Cuando el autor del libro del Eclesiastés escribía hace veintitrés siglos su bello poema «Todo tiene su tiempo tiempo de nacer y tiempo de morir» (3,1-2)




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SOBRE LA EUTANASIA

(15 abril 1986)


Cuando el autor del libro del Eclesiastés escribía hace veintitrés siglos su bello poema «Todo tiene su tiempo... tiempo de nacer y tiempo de morir» (3,1-2), vivía en una época muy distante de la nuestra, en la que el nacer y el morir se comprendían como acontecimientos naturales que tenían «su tiempo» y que apenas admitían intervención o modificación. El rápido y acelerado progreso de las ciencias biomédicas está alterando crecientemente estos acontecimientos, primero y último de la existencia humana. La ciencia biomédica interviene en el origen de la vida humana desde intereses contrapuestos. Por una parte, algunas de las técnicas destruyen la vida humana ya concebida; por otra parte, una tecnología aún más sofisticada y costosa hace posible que un número importante y creciente de personas puedan ver realizado su deseo de paternidad y maternidad.
En el otro extremo de la vida, el morir está siendo también alterado en «su tiempo». El niño o la niña que vienen hoy al mundo en los países técnicamente desarrollados tienen una esperanza de vida que duplica la de no hace muchos años. Los avances de la medicina permiten disponer de terapias con las que se pueda luchar eficazmente contra muchísimas enfermedades, y hacen posible su curación y la prolongación de la vida de numerosos pacientes.
Pero, como todo proceso humano, también el avance en la lucha contra las enfermedades y la muerte tiene sus contrapartidas. En la literatura reciente se ha acuñado el término de «encarnizamiento terapéutico» para referirse a una acción médica centrada en prolongar la vida del enfermo, pero que puede ser extraordinariamente cruel para el mismo paciente, ya que significa la prolongación de un proceso irreversible, acompañado de graves dolores y angustias. Se suelen citar ejemplos de personalidades famosas, cuya muerte levantó la sospecha en la opinión pública de si no se había incurrido en el citado «encarnizamiento terapéutico».
La muerte está dejando de tener «su tiempo» porque nuestra cultura no sabe cómo integrarla en nuestra concepción de la vida. La literatura reciente en torno a la muerte señala que sobre ésta pesa un importante tabú y que nuestra sociedad la margina y la oculta. Se escribe mucho sobre la dificultad del hombre de nuestro tiempo para integrar el hecho de la muerte. La perspectiva de la muerte crea en muchos de nuestros contemporáneos una inmensa angustia, que dificulta extraordinariamente nuestra relación con el enfermo grave: no sabemos acercarnos a él, acompañarle en sus temores y esperanzas, proporcionarle el apoyo y calor humano que tanto necesita.
Un número cada vez mayor muere en los grandes hospitales, donde los niveles de asistencia técnica son muy elevados, mientras que la asistencia humana de acompañamiento al enfermo o al moribundo es extraordinariamente pobre. Se subraya que no sólo es el personal sanitario el que tiene dificultades para entablar una relación personalizada con el paciente, sino que aun la misma familia no sabe hacerlo convenientemente, creando con frecuencia una situación de falta de información o de mentiras en torno al enfermo que bloquea su comunicación con los seres más queridos. Dentro de esta crítica general se incluye también a veces a los capellanes de las distintas religiones, que, asimismo, tienen el peligro de limitarse a una atención ritual o sacramental, pero sin aspirar a crear un clima de diálogo y de acompañamiento a la persona enferma.
1. LA ACTUAL POLÉMICA EN TORNO A LA EUTANASIA
El debate actual sobre la eutanasia es inseparable de este modo de vivir nuestra cultura la muerte. La palabra «eutanasia» es de origen griego y significaba, inicialmente, «buena muerte», sin dolores, en plenitud de conciencia. Desde el siglo xvi tiene su significado actual: la aceleración o provocación de la muerte de un enfermo, realizada por otra persona, con el fin de acabar con sufrimientos intolerables e inútiles. La polémica sobre la legitimidad de la eutanasia, que se había apagado con la difusión del cristianismo en nuestra cultura, reaparece en el siglo xix, al crearse los primeros movimientos y asociaciones en favor de esa práctica.
