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A la madre superiora le disgusta encontrarla en su camino. Inasible, furtiva, ligera como un espíritu, nunca se le oye llegar. La madre Teresa la mira correr en el jardín, arrodillarse en la capilla y quisiera desaparecerla. En el refectorio, cuando la monja les lee en voz alta la vida de Cristo, Leonora no le quita los ojos de encima y se queda sin comer, o interrumpe sin que venga al caso: «¿Cristo era un hombre o una cruz?» o «¿De qué sirve la mortificación?». —¡Pronto, que se vaya! Sus padres la mandaron al convento porque quieren hacer de ella otra. ¿Cómo va a ser otra si ha avanzado tan lejos en el camino de la excentricidad? Sus compañeras tampoco la quieren, es una paria, no entiende lo que significa pertenecer a la clase alta ni formarse en este convento británico que educa a las niñas privilegiadas. Leonora rechaza las tareas en común y se niega a jugar a la hora del recreo. Alguna asegura que la ha visto hablar sola. Tratar con ella es difícil por su personalidad ardiente. Sus ojos son dos machos cabríos negros o dos gatos negros o dos toros negros a punto de embestir. Habla de cosas raras y se esconde para trazar en un cuaderno imágenes de animales con cara de gente. Sus caballos y jabalíes tienen ojos enrojecidos con una tinta sanguínea que ella elabora y alguna vez anuncia que no les tiene miedo ni a las brujas ni a los aparecidos. «Leonora está pactada con el diablo.» En el convento se habla más del diablo que de Jesucristo. Antes, en Lancashire, hubo brujas que ardieron en la hoguera de la plaza principal. Las monjas en su encierro son las novias de Dios o de Jesucristo o del Espíritu Santo o de perdida de San José. Viven su clausura como posesas. Amanecen con ojeras. Comen lo mismo que las niñas. Leonora lo sabe porque ha visto que a la madre portera se le queda una briznita de espinaca en los dientes. A veces, también de la cofia se les escapa un mechón rizado. ¿Entonces tienen pelos? A la hora del Ángelus, huelen a sudor. A sus dedos hacendosos los rematan uñas negras. ¿Cómo tendrán las uñas de los pies? Desconfiada, Leonora las evita como también evita a sus compañeras. Prefiere a los sidhes. Traviesos y diminutos, Leonora, su cómplice, les aconseja jugar con las cuentas del rosario de las religiosas, jalar sus velos o desatar las agujetas de sus zapatos. Mañana echarán sal en la confitura a la hora del desayuno. —La madre superiora huele a chivo. —Es que el diablo es un chivo negro. A Leonora le gustaría hacerse amiga de alguna otra niña inquieta pero no encuentra a ninguna. Diferenciarse es su secreto. —¡Silencio! El silencio es el padre de la introspección. O del sueño. A la hora de la meditación, muchas duermen como vacas. Lo que sale de lo ordinario inquieta. Leonora es capaz de escribir con las dos manos y hacerlo hacia atrás con su mano izquierda. De niña, la institutriz intentó amarrarle la mano. Utiliza los dos hemisferios del cerebro, toma el lápiz con la derecha y dibuja, y luego con la izquierda y lo hace todavía mejor. Las monjas la ven como un bicho raro. De muy niña, Nanny le dijo: «Son muy pocos los que pueden hacer eso, es un don, en lo tuyo no hay torpezas ni temblores, ni una equivocación.» Las monjas creen que, además de rebelde, Leonora tiene algún tipo de trastorno mental, nadie escribe y dibuja con las dos manos. En el siglo XVII, Lancashire era un centro de brujería. Una capa de hollín lo ennegrecía y las piedras neolíticas daban fe de su pasado pagano. Casadas con Belcebú, desde su torre las hechiceras transformaban a los hombres en cerdos o lobos. Sobre la tierra yacían ruedas de piedra antiquísimas con algún que otro jeroglífico y es una verdad histórica que doce personas acusadas de brujería amanecieron colgadas en Pend le Hill. Todavía hoy la silueta de una torre sombría se eleva sobre Lancashire y cuentan que salen gritos y lamentos de los calabozos en los que aguardaban