Apercepciones sobre el esoterismo islámico y




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çawwufîn llegados a un alto grado en esta jerarquía. Se dice también que estos «Hermanos de la Rosa-Cruz» que se servían como «cobertura» de estas corporaciones que hemos cuestionado, enseñaban la alquimia y otras ciencias idénticas a las que estaban entonces en plena floración en el mundo del islam. Ciertamente, formaban un eslabón de la cadena que ligaba oriente y occidente y establecían un contacto permanente con los sufis musulmanes, contacto simbolizado por los viajes atribuidos a su fundador legendario.

Pero todos estos hechos no han llegado al conocimiento de la historia ordinaria que no lleva sus investigaciones más allá de la apariencia de los hechos, cuando es que es ahí, puede decirse, donde se encuentra la verdadera llave que permitiría la solución de tantos enigmas que de otro modo quedarían siempre obscuros e indescifrables.

CAPÍTULO IX
CREACIÓN Y MANIFESTACIÓN
Hemos hecho observar, en diferentes ocasiones, que la idea de «creación», si quiere entenderse en su sentido propio y exacto, y sin darle una extensión más o menos abusiva, no se encuentra en realidad más que en Tradiciones pertenecientes a una línea única, la que se constituye por el judaísmo, el cristianismo y el islamismo; siendo esta línea la de formas Tradicionales que pueden ser dichas específicamente religiosas, se debe concluir de ahí que existe un lazo directo entre esta idea y el punto de vista religioso mismo. En otras partes, el término de «creación», si se tiene que emplear en algunos casos, no podrá más que explicitar muy inexactamente una idea diferente, para la cual sería bien preferible encontrar otra expresión; por lo demás, este empleo no es lo más frecuente, de hecho, otra cosa que el resultado de una de esas confusiones o de esas falsas asimilaciones que se producen al respecto tanto en occidente para todo lo que concierne a las doctrinas orientales. Sin embargo, no basta evitar esta confusión, es menester guardarse de igual modo de otro error contrario, el que consiste en querer ver una contradicción o una oposición cualquiera entre la idea de creación y esa otra idea a la cual acabamos de hacer alusión, y para la cual el término más justo que tenemos a nuestra disposición es el de «manifestación»; es sobre este último punto que nos proponemos insistir al presente.

En efecto, algunos que reconocen que la idea de creación no se encuentra en las doctrinas orientales (con la excepción del islamismo que, bien entendido, no puede ser puesto en causa bajo esta relación), pretenden sin embargo, y sin intentar ir al fondo de las cosas, que la ausencia de la idea en cuestión es la marca de algo incompleto o defectuoso, para concluir de ello que las doctrinas que se tratan no podrían considerarse como una expresión adecuada de la verdad. Si la cosa es así del lado religioso, donde se afirma demasiado frecuentemente un enojoso «exclusivismo», es menester decir que los hay también que, del lado antireligioso, quieren, de la misma constatación, extraer consecuencias enteramente contrarias: esos, atacando naturalmente la idea de creación como a todas las demás ideas de orden religioso, afectan ver en su ausencia misma una especie de superioridad; evidentemente que no lo hacen, por lo demás, más que por espíritu de negación y de oposición, y no en punto ninguno para tomar realmente la defensa de las doctrinas orientales de las que apenas sí se preocupan. Sea lo que fuere, estos reproches y elogios no valen más y no son más aceptables unos que otros, dado que proceden en suma de un mismo error, explotado solo según intenciones contrarias, en conformidad a las tendencias respectivas de los que le cometen; la verdad es que unos y otros se apoyan enteramente en falso, y que hay en ambos casos una incomprensión casi igual.

