Apercepciones sobre el esoterismo islámico y




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Sobre el esoterismo islámico
LIBROS
W. B. Seabrook. Aventuras en Arabia (Gallimard, París)
Este libro, como los del mismo autor que han sido ya traducidos precedentemente (La Isla mágica y Los secretos de la jungla), se distingue ventajosamente de los habituales «relatos de viajeros»; sin duda que es porque tenemos presente aquí a alguien que no lleva por todas partes con él ciertas ideas preconcebidas, y que, sobre todo, no está persuadido de ningún modo de que los occidentales sean superiores a todos los demás pueblos. Hay, en efecto, a veces algunas notas de candidez, singulares extrañamientos ante cosas muy simples y muy elementales; pero eso mismo nos parece ser, en suma, una garantía de sinceridad. A la verdad, el título es un poco equívoco ya que el autor no ha estado en Arabia propiamente dicha, sino solo en las regiones situadas inmediatamente al norte de ésta. Digamos también, para acabar pronto con las críticas, que los términos árabes están a veces bizarramente deformados, como por alguien que intentara transcribir aproximadamente los sonidos que oye sin preocuparse de una ortografía cualquiera, y que algunas frases citadas están traducidas de una manera más bien fantástica. En fin, hemos podido hacer una vez más una precisión curiosa: es la de que, en los libros occidentales destinados al «gran público», la shahâdah jamás es por así decir reproducida exactamente; ¿es puramente accidental, o no se estaría antes tentado a pensar que algo se opone a que la misma pueda ser pronunciada por la masa de los lectores hostiles o simplemente indiferentes? — La primera parte, que es la más larga, concierne a la vida entre los beduinos y casi únicamente descriptiva, lo que no quiere decir ciertamente que carezca de interés; pero, en las siguientes, hay algo más. una de ellas, donde es cuestión de los derviches, contiene concretamente declaraciones de un sheikh Mawlawi cuyo sentido está, sin ninguna duda, fielmente reproducido: así, para disipar la incomprensión que el autor manifiesta al respecto de algunos turuq, este sheikh le explica que «no hay para ir a Dios una vía única estrecha y directa, sino un número infinito de senderos»; es lastimoso que no haya tenido la ocasión de hacerle comprender también que el sufismo nada tiene en común con el panteísmo ni con la heterodoxia… Por el contrario, hay muchas sectas heterodoxas, y más pasablemente enigmáticas, de las que son cuestión en las otras dos partes: los drusos y los Yézidis; y, sobre unos y otros, hay informaciones interesantes, sin pretensión ninguna de hacer conocerlo todo y de explicarlo todo. En lo que concierne a los drusos, un punto que queda particularmente obscuro, es el culto que pasan por rendir a un «becerro de oro» o a una «cabeza de becerro»; hay ahí algo que podría quizás dar lugar a muchas aproximaciones, de las cuales el autor solo parece haber entrevisto algunas; al menos ha comprendido que simbolismo no es idolatría… En cuanto a los Yézidis, se encontrará una idea de los mismos medianamente diferente de la que daba la conferencia de que hemos hablado últimamente en nuestras reseñas de las revistas (número de noviembre): aquí, ya no es cuestión de «mazdeísmo» a su propósito, y, desde esta relación al menos es seguramente más exacto; pero la «adoración del diablo» podría suscitar discusiones más difíciles de cortar, y la verdadera naturaleza del Malak Tâwûs permanece todavía un misterio. Lo que es quizás más digno de interés, sin conocerlo el autor que, a despecho de lo que ha visto, se rehusa a creerlo, es lo que concierne a las «siete torres del diablo», centros de proyección de las influencias satánicas a través del mundo; que una de estas torres esté situada entre los Yézidis, eso no prueba un ápice que estos sean ellos mismos «satanistas», sino solo que, como muchas sectas heterodoxas, pueden ser utilizados para facilitar la acción de fuerzas que ignoran. Es significativo a este respecto, que los prestres regulares yézidis se abstienen de ir a cumplir ritos cualesquiera a esa torre, mientras que especies de magos errantes vienen frecuentemente a pasar en la misma varios días; ¿qué representan con justeza estos últimos personajes? En todo caso, en punto ninguno es necesario que la torre esté habitada de una manera permanente, si la misma no es otra cosa que el soporte tangible y «localizado» de uno de los centros de la «contra-iniciación», en los cuales presiden los awliya es-Shaytân; y estos, por la constitución de esos siete centro pretenden oponerse a la influencia de los siete Aqtâb o «Polos» terrestres subordinados al «Polo» supremo, si bien que esta oposición no pueda por lo demás ser más que ilusoria, estando el dominio espiritual como está necesariamente cerrado a la «contra-iniciación».

