Prólogo a la primera edición alemana




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réclame o como charlas inútiles. Pero la ideología así forzada a mantenerse dentro de lo vago no se torna por ello más transparente ni tampoco más débil. Justamente su genericidad, su rechazo casi científico a comprometerse con algo inverificable, sirve de instrumento al dominio. Porque se convierte en la proclamación decidida y sistemática de lo que es. La industria cultural tiene la tendencia a transformarse en un conjunto de protocolos y justamente por ello en irrefutable profeta de lo existente. Entre los escollos de la falsa noticia individualizable y de la verdad manifiesta la industria cultural se mueve con habilidad repitiendo el fenómeno tal cual, oponiendo su opacidad al conocimiento y erigiendo como ideal el fenómeno mismo en su continuidad omnipresente. La ideología se escinde en la fotografía de la realidad en bruto y en la pura mentira de su significado, que no es formulada explícitamente, sino sugerida e inculcada. A fin de demostrar la divinidad de lo real no se hace más que repetir cínicamente lo real. Esta prueba fotológica no es convincente sino aplanadora. Quien frente a la potencia de la monotonía duda aún es un loco. La industria cultural está tan bien provista para rechazar las objeciones dirigidas contra ella misma como aquéllas lanzadas contra el mundo que ella reduplica sin tesis preconcebidas. Se tiene sólo la posibilidad de colaborar o de quedarse atrás: los provincianos, que para defenderse del cine y de la radio recurren a la eterna belleza o a los conjuntos filodramáticos, están políticamente ya en el punto hacia el que la cultura de masas aún está empujando a sus súbditos. La cultura de masas es lo suficientemente equilibrada como para parodiar o disfrutar como ideología, de acuerdo con la ocasión, incluso a los viejos sueños de antaño, como el culto del padre o el sentimiento incondicionado. La nueva ideología tiene por objeto el mundo como tal. Adopta el culto del hecho, limitándose a elevar la mala realidad -mediante la representación más exacta posible- al reino de los hechos. Mediante esta trasposición, la realidad misma se convierte en sustituto del sentido y del derecho. Bello es todo lo que la cámara reproduce. A la perspectiva frustrada de poder ser la empleada a quien le toca en suerte un crucero transoceánico, corresponde la visión desilusionada de los países exactamente fotografiados por los que el viaje podría conducir. Lo que se ofrece no es Italia, sino la prueba visible de su existencia. El film puede llegar a mostrar París, donde la joven norteamericana piensa en realizar sus sueños, en la desolación más completa, para empujarla en forma tanto más inexorable a los brazos del joven norteamericano smart a quien hubiera podido conocer en su misma casa. Que todo en general marche, que el sistema incluso en su última fase continúe reproduciendo la vida de aquellos que lo componen, en lugar de eliminarlos en seguida, es cosa que se acredita como mérito y significado. Continuar tirando hacia adelante en general se convierte en justificación de la ciega permanencia del sistema, así como de su inmutabilidad. Sano es aquello que se repite, el ciclo tanto en la naturaleza como en la industria. Eternamente gesticulan los mismos babies en los suplementos ilustrados, eternamente golpea la máquina del jazz. Pese a todo progreso de la técnica de la reproducción, de las reglas y de las especialidades, pese a todo agitado afanarse, el alimento que la industria cultural alarga a los hombres sigue siendo la piedra de la estereotipia. La industria cultural vive del ciclo, de la maravilla de que las madres continúen haciendo hijos pese a todo, de que las ruedas continúen girando. Eso sirve para remachar la inmutabilidad de las relaciones. Los campos en que ondean espigas de trigo en la parte final de El gran dictador de Chaplin desmienten el discurso antifascista por la libertad. Se asemejan a la cabellera rubia de la muchacha alemana cuya vida en el campamento veraniego fotografía la Ufa. Por el hecho mismo de que el mecanismo social de dominio coloca a la naturaleza como saludable antítesis de la sociedad, la naturaleza queda absorbida y encuadrada dentro de la sociedad incurable. La confirmación visual de que los árboles son verdes, de que el cielo es azul y de que las noches pasan hace de estos elementos criptogramas de chimeneas y de estaciones de servicio para automóviles. Viceversa, las ruedas y partes mecánicas deben brillar en forma alusiva, degradadas al carácter de exponentes de esa alma vegetal y etérea. De tal suerte la naturaleza y la técnica son movilizadas contra la mufa, la imagen falseada en el recuerdo de la sociedad liberal, en la que, según parece, se giraba en sofocantes cuartos cubiertos de felpa, en lugar de practicar, como se hace hoy, un sano y asexual naturismo, o se permanecía en panne en un Mercedes Benz antediluviano en lugar de ir a la velocidad de un rayo desde el punto en que se está a otro que es exactamente igual. El triunfo del trust colosal sobre la libre iniciativa es celebrado por la industria cultural como eternidad de la libre iniciativa. Se combate al enemigo ya derrotado, al sujeto pensante. La resurrección del antifilisteo Hans Sonnenstösser en Alemania y el placer de ver Vida con el padre son de la misma índole.