Por lo demás, la razón de este error común no parece muy difícil de descubrir: aquellos cuyo horizonte intelectual no va más allá de las concepciones filosóficas occidentales se imaginan de ordinario que, allí donde no es cuestión de creación, y donde es manifiesto, por otra parte, que ningún asunto hay con teorías materialistas, no puede haber más que «panteísmo». Ahora bien, se sabe cuan frecuentemente se emplea este término disparatadamente en nuestra época; representa para unos un verdadero espanto, hasta tal punto que se creen dispensados de examinar seriamente aquello a lo que se han apresurado a aplicar dicho término (y el uso tan corriente de la expresión «caer en el panteísmo» es bien característico a este respecto), mientras que, probablemente a causa de eso mismo más que por cualquier otro motivo, los otros le reivindican de buena gana y están dispuestos a hacerse del mismo como una especie de bandera. Está pues bastante claro que lo que acabamos de decir se vincula estrechamente, en el pensamiento de unos y otros, a la imputación de «panteísmo» dirigida comúnmente a las mismas doctrinas orientales, imputación de la cual hemos mostrado frecuentemente la entera falsedad, inclusive la absurdidad (puesto que el panteísmo es en realidad una teoría esencialmente antimetafísica), como para que sea inútil volver a ello todavía una vez más.

Dado que hemos sido conducido a hablar de panteísmo, aprovecharemos de ello para hacer seguidamente una observación que tiene aquí una cierta importancia, a propósito de un término que se tiene precisamente el hábito de asociar a las concepciones panteístas: ese término es el de «emanación», que algunos, siempre por las mismas razones y a consecuencia de las mismas confusiones, quieren emplear para designar la manifestación cuando la misma no es presentada bajo el aspecto de creación. Ahora bien, en tanto que se trate al menos de doctrinas Tradicionales y ortodoxas, ese término debe ser absolutamente descartado, no solo a causa de esta asociación enojosa (aunque la misma esté por lo demás más o menos justificada en el fondo, lo que actualmente no nos interesa), sino sobre todo porque, en sí mismo y por su significación etimológica, no expresa verdaderamente nada más que una imposibilidad pura y simple. En efecto, la idea de «emanación» es propiamente la de una «salida»; pero la manifestación de ningún modo debe ser considerada así, ya que nada puede realmente salir del Principio; si algo saliera de él, el Principio, desde entonces, no podría ser más Infinito, y se encontraría limitado por el hecho mismo de la manifestación; la verdad es que, fuera del Principio, no hay y no puede haber más que la nada. Si se quiere considerar inclusive la «emanación», no en relación al Principio supremo e infinito, sino solo en relación al Ser, principio inmediato de la manifestación, el término en cuestión daría todavía lugar a una objeción, que por ser otra que la precedente, no es menos decisiva: si los seres salieran del Ser para manifestarse, no podría decirse que son realmente seres, y estarían propiamente desprovistos de toda existencia, pues la existencia, bajo cualquier modo que sea, no puede ser otra cosa que una participación del Ser; esta consecuencia, además de que es visiblemente absurda en sí misma como en el otro caso, es contradictoria con la idea misma de manifestación.

Hechas estas precisiones, diremos claramente que la idea de manifestación, tal como las doctrinas orientales la consideran de una manera puramente metafísica, no se opone de ningún modo a la idea de creación; se refieren solo a niveles y a puntos de vista diferentes, de tal suerte que basta saber situar a cada una de ellas en su verdadero lugar para darse cuenta de que no hay entre ellas ninguna incompatibilidad. La diferencia, en esto como sobre muchos otros puntos, no es en suma sino la misma del punto de vista metafísico y del punto de vista religioso; ahora bien, si es verdad que el primero es de orden más elevado y más profundo que el segundo, por ello no lo es menos que no podría de ningún modo anular o contradecir a éste, lo que está por lo demás suficientemente probado por el hecho de que uno y otro pueden muy bien coexistir en el interior de una misma forma Tradicional; habremos de volver sobre esto después. En el fondo, no se trata pues más que de una diferencia que, para ser de un grado más acentuado en razón de la distinción muy clara de los dos dominios correspondientes, no es más extraordinaria ni más embarazante que la de los puntos de vista diversos en los cuales puede uno legítimamente colocarse en un mismo dominio, según que se le penetre más o menos profundamente. Pensamos aquí en puntos de vista tales como, por ejemplo, los de Shankarâchârya y de Râmânuja al respecto del Vêdânta; es verdad que la incomprensión ha querido encontrar, ahí también, contradicciones que son inexistentes en realidad; pero inclusive eso no hace más que hacer la analogía más exacta y más completa.

