Primera parte La llegada de los marcianos




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Fredric Brown

MARCIANO, VETE A CASA

Primera parte - La llegada de los marcianos

1

Tiempo: primeras horas de la tarde del jueves 26 de marzo de 1964.

Lugar: una cabaña de troncos, de dos habitaciones, en el desierto, a kilómetro y

medio de su vecino más próximo y no muy lejos de Indio, California, a unos

doscientos cuarenta kilómetros al este y ligeramente al sur de Los Ángeles.

En escena, al levantarse el telón: Luke Deveraux, solo.

¿Por qué empezamos por él? ¿Y por qué no? Por algún sitio habrá que empezar. Y

Luke, como escritor de novelas de ciencia ficción, debería haber estado más

preparado que nadie para lo que iba a ocurrir.

Les presentamos a Luke Deveraux. Treinta y siete años, un metro setenta y setenta

kilos de peso. Posee un selvático cabello rojo al que no es posible dominar sin la

ayuda del fijador, y Luke nunca ha querido usar fijador. Debajo de los cabellos, unos

ojos azul pálido, de mirada ausente; la clase de ojos que uno duda que le estén

viendo, aunque le miren directamente. Debajo de los ojos, una larga y fina nariz,

bastante centrada en un rostro alargado, sin afeitar durante las últimas cuarenta y

ocho horas.

En aquel momento, las 8.14 de la tarde, hora del Pacífico, vestía una camiseta

blanca, que ostentaba en el pecho, con grandes letras rojas, las siglas de YWCA,

unos vaqueros desteñidos y zapatillas muy usadas.

No dejen que el YWCA de la camiseta les engañe. Luke nunca había sido ni será

miembro de esa organización de jóvenes católicas. La camiseta pertenecía a Margie,

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su esposa o ex esposa. (Luke no estaba seguro de su posición legal con respecto a

ella; se había divorciado hacía siete meses, pero la separación definitiva no sería

concedida hasta dentro de otros cinco.) Cuando ella dejó la mesa y la cama de Luke

debió de dejar también aquella camiseta entre las de él. Luke rara vez usaba

camisetas en Los Ángeles, y no la había descubierto hasta aquella misma mañana.

Le quedaba muy bien - Margie era una muchacha bastante grande -, y Luke había

pensado que, solo y en el desierto, bien podía usarla durante un día antes de

clasificarla como un trapo para limpiar el coche. Ciertamente no valía la pena

devolverla, aunque estuvieran en mejores relaciones que las que disfrutaban en la

actualidad. Margie se divorció de la YWCA mucho antes que de Luke, y no la había

usado desde entonces. Quizá la había puesto deliberadamente entre las camisas de

él, como una broma, cosa que Luke dudaba, recordando el humor que tenía Margie

cuando se marchó.

Bien, durante el día había pensado que si ella la dejó como una broma, le había

salido el tiro por la culata, porque él la encontró en un momento en que se hallaba

solo y podía usarla. Y si por casualidad la dejó con toda deliberación para que él la

encontrara, pensara en ella y se lamentará de su pérdida, también en eso se

engañaba. Volvía a estar enamorado, y de una muchacha que era el reverso de

Margie en casi todos los aspectos. Su nombre era Rosalind Hall, y era taquígrafa en

la Paramount. Estaba perdido por ella. Loco por ella. Rabioso por ella.

Lo cual sin duda era un factor importante, porque en aquel momento se encontraba

solo en la cabaña, a muchos kilómetros de una carretera asfaltada. La cabaña de

troncos pertenecía a un amigo suyo, Carter Benson, también escritor, quien, en

ocasiones, en los meses más frescos del año, la utilizaba por la misma razón que

había movido a Luke a dirigirse allí: el deseo de la soledad y de encontrar argumento

para sus obras.

Era ya la tarde del tercer día que Luke pasaba allí y aún seguía buscando sin

encontrar nada, excepto grandes dosis de soledad. Ninguna llamada telefónica,

ninguna carta, y tampoco había visto a otro ser humano, ni siquiera a distancia.

Pero estaba seguro de que aquella misma tarde había empezado a barruntar una

idea. Algo todavía demasiado vago, demasiado diáfano para empezar a escribir, ni

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siquiera en forma de notas; algo tan impalpable, quizá, como una sombra fantasmal,

pero de todos modos era algo. Aquél era el principio, esperaba, y suponía una gran

mejora con respecto a cómo le iban las cosas en Los Ángeles.

Estaba en el peor bache de su carrera de escritor, y casi le volvía loco el pensar que

no había escrito una sola línea en varios meses. Su editor le bombardeaba con

frecuentes cartas por correo aéreo desde Nueva York, pidiendo por lo menos un

título que pudieran anunciar como su próximo libro. ¿Y cuándo terminaría el libro y

podrían preparar su edición? Teniendo en cuenta que le habían adelantando

quinientos dólares a cuenta, había que admitir que tenían derecho a preguntar todo

aquello.

