Sinopsis Una mujer indomable, un espíritu rebelde una leyenda. Una de esas novelas que uno, simplemente, no puede perderse. Estaba destinada a crecer como la rica heredera de un magnate de la industria textil,




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De todos, Leonora se siente cercana a Bretón, que vivió las atrocidades de la Primera Guerra Mundial y trató a pacientes que habían sufrido severas depresiones. Lo malo es su intensidad, todo lo quiere controlar. Para ella es un buen león cuya melena acaricia.

Man Ray insiste en fotografiarla. Ella se niega. Max Ernst le advierte: «Es feroz, puede matarte si no aceptas.» «¡Que me mate!»

—Creo, André —dice Leonora—, que nadie aquí se parece a mi mundo. A veces me alegro pero otras me da miedo perder la cabeza.

—El miedo a la locura es la última barrera que debes vencer. Las mentes heridas son infinitamente mejores que las sanas. Una mente atormentada es creativa. Hace dieciocho años, al regresar de la guerra con Soupault y Aragon, nos preocupamos por las secuelas de la batalla en la mente y descubrimos que el automatismo en el arte podía ser no sólo curativo sino creativo.

—Es que a mí me educaron en la lógica.

—A mí mucho más que a ti, porque soy francés y soy médico, pequeña Leonora. Te pareces más bien a Nadja, rica, arbitraria y por eso mismo irracional.

Leonora no sabe quién es. Jacqueline Lamba, esposa de Breton, la ataja:

—A mí también me dijo que era su «Nadja» y nunca me presenta como pintora. Y «Nadja» acabó en un manicomio sin que él levantara un dedo para salvarla.

—Digas lo que digas, tu marido es bueno.

—Sí, es bueno, pero la que lleva la casa, recibe a los amigos y recoge las cenizas soy yo.

En la rue Lontaine 42, Breton tiene una espléndida colección de arte africano y oceánico, y el cubano Wifredo Lam de pronto le dice:

—Podría yo ser parte de tu colección.

—Primero pinta tus propios tótems, tus máscaras, tu esencia cubana.

Ernst está de moda, es un hombre de mundo y su nueva mujer ensancha su cosmopolitismo por ser una inglesa preciosa y de buena familia. Marcel Rochas los invita y cuando Leonora pregunta: «¿Qué me pongo?», la princesa Marie de Gramont responde: «Niña, basta con tu belleza natural.» Leonora sigue el consejo al pie de la letra y se envuelve en una sábana. En el punto álgido del baile, deja caer su toga y queda desnuda frente a todos. Los echan de inmediato.

En París, Max la lanza al peligro, le enseña a no dudar de lo que desea: «Desafía y vencerás, Leonora. La vida es de los audaces.» Leonora le cuenta las visiones de su niñez, él le aconseja que pinte al minotauro, al jabalí y a los caballos de la cuadra de su padre. Leonora ha sido más valiente que muchos surrealistas. «Has ido más lejos que cualquiera de los que ves aquí y todos lo saben», confirma su enamorado. La reciben con admiración, quieren escuchar lo que dice, leer lo que escribe, ver lo que pinta. Max, orgulloso, la exhibe, la llama su novia del viento, su yegua de la noche.

—¿Así que con ella vas a cruzar el Leteo? —pregunta irónico Breton.

—Ella es mi Leteo.

La vida social de los surrealistas es intensa. A ninguno le importa dormir de día y salir de noche. El café es el altar donde oficia André Breton. Los acólitos acuden reverentes. Breton reparte indulgencias, condena, atrae y repele. Sus fieles aplauden la expulsión de Dalí tras acusarlo de coquetear con el fascismo, perdonar al catolicismo y tener una pasión desmedida por el dinero. Cuando lo enjuician, Dalí acude con un termómetro en la boca y una cobija sobre los hombros. El juicio se convierte en una farsa.

—Amo a Gala más que a mi madre, más que a mi padre, más que a Picasso y más, incluso, que al dinero —proclama Dalí.

Hace años que Antonin Artaud se ha alejado del grupo y todavía es blanco de sus insultos, el más ácido es el de Éluard: «Carroña oportunista.»

