René guénon la gran tríada




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CAPÍTULO IX
EL HIJO DEL CIELO Y DE LA TIERRA

«El Cielo es su padre, la Tierra es su madre»: tal es la fórmula iniciática, siempre idéntica a sí misma en las circunstancias más diversas de tiempos y de lugares1, que determina las relaciones del Hombre con los otros dos términos de la Gran Tríada, definiéndole como el «Hijo del Cielo y de la Tierra». Por lo demás, ya es manifiesto, por el hecho mismo de que se trata de una fórmula propiamente iniciática, que el ser al que se aplica en la plenitud de su sentido es mucho menos el hombre ordinario, tal como es en las condiciones actuales de nuestro mundo, que el «hombre verdadero» de quien el iniciado está llamado a realizar en sí mismo todas las posibilidades. No obstante, conviene insistir en ello un poco más, ya que se podría objetar a esto que, desde que la manifestación entera es y no puede ser más que el producto de la unión del Cielo y de la Tierra, todo hombre, e incluso todo ser, es igualmente y por eso mismo hijo del Cielo y de la Tierra, puesto que su naturaleza participa necesariamente del uno y de la otra; y esto es verdad en un cierto sentido, ya que hay efectivamente en todo ser una esencia y una substancia en la acepción relativa de estos dos términos, un aspecto yang y un aspecto yin, un lado «en acto» y un lado «en potencia», un «interior» y un «exterior». No obstante, hay grados que observar en esta participación, ya que, en los seres manifestados, las influencias celestes y terrestres pueden combinarse evidentemente de muchas maneras y en muchas proporciones diferentes, y, por lo demás, es eso lo que hace su diversidad indefinida; lo que todo ser es de una cierta manera y en un cierto grado, solo el Hombre, y con ello entendemos aquí el «hombre verdadero»2, lo es plenamente y «por excelencia» en nuestro estado de existencia, y solo él es el que tiene, entre sus privilegios, el de poder reconocer efectivamente al Cielo como su «Verdadero Ancestro»1.

Esto resulta, de una manera directa e inmediata, de la situación propiamente «central» que ocupa el hombre en este estado de existencia que es el suyo2, o al menos, sería menester decir para ser más exacto, que debe ocupar en él en principio y normalmente, ya que es aquí donde hay lugar a precisar la diferencia entre el hombre ordinario y el «hombre verdadero». Éste, que desde el punto de vista tradicional, es en efecto el único que debe ser considerado como el hombre realmente normal, se llama así porque posee verdaderamente la plenitud de la naturaleza humana, al haber desarrollado en él la integralidad de las posibilidades que están implícitas en ella; los demás hombres no tienen en suma, se podría decir, más que una potencialidad humana más o menos desarrollada en algunos de sus aspectos (y sobre todo, de una manera general, en el aspecto que corresponde a la simple modalidad corporal de la individualidad), pero en todo caso está muy lejos de estar enteramente «actualizada»; al predominar en ellos este carácter de potencialidad, les hace, en realidad, hijos de la Tierra mucho más que hijos del Cielo, y es eso también lo que les hace yin en relación al Cosmos. Para que el hombre sea verdaderamente el «Hijo del Cielo y de la Tierra», es menester que, en él, el «acto» sea igual a la «potencia», lo que implica la realización integral de su humanidad, es decir, la condición misma del «hombre verdadero»; por eso es por lo que éste está perfectamente equilibrado bajo la relación del yang y del yin, y es por eso también por lo que, al mismo tiempo, al tener la naturaleza celeste necesariamente la preeminencia sobre la naturaleza terrestre allí donde están realizadas en una igual medida, él es yang en relación al Cosmos; solo así puede desempeñar de una manera efectiva el papel «central» que le pertenece en tanto que hombre, pero a condición de ser en efecto hombre en la plenitud de la acepción de esta palabra, y solo así, al respecto de los demás seres manifestados, «él es la imagen del Verdadero Ancestro»3.

Ahora, importa recordar que el «hombre verdadero» es también el «hombre primordial», es decir, que su condición es la que era natural a la humanidad en sus orígenes, condición de la que se ha alejado poco a poco, en el curso de su ciclo terrestre, para llegar hasta el estado donde está actualmente lo que hemos llamado el hombre ordinario, y que no es propiamente más que el hombre caído. Esta decadencia espiritual que entraña al mismo tiempo un desequilibrio bajo la relación del yang y del yin, puede describirse como un alejamiento gradual del centro donde se situaba el «hombre primordial»; un ser es tanto menos yang y tanto más yin cuanto más alejado está del centro, ya que, en la misma medida precisamente, lo «exterior» predomina en él sobre lo «interior»; y es por eso por lo que, así como lo decíamos hace un momento, entonces no es apenas más que un «hijo de la Tierra», que se distingue cada vez menos «en acto», si no «en potencia», de los seres no humanos que pertenecen al mismo grado de existencia. A estos seres, al contrario, el «hombre primordial», en lugar de situarse simplemente entre ellos, los sintetizaba a todos en su humanidad plenamente realizada1; debido a su «interioridad», que envolvía todo su estado de existencia como el Cielo envuelve a toda la manifestación (ya que es en realidad el centro el que contiene todo), los comprendía en cierto modo en sí mismo como posibilidades particulares inclusas en su propia naturaleza2; y es por eso por lo que el Hombre, como tercer término de la Gran Tríada, representa efectivamente el conjunto de todos los seres manifestados.

