Volumen 11 de la Historia Universal Planeta dirigida por fontana, J. Barcelona, Planeta, 1992. Isbn: 84-320-9531-1 (84-320-9520-6 Obra completa)




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CIENCIA Y PENSAMIENTO EN EUROPA: APOGEO Y CRISIS DE LA RAZON MODERNA, 1848-1927.



Publicado en: BAHAMONDE MAGRO, A. (coord.): La época del imperialismo. Volumen 11 de la Historia Universal Planeta dirigida por FONTANA, J. Barcelona, Planeta, 1992.ISBN: 84-320-9531-1 (84-320-9520-6 Obra completa).

ÍNDICE

EL IMPERIO DE LA RAZON.

La representación determinista, culminación del proyecto de la Ilustración.

El darwinismo y el determinismo biológico.

El determinismo social en la obra de Karl Marx.

LAS PRIMERAS FISURAS EN EL EDIFICIO DE LA REPRESENTACION DETERMINISTA.

Schopenhauer y su intento de construir una nueva teoría del conocimiento.

La teoría electromagnética y la crisis de la representación mecanicista.

LA CRISIS DE LOS FUNDAMENTOS DE LA RACIONALIDAD CLASICA.

LA REVOLUCION DE LOS FUNDAMENTOS DE LA RAZON MODERNA.

L a teoría de la relatividad: la destrucción del tiempo y del espacio absolutos.

La mecánica cuántica: la destrucción de la validez universal del principio de causalidad.

A mediados del siglo XIX el imperio de la Razón brillaba en todo su esplendor. El programa de la Ilustración parecía plenamente realizado ante los ojos de la burguesía europea, que sobrepuesta del sobresalto de las revoluciones de 1848 consolidaba su poder político, afianzado ya su poderío económico. La publicación en 1849 del Discurso sobre el espíritu positivo de Augusto Comte constituía la expresión del espíritu de la época. Los avances de la ciencia y el progreso tecnológico a ellos asociado parecían augurar un brillante porvenir. Esta confianza en el futuro, esa fe en el Progreso, que descansaba en los logros alcanzados por la Razón, proporcionaba a las clases dirigentes del Viejo Continente la firme convicción de estar llamadas desempeñar una misión histórica, ahora ratificada sobre bases científicas, de la superioridad de la raza blanca y de la civilización por ella engendrada, que servirá de cobertura ideológica a la expansión de los imperios europeos. La aparición de El Origen de las especies de Darwin en 1859 y de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Federico Engels en 1884, marcan la culminación de este proceso, que caracteriza a la civilización occidental desde la aparición de la época moderna. Determinismo biológico y determinismo social completan el recorrido intelectual de Occidente iniciado con la revolución newtoniana.

I.- EL IMPERIO DE LA RAZON

Los hombres de la Ilustración eran conscientes de que su programa de refundación del conocimiento encontraba su máxima justificación en la revolución newtoniana, en tanto ésta alteraba radicalmente los fundamentos del conocimiento científico hasta entonces vigente. El lugar central asignado a la ciencia en La Enciclopedia y su explícita reivindicación de fundar sobre nuevas bases todo el sistema del conocimiento así lo atestiguan.

El gran éxito del sistema newtoniano a la hora de explicar los procesos físicos relacionados con el movimiento de los cuerpos y del sistema solar, así como el método científico empleado en los Principia, explican el vigor de la Filosofía Natural propuesta por Newton. El papel desempeñado por la Mecánica en el sistema newtoniano hizo que la representación mecanicista de la Naturaleza se transformase en dominante en la cultura occidental desde mediados del siglo XVIII.

La representación determinista, culminación del proyecto de la Ilustración.

Lo que en Newton eran meros postulados en Kant adquirió el rango de absoluto. La extraordinaria influencia que tuvo la filosofía kantiana durante la primera mitad del siglo XIX contribuyó decisivamente a que los físicos y matemáticos tomaran las leyes de la Física clásica por absolutamente necesarias. El concepto de Naturaleza defendido por Kant se constituyó así en la concepción dominante de la cultura occidental hasta la aparición de la Teoría de la Relatividad y la Mecánica Cuántica durante el primer tercio del presente siglo, instalándose en el centro de la episteme de la época moderna.

En la Crítica de la Razón Pura, Kant trató de establecer los fundamentos y los límites de la razón humana, a través de la realización de una síntesis superadora de las dos grandes corrientes del pensamiento occidental de la segunda mitad del siglo XVIII: el racionalismo de la Ilustración y el empirismo inglés. Kant era un newtoniano convencido cuando escribió la Crítica de la Razón Pura. Al sistema newtoniano adaptó primero sus principios; a éstos, después sus categorías, y a éstas, finalmente, su tabla de juicios. De Newton tomó asimismo las formas de la intuición -espacio y tiempo-. Y absolutizando a Newton, Kant afirmó que todo ello va necesariamente implicado en la naturaleza del espíritu humano, sin lo cual no es posible ningún tipo o forma de conocimiento.