la muerte. La reverenda madre está segura de que a la niña Leonora hay que proscribirla: lo corrobora un día en que se enferma de gripe y Leonora le envía un mensaje para avisarla de que el pájaro irlandés aguzanieve se posó en su ventana para anunciarle su muerte: «Reverenda madre, le quedan pocos días de vida.» —Niña, la madre superiora te espera en la dirección. —¿No se murió? El confesor y las religiosas del Convento del Santo Sepulcro deciden expulsarla. Al escuchar su sentencia se mantiene con la cabeza erguida como lo haría Winkie, su yegua. «Además de su conducta tan peculiar, su hija no ha sido capaz de hacerse de una sola amiga, por lo tanto no puede pertenecer a nuestra comunidad», le dice la Reverenda Madre a Harold Wilde Carrington. —Tú eres una niña imposible —se enoja su padre. Leonora es una hojita de papel volando, va a consumirse, nadie puede hacer nada por ella, ni su madre ni su padre evitarán el incendio. Gracias a la intervención del obispo de Lancaster, que toma el té con la familia Carrington, a Leonora la aceptan en un segundo convento católico, el St. Mary’s de Ascot. También allí las monjas son adictas a la corona de espinas. Tras de los velos negros, la sangre. Maurie exige un cuarto propio para su hija y sin darse cuenta la aparta de las demás. La maestra le indica un pupitre al fondo de la clase e interroga desde el podio a la nueva alumna: —¿Qué haces, Carrington? —Dibujo caballos. De inmediato la pasa a la fila de enfrente y no le quita los ojos de encima. —¿Por qué te empeñas en ser diferente? —recrimina la Reverenda Madre. —Es que soy diferente. La maestra se queja: «Todo lo olvida, todo la distrae, tanto en el juego como en el trabajo. De pronto se detiene y no hay nada que la devuelva a la tierra.» —Es su sangre irlandesa. Irlanda es el hogar de los idiotas y los lunáticos —responde la Reverenda Madre. Patricia Paterson, prima de Leonora y alumna del St. Mary’s, prefiere a otras amigas. «Estoy en contra de cualquier disciplina», le dice Leonora. «Es que tú no quieres encajar, te iría mejor si hicieras lo que yo: obedecer.» Cuando Leonora escucha música, su rostro se apacigua, el órgano en la capilla la envuelve y olvida a los demás; toca bien el piano y las religiosas quisieran encauzarla a la música, que formara parte del coro. La respuesta de Leonora es conseguir una sierra de la que saca sonidos lamentables. «Es mi violín», le explica a la directora del coro, que no le permite dar el concierto que ella propone. «Me siento parte de la música, denme colores, denme pinceles, déjenme en paz», se defiende con sus ojos negros vueltos puñales. «Estás poseída», alega la maestra. Leonora desobedece las órdenes y sigue escribiendo con la izquierda y hacia atrás. Fuma escondida dentro de la falsa gruta de la Virgen de Lourdes y una novicia la acusa. —Así que tienes ese vicio —corrobora la madre superiora. —Desde los once años. —¿Lo saben en tu casa? —Nanny. Me dijo que si seguía haciéndolo ningún deshollinador podría bajar por mi garganta sin tiznarse. —¿De dónde sacas los cigarros? —Mi padre tiene un cajón lleno. Antes del año la expulsan de nuevo. Patricia Paterson la acompaña a la reja. «Es que lo de la sierra fue el colmo.» Leonora tiene diez años cuando los Carrington se mudan con todo y Nanny a Hazelwood, una casa menos aparatosa que Crookhey Hall a la que le llegan los salados aires marinos. Ya no hay tantos pasadizos oscuros y corredores como en Crookhey y es imposible jugar con Gerard a los fantasmas pero su olor a mar lo compensa todo. La sala de Crookhey era imponente y en un rincón sobresalía una rueca de hilar. Abundaban los espejos y las lanzas; pero lo que más atraía la mirada era la armadura que ahora también hace guardia en la nueva sala de Hazelwood. Una vez, Leonora y Gerard subieron al techo de Crookhey y vieron toda Gran Bretaña. Aquí en Hazelwood sólo alcanzan a preguntarse el sentido de tres grandes arcos oscuros