Hoy vuelve a ser aguda la discusión sobre la eutanasia. En este hecho influyen una serie de factores: el proceso de secularización, la crisis de los valores religiosos en el mundo occidental, la absolutización de la libertad de la persona que lleva a afirmar que el paciente terminal tiene el derecho de disponer de su propia vida, si así lo desea. Es también indiscutible que la permisión legal respecto del aborto tiene también su repercusión en el asunto de la eutanasia. Cuando la ley admite que la vida en gestación puede ser suprimida, se está en el plano inclinado para admitir igualmente la supresión de otras vidas humanas.
En nuestro país ya se oyen voces que favorecen la aceptación de la eutanasia. Es un asunto que preocupa actualmente a toda la Iglesia y en el que nuestra responsabilidad de pastores nos exige decir una palabra iluminadora, dirigida tanto a los creyentes como a los hombres y mujeres de buena voluntad, que se sienten preocupados por la eventual legalización de la eutanasia. Hace pocos años, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe hizo público un documento sobre la eutanasia, al que también se ha referido en algunas ocasiones el papa Juan Pablo II1. Varias Conferencias Episcopales han abordado también este tema en los últimos años2. En comunión con la Iglesia Católica, nuestra Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe se dirige ahora a los católicos y a la sociedad española con esta nota.
2. EL MENSAJE CRISTIANO SOBRE LA MUERTE Y LA VIDA
Ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento abordan directa y explícitamente la eutanasia. La Biblia, sin embargo, contiene una afirmación fundamental: Dios es el Señor de la vida y de la muerte; Él es el creador, el que ha llamado al hombre a la existencia y le ha dado la vida como un don, como una bendición que el hombre debe cuidar y favorecer, pero nunca suprimir3. En la tradición bíblica hay una línea de avance y progreso que subraya crecientemente el valor de toda vida humana y su indisponibilidad. El «no matarás»4 adquiere un ámbito de aplicación cada vez más amplio, de tal forma que el principio de la inviolabilidad de la vida humana se ve extendido a toda persona. Jesús le da una especial fuerza a la exigencia de respeto a toda vida humana. La Iglesia, ahondando en este principio, enseña explícitamente que la inviolabilidad de la vida humana se extiende a cualquier fase de la vida del hombre.
Para Jesús, sin embargo, la vida biológica y temporal del hombre, aun siendo un valor fundamental, no es el valor absoluto y supremo. Para Él el único absoluto es Dios y su Reino. En consecuencia, en el servicio a Dios, al prójimo y a la comunidad, el hombre puede entregar su vida, gastarla y hasta acortarla, mientras no atente directamente contra ella.
Jesús afirma que quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien la dé por su causa, la encontrará5; que nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos6. Para quien cree en Jesús, Él es su modelo tanto en la vida como en la muerte7. Jesús experimenta su muerte como el acto final de abandono en las manos del Padre, como entrega definitiva a la misión recibida. La vida de Jesús, configurada por el «aquí estoy para hacer tu voluntad»8, acaba con el «en tus manos encomiendo mi espíritu»9. Jesús no se quita la vida, sino que la entrega libre, confiada y generosamente en manos del Padre «por nosotros los hombres y por nuestra salvación»10.
El cristiano, llamado por su fe a seguir a Jesús cuando se entrega, debe también participar, cercano a la muerte, de los mismos sentimientos del Señor. Para el seguidor de Jesús, la muerte no es un sinsentido, sino el momento en que entrega su vida en manos de un Dios que le ha llamado a la existencia, que le ha cuidado providentemente y al que finalmente se entrega con confianza. Su muerte no es un sacrificio inútil; es como el grano de trigo, caído en tierra, que necesita morir para dar fruto abundante11. De esta forma, en el vivir y en el morir somos del Señor12.
