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—Sigo añadiéndole capítulos a mi manual de desobediencia. Capítulo 7 MAX ERNST A Harold Carrington la respuesta de su hija le cae en gracia. Lo desafía todo, hasta a él. Acostumbrado al vasallaje, Leonora lo sorprende porque no le tiene miedo. —Si vas a Londres no voy a darte un centavo. Le permite asistir a la Escuela de Arte de Chelsea. Leonora camina a lo largo del Támesis, que es un río brioso y noble a la vez. Ella también es un río; tiene su fuerza. De nuevo recorre West Kensington y sonríe al recordar que antes lo hizo en una limusina. Del palco real y la corte de Inglaterra ha ido a parar a un sótano y apenas si tiene para comer. Un agente de Imperial Chemical, por orden de Harold Carrington, le enseña a manejar un Fiat. Salen al campo en la tarde y las suaves pendientes son tan tersas que Leonora piensa que es bueno ser inglesa. Vale la pena vivir en West Kensington a pesar de no comer sino huevos revueltos sobre una hornilla. Serge Chermayeff —que la cuida por orden de su padre— la encamina hacia la academia del pintor francés Amédée Ozenfant, que junto a Le Corbusier ha fundado un movimiento llamado «purismo». Curioso y desenvuelto, el maestro la mira de arriba abajo: «Ahora vas a aprender a trabajar», pronuncia con voz seca y acento francés y la sienta en un banco dentro del círculo de sus alumnos, cada uno frente a su caballete. —¡Nada de carboncillo! ¡Nada de sanguina! Lápiz, sólo lápiz. Leonora le obedece como a nadie en su vida. Él le enseña a dibujar una manzana de un solo trazo. Si no le sale, la obliga a hacerlo de nuevo y la sienta ante otro papel en blanco y la misma manzana, que poco a poco va pudriéndose. Ozenfant nunca la humilla ni se burla de sus aspiraciones. Serge Chermayeff le comunica a Carrington que su hija no pierde una sola clase y tiene talento. El maestro ha logrado domarla y los resultados son excelentes. Ignora que en su cuarto, lejos de él, la heredera de Imperial Chemical dibuja cosas muy distintas a la manzana que él la obliga a repetir una y otra vez. También ignora que Leonora tiene amoríos con un egipcio de prominente y singular nariz. «¡Lástima que no fui a El Cairo cuando viajé con mi madre, tendríamos más cosas en común!» En su sótano pinta lo que surge de su imaginación. Sólo a Ursula Goldfinger, su amiga, que la acompaña al salir de clases, le enseña sus resultados. «¿Así que tu marido es húngaro?», le pregunta. «Sí, y es un gran arquitecto que quiero que conozcas.» Otra amiga, Stella Snead, le informa: «¿Sabías que Ursula es la heredera de las mermeladas Cross and Blackwell y por eso puede comprarse lo que le da la gana?» ¡Qué impacto el del dinero! Ursula, alta y fuerte, la trata con simpatía porque Leonora es poco convencional y muy directa en sus críticas. A la hora de la clase, escucha a sus compañeros con un dejo de ironía y le aconseja a Ursula: «Piensa mal y acertarás.» Stella es inconstante, Leonora, en cambio, nunca falta a clases ni se queja de la disciplina impuesta. Ozenfant obliga a todos a conocer la esencia de la pintura: de qué está hecho un lápiz, de qué un tubo de pintura, de qué el aceite, les hace comprar lápices tan duros como el acero, pintar a mano alzada, repetir hasta que tengan los nervios de punta. Una sola vez Leonora se atreve a decir: —La manzana está podrida. —Recuérdala como era antes —le ordena. En la parte alta de la página, Leonora esboza una figura de mujer, el trazo no tiembla, es pura. Leonora nunca ha visto a otra mujer desnuda, así, pelada, fuera de su cáscara, la dibuja al primer intento. No tiene conocimientos de anatomía como los demás, pero su dibujo vive, a diferencia del de Ursula y más aún del de Stella Snead. Ozenfant la felicita. Una tarde el maestro les dice que no vino la modelo y una de las discípulas se ofrece a posar. Es tan flaca que todo en ella se ahueca, hay que ir a pescar sus ojos al fondo del abismo. Otro día Leonora se ofrece: —No lo hagas —le aconseja Ursula—. ¿Sabes lo que le preguntó a la última que lo hizo? ¿Usted qué es? ¿Una araña? El maestro es cruel. —Tu trabajo no vale, no lo haces en