Hay algo con lo que sin duda no bromea la ideología vaciada de sentido: la previsión social. “Ninguno tendrá frío ni hambre: quien lo haga terminará en un campo de concentración”: esta frase proveniente de la Alemania hitleriana podría brillar como lema en todos los portales de la industria cultural. La frase presupone, con astuta ingenuidad, el estado que caracteriza a la sociedad más reciente: tal sociedad sabe descubrir perfectamente a los suyos. La libertad formal de cada uno está garantizada. Oficialmente, nadie debe rendir cuentas sobre lo que piensa. Pero en cambio cada uno está desde el principio encerrado en un sistema de relaciones e instituciones que forman un instrumento hipersensible de control social. Quien no desee arruinarse debe ingeniárselas para no resultar demasiado ligero en la balanza de tal sistema. De otro modo pierde terreno en la vida y termina por hundirse. El hecho de que en toda carrera, pero especialmente en las profesiones liberales, los conocimientos del ramo se hallen por lo general relacionados con una actitud conformista puede suscitar la ilusión de que ello es resultado de los conocimientos específicos. En realidad, parte de la planificación irracional de esta sociedad consiste en reproducir, bien o mal, sólo la vida de sus fieles. La escala de los niveles de vida corresponde exactamente al lazo íntimo de clases e individuos con el sistema. Se puede confiar en el manager y aun es fiel el pequeño empleado, Dagwood, tal como vive en las historietas cómicas y en la realidad. Quien siente frío y hambre, aun cuando una vez haya tenido buenas perspectivas, está marcado. Es un outsider y esta (prescindiendo a veces de los delitos capitales) es la culpa más grave. En los films se convierte en el mejor de los casos en el individuo original, objeto de una sátira pérfidamente indulgente, aunque por lo común es el villain, que aparece como tal ya no bien muestra la cara, mucho antes de que la acción lo demuestre, a fin de que ni siquiera temporariamente pueda incurrirse en el error de que la sociedad se vuelva contra los hombres de buena voluntad. En realidad, se cumple hoy una especie de welfare state de grado superior. A fin de defender las posiciones propias, se mantiene en vida una economía en la cual, gracias al extremo desarrollo de la técnica, las masas del propio país resultan ya, en principio, superfluas para la producción. A causa de ello la posición del individuo se torna precaria. En el liberalismo el pobre pasaba por holgazán, hoy resulta inmediatamente sospechoso: está destinado a los campos de concentración o, en todo caso, al infierno de las tareas más humildes y de los slums. Pero la industria cultural refleja la asistencia positiva y negativa hacia los administrados como solidaridad inmediata de los hombres en el mundo de los capaces. Nadie es olvidado, por doquier hay vecinos, asistentes sociales, individuos al estilo del Doctor Gillespie y filósofos a domicilio con el corazón del lado derecho que, con su afable intervención de hombre a hombre, hacen de la miseria socialmente reproducida casos individuales y curables, en la medida en que no se oponga a ello la depravación personal de los individuos. El cuidado respecto a las buenas relaciones entre los dependientes, aconsejada por la ciencia empresaria y ya practicada por toda fábrica a fin de lograr el aumento de la producción, pone hasta el último impulso privado bajo control social, mientras que en apariencia torna inmediatas o vuelve a privatizar las relaciones entre los hombres en la producción. Este socorro invernal psíquico arroja su sombra conciliadora sobre las bandas visuales y sonoras de la industria cultural mucho tiempo antes de expandirse totalitariamente desde la fábrica sobre la sociedad entera. Pero los grandes socorredores y benefactores de la humanidad, cuyas empresas científicas los autores cinematográficos deben presentar directamente como actos de piedad, a fin de poder extraer de ellas un interés humano científico, desempeñan el papel de conductores de los pueblos, que terminan por decretar la abolición de la piedad y saben impedir todo contagio una vez que se ha liquidado al último paralítico.