E.T., 1935, p. 42-43
KAHN SAHIB KHAJA KHAN. The Secret of Ana’l Haqq (The Hogarth Press, Madras)
Este libro es la traducción de una obra persa, Irshâdatul Arifîn, del Sheikh Ibrahim Gazur-i-Elahi de Shaharkote, pero una traducción dispuesta en capítulos de manera que reúnen todo lo que se refiere a una misma cuestión, a fin de hacer la comprensión del mismo más fácil. El autor, al explicar sus intenciones, habla bien desafortunadamente de «propaganda de las enseñanzas esotéricas del Islam», como si el esoterismo pudiera prestarse a una propaganda cualquiera; si tal ha sido realmente su propósito, no podemos decir, por lo demás, que haya triunfado a este respecto, pues los lectores que no tienen ningún conocimiento preliminar de taçawwuf tendrán sin duda mucho esfuerzo en descubrir el verdadero sentido bajo una expresión inglesa que, demasiado frecuentemente, es terriblemente defectuosa y más que inexacta. Este defecto, al cual se agrega, en lo que concierne a las citas árabes, el de una transcripción que las desfigura extrañamente es muy deplorable, ya que, para quien sabe ya de lo que se trata, hay ahí cosas del mayor interés. El punto central de esas enseñanzas, es la doctrina de la «Identidad Suprema», como lo indica por otra parte el título, solo que comete la sinrazón de parecer vincularla a una fórmula especial, la de El-Hallâj, cuando es que nada de tal aparece en el texto mismo. Esta doctrina aclara y ordena en cierto modo todas las consideraciones que se refieren a diferentes sujetos, tales como los grados de la Existencia, los atributos divinos, el-fanâ y el-baqâ, los métodos y los estadios del desarrollo iniciático, y muchas otras cuestiones todavía. La lectura de esta obra es de recomendar, no en punto ninguno a los que podrían querer dirigirse una «propaganda» que estaría por lo demás enteramente fuera de propósito, sino antes al contrario a los que poseen ya conocimientos suficientes como para sacar de la misma un provecho real.

E.T., 1937, p. 266

EDWARD JABRA JURJI. Illumination in Islamic Mysticism; a translation, with an introduction and notes, based upon a critical edition of Abu-al Mawáhib al-Shâdhili’s treatise entittled Qawânîn Hikam al-Ishrâq (Princenton University Press. Princeton, New Jersey).
La denominación de «misticismo islámico», puesta a la moda por Nicholson y algunos otros orientalistas, es enojosamente inexacta, como lo hemos ya explicado en otras ocasiones: de hecho, es de taçawwuf que se trata, es decir, de algo que es de orden esencialmente iniciático y en punto ninguno místico. El autor de este libro parece por otra parte seguir demasiado fácilmente a las «autoridades» occidentales, lo que le conduce a decir a veces cosas un poco extrañas, como por ejemplo que «está establecido ahora» que el sufismo tiene tal o cual carácter; diríase verdaderamente que se trata de estudiar alguna doctrina antigua y desaparecida desde hace largo tiempo; pero el sufismo existe actualmente y, por consecuencia, puede siempre ser conocido directamente, de suerte que nada hay que «establecer» a su respecto. Del mismo modo, es a la vez pueril y chocante decir que «unos miembros de la fraternidad shâdhilita han sido recientemente observados en Siria»; teníamos creído que era bien conocido que esta tariqah, en una u otra de sus numerosas ramas, estaba más o menos extendida en todos los países islámicos, tanto más cuanto que la misma jamás ha pensado ciertamente en disimularse; ¡pero esta desdichada «observación» podría legítimamente llevar a uno a preguntarse a qué singular especie de espionaje pueden en efecto librarse algunos orientalistas! Hay ahí «matices» que escaparán probablemente a los lectores americanos o europeos; pero habríamos pensado que un Sirio, que, aunque sea cristiano, es del mismo modo ibn el-Arab, hubiera debido tener un poco más de «sensibilidad» oriental… Para volver ahora a otros puntos más importantes en cuanto al fondo, es deplorable ver al autor admitir la teoría de las «tomas en préstamo» o «plagios» y del «sincretismo»; si es difícil determinar los comienzos del sufismo en el Islam, es porque, tradicionalmente, no hay y no puede tener otro «comienzo» que el del Islam mismo, y es en cuestiones de este género donde convendría muy particularmente desconfiar de los abusos del moderno «método histórico». Por otra parte, la doctrina ishrâqiyah, en el sentido propio de este término, no representa más que un punto de vista bastante especial, el de una cierta escuela que se vincula principalmente a Abul-Futûh es-Suhrawardi (que es menester no confundir con el fundador de la tarîqah que lleva el mismo nombre), escuela que no puede considerarse como enteramente ortodoxa, y a la cual algunos deniegan inclusive todo lazo real con el taçawwuf, ni siquiera por desviación, considerándola más bien como simplemente «filosófica»; es ante todo sorprendente que se pretenda hacerla remontar a Mohyiddin-ibn-Arabi mismo, y no lo es menos que se quiera hacer derivar de él, por indirectamente que esto sea, la tarîqah shâdhilita. Cuando se encuentra en alguna parte el término ishrâq, como en el tratado que es traducido aquí, uno no está autorizado por eso a concluir que se trata de la doctrina ishrâqiyah, de igual modo que, por todas partes donde se encuentra su equivalente occidental de «iluminación», nadie está en derecho de hablar de «iluminismo»; con mayor razón una idea como la de tawhîd tampoco ha sido «sacada» de esa doctrina particular, ya que es ésta una idea enteramente esencial al Islam en general, inclusive en su aspecto exotérico (hay una rama de estudios designada como ilm at’mtawhîd entre las ulûm ez-zâher, es decir, las ciencias que son enseñadas públicamente en las Universidades islámicas). La introducción entera no está en suma levantada sino sobre un malentendido causado por el empleo del término ishrâq; y el contenido mismo del tratado no justifica de ningún modo una semejante interpretación, ya que, en realidad nada se encuentra en el mismo que no sea taçawwuf perfectamente ortodoxo. Felizmente, la traducción misma, que es la parte más importante del libro, es, con mucho, mejor que las consideraciones que la preceden; es in duda difícil, en la ausencia del texto, verificar enteramente su exactitud, pero uno puede sin embargo darse cuenta de ello en una medida bastante amplia por la indicación de un enorme número de términos árabes, que están generalmente bien traducidos. Sin embargo hay algunos términos que harían llamada a ciertas reservas: Así, mukâshafah no es propiamente «revelación», sino antes «intuición»; más precisamente, es una percepción de orden sutil (mulâtafah, traducido aquí de una manera bastante extraordinario por amiability), inferior, al menos cuando el término se toma en su sentido estricto, a la contemplación pura (mushâhadah). No podemos comprender la traducción de muthûl, que implica esencialmente una idea de «similitud», por attendance, y ello tanto más cuanto que âlam el muthûl es habitualmente el «mundo de los arquetipos»; baqâ es antes «permanencia» que «subsistencia»; dîu no podría ser traducido por «fe», que en árabe es imân; kanz el-asrâr er-rabbâniyah no es «los secretos del tesoro divino» (que sería asrâr el-kauz el-ilâhî), sino «el tesoro de los secretos dominicales» (hay una diferencia importante, en la terminología «técnica» entre ilâhî y rabbânî). Se podrían sin duda relevar todavía algunas otras inexactitudes del mismo género; pero, en resumidas cuentas, todo eso es bastante poca cosa en el conjunto, y, siendo el tratado traducido por lo demás de un interés incontestable, con la excepción de su introducción, el libro, merece en definitiva ser recomendado a todos los que estudian el esoterismo islámico.

