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| DEL ÚLTIMO RETORNO -Autor : JULIO CONTRERAS MESA
| DEL ÚLTIMO RETORNO Autor : Julio Contreras Mesa "Cuando se concluya el ensueño de la vida... ¿qué valdrán sus agitaciones?" VOLNEY Páginas 224 Cuando Prince y Thor dejaron de ladrar todo en la casa se quedó dormido, y, apenas comenzaba a disfrutar de tan sedosa calma, Rosa movió mis pies para alertarme que era la hora convenida, con lo que ni el café-café español del desayuno, ni bastante después los sucedáneos en ruta, lograron darme estar despierto lo que duró ese largo día de más sueño que ensueño, primero de las cortas vacaciones de verano previstas para ver algo de Italia acompañando a Ernesto y Margarita, con quienes ya veníamos saliendo con bastante frecuencia. Mi amigo había planeado tal turismo para tocar de paso algunos puntos de su firma, y lo de incorporarnos a María Rosa y a mí seguramente fue ocurrencia de Marga, deseosa de ver reforzada nuestra situación de pareja con vínculos más firmes que los de la sola convivencia. Es de admirar que fuese ella quien nos presentara, aquí Calixto y aquí Melibea, gesto de agradecer teniendo en cuenta que Margarita y Rosa son hermanas, y ella sabía de mí bastantes cosas como para no hacerme ese favor. Los tres han hecho un pacto de silencio sobre mi vida de antes del divorcio y María Rosa tiene hasta el detalle de trasladarse a casa de su hermana, aquí a la habitación en la que ahora estamos, cuando me toca mi turno de padre con un chaval cada vez más enmadrado... ¡Bueno, al viaje! Después de muchos años de visitar la empresa de mi amigo, conozco a casi toda la plantilla, a los de la central con sede en Azuqueca y a algunos-unas más, de saludarles por teléfono e intercambiar imels con chorraditas y poemas a la más mínima ocasión. Ahora su invitación va a permitirme conocer en persona a quienes le mantienen las delegaciones del Sureste de Francia y de Italia Noroeste. También veré de nuevo a “mi Marisa” (sólo es mi forma de evocarla), a quien traté cuando estuvo en España a terminar su tesis, y que me dice Ernesto que ahora está dudando si se dedica o no tan sólo a dar sus clases filológicas, que viene haciendo compatibles con la delegación de mi amigo en Milán. Será una triste pérdida, la niña siempre fue nuestro encanto... hasta he pensado que el muy celoso consintió que me ligase a su cuñada para no soportar el disgustazo de improviso de vernos de pareja a “su niña” y a mí. Me he puesto a recordarla en mi fingir que duermo, pero la mano que ahora me acaricia es la de María Rosa que sigue despierta, detrás de mí con Marga. Vamos delante Ernesto y yo, y ahora él conduce nuestra primera etapa entre Azuqueca y Zaragoza. Después, entre turnarnos al volante, cantar los cuatro y escuchar la radio mientras charlamos, he conseguido ir trampeando la soñera hasta cruzar los Pirineos y hacer la pausa grande. Es la Europa francesa, de llanos suaves, levemente ondulados, tierras de amor y feraces campiñas. Estamos ya en el Languedoc, patria de trovadores medievales, un hermoso paisaje festoneado de pequeñas colinas donde aún se alzan torres de vigía, centinelas caducos de otros tiempos de guerras fratricidas. Vamos mirando sobre todo hacia poniente, para alcanzar a ver muy a lo lejos al menos las siluetas huidizas de Narbona, Beziers y Montpellier. Luego, mirando hacia levante, al rebasar la zona de Aguas Muertas, recordaremos la imperial indeferencia de aquellos reyes, Carlos y Francisco, haciendo aquí las paces -"¡Amadísimo primo!: Aquí no pasó rien... ¡pelillos a la mar!"...-, después que Garcilaso y tantos otros murieran por las luchas hegemónicas que ojalá no vuelvan jamás. Pero penas pasadas a olvidar, vamos llegando a nuestro albergue en la ciudad de Arlés. Con el recuerdo de Garcilaso y sus predecesores italianos, toda la ruta emana poesía, y hasta el coche se aromas de esencias provenzales. Que además del florilegio de las letras, huele realmente a tomillo, a romero, a salvia y a lavanda, sobre el denso perfume de las artes de Van Gogh, de Gauguin, Cezanne, Picasso... El cielo azul, el aire transparente y luminoso, y también evocar a aquellos trovadores de la lengua de Oc (que hoy es llamada catalán en todas partes), nos produce un amago de flojera, un dulce ataque de erotismo estructural que hay que atajar en el siguiente "aire", o zona de descanso en la autorruta, metiendo la cabeza bajo el grifo, que hay que llegar puros y castos a Milán. Regenerados ya, y con tiempo para llegar a Arlés antes de media tarde, incluso nos quedamos un ratito por la vieja Nemausus, que vemos anunciada en un vulgar cartel de carretera: "NIMES-OUEST / NIMES / ARLES". Al rato, otro mejor cartel ya nos orienta con su "NIMES / VILLE ROMAINE" y así dejamos la autopista para enfilar la “Ronda Kuro Kawa”, glorieta diseñada en forma de teatro clásico partido en dos por un inmenso cuadro de luz que al fin resulta el natural, desnudo y grato azul del cielo. Detrás comienza la avenida de la Libertad, la cual nos lleva al Boulevard Jean Jaurés, moderno hasta la provocación visual con su escalera pétrea, que ni sube ni baja ni se está quieta. Ya estamos en la Rúe de la Republique y vislumbramos las "Arenes" que hizo Roma, y alguna fugaz ninfa que me recuerda a Marisa. Nunca fue mía, ni peligró serlo. Y ahora con más motivo he de ser consecuente y no turbarla, ya que ninguno de los dos somos tan libres como entonces... Con que... ¡al turismo! Si Arlés merece el sobrenombre de "Roma de las Galias", esta otra muestra de