que no llevan a nada. Capítulo 4 MISS PENROSE E sta vez el arzobispo de Lancaster se niega a ayudar: —Además de fumar —explica a Maurie y a Harold—, su hija acusó a la Reverenda Madre de tener una verruga con dos pelos blancos en el mentón. —¿Y no la tiene? —pregunta Harold Carrington. —Sí, pero hay que ser discretos. —¿Qué vamos a hacer contigo? —Maurie mira a su hija con aprensión—. Tu padre está tan furioso que tuvo un malestar en el club. —Yo lo que quiero es pintar. —A los quince años no eres la indicada para decidir tu vida —se enoja Harold Carrington—. Antes de tu presentación en la corte, vamos a enviarte a Florencia para que miss Penrose te enseñe buenos modales. En la noche, Leonora entra a la biblioteca de su padre. —Papá, ¿me dejas hacerte una pregunta? —Sí, házmela. —¿Crees en Dios? Tomado por sorpresa, Harold Carrington mira a su hija a los ojos: —Nunca lo he visto. No cabe duda, su padre es un hombre inteligente. ¿Por qué entonces la envía a esos conventos? ¿Por qué es tan severo con ella? «Una buena preparación al matrimonio salva a una mujer», le oyó decir alguna noche. Su madre la favorece y la motiva, le regala una caja llena de óleos y pinceles. Leonora cree en las apariciones, no en las de la Virgen de Lourdes sino en las de seres que surgen de pronto en la primera esquina y te dan la mano o te asaltan. Desde los dos años, al despertar, hablaba de sus visiones durante el sueño. Ayer, sin ir más lejos, vio a una figura que andaba a paso lento en el techo de Hazelwood y siguió caminando cuando ya no había techo. Seguro se mató al caerse. Leonora corrió a buscarla pero no encontró a nadie. —Es una aparición —confirma Nanny—. Tú tienes el don de la videncia, pero no conviene que lo digas y menos a tu padre. Leonora es diferente, y nadie la entiende, sólo Nanny y Gerard, sus cómplices. —Ya es hora de que dejes a Tártaro, ya eres demasiado grande para jugar con él, es un caballito de niños —advierte el jefe de familia. Leonora grita. —Es por tu bien, ya te lo había dicho antes. Además, este balancín ya sólo sirve como madera para la chimenea, ya le has sacado todo el jugo. —¡No, papá, no! ¡Eso no! ¡Tártaro no, todo lo que quieras menos Tártaro! —Tártaro es para los niños. Voy a quemarlo yo mismo hasta que no quede nada de él. Tienes que madurar, eres demasiado grande para ese juguete. —No es un juguete. Tártaro soy yo. Leonora aúlla, le castañetean los dientes, Harold Carrington se tapa los oídos y manda quemar el balancín. —Denle una taza de té —ordena Carrington, y sale con la cabeza baja. ¿De dónde le salió esa hija? ¿De qué manera hacerla entender? ¿Cómo se educa a una yegua salvaje? ¿Es posible que un caballo de madera desquicie de esa forma a una niña? «Shame on you, Leonora.» La niña relincha, patea, echa coces y espuma por la boca. A medianoche, flaca y atravesada por escalofríos, corre a buscar a Gerard. —Escuché unos relinchos atroces, estoy segura de que era Tártaro, lo estaban desmembrando. —Sí, vi cómo nuestro padre subía por la escalera con tu balancín en los brazos y él es capaz de las peores torturas. —¡Haz algo, Gerard! —¡El acto ya está consumado! ¡La cabeza de Tártaro cayó! —No voy a volver a comer, no voy a beber. Gerard la consuela. —Tú lo que tienes en la cabeza, Prim, son ondas eléctricas que hacen cortocircuito. La escuela para aristócratas de Florencia, en la plaza Donatello, es un manual de buena conducta y de savoir faire. Las maestras, encabezadas por miss Penrose, enseñan a comportarse en sociedad, a ser buena ama de casa, a sentar a los comensales a la mesa según su rango, a entablar una conversación informada e inteligente con el vecino sentado a la derecha y luego con el de la izquierda, a reprimir todos los sollozos, a no ser de otro modo que como los demás, a tratar con misericordia a los parientes pobres que son pobres porque no supieron hacer bien las cosas, a entrenar a los perros, a limpiar sus cacas, a no pisarle la