serio; mientras no haya un cambio, es imposible que sigas. Te doy una semana. En la Tate Gallery, Leonora conoce a un joven que hace una copia de Whistler. Pinta como si de ello dependiera su vida y su fervor calienta el museo. A Leonora le gusta encontrarlo y, cuando no lo ve, siente que algo le faltó al día. Ursula le cuenta que en otros talleres las obligan a dibujar al Auriga de Delfos, al Apolo, a la Venus de Milo, y que a ella se le cae el lápiz del aburrimiento. Al salir de clase, a veces con Stella, otras con Ursula, Leonora compra con sus ahorros libros de alquimia en los puestos de viejo. —La alquimia —le dice el viejo librero— es un instrumento de conocimiento total y lleva a la liberación. —Eso es lo que busco, la libertad, pero también quiero transformar a mi padre. —Tu padre va a aniquilarte. Leonora compra una botellita color ámbar que cambia a los individuos, los hace nacer de nuevo y evita las crisis de nervios. —Eso es lo que quiero, que Harold nazca de nuevo. Leonora transforma su libertad en una fuerza viva. —Mamá, entre más libre me siento, mejor pinto, hago progresos continuos gracias a esa inmensa fuerza que tengo adentro. Maurie escucha a su hija con curiosidad, ella también cree que hay puertas aún cerradas al conocimiento y los filtros y los encantamientos son una llave. Le regala el libro de Herbert Read: Surrealismo. En la tapa viene la pintura de Max Ernst Dos niños amenazados por un ruiseñor. Al verla, las entrañas de Leonora arden, su emoción es tan visceral que le dice a su madre: —Nunca sabrás el regalo que me has hecho. Algún día veré el mundo tal y como Ernst lo pintó. ¿Por qué es tan distinta a los demás? ¿Qué pasó en su nacimiento que la hizo así? ¿Por qué crea un problema tras otro? Sin embargo, algo admirable se anida en ella, algo que Maurie adivina aunque no acierta a saber qué es. Leonora le confía a Ursula su enloquecimiento por Dos niños amenazados por un ruiseñor, un pequeño cuadro intensamente vivo en el que sobresale, recortada en madera, una puertita, una reja de juguete y un ruiseñor del que dos niños atemorizados intentan escapar. ¿Cómo puede amenazar un pajarito? A ella también la persigue lo incomprensible, lo que sólo los sidhes entienden y que ahora descubre en este pintor. ¿Fue Carrington el ruiseñor que los persiguió a ella y a Gerard? ¿Un ave es capaz de atacarla y ensangrentar el lienzo? ¿El mal puede esconderse en una cosita roja que aletea en un cielo pintado? —Me interesa mucho ese pintor, Ursula. —¡Si mi marido es amigo de él! Vamos a darle una cena con gente importante y juro que lo vas a conocer. Por de pronto, Ursula le muestra collages de Ernst, recortes de papel periódico pegados con engrudo, ilustraciones de revistas amarillentas que cobran un sentido que nadie soñó, todo se vale, vírgenes o ancianas a punto de ser torturadas, sus senos a la vista, les sonríen a sus verdugos, hombres con cara de perro o de gallo o de conejo pero sobre todo de león abrazan a viudas y animales bien trajeados que en la vida real jamás podrían estar juntos. Plantas e insectos son lo mismo, una mujer es una gardenia, un hombre, un elefante. Cualquiera que se mueva es alucinación. Feroz, sarcástico, Max Ernst escandaliza a sus espectadores. Durero, Blake, Gustave Doré se revolcarían en su tumba al verse amamantando al León de Belfort, su hocico sobre el pecho de una hetaira. Max los ha convertido en asesinos, en bandidos nocturnos, en aves carroñeras, en padrotes, en animales impuros que violan a la mujer y la destazan. Una nueva realidad antes invisible, ahora sale a la superficie explorada por la agudeza de su mente. ¿Por qué no los respeta este pintor alemán? ¿Qué daño le hicieron para que los asaete en los fascículos deUne semaine de bonté? En La femme 100 têtes, papelitos de nada que él recorta y acomoda para que conformen un todo malintencionado y perverso; la desnudez es menos lasciva que los encajes y corpiños a punto de dejar salir un pecho. Mujeres desveladas ofrecen su trasero al general condecorado, al arzobispo, al dandy, a la esfinge. Max Ernst, el rey de los pájaros, todavía trae adentro a la