Sinopsis Una mujer indomable, un espíritu rebelde una leyenda. Una de esas novelas que uno, simplemente, no puede perderse. Estaba destinada a crecer como la rica heredera de un magnate de la industria textil,




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Max se atemoriza.

—Perdóname, Leonora, tengo que arreglar este asunto. ¿Quieres tomar un baño? Vuelvo en veinte minutos.

¿Un baño? ¡Qué idea tan rara pero a lo mejor es buena! ¿Por qué no? Leonora se quita los zapatos y las medias y camina descalza. Después del baño, inspecciona el estudio que Max ha ido llenando de bicicletas rotas y de objetos a medio hacer. Sobre unos estantes se alinean botellas, libros, ruedas, envases de aceite, estatuas baratas, llaves, martillos y carretes de hilo. Los títulos de sus libros tienen más que ver con la mecánica y la plomería que con la pintura: Hombre y bicicleta, Dificultades de pedales y campanas, Enchufes y electricidad, Ruedas libres y flotadores, Reguladores de fuerza centrífuga, Balastos y palancas y el Diccionario Oxford.

Al lado de una ristra de ajos de porcelana que parecen de verdad, un par de cucarachas intentan salir de una cajita. Unos guantes de mecánico y una rueca de hilar llaman su atención. Sobre la rueca, un corsé negro con un lazo morado y rosas bordadas espera a que Leonora se lo ponga. Se lo ciñe a la cintura y le llega hasta las rodillas: «¿Por qué tendré muslos tan delgados?» Imagina que sus piernas son fuertes y calientes y cierra los ojos.

Marie Berthe abre la puerta:

—¿Todavía estás aquí? ¡Mira, mi marido y yo nos vamos mañana de vacaciones y tú te largas derechito a tu isla!

—Me iré cuando él me lo pida.

—Te irás ahora —grita—. Las uñas de tus pies son horribles.

En efecto, sus uñas están demasiado largas.

Leonora se inclina a recoger sus zapatos pero el corsé se lo impide.

—Me voy. Ni siquiera mi padre se ha atrevido a gritarme nunca.

—¡Quítate antes el corsé de Max!

—¿El corsé de Max? —sonríe Leonora.

—Max es un niño inocente y tú una idiota. No voy a permitir que se mezcle con gentuza como tú. ¿Por qué no nos dejas en paz? Éramos muy felices antes de que aparecieras. ¿Te das cuenta de que estoy muy, muy enferma? —se tira al suelo—. Estoy muriéndome, sólo me quedan unos cuantos meses de vida.

—¡Muérete de una vez! —se indigna Leonora.

Marie Berthe patalea en el piso. Los sollozos la ahogan y finge perder el conocimiento.

Leonora se dispone a levantarla.

—Yo me encargo —la detiene Max—. Es capaz de provocarse la muerte. Voy a acostarla.

Marie Berthe resucita.

—No voy a ir a la cama mientras esa cerda esté aquí.

—Es obvio que la intrusa aquí soy yo —Leonora sale.

—Espera —ordena Max.

Marie Berthe aúlla.

—Pensándolo bien, creo que es mejor que te vayas —dice él tembloroso.

—Está bien.

La alcanza en la puerta y murmura: «Café de Flore, dentro de una hora.»

Leonora se sienta a una mesa y a los tres minutos una rubia se acerca a preguntarle: «Avez-vous du feu?» Leonora le prende su cigarro.

—Se ve a leguas que usted es inglesa, sólo los ingleses piden té a esta hora. Me llamo Carlota, vine desde Hungría a buscar trabajo a Francia.

—¿Trabajo de qué?

—De trotona.

Platican durante cuarenta y cinco minutos hasta que llega Ernst, con un rasguño que va del ojo derecho a la boca. Al verlo, Carlota se despide.

—Vámonos fuera de París, a St. Martin d’Ardéche, no creo que pueda tolerarla más tiempo. Los pleitos de los surrealistas también me tienen harto.

Leonora accede de inmediato. Lo que no sabe es que su amante descubrió ese pueblo junto al río por Marie Berthe, ni que allá los Aurenche tienen su casa natal. A pesar de que le preocupa el desquiciamiento de su segunda esposa, no vacila en refugiarse allí con otra mujer.

—Creo que es mejor que vayas ahora a la rue Jacob a hacer la maleta. Pasaré por ti a las seis y media. Lo mejor es irnos lo más temprano posible.