Al principio, Breton le encargó a Artaud el Bureau des Recherches Surréalistes, y lo instalo en el número 15 de la rue de Grenelle. «Artaud recogerá los testimonios mejor que nadie porque es un genio universal, aunque no cambie las sábanas de su cama», explicó André. Todo iba bien hasta que en La Révolution Surréaliste Artaud publicó una carta al papa Pío XI insultándolo. Breton la alabó. También aceptó la segunda carta abierta, dirigida al Dalai Lama, donde le pedía que levitara. La tercera, dirigida a los directores de los manicomios de Europa para que sacaran en libertad a sus internos, provocó que Breton cerrara el Bureau.

Como sucede con algunos libertadores, el líder del surrealismo, autoritario y fulminante, se deshizo de él.

Artaud viajó a México a buscar una verdad que el mundo europeo había perdido y que los tarahumaras alcanzaban con el peyote. En la capital, María Izquierdo y Lola Álvarez Bravo se hicieron cargo de él y lo recogían muerto de hambre y alcoholizado en la acera de la calle de Guadiana, en la colonia Cuauhtémoc. A su regreso a París, vivió en la miseria rechazado por todos. «Ya no tiene dientes», comenta Picasso. Ninguno se da cuenta de que Artaud, al descubrir a los tarahumaras, le ha dado una nueva dimensión al surrealismo.

Leonora y Max invitan a su casa a Picasso y a Marcel Duchamp, que a duras penas abandona su tablero de ajedrez. Benjamin Péret era inseparable de Breton hasta que apareció en su vida una pelirroja llamada Remedios y ahora lo ven menos. «Parece que la española es muy tímida.» En la rue Fontaine se engañan, conforman tríos amorosos como hace años el de Éluard, Gala y Max, que hizo que Paul exclamara: «No saben lo que es estar casado con una rusa, lo prefiero a él que a ella.»

El rumano Victor Brauner busca vender a toda costa un autorretrato en que aparece tuerto. De la cuenca de su ojo derecho sale una inmensa lágrima de sangre. El cuadro resulta un presagio, porque meses después, en 1938, en medio de una discusión, Esteban Francés avienta su vaso a Óscar Domínguez y Victor Brauner pierde el ojo. «Imposible vivir a cien por hora, vamos a reventar todos.» «Ya no me aguanto, tengo la cabeza como el molinillo de café de Duchamp», coinciden. Dora Maar, maltratada por Picasso, causa lástima cada vez que entra a un restaurante. «Miren cómo la dejó Picasso.» «Como un Picasso», le dice un camarero a otro.

Leonor Fini le da cita a Renato Leduc, que asesora al cónsul de México en París, en un café de Montparnasse para presentarle a Picasso.

Recién llegado de Tenerife, Óscar Domínguez se les une:

—¡Joder! Llévenme. Sólo quiero pasar a mi piso por un paquete.

Apenas entran en la casa de la rue Jacob, Domínguez salta encima de Picasso:

—Maestro, yo soy un pintor español y me ando muriendo de hambre.

—Lo español se te nota de lejos. El que te estés muriendo de hambre, a todos nos ha pasado.

—Mire, maestro, el otro día estuve en una fiesta de un norteamericano que traía 25.000 francos para cambiarlos por tres trazos de Picasso; yo presumí que tenía una obra suya.

Abre el paquete y aparece una copia del Bañista con balón. En vez de enojarse, el malagueño lo felicita.

—Esos norteamericanos no compran cuadros sino firmas. Leonora, ¿puedes prestarme una pluma o un lápiz?

Firma y le tiende la copia:

—Véndelo y gánate esos 25.000 francos...

Óscar y Pablo se vuelven inseparables. A veces se les une Renato Leduc, y los tres hablan de toros.

Además de la rue Jacob, también en la casa de André breton se dan encuentros privilegiados; una noche Breton los calla a todos: «Vamos a escuchar a Leonora.» Leonora entonces guarda silencio. Imposible ser rebelde por mandato. Su rebeldía es sagrada y la saca cuando ella quiere, no cuando le dan la orden.

—Somos tu rebaño de ovejas negras, te seguiremos adonde sea.

Leonora no sólo es dueña de sí misma sino de todos sus admiradores. ¡Qué buena vida la suya! La única que la saca de quicio es Marie Berthe Aurenche, que se presenta sin aviso:

—¿Por qué no te regresas a Inglaterra? —le grita.

