Wilde, y de modo especial su signi­ficación como hombre de letras, es imprescindible tomar en cuenta la época en que actuó y ubicarlo entre las figuras literarias de su generación, la del 80. De ésta dijo Ricardo Rojas en su Historia de la Literatura Argentina: Hay en esta generación un tipo de escritores dota­dos de sensibilidad literaria y de variada cultu­ra, que figuran en nuestra bibliografía como autores (le muchos volúmenes, pero desprovistos de ese espíritu de continuidad que en el pensa­miento y en la obra crea la unidad orgánica del verdadero libro. A estos escritores, para agru­parlos de algún modo, se me ocurre llamarlos nuestros "prosistas fragmentarios". Fueron to­dos ellos prosistas, aunque poetas a ratos, por la afición al verso o las tendencias de la ima­ginación, y fragmentarios porque no escribieron complejos tratados doctrinales ni eruditas in­vestigaciones históricas ni largos relatos nove­lescos. Mezcla de universitarios y de hombres de mundo, formáronse en los libros y en los viajes, frecuentaron las imprentas y la política, alter­naron las tareas del gabinete con las charlas del club, gozaron de la vida, revelaron en sus obras un temperamento y dejaron en pos de sí artícu­los, anécdotas, ensayos, impresiones, memorias, narraciones breves, impregnadas de experien­cias autobiográficas o de observaciones sobre el ambiente en que vivieron. Tal es el caso de Lu­cio V. Mansilla, Santiago Estrada, Miguel Cané, Eduardo Wilde, Bartolomé Mitre y Vedia, José S. Alvarez (Fray Mocho) y José M. Cantilo. Junto a ellos actuaron novelistas como Eugenio Cambaceres, Julián Martel, Manuel Podestá ?t Lucio V. López; poetas como Rafael Obligado, Carlos Guido y Spano y Olegario V. Andrade y sociólogos como José María Ramos Mejía, Agus­tín Alvarez y Carlos Octavio Bunge.

Sin embargo, la representación máxima de la generación está dada por los prosistas fragmen­tarios, como los llama Rojas. Es que, de algu­na manera, se dieron en ellos más que en los otros las virtudes y defectos de la época. En su mayoría eran hombres de pensamiento progre­sista, de decidida filiación liberal, positivistas y librepensadores.

Fueron una generación afrancesada de ine­quívoca sensibilidad aristocrática, pero desde su mirador, constantemente abierto sobre Eu­ropa, recogieron saludables aires de renovación para el pensamiento argentino y para el estilo de vida del pueblo, todavía estancado en las for­mas anacrónicas de la Colonia. Parafraseando a Sarmiento se podría decir de ellos que fueron europeos en la Argentina y argentinos en Eu­ropa.

A pesar de sus limitaciones de concepto y de clase, sentían un verdadero, aunque muy par­ticular, amor por este rincón del mundo en que habían tenido la extravagancia de nacer y les gustaba añorarlo nostálgicamente desde París. Florencio Escardó, en su libro sobre Wilde, dice entre otras cosas: La experiencia histórica re. ciente permite entender un poco más las cau­sas del relativo fracaso de la generación del 80 y que reside, tal vez, en su auténtica inautenticidad ; al bien escribían, decían o pensaban como buenos y limpios republicanos, ejercían, con la naturalidad que evita el remordimiento, una vida política básicamente antirrepublicana y fraudulenta. Esta valoración no amengua el mérito de su obra constructiva ni excusa a las generaciones siguientes de la timoratez y des­confianza con que usaron los instrumentos le­gales y doctrinarios que fueron puestos en sus manos. Inautenticidad por inautenticidad, la de los hombres del 80 fue más auténtica. Así, hay quienes han encontrado que Wilde era osado, excesivo y categórico, y creído que sus escritos puestos en manos de las nuevas generaciones harían el efecto de bombas de tiempo. Es así como lo que de esos escritos llega a los estu­diantes -- cuando algo llega - se detiene mo­rosamente en lo literario y esquiva, so capa de profilaxis pedagógica, lo más característico de su pluma, o sea su capacidad de libre examen. que es precisamente lo que presta a muchas de sus páginas una actividad escalofriante.
LA OBRA
Así como en su condición de hombre público Wilde poseyó una lucidez y penetración muy raras en los demás escritores de entonces que actuaron en política, y por lo mismo pudo gra­vitar en ella dejando huellas más hondas, cabe afirmar', sin establecer comparaciones ociosas, que su raso por las letras fue también muy rico en testimonios de valor perdurable. Una parte no pequeña de su obra la dio a conocer a través del periodismo, en el que se inició, cuando era muy joven aún, como redactor de El Bachiller. Pasó después por los principales diarios argen­tinos de entonces (El Mosquito, La Nación Argentina, El Pueblo, La Tribuna, El Diario, El Nacional, La Nación) hasta desempeñar duran­te cuatro años la dirección de La República. desde donde realizó sus más violentas campa­ñas políticas.

Las Obras Completas de Wilde, editadas des­pués de su muerte, comprenden diecinueve volúmenes, en los que se encuentra un material variadísimo; hay allí gramática, filosofía, me diciría, política, sociología, derecho, historia y, por supuesto, literatura. Sus libros esencialmente literarios son: Aguas abajo, Pro­meten y Cía., Tiempo perdido, Cosas mías y aje­nas, Cosas viejas y menos viejas, Recuerdos.

recuerdos..., Entre la niebla, Por mares y por tierras y Viajes y observaciones. Entre sus mejores páginas debe citarse a Tini, el conmo­vedor relato que Aníbal Ponce calificó como el más admirable de los poemas en prosa que se hayan escrito en loor a la niñez, las semblanzas de Nicolás Avellaneda e Ignacio Pirovano y; en definitiva, casi todos los esbozos de Aguas aba­jo, reconstrucciones milagrosas de ese mundo irrecuperable que signa las primeras impresio­nes de la vida.

