Karl popper El cuerpo y la mente




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descripciones verdaderas. Muchos enunciados o afirmaciones dife rentes pueden describir un hecho de forma igualmente verdadera. Por ejemplo, si la descripción «Peter es más alto que Paul» es verda dera, entonces la descripción «Paul es más bajo que Peter» también lo es. Aquí tenemos una prueba de que la verdad no puede ser una correspondencia biunívoca. Así que Schlick queda eliminado. En tonces llega Wittgenstein, quien afirma que la verdad es una repre sentación. Un enunciado es verdadero si es una representación ver dadera de los hechos, Se trata de una teoría representativa del lenguaje. Pero hay dos cosas claras, a saber, que un enunciado es sólo una representación en sentido metafórico y que, por tanto, esta teoría no es en absoluto válida. Un enunciado no es sin duda una represen tación en el sentido en el que, por ejemplo, lo es una fotografía. Una fotografía puede ser una verdadera fotografía —en realidad todas las fotografías, a menos que se estropeen o se falsifiquen más tarde, son verdaderas fotografías—, pero un enunciado no es una fotografía y carece de toda similitud con una fotografía. Así, la teoría de Witt genstein es únicamente metafórica y, por lo tanto, no nos sirve.

Ahora le llega el turno a la teoría de la correspondencia de Tars ki. Esta teoría es, como resulta evidente, trivial. Es tan simple y tan trivial que no se puede creer que resuelva el problema y ésa es una de las dificultades que entraña. La gente piensa que es imposible que esta teoría resuelva ci problema, a lo que hay que responder que si un juez le dice a un testigo que diga la verdad y nada más que la verdad, piensa que el testigo entiende perfectamente lo que está diciendo y que, por lo tanto, la verdad debe ser algo trivial. Ahora bien, la teoría de Tarski es trivial y al mismo tiempo muy sutil. La sutileza, no obs tante, radica única y exclusivamente en la distinción entre el lenguaje objeto y el metalenguaje. He ahí su sutileza. Una vez entendido esto, la teoría es completamente trivial. Tarski afirma lo siguiente: la ver dad consiste en la concordancia con los hechos, pero si se desea ex plicar la concordancia con los hechos, se debe emplear un lenguaje en el cual se pueda hablar de (a) entidades lingüísticas tales como los enunciados y (b) hechos. Sólo se puede confiar en explicar la concor dancia con los hechos si se utilíza un lenguaje en ci cual se pueda ha blar tanto de los enunciados como de los hechos. Por lo tanto, tengo que utilizar el lenguaje, y el lenguaje que debo emplear tiene que ser lo suficientemente rico como para poder hablar sobre los enunciados

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y sobre los hechos concordantes. De lo contrario, no puedo confiar en explicar la concordancia con ios hechos. Mi lenguaje tiene que ser, por tanto, un metalenguaje, ya que habla de enunciados, pero tiene que ser algo más que sencillamente un metalenguaje. Tiene que poder hablar asimismo sobre los hechos. Tarski denomina un lenguaje de este tipo «metalenguaje semántico». No sé si este término es muy afortunado, ya que la palabra «semántico» es una de esas palabras li brescas que resulta peligroso emplear en filosofía. De todos modos, ésa es otra cuestión. Acéptenlo sencillamente como una etiqueta: un lenguaje semántico es un lenguaje por medio del cual podemos ha blar sobre otros lenguajes y sobre los hechos. Eso es lo decisivo. Es pecialmente debo poder —siempre que hable sobre un enunciado también tengo que poder— hablar sobre el hecho que describe dicho enunciado.

