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Los camisones han desaparecido. Van Ghent es otra versión de Harold Carrington, su verdugo; necesita derrotarlo. Es la única que puede vencerlo como lo hizo de niña. Y si no que lo desmientan Maurie, Winkie, su yegua, Nanny, Gerard, el rey Jorge VI de Inglaterra, el duque de Norfolk o el de York, lord Cavendon, el duque de Cavendish y hasta Tim, el hijo del chofer. De pronto se le ocurre que los cigarros que le da el holandés están envenenados. —Por eso no duermo. La única forma de liberar Madrid es denunciar el horrible poder de Van Ghent y para ello es necesario un acuerdo entre España e Inglaterra. Llama a la embajada británica y, al oír su apellido, el cónsul le da una cita de inmediato: —Hitler y sus secuaces han hipnotizado al mundo y Van Ghent representa a Hitler en España. Hay que quitarle su poder hipnótico. Sólo así se detendrá la guerra. Leonora es un bello y terrible espectáculo, con su cabello erizado y sus ojos negros enloquecidos. Habla de pie, su inglés es tan perfecto como su distinción. El diplomático no tiene ni tiempo de pedirle que tome asiento. Leonora lo conmina: —En vez de perder tiempo en sus laberintos políticos y económicos, es esencial recurrir a la fuerza metafísica y distribuirla entre todos los seres humanos. —Miss Carrington, tome asiento, por favor. —No me puedo sentar, estoy trabada como el Fiat de Catherine. —Muéstreme su pasaporte. Leonora avienta su bolsa sobre el escritorio. —¿Es usted la hija del presidente de Imperial Chemical? Leonora se da la media vuelta, sale y lo deja hablando solo. A los pocos días, Leonora se presenta de nuevo y el cónsul se da cuenta de que la hija de mister Carrington no está bien. Llama por teléfono al médico Martínez Alonso. —¡Qué problema para la embajada británica: se trata de la hija de un magnate! Ya se lo comuniqué al embajador, Eric Phipps, y me dijo que manejara este asunto con máxima discreción. Sobre todo, que la tratáramos como lo que es: la hija de Harold Carrington. Si no, puede haber consecuencias. Tenemos que ponernos a sus órdenes. —Las teorías políticas de la joven son fruto de su trastorno paranoide —afirma Martínez Alonso, y, al cabo de cuatro días, deciden trasladarla al Hotel Ritz. «Su hija está totalmente perturbada. No sólo pone en riesgo su vida sino la de todos nosotros. Su atención médica es urgente», dice el cable altamente confidencial que envían a la dirección de Imperial Chemical. Catherine y Michel desaparecen y Leonora no se da cuenta de su ausencia ni de que su libertad ha terminado. En su habitación del Ritz, mucho mejor que la del Roma, lava contenta su ropa en la tina y se confecciona vestidos con las toallas. Le comunica a la recamarera que tiene cita con Franco, de ahí que necesite un ajuar apropiado para la entrevista. —¿Escotado o hasta el cuello? ¿Apretado o ampón como las faldas de las bailarinas? ¿Sombrero y guantes? ¡Voy a liberarlo de su sonambulismo! En cuanto Franco la escuche, llegará a un acuerdo con Inglaterra, luego con Alemania, luego con Francia; se firmará la paz y se pondrá fin a la guerra. Capítulo 22 SANTANDER E n el Ritz, el doctor Martínez Alonso le da bromuro en cantidades aptas para un soldado acuartelado y le suplica que cuando llame a los camareros no abra la puerta si está desnuda. —Doctor, escúcheme, sé cómo terminar la guerra. Usted debe conseguirme una entrevista con Franco. Tenemos que deshacernos de Hitler y de Mussolini, quienes, además de habernos convertido en fantasmas, reparten pedazos de angustia como si fueran almendras caramelizadas. Los huéspedes del hotel se quejan de sus escándalos: —¡Son ustedes esclavos de Hitler! —abre la puerta de su habitación y grita en el corredor. Vocifera a cualquier hora del día o de la noche. El gerente en persona sube a callarla. Leonora defiende apasionadamente cada una de sus teorías políticas: —Hitler nos ha hipnotizado, si no hacemos algo va a aniquilarnos. —Me