Finalmente, una sombría desesperación - y hay pocas desesperaciones más

sombrías que la de un escritor que debe crear y no puede - le había impulsado a

pedir prestadas las llaves de la cabaña de Carter Benson y el permiso para utilizarla

mientras fuese necesario. Por suerte, Benson acababa de firmar un contrato de seis

meses con unos estudios de Hollywood y no la usaría, por lo menos durante ese

tiempo.

De manera que aquí estaba Luke Deveraux y aquí seguiría hasta que hubiera

encontrado un argumento y empezado su libro. No sería necesario que lo terminase

aquí; una vez que hubiese arrancado, sabía que podía continuar en su ambiente

habitual, sin negarse el placer de pasar las tardes con Rosalind Hall.

Durante los tres últimos días, desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la

tarde, había paseado por la cabaña, tratando de concentrarse. Sobrio, y a veces

sintiendo que estaba a punto de enloquecer. Por las tardes, comprendiendo que

esforzar su cerebro durante más horas le haría más mal que bien, se permitía

descansar y beber unas copas. Exactamente cinco copas; una cantidad que sabía

que le aflojaría los nervios, sin llegar a emborracharle ni darle un terrible dolor de

cabeza a la mañana siguiente. Espaciaba cuidadosamente sus cinco copas para que

durasen hasta las once de la noche. Las once en punto era su hora de irse a la cama

mientras vivía en la cabaña. No hay nada como la regularidad, pero hasta el

momento no le había servido de nada.

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A las 8.14 ya estaba en su tercera copa - la que debía durarle hasta las nueve - y

acababa de beber el segundo sorbo. Estaba tratando de leer sin mucho éxito, porque

su mente, ahora que quería concentrarse en la lectura, prefería pensar en el posible

argumento de su novela. Las mentes demuestran con frecuencia ese tipo de

perversidad.

Y quizá porque no la perseguía, estaba mucho más cerca de la idea de un

argumento de lo que lo había estado en mucho tiempo. Se hallaba vagamente

pensando que sucedería si los marcianos...

Llamaron a la puerta. La miró por un instante, sorprendido, antes de dejar el vaso y

levantarse de la silla. La noche era tan tranquila que no era posible que un coche se

hubiera acercado sin que él lo oyera, y desde luego no era posible que nadie

hubiese llegado andando hasta allí.

Se repitió la llamada, más fuerte. Luke se acercó a la puerta y la abrió, mirando hacia

el desierto iluminado por la luna. En el primer momento no vio a nadie; luego miró

hacia abajo.

- ¡Oh, no! - dijo.

Era un hombrecillo verde, de unos setenta y cinco centímetros de altura.

- Hola, Mack - dijo el hombrecillo -, ¿Es esto la Tierra?

- ¡Oh, no! - dijo Luke Deveraux -. No puede ser.

- ¿Por qué no puede ser? Tiene que serlo. Mira - señaló hacia arriba -. Una luna, y

del tamaño y distancia correctos. La Tierra es el único planeta en el sistema con una

sola luna. Mi planeta tiene dos.

- Oh, Dios - dijo Luke -. Sólo hay un planeta en el sistema solar que tenga dos lunas.

- Mira, Mack, a ver si te espabilas. ¿Es esto la Tierra o no?

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Luke movió la cabeza asintiendo, sin poder pronunciar una sola palabra.

- Muy bien - dijo el hombrecillo -. Eso ya está arreglado. Ahora, ¿qué diablos te

pasa?

- G... g... g - dijo Luke.

- ¿Estás loco? ¿Y ésa es la forma en que recibes a los forasteros? ¿No vas a

invitarme a entrar?

Luke dijo:

- En... entra...

Y se apartó a un lado.

Una vez dentro, el marciano miró a su alrededor y arrugó el ceño.

- Vaya un lugar más destartalado - dijo -. ¿Todos vosotros vivís así, o tú eres uno de

los que llaman basura blanco? Argeth, qué muebles más feos.

- No los escogí yo - dijo Luke, pasando a la defensiva -. Pertenecen a un amigo mío.

- Entonces, tienes un pésimo gusto para escoger a tus amigos. ¿Estás solo?

- Eso es lo que me pregunto es este instante - dijo Luke -. No estoy seguro de que

crea en tu existencia. ¿Cómo puedo saber que no eres una alucinación?

El marciano se sentó ágilmente en una silla y se quedó balanceando las piernas.

- No puedes saberlo. Pero si lo piensas es que te falta un tornillo.

Luke abrió la boca y volvió a cerrarla. De repente recordó su vaso y tanteó a sus

espaldas sin volverse, haciendo caer el vaso con la mano en vez de sujetarlo. No se

rompió, pero derramó su contenido encima de la mesa y por el suelo antes de que

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pudiera ponerlo derecho. Luke maldijo en voz baja y luego recordó que de todos

modos la mezcla no era muy fuerte. Y en vista de las circunstancias quería un trago

que fuese un trago. Se acercó al fregadero, donde se hallaba la botella de whisky, y

se sirvió medio vaso, solo.