Hemos llegado prácticamente al final de la sutileza y ahora viene la trivialidad. Lo anterior era sutil, pero todo lo que sigue a partir de aquí es trivial. Tarski dice de forma muy simple: el enunciado, abro comillas —ahora hablo sobre el enunciado— «La nieve es blanca», cierro comillas, concuerda con ios hechos si, y sólo si, la nieve es blan ca. Ahora bien, aquí lo único importante es: e enunciado «La nieve es blanca» —aquí me refiero al enunciado— concuerda con los he chos si, y sólo si, la nieve es blanca —aquí me refiero a los hechos—. Entrecomillado tengo por una parte un metalenguaje semántico —un lenguaje en el cual puedo hablar sobre enunciados utilizando comi llas— y por otra parte, sin comillas, un lenguaje en el que hablo sobre los hechos, como en todos los lenguajes, sin utilizar comillas. El modo normal de hablar sobre los hechos en cualquier lenguaje es sin emplear comillas. La forma más conveniente de hablar sobre los enunciados es utilizándolas. Por tanto, tenemos el enunciado «La nieve es blanca», o si ustedes quieren, el enunciado «La nieve es ver de», no existe diferencia ninguna. El enunciado «La nieve es verde» concuerda con los hechos si, y sólo si, la nieve es verde. Esto explica la concordancia con los hechos de forma bastante general. No existe la más mínima diferencia si digo que la nieve es verde o si digo que la nieve es blanca, ya que el enunciado «La nieve es verde» concuerda con los hechos si, y sólo si, la nieve es verde. El enunciado «La nieve es blanca» concuerda con ios hechos si, y sólo si, la nieve es blanca. De forma general: el enunciado «x» concuerda con los hechos si, y

sólo si, y, siempre y cuando «x» sea el nombre del enunciado que des cribe ay.

Ahora bien, no hay nada más fácil que esto. Por lo tanto, hemos establecido de forma bastante general lo que significa la expresión «concuerda con los hechos». Lo hemos establecido, no se trata de una definición. Tarski ha demostrado, entonces, que para cualquier len guaje artificial dado podemos ofrecer una definición de la expresión «concordancia con los hechos». De todos modos, eso no es realmen te importante. Pero establece sin duda por completo —aunque utili zando ejemplos (pero dado que se puede variar el ejemplo de cual quier forma que se desee, la variación de los ejemplos es ilimitada)—, lo que significa la expresión «concordancia con los hechos», y esta blece, de este modo, por completo lo que significa el término «ver dad».

Así, pues, pienso que es ésta la relación que vincula lo que usted ha denominado la «descripción simbólica» con la «realidad física»: la descripción simbólica —esto es, el enunciado— o bien concuerda con los hechos de la realidad física o no lo hace. Con otras palabras, o bien es verdadera o es falsa. Esa es la relación.

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Damas y caballeros:

Confío en que no habrán olvidado que el tema principal de mis conferencias es el problema cuerpo-mente, y que el mundo 3, la evo lución emergente y la teoría de Ja evolución del lenguaje servirán como ios medios principales para avanzar hacia una solución provi sional del problema cuerpo-mente. En la conferencia de hoy tengo la intención de esbozar una solución de este problema.

Les debo advertir, no obstante, que la teoría provisional que ten go la intención de exponer ante ustedes no sólo es provisional, sino que tampoco tiene mucho de teoría en comparación con, digamos, una teoría en el campo de la física. Sin embargo, es una teoría con trastable que ha pasado ciertas pruebas de un modo que ha superado

todas mis expectativas.

A aquellos de ustedes que ya saben algo de la historia de la filo sofía apenas les tengo que decir cuán poco convincente resulta todo lo que hasta ahora se ha escrito sobre este problema. Sólo en compa ración con determinados intentos anteriores pienso que tengo algo que ofrecer.

Resulta interesante observar que el conocimiento que poseemos de nuestras mentes, incluida nuestra propia mente, es extremadamen te vago. El conocimiento del que disponemos sobre nuestro compor tamiento físico está mucho más claro y, por supuesto, es ésta la razón que explica por qué ha sido estudiado mucho más detenidamente.