Por lo demás, conviene precisar el sentido mismo de la idea de creación, ya que parece dar lugar a veces también a algunos malentendidos: es así, que si «crear» es sinónimo de «hacer de nada», según la definición unánimemente admitida, pero quizás insuficientemente explícita, con seguridad que es menester entender por ello, ante todo, de nada que sea exterior al Principio; en otros términos, éste, para ser «creador» se basta a sí mismo, y no tiene que recurrir a una especie de substancia fuera de él y teniendo una existencia más o menos independiente, lo que, a decir verdad, es por otra parte inconcebible. Se ve inmediatamente que la primera razón de ser de una tal formulación es afirmar expresamente que el Principio no es en punto ninguno un simple «Demiurgo» (y aquí no hay lugar a distinguir según que se trate del Principio supremo o del Ser, ya que eso es igualmente verdad en los dos casos); sin embargo, esto no quiere decir, necesariamente, que toda concepción «demiúrgica» sea radicalmente falsa; pero, en todo caso, no puede encontrar lugar sino a un nivel mucho más bajo y correspondiente a un punto de vista más restringido, que, dado que no se sitúa más que en alguna fase secundaria del proceso cosmogónico, no concierne más al Principio de ninguna manera. Ahora bien, si la cosa se limita a hablar de «hacer nada» sin precisar más, como se hace de ordinario, hay otro peligro a evitar: es considerar esa «nada» como una especie de principio, negativo sin duda, pero del cual sería extraída sin embargo efectivamente la existencia manifestada; sería eso volver a un error casi semejante a aquel contra el cual se ha querido justamente precaver y que atribuye a la «nada» misma un cierta «substancialidad»; y, en un sentido, este error sería inclusive todavía más grave que el otro, ya que se le agregaría una contradicción formal, la que consiste en suma en dar alguna realidad a la «nada». Si se pretendiera, para escapar a esta contradicción, que la «nada» en cuestión no es la «nada de nada» pura y simple, sino que no es tal más que en relación al Principio, se cometería todavía en eso un doble error: de una parte, se supondría esta vez algo real fuera del Principio, y entonces ya no habría más ninguna diferencia verdadera con la concepción «demiúrgica» misma; por otra parte, se desconocería que los seres de ningún modo son extraídos de esa «nada» relativa por la manifestación, no cesando jamás, como no cesa, lo finito de ser estrictamente nulo frente al Infinito.