cola al gato. Además, la educación se complementa con dos deportes: equitación y esgrima. Leonora, que además de inglés ya habla francés, aprende el italiano y se asombra con su propio ser en esa encomienda de descubrirse a sí misma. —¿Qué hace usted, miss Carrington? —le pregunta la directora al verla inclinada sobre un cuaderno. —Estoy escribiendo un manual de desobediencia. —Su madre me dijo que usted dibujaba. —Ahora escribo. A la hora del recreo, miss Penrose, que jamás sale sin sombrero y guantes, observa a sus pupilas desde la ventana y ve a Leonora ordenar: —Vamos a jugar a los caballos. Las demás dicen que sí, sobre todo Elizabeth Apple. Inician una danza salvaje y patean en todas direcciones hasta que rompen la mesa del té con sus tazas de porcelana. Salen a medio galope al jardín, sus crines son cortinas de agua, tiemblan, se suben al lomo de unas y otras, relinchan. ¿Qué es todo esto, señoritas? ¿Han perdido la cabeza? Miss Penrose no lo puede creer. Desde Hazelwood, Carrington asegura que va a pagar el doble por la mesa del té y las tazas rotas. —Mi hija no lo volverá a hacer. Le tengo prohibido creerse caballo. Es la discípula más joven de miss Penrose y la más original; y la maestra estudia sus reacciones. Los ojos de Leonora se abren grandes mientras parece oír una voz dentro de ella. De la oscuridad de sus ojos salen señales luminosas. Entra en las salas de los museos con veneración, quisiera apagar hasta el sonido de sus tacones sobre el piso, se lleva la mano a la boca. ¿Tendrá palpitaciones? Así como el vigilante no permite que nadie se pase de la raya, ella mira de lejos, teme que suene la alarma, la de su emoción. Retorna una y otra vez a los mismos cuadros y miss Penrose le pregunta: —¿Por qué te impresionan tanto Francesco di Giorgio y Giovanni di Paolo? —Por el uso del color, sus bermellones, sus marrones, sus oros, ¡ah, cómo me gustan sus oros! Quisiera usarlos en mi propia pintura. ¿Cómo es posible que Cimabue se adelantara tanto a su siglo? Su amiga Elizabeth Apple comparte su entusiasmo. Las dos toman notas y en varias ocasiones se le escapan a miss Penrose, sobre todo en las clases de Etiqueta y de Antigüedades. A ninguna de las dos les interesa mucho saber si un mueble es Directorio o Luis XV. —Vámonos a Siena, Elizabeth. —Nos van a expulsar. —¡Ay, qué miedosa eres! Leonora decide tomar un autobús sin avisar a miss Penrose y se va a Arezzo a ver a Piero Della Francesca. Elizabeth es una timorata y suele frenarla. «No vayamos por este callejón, está muy oscuro», «Creo que nos sigue un hombre», «Mejor regresamos». Lo que menos quiere Leonora es regresar y entra a una covacha-tienda-de-antigüedades cubierta de polvo en la que las arañas han tejido hilos, redes, puentes colgantes que van de la mano de un auriga de hierro a un plato de porcelana, hasta envolver una daga florentina. «Estos libros los rescatamos de un palacio en Venecia», y un viejito también náufrago le señala una pila amarillenta. Quién sabe qué hongos germinan en esta cueva inquietante. Leonora se siente en su elemento, curiosa y confiada a la vez. Aquí sí que el polvo es mágico. De pronto, entre los objetos, brillan los ojos amarillos de un gato. Abundan en Florencia y en Roma, el Coliseo es su cunero. Leonora piensa que le gustaría terminar su vida en una cueva como ésta, allí se sentiría segura; también la exalta pasear por la Piazza della Signoria, el Ponte Vecchio, la Piazza del Duomo, los Lungarno. La veneración no frena su audacia: acaricia las estatuas y sube hasta el altar de San Pedro para ver de cerca el tabernáculo. Si la ven, la van a expulsar. Irreverente, no baja la cabeza, no se persigna. Camina en la orilla sur del Arno, en el Oltrarno, por el Lungarno Serristori, donde el verde del parque le recuerda Irlanda. Desde un terraplén arbolado a un lado del río alcanza a ver su otra orilla y hasta los Uffizi. |
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