Sinopsis Una mujer indomable, un espíritu rebelde una leyenda. Una de esas novelas que uno, simplemente, no puede perderse. Estaba destinada a crecer como la rica heredera de un magnate de la industria textil,




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Pat invita a dos amigos, salvajes como él, hijos del pastor Mister Prince, que amarran a Leonora a un árbol, la usan de blanco y la asaetan como a un San Sebastián.

Su padre va al club con otros caballeros que fuman y charlan acerca de qué nuevos miembros podrían ser elegibles y allí toma el único whisky del día antes de cenar en casa; su madre recibe visitas y también las hace. Sale pronto diciéndoles: «Pórtense bien, voy a una venta de caridad. Pasaré a darles las buenas noches si llego temprano.»

La niña entra a la biblioteca paterna sin tocar. Nadie se atreve a abrir la puerta de esta habitación de ventanas estrechas que llegan al techo, de muebles de ébano, de alfombras persas que apagan las pisadas.

—Todos me odian porque soy niña. Cuando tomo clases, mis hermanos juegan.

—No vas a jugar juegos de hombre —responde Harold Carrington.

—Mis hermanos y sus horribles amigos dicen que las niñas no pueden hacer lo mismo que ellos y es mentira porque yo puedo hacer todo lo que hacen. Pego tan fuerte como Gerard y dibujo caballos, dragones, cocodrilos y murciélagos mejor que Pat.

—¿Quiénes son esos amigos?

—Los hijos del pastor Prince y cuentan los chistes más feos que he oído.

—Si quieres puedes acompañarme a jugar curling —responde admirado por el carácter de su hija.

—No me gustan ni las piedras planas ni los palos del curling. Quiero que me escuches. Tengo tres hermanos que hacen lo que quieren porque son niños. Cuando crezca voy a rasurarme la cabeza y embarrarme la cara con tu aceite para el cabello para que me salga barba. Pat tiene bigote y en la escuela de Stoneyhurst lo llaman «Bobby bigotes». Una vez lo llamé así y me pegó.

—Lo voy a castigar.

—Déjame continuar, papá. Soy la única que tiene que practicar el piano durante horas, lavarme todo el día, cambiarme de ropa a cada rato y dar las gracias para todo.

—Leonora, la formación de las mujeres es distinta a la de los hombres. A ustedes hay que educarlas para complacer.

—¡No quiero complacer! ¡No quiero servir té! ¡Lo único que quiero en la vida es ser un caballo!

—Eso es imposible... Y tampoco puedes ser una yegua. Sólo puedes ser tú.

—Mamá me dijo que tengo tan mal genio que seré una bruja antes de cumplir los veinte.

—Allí se equivoca tu madre. Tienes carácter y en eso te pareces a mí.

—Papá, no me importa si me arrugo toda antes de cumplir los veinte, lo que quiero es ir hasta el estanque cuando se me antoje, hablar con el pez grande y subirme a los árboles como los hombres.

Harold Carrington la observa desde su alta silla detrás de su escritorio. «Es mi hija —piensa—. Es Carrington de la punta de los cabellos hasta la punta de los pies.»

A la hora del café, después de la comida, mademoiselle Varenne informa de que la energía de la única Carrington triplica la de sus hermanos y es difícil controlarla. Entonces Harold Carrington levanta la vista del The Times y responde que su hija va a tener que desgastar ese sobrante de energía en la equitación.

Black Bess, su pony Shetland, nunca quiere galopar. Leonora grita: «Gee up Bessie!» y de repente Black Bess se suelta al galope, cuando antes ni siquiera se molestó en trotar. En la noche sueña que Black Bess gana el Grand National a pesar de su gordura. Imaginar que su pony, dulce y rechoncho, le lleva la delantera a Flying Fox es un gozo porque el Zorro Volador de su abuelo jamás ha perdido una carrera.

—Por favor, papá, dame otro caballo, ya estoy en edad, Black Bess nunca va a galopar como yo quiero.

Winkie es su nueva yegua. Con ella aprende a saltar. Una mañana se planta frente a las barras, Leonora cae y la yegua rueda encima de ella.

—No te pasó nada pero a lo mejor Winkie no es la montura apropiada.

—Yo adoro a Winkie, papá.