3. DISTINTAS SITUACIONES EN TORNO A LA EUTANASIA
Antes indicábamos que, para la fe cristiana, la vida humana es un valor fundamental, pero no el bien absoluto, que deba ser salvaguardado de forma incondicional. Esta valoración de la vida humana ha estado presente en la tradición moral católica: la Iglesia nunca ha admitido la llamada eutanasia activa (o positiva) directa, es decir, la acción con la que se pretende directamente poner fin a la vida de un paciente o acelerar su muerte. Tal práctica es un atentado contra la indisponibilidad de la vida humana13.
Pero la tradición de la Iglesia ha admitido, basándose en el principio moral del doble efecto, la legitimidad del recurso a calmantes (por ejemplo, ciertos derivados de la morfina), aunque su administración pudiese ocasionar indirectamente un acortamiento de la vida14. La misma moral católica, basándose en la distinción entre medios ordinarios y extraordinarios, o mejor, proporcionados y no proporcionados15, afirma también que la medicina no está siempre obligada a hacer todo lo posible para prolongar la vida de un paciente. Existen situaciones en las que es legítimo, e incluso hasta obligatorio, abstenerse de aplicar terapias no proporcionadas y no habituales, que únicamente sirven para prolongar abusivamente el proceso irreversible de morir.
Así se expresaba el mencionado documento «Declaración sobre la Eutanasia» de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe: «Nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, aunque se trate de un enfermo incurable o agonizante. Nadie puede pedir esta acción homicida para sí o para otros, confiados a su responsabilidad. Ninguna autoridad puede legitimarlo o permitirlo. Es una violación de la ley divina, una ofensa a la dignidad humana, un crimen contra la vida y un atentado contra la humanidad». Dicha Declaración rechaza, consiguientemente, la eutanasia positiva directa.
Pero la «Declaración sobre la Eutanasia» afirma, a la vez, que siempre es lícito contentarse con los medios normales y habituales que la medicina ofrece. Hay, sin embargo, terapias en uso que conllevan serios peligros o incluyen gastos exagerados, cuya aplicación no puede imponerse como obligatoria. El no utilizar tales terapias no equivaldria al suicidio: significaría más bien «o simple aceptación de la condición humana o deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o a la colectividad. Ante la inminencia de una muerte inevitable... es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares».
En consecuencia con los principios anteriores, la Declaración reconoce como legítimo «el derecho a morir con serenidad, con dignidad humana y cristiana». También prefiere hablar de medios «proporcionados y desproporcionados», en lugar de «ordinarios y extraordinarios». A la hora de valorar el carácter desproporcionado de una terapia no sólo deben tenerse en cuenta sus dotes y complejidad, sino que hay que ponderar sus dificultades y riesgos, las probabilidades de éxito, las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales.
Todo ello significa que debe valorarse positivamente lo que algunos llaman «ortotanasia», es decir, la muerte a «su tiempo», respetando la dignidad humana del paciente y evitándole abusivas prolongaciones de su vida16. Comprendemos que no es fácil aplicar estos principios a las complejas situaciones concretas que pueden presentarse y, sobre todo, es muy comprensible que el personal sanitario –por el hecho de su profesión y por su formación al servicio de la vida del enfermo– no renuncie a la aplicación de cuantas terapias tenga en sus manos. Pero también se ha de afirmar claramente que ni la medicina ni la enfermería están obligadas a hacer todo lo posible siempre para prolongar la existencia, a veces meramente biológica, del paciente; que hay situaciones en las que lo más humano y lo más cristiano es permitir que el paciente pueda morir –contando con su propia opción o la de sus familiares– en paz y con dignidad.