—¿Marie Berthe tuvo un verdadero ataque?

—Tú la viste desmayada en el suelo.

Los surrealistas se ahogan en orgías de sentimientos. El aparador en que se exhiben está a punto de estallar. El grupo se critica, se destroza y se salpica de sangre y de saliva: «Cocteau es un camaleón», «el rumano Tzara ya derrapó y habla solo como en su libro Parler seul. Desde que se casó con la sueca Nobel es insoportable», «Soupault se petrificó en el automatismo y no ha escrito nada bueno después de El gran hombre», «Duchamp hizo bien en burlarse de Cézanne y después de tres o cuatro chefs-d’œuvres cambiar el pincel por los peones, porque ya lo dijo todo», «Giacometti, botella en mano, amenazó con tirarse desde su terraza de la rue des Plantes», «Dalí da asco, es un vendido, un puto», «Leonor Fini se cree la emperatriz de los gauchos. Hay que mandarla a la Patagonia a esquilar ovejas».

El grupo es un caballo desbocado y Leonora, una excelente amazona difícil de derribar: «Vine a París a pintar», se repite una y otra vez, incluso cuando las escenas de Marie Berthe la alteran.

Capítulo 12

LA NOVIA DEL VIENTO

L

as bicicletas viajan con ellos amarradas al toldo del automóvil. Los franceses son fanáticos del ciclismo y Leonora bautizó a la bicicleta roja de Max como Darling little Mabel y a la anaranjada suya con el nombre de Roger of Kildare, cuatro ruedas que giran al unísono hacia la libertad. Ver el paisaje a través de la ventanilla en la carretera los descansa de las escenas de Marie Berthe. Su amante le cuenta que Hans Arp, amigo de la adolescencia se salvó de ser reclutado porque se encueró delante de las autoridades; el escándalo desarma a los timoratos. Leonora relata que de niña a ella le costó mucho distinguir entre los verbos «ser» y «tener», y que mademoiselle Varenne la hacía repetirlos como las tablas de multiplicar.

El calor los obliga a abrir las ventanillas y el canto de los grillos les anuncia que han llegado al sur. El aire hierve y Leonora también. «Ésta soy yo», y de pronto se da cuenta de que no puede perder ni un segundo de lo que está viviendo, que Max es inmenso y la abarca toda, que su vida entera la vivió para este momento, que dar un paso en falso o volver la vista atrás pueden ocasionarle la muerte, que nada de Max se le va a ir, ni un cabello blanco, que sus manos sobre su vientre son iguales a las garras del águila sobre su presa y no la dejará caer.

Leonora conduce: «No me siento muy segura, en Inglaterra, en Irlanda, en Escocia, el volante está a la derecha.» Su amante le indica el camino. Atraviesan un largo y estrecho puente, doblan a la derecha y entran a St. Martin d’Ardèche. Sólo hay luz suficiente para ver a dos erizos aplastados en mitad del camino.

—Por fin vamos a vivir tú y yo solos —se alegra Leonora—. Estoy dispuesta a morir abrazada a ti.

—También muero por ti. Antes de devorarte busquemos un sitio donde comer.

—Eres más práctico que yo.

El ruido de la hostería, llena de pechos y de nalgas en vísperas de la fiesta local, los agrede. Los amantes caminan tomados de la mano.

—Tengo dos camas, sin baño y sin comida —grita Alfonsina, la dueña, como si la pareja fuera sorda.

—¿Qué, usted no come?

—Yo sí como —ríe a carcajadas— pero ustedes no. Mi madre está demasiado vieja para guisar y yo no quiero más trabajo del necesario. Pueden comer al lado, en casa de María, que también vende cigarros.

—Ya sólo me quedan unos cuantos —se preocupa Leonora.

—Mejor nos enseña usted la recámara —ordena el pintor.

—Está sucia. Después de mis últimos cinco clientes, las sábanas huelen a tocino.

Alfonsina ve las bicicletas:

—Son magníficas. ¿Me permitirá dar una vuelta una tarde para ir a ver a un amante que vive a ocho kilómetros?

—Por supuesto —responde Max.

Un ejército de moscos y varios alacranes se han adueñado de la habitación, cuyo mobiliario se conforma de un costal de papas, una ristra de ajos secos y un horno abandonado.

