René guénon la gran tríada




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CAPÍTULO XXV
LA CIUDAD DE LOS SAUCES

Aunque, como lo hemos dicho desde el comienzo, no teníamos la intención de estudiar especialmente aquí el simbolismo ritual de la Tien-ti-houei, en él se encuentra no obstante un punto sobre el que tenemos que llamar la atención, ya que se refiere claramente a un simbolismo «polar» que no carece de relación con algunas de las consideraciones que hemos expuesto. El carácter «primordial» de un tal simbolismo, cualesquiera que sean las formas particulares que puede revestir, aparece concretamente por lo que hemos dicho al respecto de la orientación; y esto es fácil de comprender, puesto que el centro es el «lugar» que corresponde al «estado primordial», y puesto que, por otra parte, el centro y el polo son en el fondo una sola y misma cosa, ya que en eso se trata siempre del punto único que permanece fijo e invariable en todas las revoluciones de la «rueda del devenir»1. Así pues, el centro del estado humano puede ser representado como el polo terrestre, y el centro del Universo total como el polo celeste; y se puede decir que el primero es así el «lugar» del «hombre verdadero», y que el segundo es el «­lugar» del «hombre transcendente». Además, el polo terrestre es como el reflejo del polo celeste, puesto que, en tanto que está identificado al centro, es el punto donde se manifiesta directamente la «Actividad del Cielo»; y estos dos polos están unidos uno al otro por el «Eje del Mundo», según la dirección del cual se ejerce esta «Actividad del Cielo»2. Por eso es por lo que símbolos estelares, que pertenecen propiamente al polo celeste, pueden ser referidos también al polo terrestre, donde se reflejan, si se puede expresar así, por «proyección» en el dominio correspondiente. Desde entonces, salvo en los casos donde estos dos polos se marcan expresamente por símbolos distintos, no hay lugar a diferenciarlos, teniendo así su aplicación el mismo simbolismo en dos grados de universalidad diferentes; y esto, que expresa la identidad virtual del centro del estado humano con el centro del ser total3, corresponde también, al mismo tiempo, a lo que decíamos más atrás, que, desde el punto de vista humano, el «hombre verdadero» no puede ser distinguido de la «huella» del «hombre transcendente».

En la iniciación a la Tien-ti-houei, el neófito, después de haber pasado por diferentes etapas preliminares, de las que la última es designada como el «Círculo del Cielo y de la Tierra» (Tien-ti-kiuen), llega finalmente a la «Ciudad de los Sauces» (Mou-yang-tcheng), que es llamada también la «Casa de la Gran Paz» (Tai-ping-chouang)1. El primero de estos dos nombres se explica por el hecho de que, en China, el sauce es un símbolo de inmortalidad; equivale pues a la acacia en la Masonería, o al «ramo de oro» en los misterios antiguos2; y, en razón de esta significación, la «Ciudad de los Sauces» es propiamente la «morada de los Inmortales»3. En cuanto a la segunda denominación, indica también tan claramente como es posible que se trata de un lugar considerado como «central»4, ya que la Gran Paz (en árabe Es-Sakînah)5, es la misma cosa que la Shekinah de la Kabbala hebraica, es decir, la «presencia divina» que es la manifestación misma de la «Actividad del Cielo», y que, como ya lo hemos dicho, no puede residir efectivamente más que en un lugar tal, o en un «santuario» tradicional que se le asimila. Por lo demás, este centro puede representar, según lo que acabamos de decir, ya sea el centro del mundo humano, o ya sea el centro del Universo total; el hecho de que está más allá del «Círculo del Cielo y de la Tierra» expresa, según la primera significación, que aquel que ha llegado a él escapa por eso mismo al movimiento de la «rueda cósmica» y a las vicisitudes del yin y del yang, y, por consiguiente, a la alternancia de las vidas y de las muertes que es su consecuencia, de suerte que se le puede ser llamar verdaderamente «inmortal»6; y, según la segunda significación, hay en eso una alusión bastante explícita a la situación «extracósmica» del «techo del Cielo».

Ahora, lo que también es muy destacable, es que la «Ciudad de los Sauces» es representada ritualmente por un celemín lleno de arroz, en el que están plantados diversos estandartes simbólicos1; esta figuración puede parecer más bien extraña, pero se explica sin esfuerzo desde que se sabe que, en China, el «Celemín» (Teou) es el nombre de la Osa Mayor2. Ahora bien, se sabe cual es la importancia dada tradicionalmente a esta constelación; y, en la tradición hindú, concretamente, la Osa Mayor (sapta-riksha) es considerada simbólicamente como la mansión de los siete Rishis, lo que hace de ella efectivamente un equivalente de la «morada de los Inmortales». Además, como los siete Rishis representan la sabiduría «suprahumana» de los ciclos anteriores al nuestro, es también como una suerte de «arca» en el que está encerrado el depósito del conocimiento tradicional, a fin de asegurar su conservación y su transmisión de edad en edad3; por eso también, es una imagen de los centros espirituales que tienen en efecto esta función, y, ante todo, es una imagen del centro supremo que guarda el depósito de la Tradición primordial.