—¿Por qué entra sin tocar? —le pregunta Leonora a su amante.

—Porque tiene llave.

—¿Quién se la dio?

—Loplop.

Marie Berthe los sigue al Café de Flore, grita y hace escenas frente a la mirada aprensiva de Leonora. Rompe vasos, platos y tazas; los parroquianos y los meseros la miran sin inmutarse porque en París cualquier cosa puede suceder. Como buena británica, Leonora sabe que los tormentos emocionales no deben exhibirse y que los celos resultan patéticos. Desde niña le enseñaron: «Children should be seen and not heard» y, por lo visto, lo que quiere la niña Marie Berthe es volverse figura pública. Altaneros, los surrealistas no prestan atención a mujeres que van de bajada; en cambio Leonora es un hallazgo, la joya más preciada de su corona. La Aurenche echa a perder las reuniones. Cada confrontación es su derrota. Cuando grita entre sollozos que va a regresar al convento, Leonora piensa que su lugar está allí, en medio de mujeres veladas que no se atreven a decir quiénes son y se sepultan en vida. Por lo visto, la compasión no es el fuerte del pintor, porque no tiene la menor paciencia con el desquiciamiento de su esposa: «Que regrese al convento de donde la saqué.»

Leonora escribe y pinta y no se preocupa por lo que va a pasarle.

Peggy Guggenheim, la mecenas que impone el arte moderno y compra a Picasso, a Dalí, a Duchamp, a Tanguy, llama a la puerta del estudio de Ernst. Todo París habla de ella. Cuentan que una noche se acuesta con Beckett y a la siguiente con Tanguy, y ella paga el hotel; escoge el lienzo según el desempeño. Nunca duerme sola. Es avant-garde, monta el estudio del elegido, consume a Beckett en una semana y agota a Giorgio, el hijo de James Joyce. Es atrevida, tiene buen cuerpo y una nariz de nabo. Los artistas alegan que es una diletante, pero sus dólares fosforecen. Tanguy ya dejó a su mujer por ella. Marcel Duchamp, adelantándose a todos, no la suelta y le aconseja qué comprar.

Peggy entra como una tromba y suelta las correas de cuatro perros malteses que se precipitan sobre los cuadros. Lleva unos lentes negros estrafalarios, su traje es de Paul Poiret y deja caer su abrigo en la primera silla.

—¡Qué frío! París es una nevera.

En lo único que piensa el pintor es en proteger sus telas de los perros. Peggy los llama: «My darlings», y elfos rodean a Leonora, que los acaricia.

—Are these all yours? —pregunta la mecenas.

—Este cuadro es de Carrington, la más talentosa de mis discípulas.

La Guggenheim observa a Leonora festejada por sus malteses:

—Quiero comprar éste, me encanta el caballo trepado en el árbol como un ave —señala La comida de Lord Candlestick.

—Representan a la familia de la autora. Lord Candlestick es en realidad Harold Carrington satirizado por su hija. Estas cabezas equinas son fálicas, los platos son hostias. Del ano del jabalí salen ramas. ¿No se asemeja a Jerónimo Bosco?

—Así que la jovencita pertenece a la nobleza.

—Tiene un talento extraordinario, Breton y Marcel Duchamp la invitaron a participar con dos de sus obras en la reciente Exposición Internacional del Surrealismo.

—Sí, ya la visité, son pocas las mujeres: Eileen Agar, la noruega Elsa Thorensen, la española Remedios Varo, la alemana Meret Oppenheim, que según me dijeron fue su amante, y la joven aristócrata inglesa.

—Breton está encantado con Leonora, dice que es la gran figura femenina del surrealismo, su extravagancia lo tiene subyugado; asegura haber descubierto a la única capaz del amour fou —continúa Max Ernst.

Los perritos se acuestan en torno a Leonora y Max invita a Peggy a cenar, pasará por ella al Ritz a las ocho.

—Mejor ve tú solo —pide Leonora.

—¿Por qué?

—Porque yo prefiero a los perros y a ellos no los van a dejar entrar.

En La Tour d’Argent Max se dedica a impresionar a la norteamericana mirándola sin parpadear con sus dos pescados azules. Ella pide los profiterolles, él los poor knights of Windsor y, mientras cenan, anhelan que «la comida de Lord Candlestick» sea la primera de muchas otras. Ninguno de los comensales imagina que la guerra va a partirles la vida.

