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Ed-dâllîn), de aquellos que están en el «error» en el sentido etimológico de esta palabra, por oposición al «camino recto» (Eç-çirâtul-mustaqîm), en ascensión vertical siguiendo el eje mismo, de quien se habla en la primera sûrat del Qorân2. «Pobreza», «simplicidad», «infancia» o «niñez», no hay ahí más que una sola y misma cosa, y el despojamiento que todos estos términos expresan3 aboca a una «extinción» que es, en realidad, la plenitud del ser, del mismo modo en que el «no-actuar» (won-wei) es la plenitud de la actividad, puesto que es de ahí de donde son derivadas todas las actividades particulares: «El Principio es siempre no-actuante, y sin embargo todo es hecho por Él»4. El ser que es así llegado al punto central ha realizado por ello mismo la integralidad del estado humano: Es el «hombre verdadero» (tchenn-jen) del taoísmo, y cuando, partiendo de ese punto para elevarse a los estados superiores, haya cumplido la totalización perfecta de sus posibilidades, devendrá el «hombre divino» (cheun-jen), que es el «Hombre Universal» (El-Insâmul-Kâmil) del esoterismo musulmán. Así, puede decirse que son los «ricos» bajo el punto de vista de la manifestación quienes son verdaderamente «pobres» al respecto del Principio, e inversamente; es lo que expresa también muy claramente esta palabra del Evangelio: «Los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos»1; y debemos constatar a este respecto, una vez más, el perfecto acuerdo de todas las doctrinas Tradicionales, que no son más que las expresiones diversas de la Verdad una. Mesr, 11-12 rabî awal 1349 H. (Mûlid En-Nabi). CAPÍTULO V Er-Rûh Según los dones Tradicionales de la «ciencia de las letras», Allah creó el mundo, no por el alif que es la primera de las letras, sino por el ba que es la segunda; y, en efecto, aunque la unidad sea necesariamente el principio primero de la manifestación, es la dualidad que ésta presupone inmediatamente, y entre los dos términos de la cual será producida, como entre los dos polos complementarios de esta manifestación, figurados por las dos extremidades del ba, toda la multiplicidad indefinida de las existencia contingentes. Es pues el ba el que es propiamente el origen de la creación, y ésta se cumple por él y en él, es decir, que es a la vez el «medio» y el «lugar» de la misma, siguiendo los dos sentidos que tiene esta letra cuando se toma como la preposición bi1. El ba, en ese papel primordial, representa Er-Rûh, el «Espíritu», que es menester entender como el Espíritu total de la Existencia universal, y que se identifica esencialmente a la «Luz» (En-Nûr); es producido directamente por el «mandato divino» (min amri’ Llah), y, desde que es producido, es en cierto modo el instrumento por el cual este «mandato» operará todas las cosas, que serán así «ordenadas» todas en relación a él2; antes de él, no hay pues más que el-amr, afirmación del Ser puro y formulación primera de la Voluntad suprema, como antes de la dualidad no hay más que la unidad, o como antes del ba no hay más que el alif. Ahora bien, el alif es la letra «polar» (qutbâniyah)3, cuya forma misma es la del «eje» siguiendo el cual se cumple el «orden» divino; y la punta superior del alif, que es el «secreto de los secretos» (sirr el-asrâr), se refleja en el punto del ba, en tanto que este punto es el centro de la «circunferencia primera» (ed-dâirah el-awwaliyah) que delimita y envuelve el dominio de la Existencia universal, circunferencia que por lo demás, vista en simultaneidad en todas las direcciones posibles, es en realidad una esfera, la forma primordial y total de la cual nacerán por diferenciación todas las formas particulares. Si se considera la forma vertical del alif y la forma horizontal del ba, se ve que su relación es la de un principio activo y un principio pasivo; y esto es conforme a los dones de la ciencia de los números sobre la unidad y la dualidad, no solamente