temo que la señorita Carrington no va a poder permanecer en el Ritz —advierte el gerente, Braulio Peralta. En vez de usar el elevador, Leonora sube y baja las escaleras, sale a la calle y minutos después vuelve a entrar corriendo. —Corro más rápido que mi cuerpo —dice. Se abre paso a brazadas y sus movimientos la desvencijan. El portero, compasivo, la detiene: —No voy a permitir que me lleven. Soy una nightmare; en apariencia soy lo que ve, pero por dentro soy una yegua de la noche. Así nací. ¡Muera el nazismo! El doctor Martínez Alonso se da por vencido y la deja al cuidado de un médico de ojos verdes, Alberto. —Alberto, tú eres Gerard, mi hermano, tú has venido a liberarme, tú vas a ayudarme a conseguir mi propósito. Leonora se echa a sus brazos y se apresura a seducirlo. «Yo no gozo del amor desde la partida de Max y lo necesito perentoriamente. Creo que Alberto me encuentra atractiva y se interesa por mí; también le atraen los millones de papá Carrington, representados en Madrid por Imperial Chemical Industries.» ¡Qué hermosa muchacha, qué fuerza en sus brazos cuando lo rodean, en sus ojos, que echan lumbre, y qué voluntad la suya! Cada vez que entra en su habitación, a Alberto lo emociona su brío. ¿Cómo domar a esta yegua de crines negras que relincha y hace sonar sus cascos en un hotel tan selecto? Intuye que dentro de ella hay una verdad; su cuerpo histérico reacciona en contra del fascismo. A él le repele toda la exhibición guerrera de Alemania. Al cabo de unos días, Alberto la saca de su recámara, la invita a comer y a cenar. Verla caminar por las calles de Madrid es un regalo. Sus ademanes son bellos como ella. Sabe moverse, corre, ríe, lo entretiene; ¡qué gran sentido del humor! Leonora disfruta su libertad y la aprovecha. Gracias a Alberto, Leonora acude de lunes a viernes a protestar a la oficina del director de Imperial Chemical en Madrid y a la del cónsul del imperio británico. Alberto la espera afuera. Al principio los funcionarios la escuchan embobados por su belleza, luego los cansa con la larga y atropellada lista de sus demandas políticas. —Hay que apoyar a la resistencia francesa, sólo el Maquis puede acabar con los nazis, los colaboracionistas tienen que ser juzgados, Pétain, Lavai, todo Vichy. —Sus ojos despiden relámpagos. —Allí viene otra vez —advierten los porteros. —Creo que es una maniática —aventura el cónsul. —Tiene una enorme depresión pero no la culpo. Lo malo es que repite lo mismo y cada día está más furiosa —la compadece la primera secretaria, Elvira Lindo, que es lo mejor de la embajada. Al ver que aún no reaccionan después de una semana, Leonora los acusa, lo mismo que a Harold Carrington y a Van Ghent, de mezquindad y falta de valor. Si no encuentra al director madrileño de Imperial Chemical, lo busca en su casa y lo injuria delante de su mujer, de sus hijos, de su chofer, de sus mucamas y de cualquiera que esté presente. El director se pone de acuerdo con el cónsul inglés y llaman al doctor Pardo. —Queremos su opinión. Leonora es elocuente, si se lo permitieran, conmovería a España entera, ese país ahora cubierto de escombros. Al médico Alberto ya lo nulificó. Totalmente seducido, hace todo lo que ella quiere. —A esa mujer hay que hospitalizarla —opina el doctor Pardo, y el funcionario de la embajada remata: —Esto ya traspasó todos los límites, tenemos que hacer algo. Mister Carrington nos ha dado carta blanca. —Conozco una clínica atendida por religiosas —aventura el doctor Pardo. En el sanatorio de monjas en que la confinan, «la loca» abre puertas y ventanas y se trepa al tejado. «Es mi morada apropiada.» Al ver desde lo alto la vida diaria de Madrid, la invade la euforia. Sobre una cornisa del convento, observa el trajín de los peatones. «Eso somos, hormigas, cucarachas, insectos.» Las religiosas llaman a los bomberos para salvarla. —Esta mujer es un vivo incendio —comenta uno de ellos. Todo el convento se altera y la superiora se declara incompetente