E.T., 1940, p. 166-168
ÉMILE DERMENGHEM. Contes Kabyles (Charlot, Argelia).
Lo que constituye sobre todo el interés de esta recopilación de «cuentos populares» del Africa del Norte, bajo nuestro punto de vista, es la introducción y las notas que le acompañan, en las que son expuestas opiniones generales sobre la naturaleza del «folklore universal». El autor hace destacar muy justamente que el «verdadero interés de las literaturas populares está en otra parte que en las filiaciones, las influencias y las dependencias externas», que reside sobre todo en que las mismas testimonian «a favor de la unidad de las Tradiciones». Hace sobresalir la insuficiencia del punto de vista «racionalista y evolucionista» al cual se atienen la mayoría de los folkloristas y de los etnólogos, con sus teorías sobre los «ritos de temporada» y otras cosas del mismo orden; y recuerda, al respecto de la significación propiamente simbólica de los cuentos y del carácter verdaderamente «transcendente» de su contenido, algunas de las consideraciones que nos mismo y algunos de nuestros colaboradores hemos expuesto aquí mismo. Sin embargo es de deplorar que haya creído deber a pesar de todo hacer un lugar más o menos amplio a concepciones muy poco compatibles con esa: entre los pretendidos «ritos de temporada» y los ritos iniciáticos, entre la así dicha «iniciación tribual» y de los etnólogos y la verdadera iniciación, es menester necesariamente escoger; incluso si es verdad y normal que el esoterismo tenga su reflejo y su correspondencia en el lado exotérico de las Tradiciones, es menester en todo caso guardarse de poner sobre el mismo plano el principio y sus aplicaciones secundarias, y, en lo que concierne a éstas, sería menester también, en el caso presente, considerarlas enteramente fuera de las ideas antitradicionales de nuestros contemporáneos sobre las «sociedades primitivas»; ¿y qué decir por otra parte de la interpretación psicoanalítica, que, en realidad, aboca simplemente en negar el «superconsciente» confundiéndole con el «subconsciente»?. Agregaremos todavía que la iniciación, entendida en su verdadero sentido, no tiene y no podría tener nada de «mística»; es particularmente enojoso ver este equívoco perpetuarse a despecho de todas las explicaciones que hemos podido dar a este respecto… Las notas y los comentarios muestran sobre todo las múltiples similitudes que existen entre los cuentos Kabilos y los de otros países muy diversos, y apenas hay necesidad de decir que esas aproximaciones presentan un interés particular como «ilustraciones» de la universalidad del folklore. Una última nota trata de las fórmulas iniciales y finales de los cuentos, que corresponden manifiestamente a las que marcan, de una manera general, el comienzo y el fin del cumplimiento de un rito, y que están en relación, así como lo hemos explicado en otra parte, con la «coagulación» y la «solución» herméticas. En cuanto a los cuentos mismos, parecen traducidos tan fielmente como lo permite una traducción, y, además, se lee muy agradablemente.
ÉMILE DERMENGHEM. El Mito de Psique en el folklore norteafricano (Sociedad Histórica Argelina, Argelia).
En este otro estudio folklórico, se trata de los numerosos cuentos, en los que, en Africa del Norte como por lo demás en muchos otros países, se encuentran reunidos o dispersos los principales rasgos del mito bien conocido de Psique; «no es por así decir del número de los rasgos que no sugiere un sentido iniciático y ritual; no es tampoco de los que no podamos encontrar en el folklore universal». Hay también variantes, de las cuales la más destacable es «la forma invertida en la cual el ser místico desposado es femenino»; los cuentos de este tipo «parecen insistir sobre el lado activo, el lado conquista, como si representaran el aspecto esforzado humano antes que el aspecto pasivo y teocentrista»; estos dos aspectos son evidentemente complementarios uno del otro. Ahora, que Apuleyo que ciertamente no ha inventado el mito, haya podido inspirarse, para algunos detalles de la versión que del mismo ha dado en su Asno de Oro, de una «tradición oral popular africana», eso no es imposible; pero es menester no olvidar empero que se ya se encuentran figuraciones, refiriéndose a este mito, sobre monumentos griegos anteriores en varios siglos; esta cuestión de las «fuentes» importa por lo demás tanto menos en el fondo cuanto que la difusión misma del mito indica que seria menester remontarse mucho más lejos para encontrar su origen, si es que se puede hablar propiamente de un origen en parecido caso; por lo demás, el folklore como tal jamás puede ser el punto de partida de nada sea lo que sea, ya que antes al contrario no está hecho más que de «superviviencias», lo que es incluso su razón de ser. Por otra parte, el hecho de que algunos rasgos corresponden a usos, prohibiciones u otros, que han existido efectivamente en relación con el matrimonio en tal o cual país, no prueba absolutamente nada contra la existencia de un sentido superior, sentido del cual diríamos incluso ante todo, por nuestra parte, que esos usos mismos han podido ser derivados, siempre por la razón de que el exoterismo tiene su principio en el esoterismo, de suerte que ese sentido superior e iniciático, bien lejos de haber sido «sobreagregado» luego de un tiempo, es antes por el contrario el que es verdaderamente primordial en realidad. El examen de las relaciones del mito de Psique y de los cuentos que le están emparentados con los misterios antiguos, con lo que se termina el estudio de M. Dermenghem, es particularmente digno de interés, así como la indicación de algunas aproximaciones con el taçawwuf; agregaremos solamente, a este propósito, que similitudes como las que pueden destacarse entre la terminología de éste y el vocabulario platónico no deben de ningún modo ser tomadas por marcas de una «toma en préstamo» cualquiera, ya que el taçawwuf es propia y esencialmente islámico, y las aproximaciones de este género no hacen nada más que afirmar tan nítidamente como es posible la «unanimidad» de la Tradición universal bajo todas sus formas.