en la enseñanza pitagórica, que es la más generalmente conocida a este respecto, sino también en la de todas las Tradiciones. Este carácter de pasividad es efectivamente inherente a la doble función de «instrumento» y de «medio» universal de que hablábamos hace un momento; es así que Er-Rûh es, en árabe, un término femenino; pero sería menester guardar bien que, según la ley de la analogía, lo que es pasivo o negativo en relación a la Verdad divina (El-Haqq) deviene activo o positivo en relación a la creación (el-khalq)1. Es esencial considerar aquí estas dos caras opuestas, puesto que lo que se trata es precisamente, si puede expresarse así, del «límite» puesto entre El-Haqq y el-khalq, «límite» por el cual la creación es separada de su Principio divino y se le une a la vez, según el punto de vista bajo el cual se lo considere; es pues, en otros términos, el barzakh por excelencia2; y, de igual modo que Allah es «el Primero y el Último» (El-Awwal wa El-Akhir) en el sentido absoluto, Er-Rûh es «el primero y el último» relativamente a la creación. No es decir, bien entendido, que el término Er-Rûh no se tome a veces en acepciones más particulares, como el término «espíritu» o sus equivalentes más o menos exactos en otras lenguas; es así que, en algunos textos qorânicos concretamente, ha podido pensarse que se trataba, sea de una designación de Seyidnâ Jibraîl (Gabriel), sea de algún otro ángel a quien esta denominación de Er-Rûh sería aplicada más especialmente; y todo eso puede seguramente ser verdad según los casos o según las aplicaciones que se hacen del mismo, ya que todo lo que es participación o especificación del Espíritu universal, o de lo que juega la función suya bajo una cierta relación y a agrados diversos, es también rûh en un sentido relativo, comprendido el espíritu en tanto que reside en el ser humano o en todo otro ser particular. Sin embargo, hay un punto al cual muchos comentadores exotéricos parecen no prestar una atención suficiente: Cuando Er-Rûh se designa expresamente y en modo distinto al lado de los ángeles (el-malâïkah)3, ¿cómo sería posible admitir que, en realidad, se trate simplemente de uno de éstos? La interpretación esotérica es que se trata entonces de Seyidnâ Mîtatrûn (el Metatron de la Kabbala hebraica); por otra parte, eso permite explicar el equívoco que se produce a este respecto, puesto que Metatron es también representado como un ángel, aunque, estando más allá del dominio de las existencias «separadas», sea verdaderamente otra cosa y más que un ángel; y eso, por lo demás, corresponde bien todavía al doble aspecto del barzakh1. Otra consideración que concuerda enteramente con esta interpretación es ésta: en la figuración del «Trono» (El-Arsh), Er-Rûh está colocado en el centro, y ese lugar es efectivamente el de Metatron; El «Trono» es el lugar de la «Presencia divina», es decir, de la Shekinah que, en la Tradición hebraica, es el «paredro» o el aspecto complementario de Metatron. Por lo demás, puede decirse inclusive que, de una cierta manera, Er-Rûh se identifica al «Trono» mismo, ya que éste, rodeando y envolviendo a todos los mundos (de donde el epíteto El-Muhît que se le da), coincide por ahí con la «circunferencia primera» que hemos cuestionado más atrás2. Se reencuentran todavía aquí las dos caras del barzakh: del lado de El-Haqq, es Er-Rahmân quien reposa sobre el «Trono»3; pero, del lado de el-Khalq, no aparece en cierto modo más que por refracción a través de Er-Rûh, lo que está en conexión directa con el sentido de este hadîth: «El que me ve, ese ve la Verdad» (man raanî faqad raa el-Haqq). Queda ahí, en efecto, el misterio de la manifestación «profética»4; y se sabe que, según la Tradición hebraica igualmente, Metatron es el agente de las «teofanías» y el principio mismo de la profecía5, lo que, expresado en lenguaje islámico, viene a decir que no es otro que Er-Rûh el-mohammediyah, en quien todos los profetas y los enviados