La insistencia en el buen corazón es la forma en que la sociedad confiesa el daño que hace: todos saben que en el sistema no pueden ya ayudare por sí solos y ello debe ser tenido en cuenta por la ideología. En lugar de limitarse a cubrir el dolor bajo el velo de una solidaridad improvisada, la industria cultural pone todo su honor de firma comercial en mirarlo virilmente a la cara y en admitirlo, conservando con esfuerzo su dignidad. El pathos de la compostura justifica al mundo que la torna necesaria. Así es la vida, tan dura, pero por ello mismo tan maravillosa, tan sana. La mentira no retrocede ante lo trágico. Así como la sociedad total no elimina el dolor de sus miembros, sino que lo registra y lo planifica, de igual forma procede la cultura de masas con lo trágico. De ahí los insistentes préstamos tomados del arte. El arte brinda la sustancia trágica, que el puro amusement no puede proporcionar, pero que sin embargo necesita si quiere mantenerse de algún modo fiel al postulado de reproducir exactamente el fenómeno. Lo trágico, transformado en momento previsto y aprobado por el mundo, se convierte en bendición de este último. Lo trágico sirve para proteger de la acusación de que no se toma a la realidad lo suficientemente en serio, cuando en cambio se la utiliza con cínicas lamentaciones. Torna interesante el aburrimiento de la felicidad consagrada y pone lo interesante al alcance de todos. Ofrece al consumidor que ha visto culturalmente días mejores el sustituto de la profundidad liquidada hace tiempo, y al espectador común, las escorias culturales de las que debe disponer por razones de prestigio. A todos les concede el consuelo de que aún es posible el destino humano auténtico y fuerte y de que su representación desprejuiciada resulta necesaria. La realidad compacta y sin lagunas en cuya reproducción se resuelve hoy la ideología aparece más grandiosa, noble y fuerte en la medida en que se mezcla a ella el dolor necesario. Tal realidad asume aspecto de destino. Lo trágico es reducido a la amenaza de aniquilar a quien no colabore, mientras que su significado paradójico consistía en una época en la resistencia sin esperanza a la amenaza mítica. El destino trágico se convierte en castigo justo, transformación que ha sido siempre el ideal de la estética burguesa. La moral de la cultura de masas es la misma, “rebajada”, que la de los libros para muchachos de ayer. De tal suerte, en la producción de primera calidad lo malo se halla personificado por la histérica que -a través de un estudio de pretendida exactitud científica- busca defraudar a la más realista rival del bien de su vida y encuentra una muerte nada teatral. Las presentaciones tan científicas se encuentran sólo en la cumbre de la producción. Por debajo, los gastos son considerablemente menores y lo trágico es domesticado sin necesidad de la psicología social. Así como toda opereta vienesa que se respete debía tener en su segundo acto un final trágico, que no dejaba al tercero más que la aclaración de los malentendidos, del mismo modo la industria cultural asigna a lo trágico un lugar preciso en la routine. Ya la notoria existencia de la receta basta para clamar el temor de que lo trágico escape al control. La descripción de la fórmula por parte del ama de casa, getting into trouble and out again, define la entera cultura de masas, desde el woman serial más idiota hasta la obra cumbre. Incluso el peor de los finales -que en el pasado tenía mejores intenciones- remacha el orden y falsea lo trágico, ya sea cuando la amante ilegítima paga con la muerte su breve felicidad, ya sea que el triste fin en las imágenes haga resplandecer con más brillo la indestructibilidad de la vida real. El cine trágico se convierte efectivamente en un instituto de perfeccionamiento