la Francia Romana no tiene menos de aquel tiempo de oro. Octavio César Augusto concedió estos pagos a las legiones de su yerno Agripa, y éstas le profesaron la gratitud plena de un culto divino alzando en la cruz del cardo y el decumano de la nueva colonia un famoso templo, hoy conocido por Maisòn Carrèe, perfectamente conservado después de ver pasar bajo su pórtico a tanto vándalo, visigodo, franco, hispanomusulmán, y demás arrasadores que en la Historia han sido. Antes de ascender por la escalinata de este broche imperial de la familia de Augusto, hemos visitado la iglesia de St. Paul, sencilla y seductora, que en la decoración de sus seriadas crucerías nos anticipa el techo azul estrellado de los cien templos así tachonados que nos esperan en Italia, que, antes de Miguel Ángel, el Papa Sixto IV sugirió a Pier Matteo D'Amelia que pintase para su capilla nueva del Vaticano un firmamento como el que ahora tenemos sobre nuestras cabezas. -¿En qué piensas? -A María Rosa le preocupa mi obstinada fijación en el techo. -En ese cielo de mentirijillas, y en una niña que ahora tiene otro amor pero que antes fue mi Beatrice, a partir de una tarde en Azuqueca... -¡Ya estás...! ¡Mira con las que me sales! ¡Anda...! Aclárate que pieza andas buscando, que aún tengo tiempo de dar media vuelta. -Si te incomoda... ¡No haberme preguntado! -Digo sin ver que se aleja de mí. Al parecer, antiguamente, o no eran muy dados a mirar a las alturas o más bien trataban de concentrar todo el interés visual de la feligresía hacia el misterio religioso y sus decoraciones concordantes a menor altura. En el caso de la primera Capilla Sixtina vaticana hacían mirar hacia las sacras pinturas de Perugino, Ghirlandaio, Rosselli, Signorelli, Botticelli, Pinturicchio, Della Gatta y Piero di Cósimo, y aquí, en Saint Paul de Nimes, hacia un pantocrátor, galo pero también muy bizantino, que nos envuelve desde el ábside y que merece la pena admirar muy pausadamente desde el lugar del baldaquino, bajo los ángeles custodios. El "cameraman" está emperrado en enfocar debidamente los ventanales vidriados y una estatua de San Pablo arrebolada por las luces que le otorga el bello rosetón de la portada, pero los otros le reclaman para captar, de dicho gran mosaico, al Cristo redentor sedente flanqueado por los santos y adorado... Es venganza. Me corrige mi furiosa gatita argumentando que eso es "adulatio", y no “adoratio”, propia de galos bárbaros sin pizca de la ciudadanía del imperio. ¡Qué más dará! Al filo como estamos del tercer milenio, tanto nos da el "S.P.Q.R." como el beato "Totus tuus" o el socorrido “Ay Macarena”. La diferencia que señala esta listilla, consiste en que estos bárbaros se postran, tocando el suelo con la frente, mientras que los romanos se limitan a la sencilla "ad oratio" solemne, es decir, mano izquierda hacia los labios, brazo derecho hacia delante con la mano extendida de frente al venerando, sin perder pose digna... -La verdad... distinta tabla de gimnasia ¿verdad Ernes? ¡Ernesto! -Estoy hablando solo. Mis tres acompañantes me abandonan sin volverse a mirarme. Felizmente me esperan en la puerta, quizás porque las llaves del vehículo las tengo yo guardadas casualmente, pero quizá también porque me quieren. Ni que decir tiene que, antes de esta iglesia de San Pablo y sus bellos mosaicos, al llegar a Nimes nuestra primera "adoratio-paseatio" ha empezado a consistir en dar la vuelta al ruedo de las lustrosas Arènes, si no el anfiteatro plus grand sí de los mejores conservados del mundo antiguo. Esta rotunda plaza de los gladiadores y de otras fieras no menos salvajes, es una elipse de casi medio kilómetro que nos enfila al boulevard de Víctor Hugo. Después, ya queda escrito, subimos a "San Pol", y para postre las calles nimeñas. También, recuerdos entrevelados de nostalgias de la escuela primaria al ver la calle de Alfonse Daudet, autor de "Tartarín de Tarascón". Antes de abandonar la “belle-ville” nos adentramos en el Cuadrado de Arte de Norman Fóster donde las chicas cotillean cuadros, láminas y cuanto les apetece, mientras los chicos seguimos como autómatas girándonos para admirar mejor macizas aborígenes. Luego, juntos los cuatro de nuevo, nos hacemos fotos bajo la palmera de la plaza del Mercado, comentamos la armoniosa modernidad clásica de todo lo visto, emperezamos volviendo a admirar el templo más mansión rectangular que carrèe y, junto al anfiteatro, acordamos que ya hay que volver hasta el aparcamiento de la explanada bajo la Fontaine Pradier, porque ya son las cinco en punto de la tarde y el llanto por Ignacio Sánchez Mejías en forma de sudor y sed y de impaciencia nos impulsan a continuar hacia la bella Arlés, sede de la no menos bella Martine. Con lo que cruzamos el Rhòne, llamado Ródano en España por aquello de enmendar en todo lo posible a los franceses, y nos adentramos en la cité buscando la office de monsieur Ernesto, la delegación que regenta la aún joven Martine, algo más fondona que la última vez que la vi por Azuqueca, pero igualmente apetitosa y harto amable. Llegamos y nos tiene preparados unos regalos adorables, amén de los bonos de hotel que también va a regalar a su jefazo. Tras alojarnos, mi amigo nos invita a todos a cenar, y ya a los postres la hace entrega a Martín de un misterierioso estuche, que oculta un preciosísimo collar, mientras que Rosa y Margarita la sonrojan regalándola dos prendas íntimas que entre sí conjuntan, y para demostralo la hacen que las muestre bien es verdad que resaltando solamente la albura linda de sus