Al regreso, Max se ve más guapo que nunca y le dice a Leonora:

—Esa mujer tiene ojos inteligentes.

París rechaza a los surrealistas, los críticos son implacables, los que desertan, numerosos, y a Leonora le parece providencial que su amante haya encontrado una protectora.

Capítulo 11

CUERPOS EN EL ESPACIO

C

ada vez más incontrolable, la Aurenche llama a la puerta, reclama sus derechos, «yo soy tu mujer», llora, patea, Max la convence de irse y, cuando se dispone a salir con Leonora, aparece tras la puerta y lo toma del brazo. «Recuerda que dijiste que iríamos a la sala Pleyel.» Max no sabe cómo deshacerse de ella. A Leonora le impresiona esa mujer bonita con la frente cubierta de bucles de muñeca. En el Café de Flore no le pareció nada frágil pero ahora todo su atuendo, sus manos y su peinado emanan fragilidad.

Los tres escuchan el primero de los seis conciertos de Brandenburgo y Max aclara que los instrumentos musicales son cuerpos en el espacio. «¿Como Dios?», pregunta Marie Berthe, que todo lo remite al juicio divino. Ernst le responde que son más bellos y que giraban ya en la estratosfera antes de que Dios fuera inventado: notas musicales, círculos, cometas, estrellas fugaces, cuerpos celestes. Ella protesta:

—Estás mintiendo, eso no me lo enseñaron en el catecismo, voy a gritar.

Max la desafía:

—Grita.

A Leonora se le encoge el alma, no tanto por el grito en medio del concierto sino porque el mayor recurso de Marie Berthe es el chantaje.

—Max, el médico me dijo que no puedes negarme nada porque estoy enferma. Además, no tengo quien vea por mí, soy huérfana. ¿Está mi madre en el Cielo?

—No lo creo.

—¿En el infierno?

—Quizá tu madre sea una tabla de multiplicar que gira en el espacio infinito o un violín aún sin descubrir que da vueltas alrededor del universo.

—¡Ay! A veces pienso que eres el diablo.

—¡Qué bueno que no creas que soy un ángel!

Leonora celebra cada una de las respuestas de su amante.

Si Max no la complace, la francesa dice que va a escribirle al Papa, que el Vaticano le dará la razón, y a las dos de la mañana corre a tirarse frente a Notre Dame hasta que un gendarme repara en ella.

—Máteme, lo estaba esperando, usted es el Ángel de la Muerte —se le echa a los brazos.

—Señor, le devuelvo a su mujer —la entrega en la rue des Plantes.

Max intenta calmarla, la encierra, Marie Berthe rompe sus lienzos, destruye sus herramientas, arremete contra las bicicletas y les poncha las llantas, desenrolla sus bobinas de hilo, rompe sus probetas para luego pedir perdón a grandes voces. Apenas el cura la ve entrar al confesionario le da la absolución, harto de tantas escenas. Cada vez que Max la rechaza, regresa a la iglesia a gritar: «Dios me ha unido a este hombre para toda la vida, con él se estremecen cada una de mis células; Jesucristo, el Espíritu Santo, la Virgen de Lourdes tienen que devolvérmelo. Es mi ma-ri-do, nos une la ley del Cielo y la de los hombres. La inglesa es una intrusa, una sinvergüenza, tírenla al canal de La Mancha.»

—Ten paciencia, Leonora, esa mujer es infantil, deshacerme de ella va a tomar tiempo, tienes que comprender...

Max se afea, la indecisión afea, ¿qué se hace con dos mujeres? Cuando Marie Berthe aparece en la rue Jacob, él se esconde, ella lo encuentra. «Es la cuarta vez que vengo», lo besa. Leonora no sabe a qué atenerse. «¿Y quién es ésa?», finge no reconocer a Leonora. «¿Nunca vamos a estar tú y yo solos?»

Las escenas se multiplican, la Aurenche los sigue en la calle, conoce todos los movimientos de la pareja. Un día en que Leonora acompaña a Max al estudio de la rue des Plantes, Marie Berthe abre la puerta con fuerza y después de abrazarlo anuncia:

—Vengo a decirte que nos vamos de vacaciones tú y yo —ignora a Leonora—. Tengo que hablar contigo a solas.
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