E.T., 1947, P. 90-91.
HENRY CORBIN. Suhrawardi d’Alep, fondateur de la doctrine illuminative (ishrâq) (G.-P. Maisonneuve, París).

Suhrawardi d’Alep, a quien está consagrado este pequeño libro, es aquel a quien frecuentemente se ha llamado Esh-Sheikh el-maqtûl para distinguirle de sus homónimos, si bien que, a decir verdad, no se sepa exactamente si fue muerto en efecto o si se dejo morir de hambre en prisión. La parte propiamente histórica esta concienzudamente hecha y da una buena muestra de su vida y de sus obras; pero hay muchas reservas que hacer sobre algunas afirmaciones concernientes a pretendidas «fuentes» de las más hipotéticas: encontramos concretamente aquí esta idea singular, a la cual hemos hecho alusión en un reciente artículo, de que toda angeleología extrae forzosamente su origen del mazdeísmo. Por otra parte, el autor no ha sabido hacer como conviene la distinción entre esta doctrina isrâqiyah, que no se vincula a ninguna silsilah regular, y el verdadero taçawwuf; es bien aventurado decir, sobre el crédito de algunas similitudes exteriores, que «Suhrawardî está en la línea de El-Hallàj»; y sería menester seguramente no tomar al pie de la letra la palabra de uno de sus admiradores que le designa como «el maestro del instante», ya que tales expresiones son con frecuencia empleadas así de una manera del todo hiperbólica. Sin duda, ha debido ser influenciado en una cierta medida por el taçawwuf, pero, en el fondo, parece en efecto haberse inspirado de ideas neoplatónicas que él ha revestido de una forma islámica, y es por lo que su doctrina es generalmente considerada como no relevando verdaderamente más que de la filosofía; pero, ¿han podido los orientalistas comprender jamás la diferencia profunda que separa el taçawwuf de toda filosofía? En fin, aunque esto no tenga en suma más que una importancia secundaria, nos preguntamos por qué M. Corbin ha sentido a veces la necesidad de imitar hasta tal punto que uno podría confundirle con él, el estilo complicado y medianamente obscuro de M. Massignon.