manos. Como yo no llevaba nada parecido, me pareció oportuno darla un beso que ella quiso que fuese húmedo y largo, jaleado o cortado en los aplausos de los que no probaba la miel del instante. El caso es que el presente improvisado nos fue un regalo mutuo, y terminó de poner ácida la química que ya en Saint Paul relampagueó lo suyo. ¡Ay Rosita! Menos mal que el encanto de la noche consiguió atemperar sus iras posesivas, que haciendo buena sangre y buena leche con el paseo de la “nuit” sur la belle Martine surcamos la "ciudad de los tejados rojos rodeada de un mar de amarillo", más que descrita así pintada por Vincent Van Gogh durante sus quince esplendorosos y dramáticos meses arlesianos. El hotel escogido por Martine resulta céntrico, y como hace una temperatura española, da gusto andar como perdiéndole y buscándole por los coquetos bulevares de Georges Clemenceau y Des Lices, saliéndonos también al paso el Espace Van Gogh (hospital donde fue llevado el pintor con una sola oreja), un obelisco en la plaza del Ayuntamiento, una iglesia románica, una heladería, el teatro municipal, otro teatro pero éste ruinoso y romano, el anfiteatro arlesiano mitad Coliseo de Roma mitad Maestranza de Sevilla, y, finalmente, Notre Dame la Major, con placetuela de romántico mirador tribunado hacia el brumoso Norte donde quiso nacer el manso Ródano. ¡Ah, qué delicia esta Liguria gala! Mansión romana desde Julio César, y ya colonizada por los griegos que remontaron su gran río, bien hubiese merecido nuestro mayor detenimiento de no ser por mi cansancio perruno, arrastrado desde "la noche de los ladridos" precedente, y contagiado a mis tres acompañantes de las modernas calzadas antaño conocidas como Vía Galiana y Vía Domiciana, hoy vulgares autovías. De seguro que de no haber estado ansiosos de enfilar cuanto antes la aún llamada Vía Aureliana, que aboca en Italia, si no construir una casa ni escribir ningún libro sí que nos hubiésemos puesto decididos a tener ese hijo que completa el ensueño trinitario del buen burgués de Francia y de Guadalajara. Más bien no de tenerlo pero sí de hacerlo, me quedé con las ganas, dando las buenas noches a la desparejada Martine, melosona al comernos un helado compartido, que suspirando a veces se refugiaba en mi mirada golosita para tomar aliento y proseguir la noche sonriente. Bien, la verdad, aparte el evidente efecto de Martine, fue incuestionable el benéfico magnetismo en mis circuitos interiores por causa de la noche de Arlés, con lo que fácilmente hice explotar las burbujitas amorosas en todo un universo de estrellitas de colores ¡ay, tan fugaces como siempre! Da que pensar si no sería, más que méritos pictóricos, tal explosión de gama de colores que derrocharon en Arlés impresionistas conocidos. Impresionados por Arlés, igual que yo, y ellos a salvo aquí de sus brumas del Norte, el resultado puntillista fue el bien previsible. Hasta la noche nochera camino del hotel, después de dejar sola y sin nosotros a la bella cicerona que finge entrar en su casa pero que pone cara de escaparse a borrarnos a sorbos, nos esconde sus lutos lorquianos para mejor mostrarnos las terrazas de los bares de Van Gogh, con sus figuras animadas en la charla y en los gestos, luces verdes, azules, amarillas, fachadas violáceas, cielo claro estrellado, pavimento de plata y azufre y de verde muy verde-limón. Aquí sólo hace falta saber pintar y ponerse sin más para copiar genialidades ¿O no fue así, Vincent? Como no nos cabían ni el caballete ni la caja de arte en el maletero, nos allanamos a retratar sólo con las retinas lo que ya nos dejó inmortalizado el pelirrojo. Pero, además, hallamos la gratísima sorpresa de un cauce clandestino, un foso de castillo sin almenas en forma de casona con mansardas oxidadas. Y recorriendo el viejo canalillo de molino o de huerta al olvido de los grandes pintores, en nuestro nocturnal descenso por la Rue Sadi Carnot antes del gran ascenso hacia los frutos del amor, el paraíso efímero que logra reparar cualquier agravio habido entre dos que se aman, y que al menos se acuestan juntos después de agraviarse. Más allá de las evidencias, nuestro primer día de viaje ha sido y es aún del más completo gozo. No hay nada de lo que podamos quejarnos. En realidad, nunca debiéramos quejarnos por nada ¿verdad, Vincent?: "Vivir sin quejarse es la única lección que hay que aprender en esta vida". Esto más o menos dijo el pobre Van Gogh antes de suicidarse, sin una mala queja pero sin dejarnos desvelar su muda consternación por la acogida tan glacial que el mundo y los marchantes dieron a sus pinturas. ¡Cuantísima injusticia Vicentico! Pero ya María Rosa me reclama imperativa desde su lecho unívoco. ¡Bendita noche! Amanece el primer día de agosto, y se cumple otro aniversario de un suicidio como poco tan memorable como el de Van Gogh. Al año de su derrota en Accio, “Marco Antonio Burton” sin el amor de la divina “Liz Cleopatra Taylor” se arroja sobre su espada dejando el Imperio al César Octavio. Margarita, confiada y tolerante pero muy española ella, no está por dar facilidades análogas y entra en la delegación donde sospechosamente se demora Ernesto que ha pasado a dar unas últimas instrucciones a Martine, en realidad a despedirse de ella en “plus privè” y pasteleramente me imagino, según de cremosita que estaba ella anoche. Sólo les ha podido pillar con las manitas cogidas siendo ella, Margarita, según nos cuenta luego, la que besuquea lo más cariñosa que le sale a una estupefacta Martine que no termina de creérselo. - ¡Hale! Y