Historia de la lengua española. Una introduccióN




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fecha de publicación28.12.2015
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HISTORIA DE LA LENGUA ESPAÑOLA. UNA INTRODUCCIÓN

Para la presenta introducción seguiremos la novena edición, corregida y aumentada, de la Historia de la lengua española de don Rafael Lapesa. El libro es paradigma perfecto de cómo debe describirse, diacrónicamente, una lengua, atendiendo a los diversos estados sincrónicos por los que pasa. Como ya advirtiera don Eugenio Coseriu en su Diacronía, sincronía e historia, ambos conceptos están estrechamente relacionados.

Tras leer este gran clásico de los estudios filológicos, uno tiene la sensación de manejar como lengua madre un sistema lingüístico que bebe de antiquísimas fuentes, nutrido de culturas tan vastas como variadas. El lector atento descubre que el español no sólo procede del latín vulgar, sino que en su seno existen obvios sustratos de lenguas anteriores a la de Cicerón. La misma denominación de península Ibérica procede de la cultura de los iberos, de origen probablemente norteafricano, que denominaban “Iberia” al territorio en el que se asentaron. Griegos y fenicios debieron disputarse la región de la casi mítica Tarsis, en el sur de nuestra actual España, donde el segundo de ambos pueblos se asentó, hacia el año 1100 antes de Cristo, fecha de la que data la fundación de “Gádir” (cuyo nombre significa recinto amurallado). Este nombre de ciudad pasa en época romana a denominarse “Gades” y, en época árabe, “Quadis”, de donde procede “Cádiz”. Otros nombres fenicios de ciudad son “Málaka” (de donde procede nuestra “Málaga” y que significa “factoría”).

A los cartagineses debemos la fundación de “Cartago” (la actual “Cartagena”), siendo también de origen púnico el término de “Hispania”, que en lengua fenicia significa “tierra de conejos”, así como la actual “Ibiza” (denominada “Ebusus”, significando “isla de pinos” o “isla del dios Bes”).

La colonización helénica no sólo tuvo lugar en el sur sino que se desplazó a Levante, donde se fundaron poblaciones como “Lucentum” (Alicante), “Rhode” (Rosas) y “Emporion” (Ampurias).

Respecto al Centro y Oeste de la península, sabemos de inmigraciones indoeuropeas, procedentes de la Europa central, que comenzaron con el primer milenio de nuestra era, sucediéndose durante siglos. Así, muchas ciudades fundadas por los celtas tienen nombres guerreros, compuestos con “briga” o “sego” (que significan “fortaleza”). Tal es el caso de “Conimbriga” (Coimbra) o “Segovia” (Segovia). Otros nombres célticos compuestos con “dunum”, sinónimo de “briga”, encontramos en “Navardún” (en la provincia de Zaragoza) o “Berdún” (en Huesca).

La romanización de la península fue lenta. En el año 218 antes de Cristo, con el desembarco de los Escipiones en Ampurias, empieza la incorporación de Hispania al mundo grecolatino. La romanización hizo desaparecer las lenguas anteriores, a excepción de la zona vasca. Pero, como suele ocurrir, tenemos en nuestra lengua sustratos prerromanos que resultan muy curiosos. Por ejemplo, en tanto en cuanto a la morfología, nos encontramos con una palabra muy nuestra que utiliza el sufijo “–urro” (baturro). También cabe destacar la presencia de esa “–z” final en apellidos como “Sánchez” o “Muñoz” (hijo de Sancho, hijo de Muño). Además, en nuestro vocabulario tenemos palabras de uso común tal que “barraca”, “barro”, “charco”, “manteca”, “perro”, “sima”, “toro”…

La cultura latina bebe de la cultura griega, de ahí que muchos helenismos, a través del latín, hayan pasado a nuestra lengua: “idea”, “phantasía”, “philosofía”, “música”, “poesis “, mathemática”, “tragoedia”, comoedia”, Athleta”, “schola”…

Antes de proseguir hay que dictaminar qué es el latín culto y qué es el latín vulgar, dado que nuestra lengua deriva de éste último. El latín culto era el enseñado en las escuelas, el latín que todos pretendían escribir. El latín vulgar, de donde deriva nuestra lengua, era el empleado en la conversación de las gentes medias y masas populares, era, obviamente un latín vivo, alejado del anquilosamiento y refinamiento de la lengua escrita. Las personas que se romanizaban aprendían y aceptaban antes los usos del latín vulgar que del latín culto. Así, desde el siglo VII, el latín culto sólo es utilizado por eclesiásticos y letrados. Por ende, el latín revela inseguridades y admite vulgarismos, fabrica palabras y acoge numerosas voces exóticas. Estamos ya ante el bajo latín de la Edad Media.