El caballerango le oculta a Maurie que su hija saca a la yegua de la caballeriza y monta a pelo a cualquier hora. Al principio se agarraba de las crines, ahora ya no. «Somos una sola», le dice a su madre. Cuando deja de galopar, se tira de espaldas, su cabeza y sus hombros sobre la grupa del caballo, y mira el cielo. Su madre monta en una silla de amazona. Madre e hija salen juntas al campo y en ese momento Leonora ama a su madre como un potro a su yegua. «Baja los talones», le dice Maurie. «No despegues tu trasero del albardón.» Madre e hija dan la vuelta al galope y sin mediar palabra Leonora dirige a Winkie al lago y la mete hasta adentro. Su madre se detiene estupefacta. Leonora y la yegua salen del otro lado con un gran ruido de agua levantada.

—¿Por qué hiciste eso? Estás empapada.

—A Winkie le gusta nadar y a mí ver cómo agita sus patas dentro del agua.

—La potranca desbocada eres tú, no ella. ¿Por qué haces locuras?

—No es una locura, es un experimento. ¿Nunca hiciste experimentos, mamá?

De los cuatro hijos, Leonora es la rebelde. Lo es por naturaleza y también porque montar le da una libertad de pájaro. Winkie es la más confiable, la que la entiende mejor, la cómplice. Apenas empieza a galopar, a Leonora le sucede lo mismo que con el porridge, llega al centro. Su yegua tiene huesos largos como ella, su pelambre brilla como la que ella trae en la cabeza, la libera del miedo a los adultos que tanto exigen.

—I am a horse, I am a mare —le comunica a quien quiera oírla.

Gerard la comprende:

—Eres una nightmare, una pesadilla. En la noche oigo tus pezuñas en el piso y te he visto salir al galope por la ventana pero qué bueno que no lo eres de verdad, porque de serlo te irías para siempre.

Leonora llega tarde a la mesa.

—Perdón, me entretuvo un caballo que quería enseñarme su tesoro.

—Los caballos no hablan —dice Harold Carrington.

—A Leonora sí le hablan —la defiende Gerard—. He visto que la tocan en el hombro con sus belfos y le preguntan como está.

—¡Basta de tonterías! —Harold suelta su tenedor.

En los días de cacería, los foxhounds se alebrestan en la perrera. Locos por salir, ladran, rasguñan e imploran con sus ojos de oro. Regresan mojados, con la lengua fuera y riegan el piso con las burbujas blancas de su saliva. Su gran alboroto alegra la casa mientras viene el guardián a encerrarlos de nuevo. Si los caballos tienen su caballerango, los sabuesos tienen su cuidador, que se sabe todas las respuestas a las preguntas de Leonora. ¿Qué comen? ¿Cómo durmieron? ¿Cuándo nacerán los cachorros? ¿Cómo les quita las pulgas? Los perros lo rodean así como los cazadores rodean a Carrington, que les ofrece sherry o whisky y los hace mover la cola y reír a ladridos.

Durante días permanece el olor a establo, a piel de animales, a tierra, a sudor y a sangre.

Harold caza faisanes, cientos de patos silvestres, codornices, liebres, y miles de perdices que luego aparecen en banquetes funerarios convertidos en patés, timbales, mousses, estofados. Con sus ojitos muertos, las codornices dan fe de la fuerza de la industria química paterna, que por algo se llama «Imperial». Harold también es emperador, clava su cuchillo en la carne. Y da órdenes. Traigan, suban, pongan, hagan, abran, condimenten. A Leonora le repugna que la cacería termine en su plato. Una noche soñó que un conejo ensangrentado amanecía muerto sobre su vientre.

Lo que Harold Carrington ignora es que el zorro ríe sentado tras de su silla, el lobo se asoma a la puerta y hace bizcos, el ciervo atraviesa la mesa, las perdices bailan tomadas de la mano; ya no son animales cazados, tampoco cadáveres, han ganado la partida y se ríen de las escopetas y de los foxhounds con su lengua fuera.

—Los perros son de raza, también los niños son de raza —presume la institutriz a Mary Kavanaugh, que la entiende a medias.

—Yo veo que los niños hablan con cualquiera: perros, gatos, patos, gansos que estiran el cuello y siguen su camino balanceándose.