A este propósito, mencionaremos otro símbolo «polar» no menos interesante, que se encuentra en los antiguos rituales de la Masonería operativa: según algunos de estos rituales, la letra G está figurada en el centro de la bóveda, en el punto mismo que corresponde a la Estrella Polar1; una plomada, suspendida de esta letra G, cae directamente en el centro de un swastika trazado sobre el piso, que representa así el polo terrestre2: es la «plomada del Gran Arquitecto del Universo», que, suspendida del punto geométrico de la «Gran Unidad»3, desciende del polo celeste al polo terrestre, y es así la figura del «Eje del Mundo». Puesto que hemos sido llevado a hablar de la letra G, diremos que ésta debería ser en realidad un iod hebraico, al que sustituyó, en Inglaterra, a consecuencia de una asimilación fonética de iod con God, lo que, por lo demás, en el fondo, no cambia en nada su sentido4; puesto que las diversas interpretaciones que se han dado de ello ordinariamente (y de las que la más importante es la que se refiere a la «Geometría»), no son en su mayor parte posibles más que en las lenguas occidentales modernas, no representan, digan lo que digan algunos5, más que acepciones secundarias que han venido a agruparse accesoriamente alrededor de esta significación esencial1. La letra iod, primera del Tetragrama, representa el Principio, de suerte que es considerada como constituyendo ella sola un nombre divino; por lo demás, por su forma, ella es en sí misma el elemento principal del que se derivan todas las demás letras del alfabeto hebraico2. Es menester agregar que la letra correspondiente I del alfabeto latino es también, tanto por su forma rectilínea como por su valor en las cifras romanas, un símbolo de la unidad3; y lo que es al menos curioso, es que el sonido de esta letra es el mismo que el de la palabra china i, que, como lo hemos visto, significa igualmente la unidad, ya sea en su sentido aritmético, o ya sea en su transposición metafísica4. Lo que es quizás más curioso aún, es que Dante, en la Divina Comedia, hace decir a Adam que el primer nombre de Dios fue I5 (lo que corresponde todavía, según lo que acabamos de explicar, a la «primordialidad» del simbolismo «polar»), siendo el nombre que vino después Él, y que Francesco da Barberino, en su Tractatus Amoris, se ha hecho representar a sí mismo en una actitud de adoración delante de la letra I6. Es fácil comprender ahora lo que significa esto: ya sea que se trate del iod hebraico o del i chino, este «primer nombre de Dios», que era también, según toda verosimilitud, su nombre secreto en los Fedeli d’Amore, no es otra cosa, en definitiva, que la expresión misma de la Unidad principial7.

CAPÍTULO XXVI
LA VÍA DEL MEDIO

Terminaremos este estudio por una última precisión al respecto de la «Vía del Medio»: hemos dicho que ésta, identificada a la «Vía del Cielo», es representada por el eje vertical considerado en el sentido ascendente; pero hay lugar a agregar que esto corresponde propiamente al punto de vista de un ser que, colocando en el centro del estado humano, tiende a elevarse desde ahí a los estados superiores, sin haber llegado todavía a la realización total. Al contrario, cuando este ser se ha identificado con el eje por su «ascensión», según la dirección de éste, hasta el «techo del Cielo», por así decir ha llevado por eso mismo el centro del estado humano, que ha sido su punto de partida, a coincidir para él con el centro del ser total. En otros términos, para un tal ser, el polo terrestre no es sino uno con el polo celeste; y, en efecto, ello debe ser necesariamente así, puesto que ha llegado finalmente al estado principial que es anterior (si se puede emplear todavía en parecido caso una palabra que evoca el simbolismo temporal) a la separación del Cielo y de la Tierra. Desde ese entonces, ya no hay eje hablando propiamente, como si este ser, a medida que se identificaba al eje, en cierto modo lo hubiera «reabsorbido» hasta reducirle a un punto único; pero, bien entendido, ese punto es el centro que contiene en sí mismo todas las posibilidades, ya no solo las de un estado particular, sino las de la totalidad de los estados manifestados y no manifestados. Solo para los demás seres el eje subsiste tal cual era, puesto que no ha cambiado nada en su estado y puesto que han permanecido en el dominio de las posibilidades humanas; así pues, no es sino en relación a ellos como se puede hablar de «redescenso» como lo hemos hecho, y desde entonces es fácil comprender que este «redescenso» aparente (que, no obstante, es también una realidad en su orden) no podría afectar de ninguna manera al «hombre transcendente» mismo.