Kant afirmó la necesidad del principio de causalidad sobre la base de su teoría de los juicios sintéticos a priori de la matemática y la física puras, en la que los conceptos de espacio y tiempo constituyen las formas puras de la intuición sensible, los elementos esenciales de todo conocimiento. Para Kant el conocimiento a priori de los objetos era posible porque el propio intelecto regía la percepción de los mismos; de esta forma, Kant consideraba factible fundamentar una ciencia de estricto y necesario valor universal salvando el escepticismo de Locke y Hume.

En la solución de las antinomias propuesta por Kant en la Crítica de la Razón Pura se condensa el marco conceptual de la nueva representación cosmológica que dominó la época clásica hasta la aparición de la Teoría General de la Relatividad en 1916. "El Mundo no tiene un principio en el tiempo ni límite extremo en el espacio". En la tercera antinomia Kant sostenía que "la causalidad de la causa, que llega o empieza, ha empezado también y, según el principio del entendimiento, tiene necesidad, a su vez, de una causa". De esta manera, Kant situaba la ley de la causalidad como ley fundamental de la Naturaleza, condición imprescindible de toda posibilidad de conocimiento. Unas páginas más adelante Kant explicitaba con mayor contundencia si cabe el papel que desempeñaba la ley de la causalidad: "Esta ley de la Naturaleza, a saber, que todo lo que sucede tiene una causa,... por consiguiente, todos los acontecimientos son determinados empíricamente en un orden natural, esta ley, en virtud de la cual sólo los fenómenos pueden constituir una naturaleza y suministrar los objetos de una experiencia, es una ley del entendimiento en la que no está permitido, bajo ningún pretexto, apartarse o distraer ningún fenómeno, porque de otro modo se colocaría a este fenómeno fuera de toda experiencia posible, distinguiéndole con ello de todos los objetos de la experiencia posible para hacer de él un simple ser de razón y una quimera".

La contundencia de las palabras de Kant hablan por sí solas del status que en su sistema filosófico detenta el principio de causalidad, razón de ser de la representación determinista de la Naturaleza. El sistema kantiano, que encuentra punto de apoyo en la reflexión de Spinoza sobre la causalidad, constituyó la expresión más elevada, en el terreno de la Filosofía, del programa mecanicista desarrollado en el campo de la Filosofía Natural durante los siglos XVII y XVIII, en el que el sistema newtoniano expuesto en los Principia representa la culminación de la revolución científica inaugurada por Copérnico, Kepler y Galileo.

Fue Pierre Simon de Laplace quién expresó de forma más acabada la visión de la representación determinista de la Naturaleza derivada del sistema newtoniano en el prefacio de su Essai philosophique sur les probabilités: "Así pues, hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan a la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente amplia como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos".

El darwinismo y el determinismo biológico.

La aparición de la teoría evolucionista de Darwin fue interpretada como la culminación de la representación determinista, tal como afirmó el gran físico vienés Ludwig Boltzmann en su conferencia ante la Academia Imperial de la Ciencia, el 29 de mayo de 1886: "Si ustedes me preguntan por mi convicción más íntima, sobre si nuestra época se conocerá como el siglo del acero, o siglo de la electricidad o del vapor, les contestaré sin dudar que será llamado el siglo de la visión mecanicista de la naturaleza, el siglo de Darwin".

Entre 1830 y 1859, año de la aparición de El Origen de las especies de Darwin, se desarrolló en Gran Bretaña un intenso debate sobre el problema del origen de los organismos, marcado por la necesidad que sentían los hombres de ciencia de encontrar una teoría metacientífica que permitiera explicar los fenómenos, y entre ellos el origen de las especies, sobre la base de la existencia de leyes naturales que debían regirse por los criterios científicos establecidos por la física newtoniana.

La aparición en 1844 de la obra de Chambers Vestiges of the Natural History of Creation (Vestigios de la Historia Natural de la Creación), de claros postulados evolucionistas, avivó dicho debate, que se prolongaría hasta 1875, fecha en la que las tesis darwinistas eran ya mayoritariamente aceptadas por la comunidad de científicos, y habían pasado a formar parte del acervo común de la mentalidad positivista dominante en los círculos ilustrados europeos.