E.T., 1947, p. 92
MARIE-LOUISE DUBOULOZ-LAFFIN. Le Bou-Mergoud, Folklore tunecino (G. P. Maisonneuve, París).
Este grueso volumen ilustrado con dibujos y fotografías, se refiere más especialmente, como lo indica su subtítulo a las «creencias y costumbres populares de Sfax y de su región»: testimonia, y no está ahí su menor mérito, de un espíritu mucho más «simpático» de lo que suele ser lo más habitual en estas especies de «encuestas», que, es menester decirlo, tienen en efecto demasiado frecuentemente un falso aire de «espionaje». Es por otra parte por lo que los «informadores» son tan difíciles de encontrar, y comprendemos muy bien la repugnancia que sienten la mayoría de las gentes en responder a cuestionarios más o menos indiscretos, tanto más cuanto que no pueden naturalmente adivinar las razones de una tal curiosidad al respecto de cosas que son para ellos del todo ordinarias. Mme. Dubouloz-Laffin, tanto por sus funciones de profesor como por su mentalidad más comprensiva, estaba ciertamente mejor situada que muchos otros para obtener resultados satisfactorios, y puede decirse que, de una manera general, ha logrado conducir muy bien a buen final la tarea que se había asignado. No es decir sin embargo que todo esté aquí carente de defectos, y eso era sin dada inevitable en una cierta medida: a nuestro parecer, uno de los principales es que parece presentar como teniendo un carácter puramente regional muchas cosas que son en realidad comunes, ya sea a toda Africa del Norte, ya sea inclusive al mundo islámico entero. Por otra parte, en algunos capítulos, lo que concierne a los elementos musulmanes y judíos de la población se encuentra mezclado de una manera algo confusa; habría sido útil, no solo separarlos claramente, sino también, para lo que es de los judíos tunecinos, destacar una distinción entre lo que les pertenece en propiedad, y que no todo en ellos son «tomas en préstamo» al medio musulmán que les rodea. Otra cosa que no es seguramente más que un detalle secundario, pero que hace la lectura un poco difícil, es que los términos árabes están dados ahí con una ortografía verdaderamente extraordinaria, que representa manifiestamente una pronunciación local entendida y anotada de una manera muy aproximada; inclusive si se juzgara conservar a propósito estas formas bizarras, aunque no vemos muy bien el interés de ello, al menos habría sido bueno indicar al lado las formas correcta, en la ausencia de las cuales algunos términos son casi irreconocibles. Agregaremos también algunas precisiones que se refieren más bien a la concepción del folklore en general: se ha tomado el hábito de hacer entrar en el mismo cosas muy disparatadas, y eso puede justificarse más o menos bien según los casos; pero lo que nos parece del todo inexplicable, es que se coloquen también ahí hechos que se han producido en circunstancias conocidas, y sin que ni «creencias» ni «costumbres» hayan intervenido en ello para nada; encontramos aquí mismo algunos ejemplos de este género, y es así que, concretamente, no vemos del todo a qué título un caso reciente y debidamente constatado de «posesión» o de «casa encantada» puede en efecto depender del folklore. Otra singularidad es el extrañamiento que manifiestan siempre los europeos ante las cosa que, en un medio distinto que el suyo, son enteramente normales y corrientes, hasta tal punto que nadie les presta ahí ninguna atención siquiera; se oye inclusive decir frecuentemente que, si no han tenido la ocasión de constatarlas por ellos mismos, dedican un enorme esfuerzo en creer lo que de ellas se dice; de este estado de espíritu también, hemos destacada acá y allá algunas huellas en esta obra, aunque menos acentuadas que en otras del mismo género. En cuanto al contenido mismo del libro, la mayor parte concierne primero a los jnoun (jinn) y a sus intervenciones diversas en la vida de los humanos, y después, sujeto más o menos conexo a éste, de la magia y de la brujería, a las cuales se encuentra también incorporada la medicina; quizás el lugar acordado a las cosas de este orden es un poco excesivo, y es de deplorar que, por el contrario, no haya casi nada sobre los «cuentos populares», que sin embargo no deben faltar en la región estudiada del mismo modo que por toda otra parte, ya que nos parece que está ahí en definitiva, lo que hace el fondo mismo del verdadero folklore entendido en su sentido más estricto. La última parte, consagrada a los «marabitos», es más bien sumaria, y es ciertamente la menos satisfactoria, incluso desde el simple punto de vista «documental»; es verdad que, por más de una razón, este tema era probablemente el más difícil de tratar; pero al menos no rencontramos aquí el enojoso prejuicio, muy extendido entre los occidentales, que quiere que se trate en eso de algo extranjero al islam, y que se esfuerza inclusive en describir ahí, a lo que es siempre posible llegar con un poco de imaginación «erudita», vestigios de no sabemos bien qué cultos desaparecidos hace varios milenarios.

E.T., 1949, P. 45-46.

REVISTAS
Los Estudios carmelitanos (número de abril) publican la traducción de un largo estudio de M. Miguel Asin Palacios sobre Ibn Abbad de Ronda, bajo el título: Un precurso hispano-musulmán de san Juan de la Cruz. Este estudio es interesante sobre todo por los numerosos textos que en él se citan, y por lo demás, con una simpatía de la cual la dirección de la revista ha creído deber excusarse mediante una nota bastante extraña: se «ruega al lector tener cuidado de dar al término “precursor” un sentido demasiado extenso»; y parece que, si algunas cosas deben ser dichas, no es tanto porque las mismas son verdaderas como porque ¡se podría hacer agravio a la Iglesia no reconociéndolas y servirse de éstas contra ella! Desafortunadamente, toda la exposición del autor está afectada, de cabo a rabo, de un defecto capital: es la confusión demasiado frecuente del esoterismo con el misticismo; ni siquiera habla un punto de esoterismo, le toma por misticismo pura y simplemente; y este error está todavía agravado por el empleo de un lenguaje específicamente «eclesiástico», que es todo lo que hay de más extraño al islam en general y al çûfismo en particular, y que causa una cierta impresión de malestar. La escuela shâdhiliyah, a la cual pertenecía Ibn-Abbad, es esencialmente iniciática, y, si tiene con los místicos como san Juan de la Cruz algunas similitudes exteriores, en el vocabulario por ejemplo, las mismas no impiden la diferencia profunda de los puntos de vista: así, el simbolismo de la «noche» no tiene ciertamente la misma significación de una parte y de la otra, y el rechazo de los «poderes exteriores» no supone las mismas intenciones; bajo el punto de vista iniciático, la «noche» corresponde a un estado de no manifestación (y por consiguiente, superior a los estados manifestados representados por el «día»: es en suma el mismo simbolismo que en la doctrina hindú), y, si los «poderes» deben efectivamente ser rechazados, al menos como regla general, es porque constituyen un obstáculo al puro conocimiento; no pensamos que sea del todo lo mismo bajo el punto de vista de los místicos. — Esto hace llamada a una precisión de orden general, para la cual, por lo demás, es bien entendido que M. Asin de Palacios debe ser puesto del todo fuera de causa, ya que nadie podría hacerle responsable de una cierta utilización de sus trabajos. La publicación regular desde hace algún tiempo, en los Estudios carmelitanos, de artículos consagrados a las doctrinas orientales y cuyo carácter más llamativo es que se esfuerzan en presentar a estas doctrinas como «místicas», bien parecen proceder de las mismas intenciones que la traducción del libro de P. Dandoy del que hemos hablado en otra parte; y un simple vistazo sobre la lista de los colaboradores de esta revista justifica enteramente esta impresión. Si se aproximan estos hechos a la campaña antioriental que conocen nuestros lectores, y en la cual ciertos medios católicos juegan igualmente una función, uno no puede, a primera vista, guardarse de un cierto extrañamiento, ya que parece que haya ahí alguna incoherencia; pero, con la reflexión, uno llega a preguntarse si una interpretación tendenciosa como esta de la cual se trata no constituiría, ella también, aunque de una manera desviada, un medio de combate contra el oriente. Es en efecto de temer, en todo caso, que una aparente simpatía no recubra alguna segunda intención de proselitismo y, si puede decirse, de «anexionismo». ¡Conocemos demasiado el espíritu occidental como para no tener ninguna inquietud a este respecto: ¡Timeo Danaos et dona ferentes!