—Está bien para mientras. Vamos a acampar del otro lado del río.

María tiene una verruga como la que tenía la madre superiora del Convento del Santo Sepulcro.

Comen pescado del río y anguilas con mostaza. Beben vino pero en realidad Leonora quisiera beberse a su amante, que ya no pudiera distinguirse de ella. Los campesinos les hablan de las crecidas del Ródano, que a veces inundan al pueblo. «Este año se dieron muy bien las cerezas, tenemos también conservas de frutas que les van a gustar y una cantidad de aceitunas en salmuera.» «Tienen que conocer el Pont Saint Esprit.» Los habitantes son hospitalarios, la pareja es una novedad y los observan caminar abrazados por la calle y besarse en las esquinas. Al rato Alfonsina, a quien llaman Fonfon, lo sabe todo de los enamorados y se vuelve su cómplice. No sólo vive la vida de Max y de Leonora como si fuera la propia, está pendiente de los peligros que los acechan. La presencia de la inglesa y su amante en St. Martin es la mejor novela que ha leído.

—Anoche cuando salieron una mujer llamó de París, que ya viene para acá.

—Es ella. Vámonos a Carcasona, a casa de Joë Bousquet. Francia es un lugar suficientemente grande como para esconderse.

El 27 de mayo de 1918, durante la Primera Guerra Mundial, en el frente de Vailly, Joë Bousquet recibió a los veintiún años un balazo en la columna vertebral. Vive con las ventanas cerradas. La bala en su médula espinal lo amarró a su cama y al opio para siempre. Dice que con esta herida aprendió que todos los hombres están heridos. Escribe: «¿Quién soy yo? Floto entre dos personas, la de mi corazón y la de mi muerte.»

Prepara pequeñas bolitas de opio. Max y Leonora fuman con él, su guía. Joë Bousquet, recargado en sus almohadas, en la penumbra de la recámara a la que no le entra un solo rayo de sol, habla muy despacio. Leonora le pregunta si no siente rabia contra su destino y responde que antes del accidente en el campo de batalla ya era un hombre perdido.

—¿Por qué? —pregunta Leonora.

—Porque ya era un adicto.

Su vida habría terminado con un balazo.

—Soy un hombre de todos los vientos que la soledad y el silencio hicieron prisionero.

Leonora descubre que Max la llama la «novia del viento» porque tomó ese título de Joë Bousquet, que escribe de metafísica y compone alegorías para varias revistas literarias como Cahiers du Sud.

La novia del viento es una planta sin raíces castigada por el aire y a la que todos pisotean o rompen. El pueblo la llama la novia del viento para burlarse de ella y Jules Michelet afirma que esa planta agitada por la corriente goza de un privilegio: aun en los peores torbellinos, florece.

—Desde que un amigo me trae hachís de Marsella cada dos noches, me siento bien porque el efecto es suave y duradero.

Bousquet toma una gran bocanada de humo, guarda su respiración y deja salir un hilo delgadito que echa lentamente entre sus labios casi cerrados.

Leonora lo ve muy pálido. Calvo, su rostro sin edad, tiembla marfilíneo. Bajo cada uno de sus brazos se extienden grandes parches de sudor.

—¿Tienes frío? ¿Te sientes bien? —pregunta.

—Estoy muy cansado, me duele el estómago —un agua helada baja desde su frente y se le resbalan los anteojos.

Leonora le limpia la frente. A ella, primeriza, la droga no le hace el mismo efecto que a Max, que por lo visto ya la conoce; se repliega envuelto en el humo del opio y olvida a Leonora, a Joë y a Marie Berthe.

El tiempo se detiene. La luz es verde como la de un acuario.

—Pareces un paje —le dice Joë a Leonora—. Carcasona es la ciudad de los trovadores y los cátaros. Quédate aquí para siempre.

Leonora se inquieta.

—Estás fuera de peligro; aquí no hay ningún reloj. Nada de relojes. También decidí ignorar la fecha o el día de la semana, tranquilízate, cierra los ojos.

El opio hace que Joë Bousquet llegue hasta el fondo de un sueño y ame a mujeres irreales. Le confía a Leonora que amar a una mujer es volverse carnalmente esa mujer:

—He vivido como mujer, quise dar a luz y nutrir con mi sustancia.