para dominar a la inglesa: —Que Dios la tenga en su santa guardia, nuestra comunidad no puede hacer nada por ella. —Miss Carrington representa una fortuna, imposible abandonarla —dice el director de la sucursal de Imperial Chemical en Madrid. —Si el sanatorio de monjas no funcionó, la única opción es el del doctor Morales en Santander, la suya es una de las pocas instituciones que yo recomendaría —de nuevo aventura el doctor Pardo—. Su majestad la reina Victoria Eugenia la visitó en 1912, y allí comió y asistió a una kermés. La clínica es de las más antiguas de España. —Tampoco hay tantas —informa el doctor Martínez Alonso, que se reintegra a su cargo. —Los enfermos provienen de la nobleza y la alta burguesía. Son gente distinguida, de ahí el prestigio de la institución. Morales es un experto y un buen católico, y brinda atención personal a cada uno de sus pacientes. Creo que no llegan a cuarenta, porque su clínica es cara. Inglaterra es el país que produce la mayor cantidad de locos. Además, el sanatorio es un palacete con un parque de ciento setenta mil metros cuadrados, una huerta y grandes praderas verdes a las que acuden a montar a caballo los domingos las buenas familias de Santander. —¿Palacete? —Sí, la residencia es impactante... Harold Carrington da la orden de que la confinen y, una vez curada, la devuelvan a Hazelwood. A los tres días, el director de Imperial Chemical en Madrid la visita en el hotel acompañado por los médicos Pardo y Martínez Alonso, que la invitan a Santander. «Allá la esperan muchos tejados con una vista insuperable.» Confiada, acepta que la tomen del brazo y se deja conducir a un coche que arranca a toda velocidad. La clínica de Santander queda lejos de Madrid. Al cabo de media hora, se inquieta y pregunta dónde la llevan. Cuando intenta abrir la portezuela, el doctor Pardo le inyecta Luminal, un sedante tan fuerte como para dejarla inconsciente, y la entregan, desmayada, en la puerta del manicomio del doctor Mariano Morales. El Hospital Psiquiátrico tiene varios pabellones. A Leonora la llevan en camilla al de Villa Covadonga, el de los locos peligrosos. Es el 23 de agosto de 1940. Despierta en una habitación pequeña y sin ventanas. A su derecha ve una mesita de noche y debajo un espacio para la bacinica. A un lado de la cama, un ropero, enfrente una puerta de cristal que comunica a un corredor y a otra puerta que observa con avidez porque intuye que lleva al sol. Seguramente tuvo un accidente de automóvil y la llevaron al hospital. Descubre que tiene las manos y los pies sujetos con correas. Le pregunta en inglés a la enfermera: —¿Por qué estoy aquí? ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? La enfermera le responde en un inglés áspero. —Varios días. Se comportó como un animal, saltó como chango a lo alto del armario y luego pateó y mordió. —¿Quién me amarró de esta manera? —El director del hospital. La tarde de su llegada intentó darle de comer pero usted lo arañó, por eso decidió amarrarla. —No recuerdo nada de eso. Desáteme, por favor —pide Leonora con absoluta cortesía. —¿Va a comportarse? Le ofende la pregunta, ella se porta bien con todo el mundo. Conoce la fórmula secreta para acabar con la guerra y, en vez de escucharla, la amordazan. Imposible recordar sus accesos de violencia. —¿Dónde están mis médicos? —Regresaron a Madrid. —¿Estamos lejos de Madrid? —Muy lejos. —¿Puedo vestirme y caminar afuera? —el poder de seducción de Leonora anonada a la enfermera, y la desata. A pesar del temblor en sus piernas y la torpeza de sus movimientos, descubre otra pieza con barrotes de hierro sobre la ventana. Eso no es problema, ella va a convencerlos de que se abran y la liberen. En el momento en que se cuelga como murciélago para separarlos, alguien le salta encima y cae de pie abrazada por un idiota que vive en el manicomio. Leonora se avienta encima de él, lo araña y el otro huye cubierto de sangre. —Mire lo que ha hecho —se horroriza Frau Asegurado—. Es