El «lugar» donde se sitúa este «hombre verdadero», es el punto central donde se unen efectivamente las potencias del Cielo y de la Tierra; así pues, por eso mismo, él es el producto directo y acabado de su unión; y es por eso también por lo que los demás seres, en tanto que producciones secundarias y parciales en cierto modo, no pueden más que proceder de él según una graduación indefinida, determinada por su mayor o menor alejamiento de este mismo punto central. Así pues, como lo indicábamos al comienzo, solo de él se puede decir propiamente y con toda verdad que es el «Hijo del Cielo y de la Tierra»; lo es «por excelencia» y en el grado más eminente que pueda ser, mientras que los demás seres no lo son más que por participación, siendo él mismo, por lo demás, necesariamente el medio de esa participación, puesto que es solo en su naturaleza donde el Cielo y la Tierra están inmediatamente unidos, si no en sí mismos, al menos por sus influencias respectivas en el dominio de existencia al cual pertenece el estado humano1.

Como ya lo hemos explicado en otra parte2, la iniciación, en su primera fase, la que concierne propiamente a las posibilidades del estado humano y que constituye lo que se llama los «misterios menores», tiene precisamente como meta la restauración del «estado primordial»; en otros términos, por esta iniciación, si se realiza efectivamente, el hombre es conducido, de la condición «descentrada» que es al presente la suya, a la situación central que debe pertenecerle normalmente, y es restablecido en todas las prerrogativas inherentes a esa situación central. Así pues, el «hombre verdadero» es el que ha llegado efectivamente al término de los «misterios menores», es decir, a la perfección misma del estado humano; por eso, en adelante está establecido definitivamente en el «Invariable Medio» (Tchoung-young), y escapa desde entonces a las vicisitudes de la «rueda cósmica», puesto que el centro no participa en el movimiento de la rueda, sino que es el punto fijo e inmutable alrededor del cual se efectúa este movimiento3. Así, sin haber alcanzado todavía el grado supremo que es la meta final de la iniciación y el término de los «misterios mayores», el «hombre verdadero», al haber pasado de la circunferencia al centro, de lo «exterior» a lo «interior», desempeña realmente, en relación a este mundo que es el suyo4, la función del «motor inmóvil», cuya «acción de presencia» imita, en su dominio, la actividad «no actuante» del Cielo5.

CAPÍTULO X
EL HOMBRE Y LOS TRES MUNDOS

Cuando se comparan entre sí diferentes ternarios tradicionales, si realmente es posible hacerlos corresponder término a término, es menester guardarse bien de concluir de ello que los términos correspondientes son necesariamente idénticos, y esto inclusive en los casos en los que algunos de estos términos tienen designaciones similares, ya que puede ocurrir muy bien que esas designaciones estén aplicadas por transposición analógica a niveles diferentes. Esta precisión se impone concretamente en lo que concierne a la comparación de la Gran Tríada extremo oriental con el Tribhuvana hindú: los «tres mundos» que constituyen este último son, como se sabe, la Tierra (Bhû), la Atmósfera (Bhuvas) y el Cielo (Swar); pero el Cielo y la Tierra no son aquí el Tien y el Ti de la tradición extremo oriental, que corresponden siempre a Purusha y a Prakriti de la tradición hindú1. En efecto, mientras que éstos están fuera de la manifestación, de la que son los principios inmediatos, los «tres mundos» representan al contrario el conjunto de la manifestación misma, dividida en sus tres grados fundamentales, que constituyen respectivamente el dominio de la manifestación informal, el de la manifestación sutil, y el de la manifestación grosera o corporal.

Dicho esto, para justificar el empleo de términos que en los dos casos uno está obligado a traducir por las mismas palabras «Cielo» y «Tierra», basta precisar que la manifestación informal es evidentemente aquella donde predominan las influencias celestes; y la manifestación grosera aquella donde predominan las influencias terrestres, en el sentido que hemos dado precedentemente a estas expresiones; se puede decir también, lo que equivale a lo mismo, que la primera está del lado de la esencia y que la segunda está del lado de la substancia, sin que sea posible no obstante identificarlas de ninguna manera a la Esencia y a la Substancia universales en sí mismas2. En cuanto a la manifestación sutil, que constituye el «mundo intermediario» (antariksha), es en efecto un término medio a este respecto, y procede de las dos categorías de influencias complementarias en proporciones tales que no se puede decir que la una predomine claramente sobre la otra, al menos en cuanto al conjunto, y aunque, en su enorme complejidad, contiene elementos que pueden estar más cerca del lado esencial o del lado substancial, en todo caso, por eso no están menos del lado de la substancia en relación a la manifestación informal, y al contrario, del lado de la esencia en relación a la manifestación grosera.