así me lo he traído sin dejarle que la diera el besito que seguro que ya tenía preparado. Todos los hombres sois iguales. - Sobre todo estos dos, Marga, no te me pierdas al mellizo que le ha salido a Ernesto, pues cada vez les veo más iguales. - Oye hermanita, no sé a qué te refieres -ahora resulta que la primera atacante de Ernesto pasa a ser su defensora-, porque será en todo caso al revés. Que este si no fuese por tu Casanova, bien aclimatado para mí sola que me lo tenía yo. - Yo lo vi primero -bromeo-. Lo siento Marga, lo nuestro es previo a que tu intentases domesticarlo. Crecimos juntos libres y salvajes hasta que apareciste... - Sobre todo salvajes, sí -mete baza mi amada-, que todavía me escuece la contestación que me diste ayer tarde en la iglesia de Nimes. - Pero... ¡vamos! ¿Que no se te ha quitado el escozor con el curita-cura y curita-sana que te he hecho? ¡Pero mira que eres rencorosa! -Menos mal que comienza entre sonrisas la mañana. Y digo menos mal, porque anoche soñé con unas verjas que me encerrojaban en un lugar extraño, y, ahora que es de día y lo recuerdo, sitúo tan mal sueño en el Hospital Van Gogh. Me toco la oreja, pero todo sigue en su sitio y no pienso permitir que alguien me encierre todavía. No hasta verme en los ojos de Marisa nuevamente, aunque sea de otro que, al parecer, es un famoso muy guaperas . ¡Me muero de celos! Pero antes de morirme del todo salimos de Arlés. Ya no hay más campo, ni más girasoles, ni más color impresionista, ni más decoloradas inmigrantes esperando-esperando a pleno sol en las cunetas de la vieja carretera 113, igual que sus colegas de la Casa de Campo madrileña. ¡Tanta vida tan joven puteada, por culpa del instinto cavernario que nos concome a los salidos fusilables! Atrás quedan, en fin, también el platanero o "arce común" que nos resalta Ernesto, más por seguir disimulando su bollo pastelero con Martine (ya, ya me callo, viejo amigo), y las escasas ruinas del antiguo circo romano junto a la autopista. ¡Adiós Arlés! Que ya nos engolfamos de nuevo en el charlar para olvidarte, somos así, nada sentimentales, bien desagradecidos, después de repostar coche y cocheros en nuestro último "Caférroute". Porque no nos detendremos en la Riviera francesa, aunque al pasar por Niza volveremos a evocar a Garcilaso, que falleció aquí mismo de las heridas que recibiera en Muy, junto a Frejús. Y también recordamos a Renoir, y al gran Matisse, y por supuesto a Picasso, y hasta a Jorge Negrete que también pintó lo suyo a su manera, dándolas brocha a sus amantes de la Costa Azul, especialmente en el hotel Negresco. -Que no me des en la cabeza, que la tengo aún sin cerrar del todo. -Pues no sigas diciendo vulgaridades, y menos contra gente que ya ha muerto. Después de Niza, Mónaco, peñón pirata de los agudos Grimaldi que tuvo sobre sí la más sublime Gracia americana en sus mejores años. Son las estribaciones de los Alpes que se nos abren de piernas en su frenética prostitución sagrada del "paga y penétrame, frenético extranjero, rindamos culto a los dioses del peaje". No es que no nos hubiese apetecido recorrer mejor estas también sagradas curvas del "Ralimontecarlo", pero la prisa por llegar, donde otra diosa “Grace” viva aún me fascina, hace que discurramos volver a la autopista, ese atajo con robo perpetrado por esta otra especie pulcra de fenicios de la Narbonense. Al otro lado de un túnel tras otro túnel y luego otros más, tan sólo interrumpidos por airosos viaductos para tomar breve visión de la marina azul y de los verdores alpestres, nos espera un nuevo inmenso túnel que ya no soportamos ni un minuto más. Y es, cabalmente, cuando decidimos que hay que bajar a perder tiempo y ansiedades cabe la mar undosa. ¡Y resulta que nos metemos en San Remo! De remembranzas cancioneriles festivaleras en los veranos de tele en blanc et noir, aunque mejor llamarla en bianco e nero porque estamos ya en Italia. ¡Viva Italia! ¡Forza la Italia! Vamos a ver San Remo, párate coche... ¡Cuánto piazzere! ¡Qué olores, qué color, qué trolebuses,...! ¡Italia, Italia! Olivos y almendros y palmeras en flor. Bien es verdad que este San Remo ya no debe parecerse al que fue, o exageraron mucho los Jesús Alvarez y Joaquín Prats que nos la describieron hace lustros en la tele como una deslumbrante joya en la Riviera. Más nos parece ahora el poblachón caduco de una costa que envejece añorando sus tiempos mejores. Damos una vueltecita, mi María Rosa se moja en un Mediterráneo amansado contra las rocas de una lánguida playa y, cuando se bebe su humedad el Febo Apolo al que ningún censor le pone coto, nos levantamos y nos vamos hacia Imperia. Imperia no nos defraudará. Cuna de Andrea Doria, nos recibe nada menos que con un verdadero galeón pirata entre sus aguas. Luego, de vuelta a la autostrada, recorreremos las forzosas cuestas desde las que se disfrutará mejor de sus notables panoramas. Bellísimo el Porto Maurizio, el galeón al fondo decorando la mar de los ligures. Liguria garibaldina y marinera, Mazzini, el propio Garibaldi, Cristo Colón, con capital en Génova... ¡Adiós, adiós! No hay tiempo para más demoras, rumbo al Piamonte que lleva a Lombardía. Tan sólo Famagosta, barrio preclaro a la entrada de Milán, logrará volver a detenernos, y eso porque llegamos a la casa de Marisa (¡y de Bettino! Brrrr...). Cruzamos como rayos temerarios, sobrepasando las velocidades permitidas, las feraces planicies, las verdes plantaciones de regadío a costa del caudaloso Ticino, durante siglos tierra de codicia para reyes y tiranuelos de