el guardián de Villa Covadonga, que vive aquí gracias a la caridad del doctor Morales. —¿Qué es eso de Villa Covadonga? —Es el nombre del pabellón. Covadonga fue la hija de don Mariano y hermana de don Luis y, como murió, lo llamaron así en su honor. Apenas come y recupera algo de fuerza, Leonora obtiene el permiso de salir al huerto de manzanos frente al pabellón Covadonga. Por las hojas secas que truenan bajo sus pies comprende que ha terminado el verano. Los internos con los que se cruza hacen gestos incomprensibles, unos hablan solos, otros se tiran al césped y los levantan sus acompañantes. Una vieja se desviste, otra, envuelta en un abrigo, sopla sobre sus manos para calentarlas. Su angustia distorsiona los rasgos de su cara, disloca sus movimientos. Los sentimientos son lo único que tienen y no encuentran cómo expresarlos. Buscan la aquiescencia de las enfermeras, intentan convencerlas. Han perdido las palabras. Dos mujeres parecen muertas, nada las mueve de la banca ni levantan la vista a pesar de los gestos absurdos en torno suyo. ¿Quién las castiga? ¿Quién les impide moverse? ¿Acaso son judías? Porque si lo son ella tiene que protegerlas. —Siéntese, por favor, aquí hay una banca. —¿Qué les pasa a todos? —pregunta Leonora—. ¿Qué tiene esta gente? ¿Son judíos? —Están privados de su razón pero aquí les enseñamos a vivir en sociedad —responde Frau Asegurado. —¿Así que esto es vivir en sociedad? La cuidadora pretende mantenerla a su lado: —Siéntese como una buena chica, ha hecho demasiado ejercicio hoy y está muy cansada. —¡Si me siento voy a morir! —aúlla Leonora. —No grite, no grite. El mundo entero debe enterarse de lo que le ha pasado y escandalizarse por lo que le hacen. Si sufre en silencio, el silencio va a llevarla a la muerte. —Es injusto, no puedo quedarme aquí. ¿Por qué están encerrados? El cerebro de Leonora envía órdenes pero su lengua no le obedece. Nadie le entiende. Sus brazos y sus manos no responden. Dentro de ella, un espíritu malintencionado se empeña en llevarla al fracaso. Si descansa un momento y vuelve a intentarlo, a lo mejor logra decir lo que piensa. Naufraga de nuevo y su ira la ahoga. ¿Quién la hace correr este riesgo? ¿Quién la maltrata y humilla de esa forma? ¿Por qué no viene su madre a rescatarla? Se levanta con tanta violencia que tira la banca y corre en zigzag sobre el césped e interroga a los árboles, al pasto, a las puertas de los pabellones. La cuidadora enrojece de tanto correr. —¡Hey, hey, ya no es una niña para correr tanto! Sí, Leonora es una niña abandonada, lo que le sucede es como para perder la razón. «¿Cuál razón? ¿De qué razón hablan?» Se detiene porque aparece un joven de overol que la mira con interés y le dice en español: —Buenas tardes. —¿Es usted Alberto, mi caballo mágico, que tiene el poder de ascender y descender del árbol cósmico? —A lo mejor —sonríe. —¿Dónde estoy? —le pregunta. —En España. —La vegetación se parece a la de Irlanda, a pesar de que la gente que veo me hace pensar que estoy en otro planeta. —Este es otro mundo en el que vive otra civilización —sonríe el hombre. —¿Y Alicia dónde está? Porque creo que yo caí en el mismo agujero sin fondo. La cuidadora la alcanza y le explica que el joven es un jardinero del manicomio, donde se levantan los pabellones de radiografía, el solario, Villa Pilar, Villa Covadonga, la biblioteca, la intendencia, el jardín al lado del comedor de la dirección, los consultorios de los médicos Mariano y Luis Morales. Le señala la puerta por la que entran cada mañana el padre y el hijo, y allá, en el fondo, el mejor de los pabellones, el más moderno, el de la convalecencia, el que todos llaman Abajo, porque es la puerta a la libertad. |
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![]() | «Una boca para besar», pensó con la garganta seca. La mujer dormía. Judd sintió una enorme curiosidad por saber de qué color serían... | ![]() | |
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