Al menos, este término medio del Tribhuvana no podría ser confundido de ninguna manera con el de la Gran Tríada, que es el Hombre, aunque no obstante presenta con él una cierta relación que, si bien no es inmediatamente aparente, por eso no es menos real, y que indicaremos enseguida; de hecho, no desempeña el mismo papel que él desde todos los puntos de vista. En efecto, el término medio de la Gran Tríada es propiamente el producto o la resultante de los dos extremos, lo que se expresa por su designación tradicional como el «Hijo del Cielo y de la Tierra»; aquí, por el contrario, la manifestación sutil no procede más que de la manifestación informal, y la manifestación grosera procede a su vez de la manifestación sutil, es decir, que cada término, en el orden descendente, tiene en el que le precede su principio inmediato. Así pues, no es bajo esta relación del orden de producción de los términos como la concordancia entre los dos ternarios puede ser establecida válidamente; ella no puede serlo más que «estáticamente», en cierto modo, cuando, una vez ya producidos los tres términos, los dos extremos aparecen como correspondiendo relativamente a la esencia y a la substancia en el dominio de la manifestación universal tomada en su conjunto como teniendo una constitución análoga a la de un ser particular, es decir, tomada propiamente como el «macrocosmo».

No vamos a volver a hablar largamente de la analogía constitutiva del «macrocosmo» y del «microcosmo», sobre la que ya hemos explicado suficientemente en el curso de otros estudios; lo que es menester retener aquí sobre todo, es que un ser tal como el hombre, en tanto que «microcosmo», debe necesariamente participar de los «tres mundos» y tener en él elementos que se le corresponden respectivamente; y, en efecto, la misma división general ternaria le es igualmente aplicable: pertenece por el espíritu al dominio de la manifestación informal, por el alma al dominio de la manifestación sutil, y por el cuerpo al dominio de la manifestación grosera; tendremos que volver sobre esto un poco más adelante con algunos desarrollos, ya que se trata de una ocasión de mostrar de una manera más precisa las relaciones de diferentes ternarios que están entre los más importantes que se pueda tener que considerar. Por lo demás, es el hombre, y por ello es menester entender sobre todo el «hombre verdadero» o plenamente realizado, el que, más que todo otro ser, es verdaderamente el «microcosmo», y eso también en razón de su situación «central», que hace de él como una imagen o más bien como una «suma» (en el sentido latino de esta palabra) de todo el conjunto de la manifestación, puesto que su naturaleza, como lo decíamos precedentemente, sintetiza en sí misma la naturaleza de todos los demás seres, de suerte que no puede encontrarse nada en la manifestación que no tenga en el hombre su representación y su correspondencia. Esto no es una simple manera de hablar más o menos «metafórica», como los modernos se sienten inclinados a creerlo tan gustosamente, sino más bien la expresión de una verdad rigurosa, sobre la que se funda una notable parte de las ciencias tradicionales; en eso reside concretamente la explicación de las correlaciones que existen, de la manera más «positiva», entre las modificaciones del orden humano y las del orden cósmico, y sobre las que la tradición extremo oriental insiste quizás más todavía que cualquier otra para sacar de ellas prácticamente todas las aplicaciones que conllevan.

Por otra parte, hemos hecho alusión a una relación más particular del hombre con el «mundo intermediario», que es lo que se podría llamar una relación de «función»: colocado entre el Cielo y la Tierra, no solo en el sentido principial que tienen en la Gran Tríada, sino también en el sentido más especializado que tienen en el Tribhuvana, es decir, entre el mundo espiritual y el mundo corporal, y participando a la vez del uno y del otro por su constitución, el hombre tiene por eso mismo, al respecto del conjunto del Cosmos, un papel intermediario comparable al que tiene en el ser vivo el alma entre el espíritu y el cuerpo. Ahora bien, lo que hay que precisar particularmente a este respecto, es que, precisamente, es en el dominio intermediario cuyo conjunto se designa como alma, o también como la «forma sutil», donde se encuentra comprendido el elemento que es propiamente característico de la individualidad humana como tal, y que es la «mente» (manas), de suerte que, se podría decir, este elemento específicamente humano se sitúa en el hombre como el hombre mismo se sitúa en el Cosmos.

Desde entonces es fácil comprender que la función en relación a la cual se establece la correspondencia del hombre con el término medio del Tribhuvana, o con el alma que le representa en el ser vivo, es propiamente una función de «mediación»: el principio anímico ha sido calificado frecuentemente de «mediador» entre el espíritu y el cuerpo1; y, de igual modo, el hombre tiene verdaderamente un papel de «mediador» entre el Cielo y la Tierra, así como lo explicaremos más ampliamente después. Es en eso solo, y no en tanto que el hombre es el «Hijo del Cielo y de la Tierra», como puede establecerse una correspondencia término a término entre la Gran Tríada y el Tribhuvana, sin que esta correspondencia implique de ninguna manera una identificación de los términos de la una a los del otro; éste es el punto de vista que hemos llamado «estático», para distinguirle del que se podría decir «genético»2, es decir, del que concierne al orden de producción de los términos, y para el que una tal concordancia no es ya posible, como se verá mejor todavía por las consideraciones siguientes.
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