Su estilo es espontáneo; tiene ese aire de pro­sa conversada propio de nuestros escritores dei 80, pero probablemente haya en él más' hallazgos formales. Aun cuando parece descuidado tie­ne una gracia tan natural que sus mismos defec­tos no resultan inarmónicos. Es un estilo que se mueve dentro de leyes propias, que crea su propio ritmo y sorprende con imprevistos giros que se dirían piruetas de volatinero. Ocurre que en Wilde alienta como elemento permanente una como voluntad de travesura, un donaire juvenil que comunica inagotable savia a su prosa.

"Wilde - escribió alguna vez Sarmiento - ha venido a salvar al país de la monotonía de lo recto y de lo estrecho." Lo cierto es que con su humorismo (sin duda su rasgo más carac. terístico) fue como un tábano socrático sobre esta ciudad todavía pacata., ;.adusta, y pusiláni­me. Un pensador argentino que conoce bien la materia observó que se llega a humorista cuan­do no se tiene la resolución de suicidarse o se tiene la delicadeza de no volverse cínico. El hu­morismo acoso sea la forma más sutil de la inte­ligencia, el ropaje cota el que se cubren frente a las inclemencias del medio ambiente las natura­lezas demasiado sensibles. Y porque el humoris­mo de Wilde era así - genuino, profundo y no mera comicidad - fue causa, asociado a otras peculiaridades de su personalidad, de la fre­cuente incomprensión de sus contemporáneos, que lo difamaron y calumniaron hasta la des­naturalización y llegaron a calificarlo como cíni­co, confundiendo con cinismo su veracidad sin restricciones.

La figura de Eduardo Wilde ha sido mante­nida en un sospechoso cono, de sombra Corres­ponde a las jóvenes generaciones rescatarlo del olvido y colocarlo en el lugar de privilegio que debiera ser el suyo. Entonces se advertirá con sorpresa en qué medida tienen vigencia muchas de sus observaciones y cómo, cuando se llega a un cierto nivel - que él alcanzó con holgura -, los frutos del pensamiento no envejecen.
PROMETEO y CIA.

TINI

-¿Cómo va la enferma? - dijo el médico, entrando a una pieza en la que varias personas hablaban en voz baja.

-No está bien - contestó una de ellas.

-Perfectamente - repuso el doctor y penetró con precaución en la habitación contigua, que era un espacioso dormitorio, bien amueblado y dotado de cortinas dobles, alfombras blandas y lujosos adornos.

Una lámpara opaca alumbraba escasamente con su luz indecisa el aposento, cuya atmósfera denunciaba la presencia de perfumes y la per­manencia de personas cuidadas; había olor a recinto habitado por dama distinguida.

La enferma se hallaba acostada de espaldas, en un lecho limpio y acomodado.

Su semblante estaba pálido, sus labios algo descoloridos. Una cofia blanca aprisionaba sus cabellos, una bata bordada cubría su pecho; sus manos finas, blancas y suaves salían de entre un capullo de encajes que parecían un montón de espuma. Había en su persona un poco de esa coquetería permitida que tienen todas las muje­res de buena cuna y que ostentan aun cuando estén enfermas.

El doctor, mirando fijamente a la dama y to­mándole la mano, medio en uso de su profesión, medio en forma de saludo, preguntó:

-¿Cómo ha pasado el día la señora?

-Mal, doctor, he sufrido mucho; me duele todo; deme algo que me calme : l qué falta de compasión venir a esta hora!

-Señora, la mejor visita se deja para el últi­mo, como los postres. Es necesario buscar la es­tética aun en el desempeño de los más dolorosos deberes.

-Usted tiene siempre disculpas.

-Y usted jamás tiene necesidad de ellas. -Cúreme y le perdonaré su indolencia. -Usted será atendida con toda la prolijidad

de que yo soy capaz.

En seguida hizo un interrogatorio detenido y explicó sus prescripciones.
Junto a la cama de la enferma, recientemente madre, había una cuna y en ella dormía sus pri­meros días un niño robusto, envuelto en mil bordados.

El médico se acercó a él y después de obser­varlo un rato, dijo:

-¡Será un famoso guardia nacional si la na­turaleza lo permite!

-Si Dios quiere, diga, doctor -objetó la dama.

-Bien, si Dios quiere ; en materia de creen­cias, tengo las de mis enfermas distinguidas.

El doctor se retiró, y la madre del niño se quedó reflexionando en el correctivo puesto por su médico al augurio relativo al recién nacido.
La enferma se restableció pronto, y el niño durmió mucho, lloró poco y se alimentó a satis­facción en los días y los meses siguientes.

La madre lo cuidaba con esmero, no se sepa­raba de él durante el día y todas las noches se sentaba en la cama para mirarlo largo tiempo.

Cuando el niño suspiraba, la madre se sentía agitada, y cada tos y cada estremecimiento del pequeñuelo querido, producía una alarma, pues el augurio del doctor con su correctivo, trotaba con singular insistencia, durante las largas horas de vigilia, en la cabeza de la madre.

Mientras tanto, el objeto de tales inquietudes continuaba durmiendo sus días enteros y sus noches completas. Cuando no dormía, tomaba el pecho. ; Jamás se vio niño más dedicado a esas dos ocupaciones!

A los diez meses dijo: mamá; la casa se puso en revolución. Después dijo: papá; un criado corrió a buscar al aludido a su escritorio para anunciarle la gracia. Más tarde se paró y 'dio algunos pasos, estirando los brazos para aga­rrar las manos que le ofrecían.
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