En 1833 sir Charles Lyell publicó el segundo volumen de sus Principles of Geology, en el que planteó en toda su magnitud el problema sobre el origen de los organismos. En esta obra Lyell recurrió a la teoría de Lamarck (Jean-Baptiste de Monet), según la cual los cambios en la conducta provocan la aparición de nuevas formas orgánicas, además de plantear la generación espontánea de formas vivas y situar el origen del hombre en especies menos evolucionadas, como el orangután, para plantear el problema de la evolución de los seres vivos. Lyell se mostró en contra de las tesis lamarckianas acerca de la generación espontánea, y propugnó la estabilidad de las especies. A pesar de ello, Lyell atribuyó erróneamente a Lamarck la defensa de la noción de evolución en función del registro fósil, facilitando así la penetración del evolucionismo entre los científicos británicos, merced a la aparente certeza de la existencia de un registro fósil progresivo.

La importancia de los Principles reside en la íntima conexión establecida en ellos entre el evolucionismo y la idea de progreso. Lyell era consciente de que el evolucionismo representaba la más seria amenaza hacia las posiciones antiprogresivas de las que él era abanderado. A pesar de ello, se mostró partidario del carácter natural del origen de las especies, es decir, el hecho de que estas se encontraban sometidas a leyes naturales.

Los argumentos en pro y en contra de las tesis evolucionistas rebasaron ampliamente los límites del debate científico, en tanto afectaban al status de las creencias religiosas. En efecto, la interpretación literal de las Sagradas Escrituras se enfrentaba radicalmente a las tesis progresivas sobre el origen de los organismos. Aceptar la afirmación de la procedencia animal de la humanidad y mantener la creencia en la creación del Hombre a imagen y semejanza de Dios -pilar del cristianismo-, era realmente problemático.

Adam Sedgwick, en su discurso presidencial pronunciado en la Geological Society en 1831, al contrario que Lyell, se mostró convencido de que el hombre representaba la culminación de la Creación, en desacuerdo con las tesis de éste sobre la creación actual de especies. La oposición de Sedgwick al evolucionismo respondía a razones esencialmente teológicas, aunque tratara de fundamentarlas en criterios científicos, al compartir con Lyell la noción de una Creación providencial. Sin embargo, al igual que su colega, su aceptación de que el mundo se regía por leyes naturales invariables entraba de lleno en colisión con su visión teológica sobre el origen providencial de los organismos.

Una postura similar a la Sedgwick era la mantenida por William Whewell, para quien la aparición de nuevas especies no podía considerarse una consecuencia evidente de la existencia de leyes naturales, aunque se mostraba contrario a aceptar que los hechos naturales pudieran obedecer a razones ajenas a las leyes de la naturaleza. La contradicción existente entre su creacionismo y su afirmación de leyes naturales generales, era resuelta por Whewell mediante la aceptación de la posible existencia de causas sobrenaturales no sujetas a leyes naturales conocidas, por cuanto el hecho sobrenatural de la creación escapa a la lógica de las leyes naturales, pero, una vez ocurrido, todo queda bajo el dominio de las leyes naturales. De esta forma, Whewell trataba de armonizar sus convicciones sobre la causalidad geológica, con su concepto racionalista de vera causa que aceptaba lo sobrenatural y su creencia teológica de la existencia de un Dios arquitecto supremo de la Naturaleza. Whewell se mostraba de acuerdo con los postulados antidireccionalistas de Lyell, a pesar del marcado carácter direccionalista de su obra, consciente de los peligros teológicos que entrañaba el direccionalismo.

La publicación anónima en 1844 de los Vestiges of the Natural History of Creation de Robert Chambers, de manifiesta tendencia evolucionista, avivó considerablemente la polémica. Chambers extendía, al principio de su obra, la visión cosmológica de Laplace al mundo biológico, de manera que el origen de los organismos debía encontrarse sometido a la regularidad e inexorabilidad de las leyes naturales que estaban por descubrir, de manera similar a lo realizado por Newton en el campo de la física. Su confianza en esta posibilidad estaba basada en los resultados del registro fósil, que parecían mostrar con toda evidencia la evolución de los organismos desde las formas más primitivas hasta las más evolucionadas, en cuya cumbre se situaría el hombre. La oposición al evolucionismo de los Vestiges se manifestó con prontitud en los escritos de Adam Sedgwick, William Whewell y Thomas Henry Huxley, éste último ferviente defensor con posterioridad de la teoría darwinista. Si bien en este momento las tesis evolucionistas no se impusieron, es indudable que su publicación facilitó la aceptación posterior de El Origen de las especies, al proponer de manera explícita la generalización del sistema newtoniano al mundo de la materia viva, algo que incluso sus críticos difícilmente podían negar.
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