segunda, y hoy patria de promisión para los más desheredados, del Sur de Italia y hasta de parte de África, y ¡al fin! es ya el nido de amor de la más bella enla bendita Lombardía. En el verano del 89, llegó a Azuqueca una joven becaria milanesa que me enseñó el sabor de la hermosa Lombardía, la menos italiana según ella de las regiones de la vieja Italia. "Pero soy italiana, no reniego de la mia patria..." Hablábamos de Dante, de Beatrice, de Vicente Aleixandre y de su "Ámbito" elegido por ella como tema de una próxima tesis doctoral, mientras se financiaba sus estudios y sus vinos y turismos españoles en la oficina central de Ernesto. Viejo rumiante de instantáneas gozosas, evoco aquella historia transida de poesía, de Marisa... Esa esperanza siempre verde, pájaro, paraíso, fasto de plumas no tocadas, inventa los ramajes más altos, ojos que sólo de noche fulgen, lágrima que ha latido sin que siquiera el párpado se cerrase en defensa. Esa feliz transparencia donde las mariposas no se atreven a volar por no mover el aire quieto como el amor. Dichosa transparencia feliz en la que el eólico sollozo de la carne llega como lluvia lavada. Ese transcurrir íntimo, en la brevísima escala de tus manos, bellos miembros extremos, sobre la forma externa, diamante o rubí duro, que me convoca al hondo clamor de tus entrañas, corazón cuyos bordes inundarían el mundo y sólo pueden contraerse con su sonrisa o límite que un viento blando riza (...). ¡Ah... dulce Marisa! ¿Qué digo? No ¡ah! sino ¡ay! Pero un gran ¡ay! desgarrador que me descuaje el alma... ¡Qué mayor te habrás hecho en tus adentros! ¡Y ya a puntito de casarte! ¿Qué restará de aquella ninfa adolescente, toda risas alegres, toda amor por los seres y las cosas al destello de la aurora de la vida? ¿Serás feliz? ¿No me querrás un poco todavía? Y, sobre todo... ¿No volverás a hacerme comer pasta nuevamente...? ¡Qué cosas me pregunto! Ya ves, sigo tan loco como entonces, pero en silencio, ahora adorándote sólo con mi mirada mientras aún me sonríes, y me muestras (quizá por distraerme si has notado mi antigua turbación) un espacio adecuado para aparcar el coche. Pues, tras la bienvenida con los otros, seguimos tú y yo solos en la "máchina" rodeando la inmensa manzanota de tu casa. Aparquemos sí, pronto, y regresemos cuanto antes. Que el ya inútil poema no interponga un abismo de lava incandescente en lo que ya tan sólo debe ser un fresco riachuelo y verdes prados bien puros y amistosos. (...) Las juveniles dichas pugnan hirvientes por elevar su voz al aire joven donde un sol fulgurante hace plata el amor y oro los abrazos, las pieles conjugadas, ese unirse los pechos como fortalezas que se aplacan fundiéndose. Pero calla, calla. No soy el mar, no soy el cielo, ni soy tampoco el mundo al que tu aspiras. Soy sólo esa amenaza a los cielos con el puño cerrado, una red de deseos amorosos (de ese nido caliente o plumón tibio, de esa carne tan dulce donde duermen los pájaros), brillo de agua que finge ser quietud, ser sosiego, por robar el lucero que se asoma y ofrece su desnuda belleza temblorosa. -Hoy hubiese sido distinta... -afirma Marisa, y yo muy despistado la protesto. -¿Por qué? ¡No te arrepientas, eras maravillosa! -Ella sonríe y me interrumpe. -Me refiero a mi tesis. Ahora tengo más datos para poder escribirla de otro modo. -A mí me encanta tu tesis doctoral. ¡Déjala estar! Al menos así quedará algo que siga siendo exactamente como entonces, aunque pasen cien años. Es cierto... ¡Adoro aquella tesis! Recuerdo que la fui viendo nacer según me estaba enamorando de su autora, como un adolescente. Era... es, brillante, testimonio de la esplendente inmadurez de aquellos dulces años suyos, no exentos de precoz sabiduría, promesa de un presente bastante menos gris que el que ella piensa estar viviendo. Todo está bien, nos falta perspectiva para saber qué es lo que más conviene en cada etapa de la vida. Hay que dejar que el tiempo nos convenza si fue mejor aquello, lo que fue, que lo que pudo ser, lo que pretendíamos que fuese. De si el presente, la realidad del día y hora no soñadas sino del ir viviendo, nos resulta peor que tanta estéril ansiedad de lo jamás vivido. Marisa ¡sálvame de ti misma que ya vuelvo a decir gilipolleces! Me vuelvo a poner tonto como entonces, de acercarme a ti, sólo de olerte aunque no pueda acariciarte, pues bien es cierto que esto es suficiente para lograr emborracharme... de tu amor que no pasa, que en ti sigue. -¿Quién quiere helado? -Nos grita desde lejos cuando nos ve llegar, mostrándonos el suyo, mi alegre María Rosa. Estamos en Milán, se ha hecho el milagro no menor por sencillo de estar aquí, juntos de nuevo aunque con otras circunstancias, los dos que compartieron otros días, imborrables, en España. Después del coche aparcaremos nosotros. Marisa nos está presentando a sus padres, Danila y Silvio, que han dispuesto en su hogar todo lo necesario para que conturbemos por dos noches su paz habitual. La casa es espaciosa, un verdadero hogar donde han crecido Marisa y su hermano menor Lucho cómodamente felices. Se nota que Danila está contenta. Esperaba desde hacía tiempo a Margarita, y ésta le trae noticias de su amiga común, la monja veneciana que reside en España y que recomendó a nuestra Marisa adolescente. La tarde se adorna de parabienes. Estamos satisfechos todos del reencuentro. A la noche nos espera una fiesta familiar y una gran cena con sabrosas sorpresas (y también pasta y el novio de Marisa, inevitablemente). Ellas, Marisa y Danila, más la novia de Lucho, la deliciosa