Bella Durmiente, a la Reina Roja. —¿Así que todo puede ser arte? —No, no todo —responde Ursula—, lo de Max es un hallazgo, mira, el más inofensivo de sus grabados es el de esta mujer a cuya cama suben las olas. Es un poema visible. ¿Te gustaría dormir sobre el mar? —Parece la obra de un niño diabólico... Me da mucho miedo la idea de que alguien me mire dormir excepto Nanny... —Ninguna obra suya ha causado tanto escándalo como su pintura de la Virgen dándole nalgadas al niño Jesús ante tres testigos: André Breton, Paul Éluard y él mismo. No sólo confronta a quienes la ven por primera vez sino a los mismos surrealistas. —André Breton parece una fiera... —Sí, es el león de todos sus collages. —¿Qué querrá decirnos? —Sus creaciones son un antiarte, confronta a sus maestros... Max Ernst se apropia de las obras del pasado, las profana; en él se vuelven ultraje, dibuja encima de los clásicos y los viola; a partir de ellos, dispara su propia inventiva. A pesar del miedo, Leonora se entusiasma; algo en los collages de Max la saca de sí misma, su crueldad la aterra. No pide prestado, se apropia, corta, mutila, disloca, embarra. Todo es suyo para hacerlo como quiere. Según Ursula, alguna vez declaró: «Hay que tirar a la Venus de Milo de su pedestal.» Reacomoda pedazos como quien vuelve a armar las partes de un pollo para presentarlo a la mesa. —La verdad, jamás me habría atrevido a buscar en mi inconsciente lo que él encontró en el suyo. Tengo adentro numerosas imágenes que escondo para que no me descubran. A lo que más he llegado es a ponerle a Ozenfant una cabeza de urraca pero eso que hace Ernst me aterra. Junto a él, la bestia de siete cabezas del Apocalipsis es una paloma. ¡Ay, Ursula! Siento que me ronda la locura y no sé cómo voy a cerrarle la puerta. —No se la cierres, no seas collona. Todo esto se remonta a la Primera Guerra Mundial y a la imbecilidad de los poderosos. Dadadadadadada. —¿Qué te pasa, Ursula? —Estoy imitando los tiros de un fusil o los discursos de los jefes de Estado. En 1920, Hans Arp, amigo de Max, se unió a la conspiración de los asqueados por la guerra y montó la Exposición Internacional Dadá en un mingitorio de Colonia. Los dadaístas tenían razón: una catástrofe amenaza a Europa. Yo soy subversiva y rebelde por naturaleza y tú también, y si no eres fiel a tu instinto te vas a perder. —Yo aún no sé lo que soy, lo único que sé es que amo la pintura más que a nada en el mundo. —Allí está Freud para guiarnos en nuestro cambio de piel —Ursula le pone una mano sobre un hombro—. Mira, ¿qué te parece esto? Lo tomé de Carta del vidente. Rimbaud dice que el poeta descubre lo oculto a través de un largo, inmenso y razonado desarreglo de nuestros sentidos. Según él hay que buscar todas las formas del amor, del sufrimiento, de la locura, y agotar todos los venenos para conservar sus quintaesencias; lograrlo es una tortura que él llama inefable y para la que se necesita una fuerza sobrehumana. ¡Ante los demás te conviertes en el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito y el Sabio Supremo, y llegas a lo desconocido! Esto sólo lo consiguen quienes ya de por sí tienen un alma rica, la cultivan y no tienen miedo a enloquecer. —Yo tengo mucho miedo. —Pocos llegan a lo «desconocido», la mayoría teme perder la cabeza y reventar en el camino. También Baudelaire dijo que teníamos que ir tras ese fuego que nos quema el cerebro y aventarnos al fondo del abismo. Ursula, mayor que ella, la hace descubrir a Novalis, le cuenta de Apollinaire y le recita «Le pont Mirabeau». Les Champs Magnétiques de Breton inspiró la escritura surrealista y Leonora debe leerlo. Hasta ahora, el universo de Leonora era el de Lewis Carroll, el de Blake, el de los prerrafaelitas, Ursula le abrió la puerta a la rabia de Los cantos de Maldoror de Lautréamont, que nació un poco chacal, un poco buitre, un poco pantera. —Lautréamont hizo una comparación que Ernst convirtió en su credo: «Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas.» A lo mejor tú puedes ser su máquina de coser, Leonora. —O su paraguas. La primera exposición internacional de surrealismo en la galería