V.I., 1932, p. 480-481.
Las Noticias literarias (número del 27 de mayo) han publicado una entrevista en el curso de la cual M. Elian J. Finbert ha juzgado bueno librarse a nuestra cuenta a unos relatos tan fantásticos como disgustantes. Hemos ya dicho con frecuencia lo que pensamos de esas historias «personales»: eso no tiene el menor interés en sí, y, al respecto de la doctrina, las individualidades no cuentan y jamás deben aparecer; además de esta cuestión de principio, estimamos que quienquiera que no es un malhechor tiene el derecho más absoluto a que el secreto de su existencia privada sea respetado y a que nada de lo que se refiere a la misma sea expuesto ante el público sin su consentimiento. Es más, si M. Finbert se complace en este género de anécdotas, puede fácilmente encontrar entre los «hombres de letras», sus compadres, suficiente número de gentes cuya vanidad no pide otra cosa que satisfacerse de esas necedades, para dejar en paz a los que eso no podría convenir y que no entienden en punto ninguno servir de «divertimento» a quien quiera que sea. A despecho de la repugnancia que podamos sentir en hablar de estas cosas, nos es menester, para la edificación de aquellos de nuestros lectores que hubieran tenido conocimiento de la entrevista en cuestión, rectificar al menos algunas inexactitudes (para emplear un eufemismo) de las cuales rebosa este relato grotesco. Primero, debemos decir que M. Finbert, cuando le encontramos en el Cairo, no cometió en punto ninguno la grosera descortesía de la cual se jacta: no nos preguntó «lo que veníamos a hacer en Egipto», e hizo bien, ya que le hubiéramos prontamente puesto en su sitio! Después, como él nos «dirigía la palabra en francés», le respondimos del mismo modo, y no «en árabe» (¡y, por añadidura, todos aquellos que nos conocen aunque sea poco saben como somos capaz de hablar «con compostura»!); pero lo que es verdad, lo reconocemos de buena gana, es que nuestra respuesta debió ser «vacilante»… y ello simplemente porque, conociendo la reputación de que goza nuestro interlocutor (con razón o sin ella, eso no es nuestro asunto), estábamos más bien molesto ante el pensamiento de ser visto en su compañía; y es precisamente para evitar el riesgo de un nuevo encuentro en el exterior que aceptamos ir a verle a la pensión donde se hospedaba. Allí, nos sucedió quizás, en la conversación, pronunciar incidentalmente algunas palabras árabes, lo que nada tenía de muy extraordinario; pero de lo que estamos perfectamente cierto, es de que no hubo de ninguna manera cuestión de «confraternidades» («cerradas» o no, pero en todo caso de ningún modo «místicas»), ya que es ese un tema que, por múltiples razones, no teníamos por qué abordar con M. Finbert. Hablamos solo, en términos muy vagos, de personas que poseían ciertos conocimientos Tradicionales, sobre lo que él nos declaró que le hacíamos entrever ahí cosas de las cuales ignoraba totalmente la existencia (y nos lo escribió inclusive después de su retorno a Francia). Por lo demás, no nos pidió presentarle a quienquiera que fuere, y todavía menos «conducirle a las confraternidades», de suerte que no tuvimos que negárselo; tampoco nos dio «la seguridad de que estaba iniciado (sic) desde hace mucho tiempo en sus prácticas y que era considerado en las mismas con un musulmán» (!), ¡y es eso tanto mejor para nós, ya que no hubiéramos podido, a despecho de todas las conveniencias, impedirnos estallar de risa! A través de lo que sigue, donde es cuestión de «mística popular» (M. Finbert parece tenerle afición muy especialmente a este calificativo), de «conciertos espirituales» y otras cosas expresadas de manera tan confusa como occidental, hemos desentrañado sin demasiado esfuerzo donde había podido penetrar: ¡Eso es de tal modo serio… que se conduce allí inclusive a los turistas! Agregaremos solo que, en su última novela titulado El Loco de Dios (que ha servido de pretexto a la entrevista), M. Finbert ha dado la justa medida del conocimiento que puede tener del espíritu del islam: no hay un solo musulmán en el mundo, por magzûb y por ignorante que quiera suponérsele, que pueda imaginarse reconocer al Mahdi (el cual de ningún modo debe ser «un nuevo Profeta») en la persona de un judío… Pero se piensa evidentemente (¡Y no sin alguna razón, todo hay que decirlo!) que el público será suficiente mughaffal para aceptar no importa qué, desde que eso es afirmado por «un hombre que vino de oriente»… pero que jamás ha conocido del mismo más que el «decorado» exterior. Si hubiéramos de dar un consejo a M. Finbert, sería el de consagrarse a escribir novelas exclusivamente judías, donde estaría ciertamente mucho más a gusto, y de no ocuparse más del islam ni de oriente… ni tampoco de nós mismo. Shuf shufhlek, yâ khawaga!