divinos no son más que uno, y que tiene, en el «mundo de aquí abajo», su expresión última en el que es su «sello» (Khâtam el-anbiâï wa’l-mursalîn), es decir, en el que los reúne en una síntesis final que es el reflejo de su unidad principal en el «mundo de allá arriba» (donde es awwal Khalqi’ Llah, siendo lo que es lo último en el orden manifestado, analógicamente lo primero en el orden principal), y que es así el «señor de los primeros y de los últimos» (seyid el-awwalîna wa’l-akhirîn). Es por ahí, y por ahí solamente, que pueden realmente comprenderse, en su sentido profundo, todos los nombres y los títulos del Profeta, que son en definitiva los mismos del «Hombre Universal» (El-Insân el-Kâmil), totalizando finalmente en él todos los grados de la Existencia, como los contenía a todos en él desde el origen: alayhi çalatu Rabbil-Arshi dawman, ¡«Qué sobre él la plegaría del Señor del Trono sea perpetuamente»! CAPÍTULO VI NOTA SOBRE LA ANGELEOLOGÍA DEL ALFABETO ÁRABE El «Trono» divino que rodea a todos los mundos (El-Arsh El-Muhît) se representa, como es fácil de comprender, por una figura circular; en el centro está Er-Rûh, así como lo explicamos en otra parte; y el «Trono» está sostenido por ocho ángeles que están colocados en la circunferencia, los cuatro primeros en los cuatro puntos cardinales, y los otros cuatro en cuatro puntos intermediarios. Los nombres de estos ocho ángeles están formados por otros tantos grupos de letras, tomadas siguiendo el orden de sus valores numéricos, de tal suerte que el conjunto de estos nombres comprende la totalidad de las letras del alfabeto. Hay lugar a hacer aquí una precisión: se trata naturalmente del alfabeto de 28 letras; pero se dice que el alfabeto árabe no tenía primeramente más que 22 letras, correspondiendo exactamente a las del alfabeto hebraico; de ahí la distinción que se hace entre el pequeño Jafr, que no emplea más que esas 22 letras, y el gran Jafr, que emplea las 28 tomándolas todas con sus valores numéricos distintos. Por lo demás, puede decirse que las 28 (2+8=10) están contenidas en las 22 (2+2=4) como 10 está contenido en 4, siguiendo la fórmula de la Tétraktys pitagórica: 1+2+3+4=101; y, de hecho, las seis letras suplementarias no son más que otras tantas modificaciones de letras primitivas, de las cuales están formadas por la simple añadidura de un punto, y a que se reducen inmediatamente por la supresión de ese mismo punto. Estas seis letras suplementarias son las que componen los dos últimos de los ocho grupos de que acabamos de hablar; es evidente que, si no se las considerará como letras distintas, estos grupos se encontrarían modificados, sea en cuanto a su número, sea en cuanto a su composición. Por consecuencia, el paso del alfabeto de 22 letras al alfabeto de 28 ha debido necesariamente conducir a un cambio en los nombres angélicos que son cuestión, y, a los efectos, en las «entidades» que estos nombres designan; pero, por extraño que eso pueda parecer a algunos, es en realidad normal que ello sea así, puesto que todas las modificaciones de las formas Tradicionales, y en particular las que afectan a la constitución de sus lenguas sagradas, deben tener efectivamente sus «arquetipos» en el mundo celeste. Dicho esto, la distribución de las letras y de los nombres es la siguiente: — En los cuatro puntos cardinales: Al Este: A B J a D2; Al Oeste: Ha Wa Z; Al Norte: H a T a Y; Al Sur: K a L M a N. — En los cuatro puntos intermediarios: Al Nordeste: S a A F a Ç; Al Noroeste: Que a R S h a T; Al Sudeste: T h a K h a D h; Al Sudoeste: D a Z a G h. Se obervará que cada uno de estos dos conjuntos de cuatro nombres contiene exactamente la mitad del alfabeto, o sea, 14 letras, que están repartidas en los mismos respectivamente de la siguiente manera: En la primera mitad: 4+3+3+4 = 14 En la segunda mitad: 4+4+3+3 = 14 Los valores numéricos de los ocho nombres, formados de la suma de sus letras, son, tomándolos naturalmente