Un caso específico –donde hoy más agudamente se plantea el problema de la eutanasia– es el nacimiento de niños con anomalías o malformaciones congénitas. Es un campo en el que la aceptación legal y social del aborto puede tener mayores repercusiones; si, hasta la 22 semana o incluso más adelante, se admite el aborto, cuando existe probabilidad de que el feto sea portador de anomalías, se está en el plano inclinado para admitir la eutanasia eugénica. En este problema tienen también su aplicación los principios generales antes expuestos. Sin poder abordar ahora los casos complejos que puedan presentarse y poniendo como ejemplo dos casos extremos, afirmamos que es legítimo no prolongar con medios terapéuticos ordinarios, que en este caso serían no proporcionados –nunca atentando directamente contra ella–, la vida de un niño anencefálico, que por carecer de un cerebro estructurado no va a poder desarrollar un mínimo de personalidad y está irremisiblemente abocado a una muerte temprana. Por el contrario, consideramos éticamente inaceptable que se niegue la atención médica o una intervención quirúrgica a un niño con el síndrome de Down (mongolismo), medios que se le habrían proporcionado si no estuviese afectado por tal enfermedad. Se trata de verdaderos seres humanos que, a pesar de su déficit intelectual, tienen grandes posibilidades de desarrollo de su vida afectiva y de relación interpersonal. Es una grave falta de humanidad el negar a estos niños las atenciones que merecen y que no se les habrían rehusado si no estuviesen afectados por su enfermedad.
4. EL PROBLEMA DE LA LEGALIZACIÓN DE LA EUTANASIA
Son bastantes las voces en diferentes países que solicitan la despenalización de la eutanasia positiva directa. Pero la aceptación legal de la eutanasia constituiría un gravísimo atentado contra un valor básico y fundante del orden social que el legislador tiene que proteger; es decir, el respeto a la vida humana, ya puesto en grave peligro por la admisión legal del aborto. También constituiría un gravísimo deterioro de la conciencia moral y humana.
Por otra parte, son bastantes los estudios que subrayan que, con mucha frecuencia, detrás de la petición de eutanasia por parte del enfermo, hay una llamada en clave por la que solicita la atención y el calor humanos que no sabemos darle. También insisten estos estudios en que el paciente terminal atraviesa por una serie de fases psicológicas, características, en algunas de las cuales puede solicitar que se ponga fin a su vida sin que éste sea su auténtico y definitivo deseo.
Frecuentemente, quien va a morir se da cuenta de ello, de modo más o menos confuso. La angustia que experimenta repercute en su dolor físico y lo aviva. Es necesario, pues, tratar a la vez la angustia y el dolor antes de que la angustia domine al enfermo; pero esto no es posible si quienes cuidan al enfermo se dejan vencer por su propia angustia. Por desgracia, en nuestra sociedad, la angustia ante la muerte puede ser tan grande y tan poco reconocida que ni la familia ni el personal hospitalario quieren encontrarse con la muerte del otro, ni establecer una real comunicación con quien está muriéndose, ni acompañarle durante esta última etapa de su vida, cuando el hombre tiene más necesidad de la presencia de otro para morir humanamente. Por otra parte, los éxitos conseguidos en determinadas instituciones, en las que se da un gran relieve a la relación initerpersonal con el paciente y al alivio de sus dolores, indican el camino por donde se debería avanzar. Además, la medicina y la enfermería tienen ante sí el reto de una utilización idónea y racional de los calmantes, que pueden aminorar o suprimir los dolores de los enfermos, que frecuentemente son la causa de su petición.
Puede ser también preocupante el deterioro de la imagen social del médico, que podria convertirse, en el caso de admitirse la eutanasia, en un agente de muerte, dificultándose, de esta forma, la creación de una relación de confianza con el enfermo. La aceptación de la eutanasia podría prestarse a importantes abusos, como consecuencia de los intereses económicos que derivan de la muerte de bastantes personas.