— Otra historia del mismo bueno gusto: M. Pierre Mariel, el íntimo amigo del «fuego Mariani», ha hecho aparecer recientemente en El Tiempo una especie de novela-folletín a la cual ha dado un título demasiado hermoso para aquello de lo que trata: El espíritu sopla donde quiere, y cuya meta principal parece ser la de excitar algunos odios occidentales; no le felicitaremos por prestarse a esta monada bisoña…No habríamos hablado de esta cosa despreciable si el citado no hubiera aprovechado la ocasión para permitirse a nuestro respecto una insolencia del todo gratuita, que nos obliga a responderle esto: 1º No vamos a decirle lo que hemos podido «franquear» o no, tanto más cuanto que no comprendería ciertamente nada, pero podemos asegurarle que no hacemos en ninguna parte figura de «postulante»; 2º sin querer medir en lo más mínimo, es permisible decir que no es ciertamente a ellos a quienes deben dirigirse los que quieren «recibir iniciaciones superiores»; 3º lo que el llama, con un pleonasmo bastante cómico, «los últimos grados de la escala iniciática sufi» (sic), e inclusive los grados que están todavía lejos de ser los últimos, no se obtienen en punto ninguno por los medios exteriores y «humanos» que el parece suponer, sino únicamente como resultado de un trabajo del todo interior, y, desde que alguien ha sido vinculado a la silsilah, no está más en el poder de nadie impedirle acceder a todos los grados si es capaz de ello; 4º en fin, si hay una Tradición en que las cuestiones de raza y de origen no intervienen de ninguna manera, es ciertamente el islam, que, de hecho, cuenta entre sus adherentes a hombres pertenecientes a las razas más diversas. Por todas partes, se rencuentran en esta novela todos los clichés más o menos ineptos que tienen curso en el público europeo, comprendidos el «Creciente» y el «estandarte verde del Profeta»; pero, ¿qué conocimiento de las cosas del islam se podría esperar de alguien que, pretendiendo evidentemente vincularse al catolicismo, conoce bastante mal a éste como para hablar de un «cónclave» para el nombramiento de los nuevos cardenales? ¡Es inclusive sobre esta «perla» (margaritas ante porcos…, sea dicho sin irreverencia para sus lectores…) que se termina su historia, como si fuera menester ver ahí… «la marca del diablo»!

V.I., 1933, p. 434-436.
En Medidas (número de julio), M. Émile Dermenghem estudia, citando numerosos ejemplos de ello, El «instante» en los místicos y en algunos poetas; quizás es menester deplorar que no haya distinguido más claramente, en esta exposición, tres grados que son en realidad muy diferentes: primero, el sentido superior del «instante», de orden puramente metafísico e iniciático, que es naturalmente el que se encuentra concretamente en el sufismo, y también en el Zen japonés (cuyo satori, en tanto que procedimiento técnico de realización, está manifiestamente emparentado a ciertos métodos taoístas); después, el sentido, ya disminuido o restringido en su alcance, que toma para los místicos; y finalmente, el reflejo más o menos lejano que puede subsistir todavía del mismo en algunos poetas profanos. Por otra parte, pensamos que el punto esencial, el que, en el primer caso al menos, da al «instante» su valor profundo, reside mucho menos en su subitoriedad (que es por lo demás más aparente que real, siendo siempre lo que se manifiesta entonces, de hecho, la conclusión de un trabajo preliminar, a veces muy largo, pero cuyo efecto había permanecido latente hasta ahí) que en su carácter de indivisibilidad, ya que es éste el que permite su transposición a lo «intemporal», y, por consiguiente, la transformación de un estado transitorio del ser en una adquisición permanente y definitiva.

E.T., 1938, p. 423.