El término «conductismo» es, como la mayoría de tales términos, ambiguo. O bien puede significar la decisión de concentrarse sobre el comportamiento y no preocuparse de los estados de conciencia, o bien puede significar, de forma más radical, la negación de la exis tencia de los estados de conciencia como tales. Esta teoría más mdi-

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cal también se designa como «fisicalismo» —un término más antiguo es el de «materialismo»— y resulta muy conveniente, puesto que si la adoptamos, desaparece una gran cantidad de problemas dificiles. Su única desventaja estriba en que es falsa. Los estados de conciencia existen sin duda, incluso aunque sean vagos y difíciles de describir e incluso aunque su existencia plantee problemas difíciles.

Creo que es necesario, a este respecto, dejar muy claro que hay una serie de teorías filosóficas demasiado generales, que en su estruc tura y posición general se asemejan al fisicalismo, al materialismo o al conductismo radical, es decir, teorías que aunque sean irrefutables son falsas. Creo que es necesario ocuparse de esta situación antes de ir más lejos, ya que muchas personas piensan erróneamente que una teoría irrefutable debe ser verdadera.

Una de estas teorías irrefutables se conoce por el nombre de «so lipsismo». El solipsismo es la teoría que dice que yo, y sólo yo, existo. De acuerdo con esta teoría, el resto del mundo —incluidos todos us tedes, así como mi propio cuerpo— es un sueño mío. Por consi guiente, ustedes no existen; ustedes son sólo uno de mis sueños. Pero ustedes no pueden refutar esta teoría. Pueden gritar y, tal vez, gol pearme para demostrar que existen. Todo esto, por supuesto, nunca puede rebatir el solipsismo, ya que evidentemente siempre puedo de cir que estoy soñando que ustedes me gritan o me pegan. Y está cla ro que nunca podría ocurrir nada que refutase mi convicción solip sista... en el caso de que yo tuviese esa convicción. Por supuesto, yo no sostengo una opinión de esta clase, pero si alguno de ustedes de cide convertirse en solipsista me será imposible rebatirle.

¿Por qué no soy solipsista? Aunque el solipsismo sea irrefutable, es una teoría falsa y, a mi parecer, es una teoría ridícula. No se puede refutar, pero se pueden elaborar argumentos muy buenos, aunque no concluyentes, en su contra.

Uno de estos argumentos es una anécdota que Bertrand Russell narra en uno de sus libros. (Creo que se encuentra en el volumen de dicado a Russell de la Schilpp Library of Living Philosophers.) Russell cuenta que recibió una carta escrita por una señora que le decía ser una solipsista convencida y haber escrito un libro que contenía una demostración concluyente del solipsismo. Se quejaba indignada de que todos los editores a quienes había enviado, el manuscrito lo ha bían rechazado y pedía a Russell que interviniese a su favor.

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La gracia de la historia es, por supuesto, que un solipsista no de bería quejarse de los editores, ya que éstos no existen. Un solipsista tampoco debería pedirle a un filósofo inexistente que interviniese en su favor. Pero, por supuesto, esto no refuta el solipsismo, ya que la se ñora en cuestión siempre podría haber contestado que todo formaba parte de su sueño: que su sueño de deseo consistía en ver su libro pu blicado —o de forma más exacta, en soñar en ver su libro publica do— y que su sueño de ansiedad era no soñar nunca que su libro se ría publicado.

Un argumento igualmente no concluyente en contra de! solipsis mo, pero que para mí es lo suficientemente bueno, sería el siguiente. Cuando leo a Shakespeare, cuando escucho las obras de alguno de los grandes compositores o veo una obra de Miguel Angel, soy muy consciente del hecho de que esas obras están fuera del alcance de cualquier cosa que yo podría producir. Pero según la teoría del solip sismo, únicamente existo yo, de modo que al soñar estas obras, yo soy, de hecho, su creador. Para mí esto es completamente inaceptable y concluyo, por tanto, que deben existir otras mentes y que el solipsis mo debe ser falso. Obviamente este argumento es no concluyente, pero, como he dicho anteriormente, para mí es lo suficientemente bueno. De hecho, con objeto de creer seriamente en el solipsismo, se tendría que ser un megalómano. Un argumento no concluyente de esta clase se denomina un argumento ad homi No se trata de un argumento decisivo, sino, como si dijéramos, de un llamamiento de hombre a hombre.