Andrea, se quedarán cocinando el resto de la tarde, mientras que Silvio nos dará su prodigiosa compañía en una parte de Milán muy alejada de las rutas turísticas. Lejos del Duomo y las iglesias más famosas, estas desconocidas calles, plazas, cortiles, en su palabra amable son un encanto no sólo a nuestra vista, también en los oídos. Avanza el bueno de Silvio presuroso y de pronto se detiene, para explicar con voz "Vittorio Gasman" que estamos contemplando tal o cual monumento. Nos lleva a San Eustorgio, iglesia cimentada casi en el siglo IV, destruida varias veces en las frecuentes guerras medievales y alzada otras tantas hasta formar la que admiramos. Luego vendrá el naviglio, ameno canaleto que Leonardo Da Vinci proyectara en el dorado Renacimiento, aquí aceptado bien tardíamente debido a la influencia de los maestros albañiles góticos franceses y alemanes. Sólo a partir de 1450, cuando Francesco Sforza va a tomarle el relevo a Filippo María Visconti, Milán se ocupará de crear una corte equiparable a las de los otros prestigiosos estados italianos. Antes que Leonardo, el ingeniero de Bolonia Aristotele Fioravanti es llamado a la Lombardía para acometer la irrigación artificial de los campos, y así mismo es llamado Antonio Averlino "Filarete", florentino renaciente y principal introductor en Milán de los aires constructivos del Quattrocento. Por este canal leonardesco, o fioravantesco, se transportaron los últimos mármoles de la catedral gótica y los primeros del "castelo" renacentista. Silvio nos muestra las esclusas, el ingenioso sistema del canal milanés para salvar las diferencias bruscas de nivel sin dejar de ser navegable. Recorremos su ribera izquierda charlando, riendo, improvisando versos como almotamides sevillanos: -"Sigue el agua su camino / y al pasar por la arboleda / mueve hacendosa la rueda / del solitario molino...". -He comenzado yo y me dice Rosa: -No vale, es plagio... -¡Anda ya plagio! -Me defiendo. -¿No es de Garcilaso...? -Insiste ella. -¡Tan pillao! -Ríe mi amigo celebrándolo. -Tranquilo, Ernesto, que no. Lo que a ésta le suena de Garcilaso es la égloga que dice: “El Tajo va siguiendo su jornada / y regando los campos y arboledas/ con artificio de las altas ruedas...". Aunque -le digo aparte-, tiene razón en lo de ser lo otro plagio, porque mi improvisación no es tal, esos versos no son míos. -¡Plagio, plagio! -Insiste mi fiscala. -¡Pues sí que entiendes tú de Garcilaso! Anda te toca a ti. Siguelo tú, si es que te crees capaz con un aprobadillo raspado en Literatura. -La provoco. -¡Pues claro que me creo capaz! ¿Lo sigo...? -Me pregunta y yo asiento con la cabeza, pelín intrigado. Comienza insegura, pero al final se lanza decidida hasta que Ernesto la interrumpe-: “Luego... cambia su... destino, / tras correr libre y se queda / con un silencio de seda / por el canal del Ticino / El “naviglio”... -¡...No es de vino / ni siquiera de cerveza! / No se sube a la cabeza / ni emborracha a mi vecino... -¡Qué rico eres Ernesto! ¡Pues ahora lo completas tú! -¿Yo? Sí. ¡Mejor aquí el poeta! -Ernesto me señala sonriente. Silvio parece disfrutar con la tontuna y nos sonríe con expresión dichosa- . Sí... tú, complétalo tú. -¿Yo? ¡De eso nada! -Me escabullo como puedo-. Miraré a ver... ¡A ver si me encuentro lavando por estas riberas a alguna Romaiquiya! Es hora de cenar, y de beber hasta volver del revés la maldición babélica. Bettino, el amor de Marisa, comienza su discurso en italiano y enseguida nos cuenta en español su singular propósito de desvelar los misterios de Fátima. Si se atreve a escribir lo que nos cuenta será un "best seller". Terminaremos hablando de las "Andra-Maris", de los druidas, del hereje Prisciliano, y hasta de un nada conocido Vicente Aleixandre publicando romances republicanos durante la defensa de Madrid. Marisa permanece en un segundo plano, que no la corresponde a mi entender. ¡Pestes de país latino! Se ha hecho tardísimo.... ¿Quién podrá madrugar mañana para visitar a Santo Ambrosio? Sant'Ambrogio el obispo torero, pues supo darle un quiebro al mismísimo diablo, según nos cuentan al mostrarnos los puntazos del cornúpeta contra un sufrido fuste que conservan en su iglesia, la más lombarda de Italia, el templo más devoto y más valioso de Milán, el del altar de oro y plata y esmaltes y joyas de incalculable precio. En la cripta rezamos ante las reliquias de este ejemplar milanés del siglo IV, veneradas junto a las de Protasio y Gervasio mártires. Disfrutamos las naves, las vidrieras, los frescos medievales, los capiteles románicos, las explicaciones de Marisa y de Silvio, y seguimos hacia el edificio donde trabaja nuestra amiga. Aquí, en los patios porticados de Bramante que fueron claustros del viejo monasterio antes que Universidad, los ojos matadores de la joven profesora de Filología Hispánica, su bellísima mirada de siempre, ella toda, riente de feliz mostrándonos su mundo cotidiano... Después, desde la Universidad del "Sacro Cuore", en tranvía hasta el Duomo. Miles de estatuas, cientos de agujas y de gárgolas, surtidores de piedra en las alturas como los de la fuente nueva de la piazza. Cinco siglos desde su primera piedra, la catedral de Milano. Cruz latina, cinco naves, portentosas vidrieras con la Biblia en imágenes al completo. Apabullante su tamaño. Los Medici, los Visconti, los Sforza y hasta Napoleón, se miraron en su espejo de soberbia. Bajamos a la cripta, volvemos a rezar y a tomar fuerzas para seguir las naves lentamente, mirando a todas partes. Marisa en su papel de profesora