Sobre el Taoísmo
HENRI BOREL. Wu Wei; traducido del holandés por Mme. Félicia Barbier (Ediciones del Monde Nouveau).
La primera traducción francesa de este pequeño libro estaba agotada desde hace ya mucho tiempo; estamos contento de señalar la aparición de una nueva traducción, ya que, bajo su apariencia simple y sin pretensiones «eruditas», es ciertamente una de las mejores cosas que hayan sido escritas en occidente sobre el taoísmo. El subtítulo: «fantasía inspirada por la filosofía de Lao-tsz’», se arriesga un poco a hacerle algún perjuicio; el autor lo explica por ciertas observaciones que le han sido dirigidas, pero a las cuales nos parece que no estaba dispuesta a tomarlas en cuenta, siendo dada sobre todo la mediocre estima en la cual tiene, a muy justa razón, las opiniones de los sinólogos más o menos «oficiales». «Yo no me he dedicado, dice, más que a conservar, pura, la esencia de la sabiduría de Lao-tsz’… La obra de Lao-tsz’ no es un tratado de filosofía… Lo que Lao-tsz’ nos aporta, no son ni formas, ni materializaciones; son esencias. Mi estudio está impregnado de ellas; no es en punto ninguno su traducción». La obra está dividida en tres capítulos, en los que son expuestas bajo la forma de conversaciones con un viejo sabio, primero la idea misma del «Tao», y después de las aplicaciones particulares al «Arte» y al «Amor»; de estos dos últimos temas, Lao-tseu mismo no ha hablado jamás, pero la adaptación, aún siendo un poco especial quizás, no es por ello menos legítima, puesto que todas las cosas se resultan esencialmente del Principio universal. En el primer capítulo, algunos desarrollos están inspirados o inclusive parcialmente traducidos de Tchoang-tseu, cuyo comentario es ciertamente aquel que aclara mejor las fórmulas tan concisas y tan sintéticas de Lao-tseu. El autor piensa con razón que es imposible traducir exactamente el término «Tao»; pero quizás que no haya tantos inconvenientes como parece creer para traducirle por «Vía», que es el sentido literal, con la condición de hacer destacar bien que no es esa más que una designación del todo simbólica, y que por lo demás no podría la cosa ser de otro modo, sea cual fuera la palabra que se tome, dado que se trata en realidad de lo que no puede ser nombrado. Donde aprobamos enteramente a M. Borel, es cuando protesta contra la interpretación que los sinólogos dan del término «Wu Wei», que los mismos miran como un equivalente de «inacción» o de «inercia», cuando «es exactamente lo contrario lo que es menester ver ahí»; podrá uno por lo demás dirigirse a lo que decimos por otra parte sobre este sujeto. Citaremos solamente este pasaje, que nos parece caracterizar bien el espíritu del libro: «Cuando tú sepas ser Wu Wei, No-Actuante, en el sentido ordinario y humano del término, serás verdaderamente, y cumplirás tu ciclo vital con la misma ausencia de esfuerzo que la onda moviente a nuestros pies. Nada turbará tu quietud. Tu sueño será sin ensueños, y lo que entre en el campo de tu consciencia no te causará ninguna preocupación. Verás todo en Tao, serás uno con todo lo que existen, y la naturaleza entera te será tan próxima como una amiga, como tu propio yo. Aceptando sin emocionarte los pasos de la noche al día, de la vida al tránsito, llevado por el ritmo eterno, entrarás en Tao donde nada cambia jamás, donde retornarás tan puro como del mismo has salido». Pero no sabríamos encarecer bastante la lectura del libro entero; y se lee, por lo demás, muy agradablemente, sin que eso reste nada a su valor intelectual.

V.I., 1932, p. 604-605.
BHIKSHU WAI-TAO and DWIGHT GODDARD. Laotzu’s Tao and Wu-Wei, a new translation. (Dwight Goddard, Santa Bárbara, California; Luzac and Co, London.)
Este volumen contiene una traducción del Tao-te-King cuyo principal defecto, según nos parece, es revestir demasiado frecuentemente un tinte sentimental que está muy alejado del Espíritu del taoísmo; quizás se debe por una parte a las tendencias «budistas» de sus autores, al menos si uno juzga de ellos según su introducción. Viene después una traducción del Wu-Wei de Henry Borel, del cual hemos hablado aquí hace algún tiempo, por M. E. Reynolds. Finalmente, el libro se termina por un esbozo histórico del taoísmo, por el Dr. Kiang Kang-Hu, hecho desafortunadamente desde un punto de vista bien exterior: hablar de «filosofía» y de «religión», es desconocer completamente la esencia iniciática del taoísmo, ya sea en tanto que doctrina puramente metafísica, ya sea inclusive en las aplicaciones diversas que de la misma se derivan en el orden de las ciencias Tradicionales.

V.I., 1936, p. 156
El Loto azul (número de agosto-septiembre) publica, con el título: Revelaciones sobre el Budismo japonés, una conferencia de M. Steinilber-Oberlin sobre los métodos de desarrollo espiritual en uso en la secta Zen (nombre derivado del sánscrito dhyâna, «contemplación», y no dziena, que queremos creer una simple falta de impresión); estos métodos no parecen por lo demás en punto alguno «extraordinarios» a quien conoce los del taoísmo, de los cuales han sufrido muy visiblemente la influencia en una amplia medida. Sea como fuere, eso es seguramente interesante; pero, ¿por qué este grueso calificativo de «revelaciones» que haría creer de buena gana en una traición de algún secreto?

V.I., 1932
El Larousse mensual (número de marzo) contiene un artículo sobre La Religión y el Pensamiento chinos; este título es bien característico de las ordinarias confusiones occidentales. Este artículo parece inspirado en una buena parte de los trabajos de M. Granet, pero no en lo que tienen de mejor, ya que, en una semejante «abreviatura», la documentación está forzosamente bien reducida, y quedan sobre todo las interpretaciones contestables. Es más bien divertido ver tratar de «creencias» los conocimientos Tradicionales de la más científica precisión, o también afirmar que la «sabiduría china permanece extraña a las preocupaciones metafísicas»… ¡porque la misma no considera el dualismo cartesiano de la materia y del espíritu y no pretende oponer el hombre a la naturaleza! Apenas hay necesidad de decir, después de eso, que el taoísmo es particularmente mal comprendido: imagínense encontrar ahí toda suerte de cosas, excepto la doctrina puramente metafísica que es esencialmente en realidad…

E.T., 1936, p. 199
INDICE
PREFACIO de Roger Maridort 2

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