Una teoría de contenido muy distinto al solipsismo, pero muy pa recida en su estructura lógica, se puede encontrar en un relato del fi lósofo Joseph Popper-Lynkeus de Viena. Es la historia de un joven ateniense, apodado por sus amigos «Pequeño Sócrates», quien, al igual que Sócrates, pasea por Atenas desafiando a la gente a debatir con él. La tesis que pide que otros refuten es que él, el Pequeño Só crates, es inmortal. «Intenten rebatirme» —dice——. «Quizá piensen que pueden hacerlo matándome, pero incluso si acepto provisional mente la hipótesis de que ustedes pueden rebatirme de ese modo, en tonces, según esta propia hipótesis, su refutación llegará demasiado tarde para poder rebatirme a mf»

Este argumento era conocido en Viena, en donde se leía mucho a Popper-Lynkeus. A Wittgenstein le impresionó tanto la irrefutabii

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dad del argumento del Pequeño Sócrates que lo aceptó, diciendo en su Tractatus no sólo que la «muerte no es un acontecimiento perte neciente a la vida», sino también que «aquel que vive en el presente vive eternamente». A diferencia de Wittgenstein, yo pienso que aun que todos yivamos en el presente no continuaremos viviendo eterna mente y, hablando de forma general, no me impresiona mucho la

irrefutabiidad.

La filosofía del obispo Berkeley es aún otra versión del solipsismo. Berkeley era un hombre demasiado modesto, y demasiado buen britá nico, para ser un solipsista: reconocía que otras mentes tienen un de recho a existir igual al suyo propio, pero insistía en que sólo las mentes existen y en que la existencia de los cuerpos y de un mundo material es una especie de sueño que es, debido a la intervención divina, soñado por todas las mentes al unísono. Con otras palabras, el mundo no exis te sino en nuestras mentes, esto es, en nuestra experiencia de la per cepción del mundo. O aún con otras palabras, el mundo fisico es un sueño nuestro, del mismo modo que en el solipsismo se trata de un sue ño mío. Pero aunque la teoría de Berkeley no sea megalómana, al obis po le debería haber hecho vacilar otro argumento ad hominem: su teo ría es incompatible con el cristianismo, ya que el cristianismo enseña que no somos mentes o espíritus puros, sino mentes encarnadas, y en seña asimismo la realidad del sufrimiento corporal.

Todas estas teorías son irrefutables. Este hecho parece haber im presionado enormemente a algunos filósofos como, por ejemplo, a Wittgenstein. Pero las teorías que afirman precisamente lo contrario son igualmente irrebatibles, un hecho que debería hacernos recelar. Como he dicho a menudo, es un error creer que la irrefutabilidad es una virtud de una teoría. La irrefutabilidad no es una virtud, sino un vicio. Todavía pienso que es un buen modo de expresar la cuestión, pero dado que un antiguo estudiante mío, algo pedante, ha criticado esta formulación, ahora me veo lamentablemente obligado a explicar con todo detalle lo que quiero decir. Por supuesto, me refiero a que el hecho de que una teoría sea irrebatible no debería impresionarnos favorablemente, sino que debería hacernos desconfiar de ella.

Es evidente que tanto el solipsismo como la teoría de Berkeley, llamada «idealismo», resuelven el problema cuerpo-mente, ya que ambas dicen que los cuerpos no existen. Ahora bien, el materialismo, el fisicalismo o el conductismo radical también solucionan el proble

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ma cuerpo-mente, pero lo hacen empleando la estratagema opuesta. Dicen que no existe la mente, que no hay ni estados mentales ni esta dos de conciencia, y dicen asimismo que no existe la inteligencia, sino que sólo existen cuerpos que se comportan como si fueran inteli gentes al pronunciar, por ejemplo, emisiones verbales más o menos inteligentes o, de forma más exacta, sonidos verbales.
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