—Mejor harían en insistir en su latín y en su griego. ¡Menos imaginación y más sabiduría es lo que yo les pido! El conocimiento es sinónimo de precisión y estos niños parecen adictos a la amapola.

—Es que a estos niños los animales les hablan hasta cuando lleven mucha prisa.

—Usted, Nanny, es responsable de su locura.

—Yo he alcanzado alturas a las que usted nunca llegará, mademoiselle. Viajo por los espacios siderales.

—No me cabe la menor duda.

—Lo que pasa es que usted es francesa y los franceses tienen fijación por la materia. «Merde! Merde! Shit! Shit!»

Uno de los maestros jesuitas de Patrick, el padre O’Connor, aparece los domingos a celebrar misa en la capilla de Crookhey Hall, a la que asisten algunos vecinos e invitados. Aunque Harold es protestante y su único credo es el trabajo, Maurie impone su catolicismo. Además, el sacerdote es inteligente. Después de misa lo invitan a cenar y propone:

—Vamos a ver el cielo, aquí en el norte la espiral de la nebulosa de Andrómeda puede verse muy clara, y también otras constelaciones.

En el rostro de Leonora se refleja la luz de la estrella más brillante: Orion. «Mira, allá está Venus.» Los planetas giran sobre la cabeza de los niños. En la bóveda celeste, al norte de Inglaterra, los círculos de luz de Andrómeda son totalmente visibles:

—He visto esta espiral en mis sueños, ya la conozco, no es la primera vez —observa Leonora.

—Es que la línea que existe entre lo real y lo imaginario es muy tenue —responde el padre O’Connor.

—En mi familia me dicen que veo visiones desde que tengo dos años y nadie me cree, salvo Nanny y Gerard.

—¿Y Pat?

—Pat es autoritario y el que estudie en Stoneyhurst no es garantía de inteligencia.

—Hay hombres y mujeres que ven en sueños lo que va a sucederles.

—No tengo la menor idea de lo que pueda pasarme pero sí tengo claro lo que no quiero hacer.

—¿Qué es lo que no quiere hacer, Prim?

—No me diga Prim, lo odio. Lo que yo no quiero es lo que todo el mundo hace.

—Sí, tengo entendido que usted causa problemas.

El padre O’Connor se presenta no sólo por la misa dominical sino porque la única mujer de los cuatro Carrington lo intriga:

—Cuando hay luna llena duermo muy mal.

—¿Por qué?

—Es que es loba —interviene Gerard—. ¿No la ha oído aullarle a la luna?

—Una noche vi una mancha sobre la alfombra y, como no recordaba haber tirado nada allí, levanté la vista y un reflejo de la luna se había tendido a mis pies. ¿Es cierto que la luna tiene guardadas catorce mil maldiciones? Una vez la vi ahogarse en el lago. ¿Hay agua en la luna, padre O’Connor?

—Si hay agua, hay vida.

—Pero ¿hay agua?

—Creo que los científicos aún no la han encontrado.

La niña lo sorprende. La curiosidad es para él la más grande de las virtudes, así como la sabiduría es el final de todo deseo. Quién sabe adonde la lleve su temperamento alucinado.

—La luna es un desierto con cráteres —informa Pat.

A la niña Leonora no hay por dónde llegarle. Los que la conocen y la tratan no saben qué se le va a ocurrir. Ríe poco, por eso al padre O’Connor le gusta verla sonreír y escuchar su risa. Cuando ella le dice que la raza humana no es superior a la equina, lo convence.

Capítulo 3

EL SANTO SEPULCRO

H

arold Carrington manda llamar a su hija a la biblioteca.

—Tu madre y yo hemos decidido enviarte al convento.

Un niño no tiene poder. Cuando los adultos han tomado sus decisiones señalan la puerta con el dedo: «Tú al convento», y se deshacen de él.

—Nos cuesta más trabajo educarte a ti que a tus hermanos —alega Maurie, para luego dulcificarse y explicar—: Si uno es duro con los niños, los educa; si es blandito, los echa a perder.

El Convento del Santo Sepulcro es un palacio que construyó Enrique VIII en Newhall, en la ciudad de Chelmsford, Essex, cárcel de Oscar Wilde.