La bala en su cuerpo sigue su camino, el dolor lo socava, el opio es el único remedio a las crisis de uremia, sus riñones ya no funcionan.

—¿No viene alguien a cuidarte? ¿Qué comes?

—La gente es tan imbécil que prefiero estar solo. Como mucha fruta en compota. ¿Quieres una fruta cristalizada? Tengo muchas. La ciruela es la más deliciosa.

—También la Reina Roja les daba mermelada a sus caballos.

—¿Ah, sí? —se interesa Bousquet.

—Me envió una invitación, decorada con encaje, rosas y golondrinas, escrita con letras de oro. Busqué a mi chofer para que me llevara en mi automóvil al palacio pero, como es un completo idiota, había enterrado el coche para criar hongos y echó a perder el motor. Su estupidez me obligó a alquilar una carroza jalada por dos caballos. En la puerta del palacio, un sirviente vestido de rojo y oro me advirtió: «La reina enloqueció anoche. Está en la tina.»Joë Bousquet abre los ojos.

—¿Qué reina, la de Inglaterra?

—La Reina Roja.

—¡Ésa es la buena! ¿Crees que a mí me entierren como a tu coche?

—Creo que vas a caer al suelo como una ciruela pesada, así, plop.

Bousquet sonríe y le toma la mano.

—¡Es una dicha verte! ¿Qué haces para darte valor, Leonora?

—Canto o repito «caballo, caballo, caballo, caballo» en vez de rezar.

Por amor a la vida, Joë Bousquet primero deseó destruirla, ahora ha aceptado morirla. Los años de opio anestesiaron sus dolores y sofocaron el anhelo de suprimirse.

—Herido, me convertí en mi herida. Sobreviví en una carne que era la vergüenza de mis deseos... Los últimos años vienen hacia mí, se acercan humildes, serviciales, cada uno con su linterna. ¡Viva mi desgracia!

Para Leonora es un alivio salir de ese cuarto en el que no entra sino el opio y el sufrimiento de un poeta, dolido y doloroso, que a fuerza quiere encontrarle un sentido a su condición.

Capítulo 13

LAS BERENJENAS

L

a pareja decide regresar a St. Martin d’Ardèche. Alfonsina les dice que Marie Berthe Aurenche vino a preguntar por Max.

Cada mañana descienden lentamente hasta un río con una playa de piedras que blanquean el agua que corre sobre ellas. El río revienta en un verde profundo en la poza, luego fluye suave y ancho hasta el mar. Se desnudan, se tiran a la orilla, la melena negra de Leonora hiere la blancura. Están solos durante horas, nadie se acerca mientras se abrazan, son los dueños del río. Tras tenderse al sol, las piedras guardan la memoria de sus cuerpos, los acunan, los adormecen. Max la guía. A veces la toma de la mano, a veces la suelta; él es el pájaro superior. La orilla del río es blanca.

—Vamos a meternos.

Su amante la jala y entran al agua. Cuando el sol llega al cénit, él se va desdibujando.

—Te quieren comer las piedras, te absorben, ya no te veo.

La frondosidad de sus espacios negros impide que se la traguen. «Leonora, Leonora, Leonora, Leonora», le dice Max a su sexo, a sus axilas, a su cabello, que es ya un follaje, y hacen el amor como anoche, como hoy en la mañana, como ahora mismo. Las piedras son su paredón: soldados, apunten al corazón, ¡fuego!

La blancura del río los sigue en la memoria. Se parece a las altas y calcáreas montañas que ahora los rodean. Las rocas, talladas en cientos de diferentes criaturas, le hacen recordar a Max a un hombre que pasó su vida entera convirtiendo el paisaje en un zoológico. Talló leones, osos, tigres, centauros, secretarios de gobierno y personajes históricos. Los cipreses que crecen en los cementerios le recuerdan la peluca de las mujeres de la corte del siglo XVII.

—Creo que a los del pueblo no les gusta que nos desnudemos —murmura Leonora.

—Los osos, los gatos, los ratones, los borregos, los perros, los pájaros se tapan con su piel, su pelo, sus plumas, su cuero, y nunca decimos que están desnudos. Los camarones, los cangrejos, las cucarachas tienen su propio caparazón crujiente. El hombre nace desnudo y su ropa no le crece encima, la saca de otras pieles, no por un afán de decencia sino por necesidad. Andar vestidos no nos hace virtuosos.
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