moral. Las masas desmoralizadas de la vida bajo la presión del sistema, que demuestran estar civilizadas sólo en lo que concierne a los comportamientos automáticos y forzados, de los que brota por doquier reluctancia y furor, deben ser disciplinadas por el espectáculo de la vida inexorable y por la actitud ejemplar de las víctimas. La cultura ha contribuido siempre a domar los instintos revolucionarios, así como los bárbaros. La cultura industrializada hace algo más. Enseña e inculca la condición necesaria para tolerar la vida despiadada. El individuo debe utilizar su disgusto general como impulso para abandonarse al poder colectivo del que está harto. Las situaciones crónicamente desesperadas que afligen al espectador en la vida cotidiana se convierten en la reproducción, no se sabe cómo, en garantía de que se puede continuar viviendo. Basta advertir la propia nulidad, suscribir la propia derrota, y ya se ha entrado a participar. La sociedad es una sociedad de desesperados y por lo tanto la presa de los amos. En algunas de las más significativas novelas alemanas del período prefascista, como Berlin Alexanderplatz e ¿Y ahora, pobre hombre?, esta tendencia se expresaba con tanto vigor como en los films corrientes y en la técnica del jazz. En todos los casos se trata siempre, en el fondo, de la burla que se hace a sí mismo el “hombre pequeño”. La posibilidad de convertirse en sujeto económico, empresario, propietario, ha desaparecido definitivamente. Hasta el último drug store, la empresa independiente, en cuya dirección y herencia se fundaba la familia burguesa y la posición de su jefe, ha caído en una dependencia sin salida. Todos se convierten en empleados y en la civilización de los empleados cesa la dignidad ya dudosa del padre. La actitud del individuo hacia el racket -firma comercial, profesión o partido-, antes o después de la admisión, así como la del jefe ante la masa y la del amante frente a la mujer a la que corteja, asume rasgos típicamente masoquistas. La actitud a la que cada uno está obligado para demostrar siempre otra vez su participación moral en esta sociedad hace pensar en los adolescentes que, en el rito de admisión en la tribu, se mueven en círculo, con sonrisa idiota, bajo los golpes del sacerdote. La vida en el capitalismo tardío es un rito permanente de iniciación. Cada uno debe demostrar que se identifica sin residuos con el poder por el que es golpeado. Ello está en la base de las síncopas del jazz, que se burla de las trabas y al mismo tiempo las convierte en normas. La voz de eunuco del crooner de la radio, el cortejante buen mozo de la heredera, que cae con su smoking en la piscina, son ejemplos para los hombres, que deben convertirse en aquello a lo que los pliega el sistema. Cada uno puede ser omnipotente como la sociedad, cada uno puede llegar a ser feliz, con tal de que se entregue sin reservas y de que renuncie a sus pretensiones de felicidad. En la debilidad del individuo la sociedad reconoce su propia fuerza y cede una parte de ella al individuo. La pasividad de éste lo califica como elemento seguro. Así es liquidado lo trágico. En un tiempo su sustancia consistía en la oposición del individuo a la sociedad. Lo trágico exaltaba “el valor y la libertad de ánimo frente a un enemigo poderoso, a una adversidad superior, a un problema inquietante”. (42) Hoy lo trágico se ha disuelto en la nada de la falsa identidad de sociedad e individuo, cuyo horror brilla aun fugazmente en la vacua apariencia de aquél. Pero el milagro de la integración, el permanente acto de gracia de los amos, al acoger a quien cede y se traga su propio rechazo, tiende al fascismo, que relampaguea en la humanidad con que Döblin permite a su Biberkopf arreglarse, como en los
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