en el mismo orden que arriba: 1+2+3+4 = 10 5+6+7 = 18 8+9+10 = 27 20+30+40+50 = 140 60+70+80+90 = 300 100+200+300+400 = 1000 500+600+700 = 1800 800+900+1000 = 2700 Los valores de los tres últimos nombres son iguales a los de los tres primeros multiplicados por 100, lo que es por lo demás evidente, si se precisa que los tres primeros contienen los números de 1 a 10 y los tres últimos las centenas de 100 a 1000, estando unos y otros igualmente repartidas ahí en 4 + 3 + 3. El valor de la primera mitad del alfabeto es la suma de los de los cuatro primeros nombres: 10+18+27+140 = 195 Del mismo modo, el valor numérico de la segunda mitad es la suma de los de los cuatro últimos nombres: 300+1000+1800+2700 = 5800 Finalmente, el valor total del alfabeto entero es: 195+5800 = 5995 Este número 5995 es notable por su simetría: su parte central es 99, número de los nombres «atribuidos» de Allah; sus cifras extremas forman 55, suma de los diez primeros números, en las que el denario se encuentra por otra parte dividido en sus dos mitades (5+5=10); además, 5+5=10 y 9+9=18 son los valores numéricos de los dos primeros nombres. Uno puede darse cuenta mejor de la manera en que el número 5995 se obtiene partiendo del alfabeto según otra división, en tres series de nueve letras más una letra aislada: la suma de los nueve primeros números es 45, valor numérico del nombre de Adam (1+4+40 = 45, es decir, bajo el punto de vista de la jerarquía esotérica, El-Qutb El-Ghawth en el centro, los cuatro Awtâd en los cuatro puntos cardinales, y los cuarenta Anjâb sobre la circunferencia); la suma de las decenas, de 10 a 90, es 45 10; el conjunto de las sumas de estas tres series nonarias es pues el producto de 45 111, el número «polar» que es el del alif «desarrollado»: 45 111 = 4995; es menester añadir ahí el número de la última letra, 1000, unidad de cuarto grado que termina el alfabeto como la unidad de primer grado le comienzo, y así se tiene finalmente 5995. En fin, la suma de las cifras de este número es 5+9+9+5=28, es decir, el número mismo de las letras del alfabeto de las cuales representa el valor total. Se podrían seguramente desarrollar todavía muchas otras consideraciones partiendo de estos dones, pero estas pocas indicaciones bastarán para que al menos se pueda tener una apercepción de algunos de los procedimientos de la ciencia de las letras y de los números en la Tradición islámica. CAPÍTULO VII LA QUIROLOGÍA EN EL ESOTERISMO ISLÁMICO Hemos tenido frecuentemente la ocasión de observar de que modo la concepción de las «ciencias tradicionales», en los tiempos modernos, ha devenido extraña a los occidentales, y de qué modo les es difícil comprender la verdadera naturaleza de las mismas. Recientemente todavía, habíamos tenido un ejemplo de esa incomprensión en un estudio consagrado a Mohyiddin ibn Arabi, y cuyo autor se sorprendía de encontrar en éste, al lado de la doctrina puramente espiritual, numerosas consideraciones sobre la astrología, sobre la ciencia de las letras y de los números, sobre la geometría simbólica, y sobre muchas otras cosas del mismo orden, que el autor en cuestión parecía mirar como no teniendo ningún lazo con esta doctrina. Había por lo demás ahí una doble equivocación, ya que la parte propiamente espiritual de la enseñanza de Mohyiddin estaba presentada como «mística», cuando es que es esencialmente metafísica e iniciática; y, si se tratara de «mística», eso no podría tener efectivamente ninguna relación con las ciencias cualesquiera que sean. Antes al contrario, desde que se trata de doctrina metafísica, esas ciencias tradicionales, de las que el mismo autor desconoce por otra parte totalmente su valor, según el ordinario prejuicio moderno, se desprenden de ella normalmente en tanto que aplicaciones, como las consecuencia se desprenden del principio, y, a este título, bien lejos de representar elementos en cierto modo adventicios y heterogéneos, forman parte integrande de |