Mayor, a la que asistirá Max Ernst, lanza a Leonora a otro planeta, al que concibió en su adolescencia como un sueño irrealizable. «Así que lo que yo buscaba existe, lo que a mí me atrae, también le importa a otros.» Se impresiona cuando Ursula le cuenta que al principio de la Guerra Civil española, Éluard, Breton y Ernst quisieron viajar a España para combatir al lado de los republicanos. Malraux se dio el lujo de rechazarlos: «Busco a hombres que no sepan pintar.» —Vivieron la Primera Guerra Mundial, Max fue instructor de artillería. Él mismo se provocó una muerte clínica y lo escribió: «Max Ernst murió el 1 de agosto de 1914. Resucitó el 11 de noviembre de 1918 como un joven que aspira a volverse mago y a encontrar el mito de su tiempo.» Max vivió muerto durante la guerra, que es el gran mal del mundo —le cuenta Ursula. —¿No cree Max ni en Dios ni en el patriotismo? —pregunta Leonora. —No. —Yo estoy muy orgullosa de mis hermanos, que se han alistado en el Ejército, la RAF y la Marina Real. —Para los que pelearon, los cuatro años de guerra siguen siendo la peor tragedia. ¿Has leído La interpretación de los sueños de Freud? ¿Sabes quién es Hegel? —No, Ursula, no. —Mañana te traigo sus libros. La Primera Guerra Mundial hizo que los surrealistas, antes dadaístas, adquirieran la capacidad de poner el arte al servicio de su imaginación. En vista del crimen y la imbecilidad de los ejércitos, los seguidores de Breton y Freud eliminaron la razón y se abrieron al alto mundo del inconsciente. Rescataron del olvido a Lautréamont por sus odas al asesinato, la violencia, el sadomasoquismo, la blasfemia y la obscuridad. El surrealismo, eso sí era la revolución permanente, la que empieza por uno mismo. La poesía se volvería carne y sangre como lo pedía Éluard, los hombres y las mujeres, los ancianos y los recién nacidos vivirían al borde de sus sentidos, destruirían al ejército, las cárceles, los burdeles y sobre todo las iglesias. Ahora sí, la respuesta la tenían los pintores, los escritores, los experimentadores, los científicos, los inspirados, los románticos, las musas que guían a los creadores, los que no tienen miedo a mostrarse desnudos y los niños que se avientan al vacío colgados de un paraguas. ¡Ah, y los jóvenes tristes en un tren! Y algún que otro perro salchicha perdido entre Brühl y París. Capítulo 8 LA AMENAZA DEL RUISEÑOR C enar con Max Ernst en casa de Ursula y su marido húngaro, Ernest Goldfmger, al que llaman Erno, es una obsesión. Leonora opta por un vestido negro. Su pelo azabache como sus ojos le cubre los hombros. Ya hay mucha gente cuando llega a la puerta y cambia sus zapatos planos por unos tacones altos. Los deja en el vestíbulo junto con su impermeable y su paraguas y entra a la sala con el corazón a punto de salírsele. Distinta al resto de las jóvenes, Leonora piafa, sus cascos rayan la tierra, tasca su freno, sus ojos echan lumbre. Sus labios sonríen sin que ella les dé la orden. Su boca es rojo sangre. —Leonora, Leonora, quiero que conozcas a la fotógrafa Lee Miller, es una Venus de oro, una modelo americana; se encuentra allá, al fondo, en el ala derecha de la sala —le indica Ursula. Entre los grupos que conversan, Leonora ve a un hombre de pelo blanco que rompe todos los protocolos y saluda sin ver a los que se aprietan en torno suyo. Ajeno a las convenciones, hace caso omiso de críticos de arte y posibles compradores. «He aquí a un hombre libre, un hombre a quien no le importan las industrias», piensa Leonora en el momento en que un mesero le ofrece champaña. La espuma está a punto de desbordarse cuando un índice ajeno lo impide: el de Max Ernst; y con ese gesto cautiva a Leonora. Ursula la presenta: «This is my dear friend and colleague...» El pintor ni la oye. Es a Leonora a la que ve, es a ella a quien se dirige, es ella a quien distingue. Muy pronto, Ursula los deja solos. |
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![]() | «Una boca para besar», pensó con la garganta seca. La mujer dormía. Judd sintió una enorme curiosidad por saber de qué color serían... | ![]() | |
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