como ayer en el de ama de casa. "Vinieras y te fueras dulcemente / apacentando gracias, joven bella / que esplendes tus fulgores como estrella / e irradias tu ternura adolescente. / Tu ausencia y yo en silencio, frente a frente, / rumiamos el perfume de tu huella, / sabiendo con certeza que eras ella: / la amada rediviva eternamente..." ¡Ay mi Marisa! ¡Cómo me ha cambiado! Después de comer prontito en un ristoranti de la misma piazza del Duomo, Alejandro Manzoni, su estatua, la iglesia en cuyas gradas cayó muerto, su casa, y su libro rebasado vivamente a nuestro alrededor en las nuevas parejas que se besan con descaro liberal sin tan siquiera ser pareja estable, más por puro placer que por promessi sposi. Además y de paso, La Scala, el monumento a Leonardo, el palacio Omenoni... Caminamos hacia el Castello Sforzesco. Silvio nos invita a helados de sabores exóticos antes de cruzar bajo un sol sahariano hacia la enorme fortaleza de los duques de Milán. Pido uno igual que el de Marisa. -Sólo así puedo compartir el sabor de tu boca. -Le digo al oído y ella hace como que no me escucha. Pero al momento María Rosa me ofrece del suyo, con lo que me relamo doblemente a gusto. Las dos se compinchan luego para irse riendo de mí según me miran y se miran guasonas, de camino hacia la fortaleza ducal, que recorreremos con prisa no japonesa sino de sedientos por el frescor de las sombras del parque posterior. El impresionante castillo, cuya fachada tiene un aire del kremblin moscovita, está situado en el mismo lugar que ocupaba la antigua fortaleza viscontea, suplantándola para hacerla olvidar. Quedan no obstante unas ruinas muy góticas que harían las delicias de los poetas románticos, tan dados ellos a evocar sin valorar tanto el presente. Estamos paseando bajo las amenas sombras que nos brindan, y yo recuerdo una vez más aquellas gracias juveniles de Marisa que, dicho sea de paso, ya ni se vuelve para sonreírme, provocando así que yo trate de consolarme con otras gracias más efímeras... Como por ejemplo, junto a la vieja puerta del primitivo “castelo” de los Visconti, dos pecosas gacelas que desfallecen sobre sus mochilones de equipaje: "Sus miradas húmedas, / los cabellos sueltos, / lumbre en las mejillas / y la mente lejos... / Como flores tronchadas / tendían la hermosura de sus cuerpos, / confiadas ninfas sin atisbar dos sátiros / que las acechan con ojos obscenos...” -Sí, sí, con que asaltacunas... ¡Qué cosas dices mi prudente Ernesto! Nada de niñas, caro amico, que éstas son ya perfectamente mirables. Enseguida he de pedir disculpas a Marisa y a Rosa, mis dos amores, por no haber preterido tales maravillas de la madre naturaleza sobre el prado... Sobre todo pido que me perdone mi esquiva Marisa que es hoy nuestra bella oficial, tolerada benéficamente por las otras dos damas del grupo, por ser la única italiana. ¡Viva Italia! ¡Qué hermosas sus mujeres! Así que ¡fuera-fuera! Nada de veleidades anglosajonas. Me pongo a rimarla mentalmente un sonetillo de desagravio, pero no consigo pasar del primer endecasílabo. ¡Caramba carambita milanesita, qué retrasada sigue aquí la primavera! ¡Lorenzo de Médicis: Quant'e bella giovinezza...! Desde la linde de los prados visconteos-sforzescos nos reagrupamos y paseamos los seis juntos hasta llegar al Metro. Explica Marisa que ahora nos abandonará, no sé si por vengarse de Ernesto y de mí por lo de las dos inglesitas, y pone de pretexto tener que volver a su Universidad. Sólo me mira un punto cómplice y risueña, mientras dice:-¡Ciao ciao, hasta la notte! Después, en el que fue su hogar de aquella adolescencia que me cautivara, su madre providente nos consolará con fotos y refrescos para tomar respiro antes de proseguir turisteando con su padre. Danila logra borrarme todos mis torpes celos por Bettino con los álbumes de fotos familiares, en los que no me queda más remedio que admitir que Marisa es tan joven todavía porque cuando fue a España era una niña, y yo era al cortejarla... ¡un pervertido! Su madre inocentemente nos ofrece copias de las fotos de mi tormento filológico y Margarita coge dos, para sí y para la amiga monja de Azuqueca, dejándome a mí otra casi por compromiso y de muy mala gana. Yo entiendo que ella piense algo que, aunque sea cierto, quiero disimular diciéndola “no no”. Pero sí me quedo con la foto y me la guardo antes que Rosa se percate del asunto. Ya vamos en el coche, Silvio de copiloto y música operística italiana en los cuatro altavoces, a proseguir ejerciendo de turistas. Preguntamos al viejo si está "tanco", que es decir roto y cansado de nosotros, y el muy provocador responde que nada de nada. Con lo que hay que seguir, hay que resistir. ¡Dio del cielo, Signore delle cime, che dura es la vida del turista en la preciosa Italia! ¡Avanti corpo di ferro, que Silvio se ha propuesto licuarnos como la sangre de San Pantaleón! Qué joven y qué fuerte nuestro amigo jubilado, con marcapasos que le impide abrocharse ajustado el cinturón de seguridad dentro del coche pero que no le estorba para subir, bajar, avanzar, explicar, sugerir... Yo quiero un marcapasos de esa marca, porque si no no aguanto el tanto ritmo que empezamos en la noche de Arlés y hemos seguido, aunque en silencio, en nuestra alcoba de Milán. Y encima las hermanas cantando frescas como si tal cosa. -Tú canta, canta... -La sentencia entre dientes su marido, a riesgo de un infarto. -Sí, como el chiste del que quería eliminar a su mujer con el crimen perfecto... ¡Ya veremos quién acaba con quién cuando termine este viaje! ¡Pues