Conviene destacar que el latín vulgar afectó algunos aspectos, relativos a morfología y sintaxis, que siguen vigentes hoy en día. Así, la disposición del orden de las palabras o la aparición de preposiciones como “de”, que afecta a casos como el genitivo y el ablativo: “templum marmoris” pasaría a escribirse “templum de marmore”. También comenzó a ser habitual la aparición del acusativo con “ad”.

Por otra parte, en el año 409, un conglomerado de pueblos germánicos (vándalos, suevos y alanos) atraviesan el Pirineo y cae sobre la España romana. Así las cosas, muchas palabras germánicas entraron en el latín vulgar y subsisten, hoy por hoy, en nuestra lengua: así, el latín “bellum” es sustituido por “Weerra “ (guerra), el guerrero germánico llama “helm” al “casco”, utiliza el “dardo” y busca un “haribairgo” (abrigo, albergue) donde guarecerse. Otras palabras son “falda” o “cofea” (cofia). Respecto a la onomástica, podemos señalar “Allwars” (de donde procede “Álvaro”), “Fridenandus” (Fernando), “Rodericus” (Rodrigo), o “Gelovira” (Elvira).

Obviamente, muchísimas palabras que forman parte de nuestro vivir cotidiano proceden del latín: “Septem” (siete), “aurum” (oro), “flamma” (llama), “late” (leche), “muliere (mujer), “lupum” (lobo),”catena” (Cadena), “facere” (hacer). El latín, ¿lengua muerta o transformada?

Evidentemente, el proceso es mucho más complejo de lo que aquí, basándonos como ya hemos advertido en la obra magna del mentado Rafael Lapesa, hemos tenido a bien relatar. Pero no pretendemos con estas líneas más que aportar los datos justos para no resultar cansinos, dado que quien tenga verdadero interés tendrá a bien acceder a uno de los libros de cabecera de todo filólogo que se precie, o de todo curioso.

II

Uno de los capítulos de Historia de la lengua española que más se recuerdan es el dedicado al sustrato que de la lengua árabe puede rastrearse en nuestro idioma. Siete años bastaron para que los árabes conquistaran España. Frente a la Europa cristiana y romano-germánica se alza el Islam, que será su rival y a la vez su estímulo y complemento. Dos civilizaciones sostendrían en España una contienda prolongada y decisiva, provocando fenómenos tan curiosos como el zéjel, composición en metro y lenguaje híbridos.

Expresiones tan nuestras como “hola” u “olé”, al igual que “ojalá” “guay” o “hala” proceden del árabe. Tal y como dice Lapesa, el elemento árabe fue, después del latino, el más importante del vocabulario español hasta el siglo XVI. “Adalid”, “atalaya”, “adarga”, “tambor”, “alférez”, “acequia”, “alberga”, “noria”, “almunias”, “alcachofas”, “algarrobas”, “alubias”, “zanahorias”, “berenjenas”, “azafrán”, “azúcar”, “algodón”, “aceituna”, “alhelí”, “espliego”, “tazas”, “jarras”, “jarras”, “alfiler”, “aldeas”, “albóndigas”, “alcantarilla”, “almohada”, “alcohol”, “gandul”, “azul”, “alboroto”.

En tanto en cuanto a la toponimia, podemos citar “Alcalá” o “Alcolea” (que proceden de “alqalat”, que significa “castillo”), “Rápita” (que procede de “rabita”, que era un convento militar para la defensa de las fronteras), “Borja” (que procede de “burg” y que significa “torre”), “Calatayud” (castillo de Ayub) o Calaceite (castillo de Zaide).

III

Pero hemos de seguir avanzando y situarnos en lo que fue el romance de los siglos X al XI. El romance primitivo de los estados cristianos españoles nos es conocido gracias a documentos notariales que, si bien pretenden emplear el latín, insertan por descuido, ignorancia o necesidad de hacerse entender, formas, voces y construcciones en lengua vulgar. A veces, el revestimiento latino es muy ligero, y los textos resultan doblemente valiosos.