El centro del ser total es el «Santo Palacio» de la Kabbala hebraica, del cual ya hemos hablado en otra parte1; para continuar empleando el simbolismo espacial, es, se podría decir, la «séptima dirección», que no es ninguna dirección particular, sino que las contiene a todas principialmente. Es también, según otro simbolismo que quizás tendremos la ocasión de exponer más completamente algún día, el «séptimo rayo» del Sol, el que pasa por su centro mismo, y que, a decir verdad, no siendo más que uno con ese centro, no puede ser representado realmente más que por un punto único. Es todavía la verdadera «Vía del Medio», en su acepción absoluta, ya que es solo el centro el que es el «Medio» en todos los sentidos; y, cuando decimos aquí «sentidos», no lo entendemos solo de las diferentes significaciones de las que una palabra es susceptible, sino que hacemos alusión también, una vez más, al simbolismo de las direcciones del espacio. Los centros de los diversos estados de existencia no tienen en efecto el carácter de «Medio» más que por participación y como por reflejo, y, por consiguiente, no lo tienen más que incompletamente; si se retoma aquí la representación geométrica de los tres ejes de coordenadas a los que se refiere el espacio, se puede decir que un tal punto es el «Medio» en relación a dos de estos ejes, que son los ejes horizontales que determinan el plano del que él es el centro, pero no en relación al tercero, es decir, al eje vertical según el que recibe esa participación del centro total.

En la «Vía del Medio», tal como acabamos de entenderla, no hay «ni derecha ni izquierda, ni delante ni detrás, ni arriba ni abajo»; y se puede ver fácilmente que, en tanto que el ser no ha llegado al centro total, solo los dos primeros de estos tres conjuntos de términos complementarios pueden devenir inexistentes para él. En efecto, desde que el ser ha llegado al centro de su estado de manifestación, está más allá de todas las oposiciones contingentes que resultan de las vicisitudes del yin y del yang1, y desde ese entonces ya no hay «ni derecha ni izquierda»; además, la sucesión temporal ha desaparecido, transmutada en simultaneidad en el punto central y «primordial» del estado humano2 (y sería naturalmente lo mismo para todo otro modo de sucesión, si se tratase de las condiciones de otro estado de existencia), y es así como se puede decir, según lo que hemos expuesto a propósito del «triple tiempo», que ya no hay «ni delante ni detrás»; pero hay todavía «arriba y abajo» en relación a ese punto, e incluso en todo el recorrido del eje vertical, y es por eso por lo que este último no es todavía la «Vía del Medio» más que en un sentido relativo. Para que no haya «ni arriba ni abajo», es menester que el punto donde el ser se sitúa esté identificado efectivamente al centro de todos los estados; desde este punto, extendiéndose indefinida e igualmente en todos los sentidos, parte el «vórtice esférico universal» de que hemos hablado en otra parte1, y que es la «Vía» según la cual se fluyen las modificaciones de todas las cosas; pero este «vórtice» mismo, no siendo en realidad más que el despliegue de las posibilidades del punto central, debe ser concebido como contenido todo entero en él principialmente2, ya que, desde el punto de vista principial (que no es ningún punto de vista particular y «distintivo»), es el centro el que es el todo. Por eso es por lo que, según la palabra de Lao-tseu, «la vía que es una vía (que puede ser recorrida) no es la Vía (absoluta)»3, ya que, para el ser que está establecido efectivamente en el centro total y universal, es ese punto único mismo, y solo él, el que es verdaderamente la «Vía» fuera de la cual no es nada.

TABLA DE MATERIAS

Prefacio 2
CAPÍTULO
I Ternario y Trinidad 8

II Diferentes géneros de ternarios 12

III Cielo y Tierra 18

IV «Yin» y «Yang» 23

V La doble espiral 28

VI «Solve» y «Coagula» 34

VII Cuestiones de orientación 41

VIII Números celestes y números terrestres 47

IX El Hijo del Cielo y de la Tierra 53

X El Hombre y los tres mundos 57

XI «Spiritus», «Anima», «Corpus» 61

XII El Azufre, el Mercurio y la Sal 67

XIII El ser y el medio 72

XIV El Mediador 79

XV Entre la escuadra y el compás 85

XVI El «Ming-tang» 90

XVII El «Wang» o el Rey-Pontífice 96

XVIII El hombre verdadero y el hombre transcendente 102

XIX «Deus», «Homo», «Natura» 107

XX Deformaciones filosóficas modernas 112

XXI Providencia, Voluntad, Destino 115

XXII El triple tiempo 120

XXIII La rueda cósmica 126

XXIV El «Triratna» 131

XXV La Ciudad de los Sauces 136

XXVI La Vía del Medio 142


1 El Simbolismo de la Cruz, cap. XXVIII.

2 Se encontrarán detalles sobre la organización de que se trata, su ritual y sus símbolos (concretamente los símbolos numéricos de los que hace uso), en la obra de B. Favre sobre Les Sociétés secrètes en Chine; esta obra está escrita desde un punto de vista profano, pero el autor ha entrevisto al menos algunas cosas que escapan ordinariamente a los sinólogos, y, aunque está lejos de haber resuelto todas las cuestiones suscitadas a este propósito, tiene no obstante el mérito de haberlas planteado bastante claramente. — Ver también por otra parte Matgioi,
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