no soy resistente yo, ni nada! -Se ríe picarona. Paulo Emilio y setenta mil de sus legionarios murieron tal día como hoy en el 216 antes de Cristo. Bataglia de Cannas, ante Aníbal Barca. En fine, recordando algo del pórtico de St. Trophime, puede que su mandorla románica, nos hemos plantado a ritmo de Puccini y de naviglio al Sur, en la Certosa de Pavía orgullo patrio de los lombardos. Casi tan joven y lozana como el padre de Marisa, y resulta que hemos visto unos carteles de su 600º cumpleaños. No llame a engaño lo de ser cartuja, pues Silvio dice que ahora la ocupan no cartujos de San Bruno sino monjes cistercienses de la congregación de Casamari, algo más relajados en lo del silencio absoluto y el ora et labora de sus raíces benedictinas que los rigoristas de San Bernardo de Claravall. Es mucho monumento esta cartuja, más para un Wágner que para un Chopín que prefirió la sencillez de Valldemosa. Nuestro animoso cicerone se remonta a Gian Galeazzo Visconti, explicando que un voto de la esposa de éste, Catalina Visconti, llevó al gran duque a sufragar un monasterio a Nuestra Señora de las Gracias. Le digo a mi devota: -Rosa, no ofrezcas nada parecido por muy bien que te lo estés pasando en nuestras noches, que cuando vuelva a España verás como me cesan los muy fachas. -¡Pues sí que le he ofrecido a San Ambrosio algo importante! Si me sigues queriendo, claro, si no nada... -¡Vaya una religión interesada! Pues sí que debió ser un gran favor el concedido por la dadora de gracias, porque, en verdad, fueron donosos los Viscontis, que eran, por cierto, primos entre sí. Trajeron los mejores alarifes y esclavos ayudantes de su estado (después también a los cartujos desde Siena), y, como pasa con estas obras faraónicas, como ocurrió con la basílica de San Pedro del Vaticano, murieron los primeros mecenas, los arquitectos, los hijos de éstos y hasta los guardas de la obra, sin que ésta viera manera de dar fin definitivo. Muchos años después, allá por las postrimerías del siglo XVI, los herederos del ducado de Milán dijeron aquello de: "¡Ni un duro más para el capricho de la abuela Caterina!". Pero luego, ya se sabe, siempre llegaría otra beatona a agradecer a la Virgen algo fugaz pero muy bueno y nada virginal: "A ver, Guercino, que me hagas un retablito mono para los cartujos de Pavía, que no veas tú cómo se me portó anoche el señor duque". "Pero señora, que yo ya soy barroco y aquello queda gótico-lombardo..." respondería el artista. En esto, oye éste en su interior la voz muy poco amable de su exigente mujer, que le recuerda la hipoteca y el colegio de los niños y... se allana al encargo, aunque añadiendo para salvar su honrilla: "Bueno, el caso... es que... digo, duquesa, que, pensándomelo mejor, una Madonna con Niño... rodeados de santos no desentona apenas con lo gótico....". Y así se concluyó, poquito a poco, este monasterio. Y así mismo se explica tal sucesiva y armoniosa superposición de estilos tan distintos. La primera agradable impresión es la de la propia fachada principal, que proyectó inicialmente Giovanni Antonio Amadeo. Sobre todo vista desde la sombra antes de entrar, que a pleno sol a la salida impresiona aún bastante más pero sin tanto agrado. Es una especie de San Miniato del Monte - Duomo de Florencia - Santa María Novella - nata de inglesa pecosa y quinceañera, en forma de fachada de mármol que costó casi un siglo urdir y que por poco no se remata según se iban muriendo los Amadeo de Pavía, Dolcebuono di Milano, y otros marmolistas de por estos contornos, como Solario, Mantegazza y Briosco. De este último es el sublime portal. No es la misma que Gian Galeazzo ofrenda a Santa María y que aparece en el cartel que hemos visto de cuando los fastos del VI Centenario, pues inicialmente se habían previsto tímpano y otras diferencias respecto de la que concluyó en 1560 Cristobal Lombardo, más lineal y sencillo que sus paisanos precedentes aunque ni tanto así de menos artistazo. Ya en el interior del templo, menor pero más proporcionado que el Duomo de Milano al que parece querer imitar en ciertos aires, reconocemos la inmensa paz y la íntima alegría que debieron sentir aquellos monjes cartujos, tan sólo iluminados por su fe y por la suave luz serena y luminosa de los cien ventanales reflejados en la cálida tonalidad de las pinturas de la bóveda, obra del "Bergognone", Ambrosio de Fossano, ayudado de su hermano Bernardino. Y hablando de bernardinos, le pregunto a Silvio: -¿No es un cartujo ese fraile que nos espía desde su alto ajimez? ¿Pues no nos dijiste que aquí ya hay sólo cistercienses? -Muerto de risa, nuestro cicerone mira arriba, nada más entrar y advierte el monje de nuestra zozobra. Sin mediar palabra nos lleva hacia el centro de la otra nave menor, a la derecha, y nos indica arriba un otro cartujo vigilante que parece que nos sigue con la vista, genialmente pintado en su ventano tan de ficción pictórica como el que había en la primera nave. Aún nos volvemos al lateral izquierdo bajo el primer espía, porque María Rosa quiere ver despacio una capilla con políptico de Perugino, Dios Padre de motivo principal echándonos su bendición. -Sí hija sí, que buena falta te va a hacer según va España -la voy diciendo, y ella tan sólo me replica: -¡Qué optimista! Anda, en vacaciones olvída ya el gobierno y el trabajo... PÁGINAS HASTA AHORA PUBLICADAS: 24 CONTINUARA...... (EN EL MES DE JULIO EN EL APARTADO LIBRO APARECE UN ENLACE A LA OBRA COMPLETA POR SI DESEAS LEERLA O ARCHIVARLA )
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