El romance aparece usado con plena conciencia en las Glosas Emilianenses, compuestas en el monasterio riojano de San Millán de la Cogolla, y en las Glosas Silenses, así llamadas por haber pertenecido su manuscrito al monasterio de Silos, situado al Sureste de Burgos; probablemente fue copiado allí de un original procedente de San Millán de la Cogolla. Unas y otras datan del siglo X o de comienzo del XI, y están en dialecto navarro-aragonés. Esto nos lleva a indicar que en la península Ibérica coexisten diversas lenguas romances: el galaico-portugués, el leonés, el navarro–aragonés, el catalán y el castellano. Se habla además árabe, mozárabe y vasco. Puede deducirse que la situación es tremendamente compleja.

Pero centrémonos en el castellano. Surge, fruto de lo anteriormente descrito, en el norte de la península Ibérica, en un territorio conocido como la Bardulia, entre la cordillera Cantábrica y La Rioja. Con el avance de la Reconquista se expandió hacia el Centro y Sur peninsulares, aunque su registro en la escritura no se documenta hasta finales del siglo XI.

En su proceso de consolidación tiene tremenda importancia la labor de Alfonso X el Sabio (1252-1284). Su reinado es un periodo de intensa actividad científica y literaria dirigida por el mismo rey. Siendo infante ya patrocina la versión al castellano del Lapidario (1250) y el Calila e Dimna (1251). El esfuerzo de la corte alfonsí da lugar a las Cantigas, las Siete Partidas, la Primera Crónica General y la General Estoria, así como a tratados de astronomía, mineralogía, astrología, un Libro de Ajedrez… La prosa primitiva castellana cobra por lo tanto autonomía. El rey, quien convirtió el castellano en la lengua de los documentos reales, se preocupó por el uso del “castellano drecho”, contribuyendo a la nivelación lingüística y a la fijación de la ortografía. Es un primer proceso de unificación lingüística que será plenamente consolidado durante el reinado de los Reyes Católicos.

Así, durante el mandato de Fernando e Isabel, se publica la primera Gramática de la lengua española (1492), obra de Antonio de Nebrija, coincidiendo el evento con el descubrimiento de América; lo que, hace más de quinientos años, propició lo que hoy por hoy conocemos como español de América,.

IV

La literatura va a contribuir de manera decisiva a consolidar y extender un uso docto del castellano. Los textos que conservamos son además fuente de conocimiento para establecer un estudio diacrónico del español. Desde las manifestaciones líricas populares (el zéjel, las cantigas de amigo, los villancicos) a la obra de Jorge Manrique, pasando por el Cantar de Mío Cid. La leyenda del Caballero del Cisne, los Cuentos del Conde Lucanor, el Libro de Alexandre, los Milagros de Nuestra Señora o el Libro de buen amor nos hablan de evolución.

El esplendor parece llegar con el periodo renacentista y barroco, donde cifraremos obras tan importantes como la Tragicomedia de Calisto y Melibea, la poesía de Garcilaso de la Vega, Los siete libros de la Diana de Jorge de Montemayor o La Galatea cervantina, El Quijote, El criticón, el teatro de Lope de Vega, la obra literaria de Quevedo y Góngora… Durante estos dos siglos se consolida el sistema fonológico moderno.

Durante el siglo XVIII, el interés por la corrección lingüística y la pureza de la lengua se reflejó en estudios dedicados al idioma y, sobre todo, en la fundación de la Real Academia Española (1714), que editó la Ortografía en 1741, la Gramática (1771) y el Diccionario de autoridades (1726-1739). La Academia emprendió una reforma ortográfica y, en 1815, estableció las normas actuales (salvo ligeras modificaciones posteriores).

V

Describir sincrónicamente la situación del español actual es tarea ingente y compleja. Los usos del español son variadísimos, por lo que habrá que atender a las peculiaridades en virtud de variedades diatópicas, diastráticas y diafásicas. Influirá en el uso que de la lengua se haga tanto la zona geográfica de origen y residencia como el sustrato social e incluso problemas de carácter fisiológico. Es obvio que el español de Barcelona no será idéntico al de Zaragoza o al de Cádiz, al igual que el catalán oriental es distinto del catalán occidental. Evidentemente, el español de América presenta curiosas diferencias respecto del español hablado y escrito en nuestro país; pero toda esta problemática es materia de otro artículo.


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