El largo dormitorio inspira desconfianza. Las ventanas son estrechas y nadie puede ver hacia fuera a menos de subirse sobre una silla y no hay sillas, salvo la de la vigilanta, que se la pasa aplastada desde mil años antes de Jesucristo. A lo largo de los dos muros laterales, unas cortinas de una tela parecida al linóleo separan las camas de colchón delgado y almohada dura. Lo primero que hacen las niñas al santiguarse en la madrugada es tirar el contenido de su bacinica.

—No se quejen. Nosotras las novicias dormimos sobre una tabla a ras del suelo y en Semana Santa ayunamos por amor a Cristo y nos ponemos corona de espinas. Mira, aquí tengo las cicatrices —le dice una novicia a Leonora.

—¡Silencio! —ordena la madre superiora.

¿Qué se hace con el silencio? Al principio, Leonora lo traga a bocanadas. En Crookhey Hall hablaba con Gerard y con Nanny. Ahora sabe que el silencio es la soledad.

Al entrar al refectorio saltan a la vista mesas largas como la cuaresma. Las hermanas de cofia y delantal sirven rápidamente. La madre superiora se sienta en la cabecera y lee la Biblia en voz alta. Sólo se oyen las cucharas pegar en el fondo del plato sopero. ¡Qué bueno que las hermanas sirvan con tanta celeridad porque el refectorio hostiga!

—Acabo de ver a un grifo.

—Aquí no hay grifos —se enoja la monja.

—Sí, en las esquinas de la capilla... A lo mejor es el padre Carpenter, mitad león y mitad águila.

Las religiosas se encogen dentro de sus hábitos negros y a Leonora le parecen lomos de jabalí.

En clase, cuando le cuentan que Moisés abrió el mar y que Josué detuvo al sol antes de llegar al cénit, piensa: «Yo puedo hacer lo mismo.» Las leyes cósmicas son parte de su vida.

—Te tenemos que cortar el pelo.

—No.

—Tu vanidad se concentra en tu cabello.

Los rizos de ébano se redondean sobre el piso y a Leonora se le escurren las lágrimas, que pretende limpiar con un mechón como acostumbra pero ya el largo no le alcanza. Entonces la monja se compadece:

—Te ves bonita con ese corte.

—Me veo horrible.

¿Dónde estás, lago Windermere? ¿Dónde estás, Nanny?

En la capilla, los santos y los mártires son criaturas fantásticas que vuelan de un pedestal a otro. Un león dispuesto a devorar a una de las primeras cristianas en el Coliseo romano se detiene ante la fuerza de su mirada y en vez de comérsela se tira frente a ella y llora de arrepentimiento. La estatua de San Patricio le abre los brazos, la de Santa Úrsula llora lágrimas de agua de mar y en los corrillos del convento se cuenta de una religiosa a la que sólo visita el señor obispo. Tiene estigmas y cada año, en Semana Santa, se le abren las heridas de los clavos en pies y manos y de su costado sale un flujo de sangre, negro y viscoso.

Leonora pasa largas horas en la capilla, inflamada por su devoción a los santos; frente al altar, cierra los ojos. Adquiere la absoluta certeza de que sus pies ya no tocan el suelo y se eleva.

Con los ojos apretados, le comunica a la madre superiora: «Madre, acabo de levitar.» También le advierte de que por la noche oye crecer las plantas y que en la pila de agua bendita ha visto remar sobre una balsa a un tigre diminuto.

—Si entro al convento y hago mis votos, ¿llegaré a santa?

—¡Imposible que una niña fantasiosa y desobediente como tú sea santa!

—Juana de Arco es mi inspiración, ardo como ella.

—Eso te lo dicta tu soberbia.

La niña atemoriza a la reverenda madre, su conducta altera la superficie lisa de sus certidumbres. A diferencia de las otras, tarda en obedecer, como si viviera ausente. De pronto dice sus plegarias con una voz cavernosa, las termina después de las demás y su amén final resuena entre los vitrales. ¿En qué mundo vive? Sin que nadie se lo espere rompe el silencio con frases incomprensibles. «Acaban de entrar a la capilla noventa y nueve caballos vestidos de oveja», informa. «Vamos a jugar a que somos pastoras...»
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