Bebió un sorbo y casi se ahogó. Cuando se aseguró de que el licor iba a seguir el

camino adecuado, volvió a sentarse en una silla con el vaso bien apretado en la

mano, observando al visitante.

- ¿Me estás estudiando? - dijo el marciano.

Luke no contestó. Lo estaba examinando con atención, tomándose todo el tiempo

necesario. Su visitante era humanoide, pero decididamente no era humano. La ligera

sospecha de que uno de sus amigos hubiese contratado a un enano de circo para

gastarle una broma desapareció.

Marciano o no, el hombrecillo no era humano. No podía ser un enano porque su

torso era muy corto con respecto al largo de sus delgadas piernas y brazos; los

enanos tienen torsos largos y piernas cortas. En proporción, la cabeza resultaba

grande, y mucho más esférica que una cabeza humana; el cráneo era

completamente calvo. No se veía ninguna señal de barba, y Luke tuvo el

presentimiento de que aquella criatura estaba desprovista de pelo en todo el cuerpo.

El rostro... bueno, tenía todos los elementos que debía tener un rostro, pero también

resultaban desproporcionados. La boca era el doble de grande que una boca

humana, al igual que la nariz; los ojos, tan pequeños como brillantes, y muy juntos.

Las orejas también eran muy pequeñas, y carecían de lóbulo. A la luz de la luna la

tez le pareció de un verde oliva; pero bajo la luz artificial, notó que era de un color

verde esmeralda.

Cada una de sus manos disponía de seis dedos. Probablemente significaba que

también tendría seis dedos en cada pie, pero como llevaba zapatos no era posible

comprobarlo.

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Los zapatos eran de un verde oscuro, igual que el resto de sus ropas, unos

ajustados pantalones y una camisa suelta, confeccionados en el mismo material,

algo que se parecía a la gamuza o a una piel de antílope muy suave. No llevaba

sombrero.

- Empiezo a creer en ti - dijo Luke, dudoso.

Volvió a levantar el vaso. El marciano gruñó:

- ¿Todos los humanos son tan estúpidos como tú? ¿Y tan mal educados? ¡Estar

bebiendo sin ofrecer una copa a un invitado!

- Perdón - dijo Luke.

Se levantó y se dirigió en busca de la botella y de otro vaso.

- No es que yo la quiera - dijo el marciano -. No bebo. Un vicio muy desagradable.

Pero podías haberla ofrecido.

Luke volvió a sentarse y suspiró.

- Debí hacerlo - dijo -. Lo siento. Empecemos de nuevo. Me llamo Luke Deveraux.

- Un nombre muy tonto.

- Quizás el tuyo me parezca tonto a mí. ¿Puedo preguntar cuál es?

- Claro, pregunta.

Luke suspiró de nuevo.

- Los marcianos no usamos nombres. Es una costumbre ridícula.

- Sin embargo, son útiles cuando queremos que alguien venga. Igual que... ¿Oye, no

me has llamado Mack?

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- Claro. Nosotros llamamos a todo el mundo Mack, o su equivalente en el idioma que

estemos hablando. ¿Por qué molestarse en aprender un nuevo nombre para cada

persona a la que te diriges?

Luke volvió a levantar el vaso.

- Hum - dijo -, quizá tengas razón en eso, pero pasemos a algo más importante.

¿Cómo puedo estar seguro de que estás realmente aquí?

- Mack, ya te he dicho que te falta un tornillo.

- Esa es la cuestión - dijo Luke -. ¿Estaré loco? Si estás realmente aquí estoy

dispuesto a admitir que no eres un humano, y si admito eso no hay ninguna razón

para que no acepte tu palabra respecto al sitio de donde vienes. Pero si no estás

aquí, entonces es que estoy borracho o padezco una alucinación. Antes de que

llegaras sólo había tomado dos copas, muy flojas, y no me hicieron ningún efecto.

- Entonces, ¿por qué te las bebiste?

- Eso no tiene nada que ver con lo que discutimos. Así pues, sólo quedan dos

posibilidades: o realmente estás aquí, o me he vuelto loco.

El marciano emitió un sonido desagradable y descortés.

- ¿Y que te hace pensar que esas dos posibilidades son autoexcluyentes?

Naturalmente que estoy aquí. Pero no estoy tan seguro respecto a que no estés

loco, y tampoco me importa.

Luke suspiró. Parecían requerirse muchos suspiros para tratar a los marcianos. O

mucha bebida. Su vaso estaba vacío. Se levantó para volverlo a llenar. Whisky solo

otra vez, pero ahora con un par de cubitos de hielo.

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Antes de sentarse, tuvo una idea. Dejó el vaso encima de la mesa, dijo: «Perdona»,

y salió al exterior. Si el marciano era real, debería tener su nave espacial por allí

cerca.

¿Probaría algo el que la viese?, se preguntó. Si veía al marciano, ¿por qué no podía

llegar su alucinación hasta ver su nave espacial?

Pero no había ninguna aeronave imaginaria o real. La luna brillaba alegremente y el
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