Finalmente, la legalización de la eutanasia constituiría un grave paso adelante en el deterioro del respeto hacia la vida humana; significaría seguir avanzando por ese plano inclinado que podría llevar a gravísimas consecuencias. En el contexto de sociedades envejecidas, en las que las personas de edad avanzada ven negado su derecho a ocupar un sitio en el entramado social, en las que se tiende a valorar a la persona por su capacidad de rendimiento o de producción, se darían pasos para avanzar, desde la eutanasia solicitada por el enfermo, a la misma práctica aplicada a personas inconscientes e incluso en contra de su voluntad.
5. REFLEXIONES Y EXHORTACIONES FINALES
Como indicábamos anteriormente, el problema de la eutanasia es inseparable de las actitudes vigentes en nuestras sociedades ante el hecho de la muerte. Es necesario reintroducir la muerte en nuestros esquemas mentales, sin negarla ni reprimirla. La muerte forma inevitablemente parte de la vida y su represión origina en nosotros sentimientos de angustia y bloquea nuestra relación con personas que están próximas al fin de su existencia. Es necesario aclarar nuestra compasión por el enfermo terminal, para saber descubrir en ella nuestro propio miedo a la muerte, que nos impide una relación humana adecuada con quien se está muriendo.
La fe cristiana debe ser una gran ayuda para saber integrar el hecho de la muerte. Esta no es el término sin más de la vida, sino el camino hacia una vida definitiva junto a Dios. Quien cree en Jesús debe aspirar a mirar cara a cara a la muerte, como tránsito hacia los brazos de un Padre, que cumplirá el deseo de perpetuidad y de felicidad grabado en el corazón del ser humano. Es necesaria una actitud más sana ante la muerte, como condición imprescindible para saber estar cerca del enfermo grave o del moribundo, para saber sostener con cariño su mano o su mirada angustiada.
Se ha de crear la conciencia de que el enfermo necesita muchas cosas más que la aplicación de terapias médicas sofisticadas. Nuestros grandes hospitales tienen el peligro de convertirse en instituciones deshumanizadas, en las que un gran número de personas se inclinan diariamente sobre el lecho del paciente, sin que ninguna de ellas se relacione personal y humanamente con aquél. Pero esta relación interpersonal es decisiva para la atención del enfermo, incluso desde el mismo punto de vista terapéutico. La necesidad de humanizar los hospitales es un gran reto y una necesidad imperiosa que debería urgir a los profesionales de la medicina y de la enfermería. El personal sanitario creyente tiene ante sí un maravilloso campo de acción en que plasmar las consecuencias y las exigencias de su fe.
Tanto los capellanes como los religiosos y religiosas que trabajan en las instituciones sanitarias se encuentran, en este orden de cosas, ante unas tareas y unas exigencias ineludibles; por ello, junto al cultivo de su pericia médica, deben esforzarse por incrementar sus conocimientos de Psicología y Sociología para relacionarse mejor con la persona enferma y, sobre todo, aportar un gran testimonio de caridad y de humildad en unos centros donde los niveles de respeto y de afecto hacia la persona enferma son seriamente deficitarios.
La Iglesia se siente enviada especialmente a predicar la Buena Noticia a los más pobres y desheredados. Entre éstos ocupan un lugar privilegiado los enfennos y los moribundos, los que sienten en su propia carne el dolor, la angustia y la desesperanza. Los enfermos estuvieron muy cerca del Señor que pasó por la vida haciendo el bien y curándolos17. En el atardecer de la vida nos podrá decir «venid, benditos de mi Padre, porque estuve enfermo y me visitasteis»18. Esta debe ser la actitud de los cristianos ante su hermano o hermana enfermos. «Visitar» significa mucho: saber estar cerca, intentar dar calor humano, compartir los miedos y las esperanzas de quien, precisamente porque sufre, es sacramento del Hijo de Dios, que se anonadó a sí mismo, compartiendo nuestro destino y nuestra muerte.
Madrid, 15 de abril de 1986.

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