En lo que acaba de decirse, y también en todo lo que podría decirse además al respecto de la idea de creación, falta, en cuanto a la manera en que la manifestación se considera, algo que es empero enteramente esencial: la noción misma de la posibilidad no aparece ahí; pero, que se destaque bien, esto no constituye de ningún modo riesgo, y una tal visión, aún siendo incompleta, no es por ello menos legítima, ya que la verdad es que esta noción de la posibilidad no tiene que intervenir más que cuando se trata de colocarse bajo el punto de vista metafísico, y, ya lo hemos dicho, no es bajo este punto de vista como la manifestación se considera en tanto que creación. Metafísicamente, la manifestación presupone necesariamente ciertas posibilidades capaces de manifestarse; pero, si la misma procede también de la posibilidad, no puede decirse que venga de «nada», ya que es evidente que la posibilidad no es en punto ninguno una «nada»; y, se objetará quizás, ¿no es eso contrario a la idea de creación precisamente? La respuesta es bien fácil: todas las posibilidades están comprendidas en la Posibilidad total, que no forma sino uno con el Principio mismo; es pues en éste, en definitiva donde las mismas están realmente contenidas en el estado permanente y desde toda eternidad; y por lo demás, si la cosa fuera de otro modo, es entonces cuando serían verdaderamente «nada», y ni siquiera podría ser más cuestión de Posibilidades. Si la manifestación procede pues de estas posibilidades o de algunas de entre ellas (y recordaremos aquí, que, además de las posibilidades de manifestación, hay que considerar igualmente las posibilidades de no manifestación, al menos en el Principio supremo, aunque no ya cuando uno se limita al Ser), la misma no viene de nada que sea exterior al Principio; y está ahí, justamente, el sentido que hemos reconocido a la idea de creación correctamente entendida, de suerte que, en el fondo, los dos puntos de vista no son solamente conciliables, sino que inclusive están en perfecto acuerdo entre ellos. Solamente, la diferencia consiste en que el punto de vista al cual se refiere la idea de creación no considera nada más allá de la manifestación, o al menos no considera más que el Principio sin profundizar más, porque no es todavía más que un punto de vista relativo, mientras que al contrario, bajo el punto de vista metafísico, es lo que está en el Principio, es decir, la posibilidad, la que es en realidad lo esencial y lo que importa más que la manifestación en sí misma.

Se podría decir, por encima de todo, que son estas dos expresiones diferentes de una misma verdad, con la condición de añadir, bien entendido, que estas expresiones corresponden a dos aspectos o a dos puntos de vista que ellos mismos son realmente diferentes; pero entonces puede uno preguntarse, si aquella de estas dos expresiones que es la más completa y la más profunda no sería plenamente suficiente, y cuál es la razón de ser de la otra. Es, primeramente y de una manera general, la razón de ser misma de todo punto de vista exotérico, en tanto que formulación de verdades Tradicionales limitada a lo que es a la vez indispensable y accesible a todos los hombres sin distinción. Por otra parte, en lo que concierne al caso especial de que se trata, puede haber ahí motivos de «oportunidad», en cierto modo, particulares a algunas formas Tradicionales, en razón de las circunstancias contingentes a las cuales deben ser adaptadas, y que requieren una puesta en guardia expresa contra una concepción del origen de la manifestación en modo «demiúrgico», cuando es que una semejante precaución sería enteramente inútil en otras partes. Sin embargo, cuando se observa que la idea de creación es estrictamente solidaria del punto de vista propiamente religioso, uno puede ser conducido por ahí a pensar que debe haber en eso otra cosa todavía; es lo que nos queda por examinar ahora, ello, inclusive si no nos es posible entrar en todos los desarrollos a los cuales este lado de la cuestión podría dar lugar.

Sea que se trate de la manifestación considerada metafísicamente o de la creación, la dependencia completa de los seres manifestados al respecto del Principio es afirmada tan clara y expresamente en un caso como en el otro; es solamente en la manera más precisa en que esta dependencia se considera de una y otra parte donde aparece una diferencia característica, que corresponde muy exactamente a la de los dos puntos de vista. Bajo el punto de vista metafísico, esta dependencia es al mismo tiempo una «participación»: en toda la medida de lo que tienen de realidad en ellos, los seres participan del Principio, dado que toda realidad está en éste; por ello no es menos verdad, por lo demás, que estos seres, en tanto que contingentes y limitados, así como la manifestación entera de la cual forman parte, son nulos en relación al Principio, como lo decíamos más atrás; pero hay en esa participación como un lazo con el Principio, y por consiguiente, un lazo entre lo manifestado y lo no manifestado, que permite a los seres rebasar la condición relativa inherente a la manifestación. El punto de vista religioso, por el contrario, insiste ante todo sobre la nulidad propia de los seres manifestados, porque, por su naturaleza misma, no tiene que conducirles más allá de esta condición; e implica la consideración de la dependencia bajo un aspecto al cual corresponde prácticamente la actitud de
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