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CAPÍTULO XI «SPIRITUS», «ANIMA», «CORPUS» La división ternaria es la más general y al mismo tiempo la más simple que se pueda establecer para definir la constitución de un ser vivo, y en particular la del hombre, ya que debe entenderse bien que la dualidad cartesiana del «espíritu» y del «cuerpo», que se ha impuesto en cierto modo a todo el pensamiento occidental moderno, no podría corresponder de ninguna manera a la realidad; ya hemos insistido en esto con frecuencia en otras partes para no tener necesidad de volver a ello. Por lo demás, la distinción del espíritu, del alma y del cuerpo es la que ha sido admitida unánimemente por todas las doctrinas tradicionales de Occidente, ya sea en la antigüedad o en la edad media; el hecho de que más tarde se haya llegado a olvidarla hasta el punto de no ver en los términos de «espíritu» y de «alma» más que una suerte de sinónimos, por lo demás bastante vagos, y a emplearlos indistintamente el uno por el otro, mientras que designan propiamente realidades de orden totalmente diferente, es quizás uno de los ejemplos más llamativos que se puedan dar de la confusión que caracteriza a la mentalidad moderna. Por lo demás, este error tiene consecuencias que no son todas de orden puramente teórico, y evidentemente ello le hace aún más peligroso1; pero no es de esto de lo que vamos a ocuparnos aquí, y solo queremos, en lo que concierne a la división ternaria tradicional, precisar algunos puntos que tienen una relación más directa con el tema de nuestro estudio. Esta distinción del espíritu, del alma y del cuerpo ha sido aplicada al «macrocosmo» tanto como al «microcosmo», puesto que la constitución del uno es análoga a la del otro, de suerte que se deben encontrar necesariamente elementos que se correspondan rigurosamente por una parte y por otra. Esta consideración, en los Griegos, parece vincularse sobre todo a la doctrina cosmológica de los Pitagóricos, que, por lo demás, no hacía en realidad más que «readaptar» enseñanzas mucho más antiguas; Platón se ha inspirado de esta doctrina y la ha seguido mucho más de cerca de lo que se cree de ordinario, y es en parte por su mediación como algo de ella se ha transmitido a los filósofos posteriores, tales por ejemplo como los Estoicos, cuyo punto de vista mucho más exotérico ha mutilado y deformado muy frecuentemente las concepciones de que se trata. Los Pitagóricos consideraban un cuaternario fundamental que comprendía primero el Principio, transcendente en relación al Cosmos, después el Espíritu y el Alma universales, y por último la Hylê primordial1; importa precisar que esta última, en tanto que pura potencialidad, no puede ser asimilada al cuerpo, y que corresponde más bien a la «Tierra» de la Gran Tríada que a la del Tribhuvana, mientras que el Espíritu y el Alma universales recuerdan manifiestamente a los otros dos términos de este último. En cuanto al Principio transcendente, corresponde en alguno aspectos al «Cielo» de la Gran Tríada, pero no obstante, por otra parte, se identifica también al Ser o a la Unidad metafísica, es decir, a Tai-ki; parece faltar aquí una distinción clara, que, por lo demás, no era quizás exigida por el punto de vista, mucho menos metafísico que cosmológico, en el que estaba establecido el cuaternario de que se trata. Sea como sea, los Estoicos deformaron está enseñanza en un sentido «naturalista», al perder de vista su Principio transcendente, y al no considerar ya más que un «Dios» inmanente que, para ellos, se asimilaba pura y simplemente al Spiritus Mundi; no decimos al Anima Mundi, contrariamente a lo que parecen creer algunos de sus intérpretes afectados por la confusión moderna del espíritu y del alma, ya que en realidad, para los Estoicos tanto como para aquellos que seguían más fielmente la doctrina tradicional, esta Anima Mundi no ha tenido nunca más que un papel simplemente «demiúrgico», en el sentido más estricto de esta palabra, en la elaboración del Cosmos a partir de la Hylê primordial. Acabamos de decir la elaboración del Cosmos, pero sería quizás más exacto decir aquí la formación del Corpus Mundi, primero porque la función «demiúrgica» es en efecto propiamente una función «formadora»2, y después porque, en un cierto sentido, el Espíritu y el alma universales forman ellos mismos parte del Cosmos; en un cierto sentido, ya que, a decir verdad, pueden ser considerados bajo un doble punto de vista, que corresponde también en cierto modo a lo que hemos llamado más atrás el punto de vista «genético» y el punto de vista «estático», ya sea como «principios» (en un sentido relativo), o ya sea como «elementos» constitutivos del ser «macrocósmico». Esto proviene de que, desde que se trata del dominio de la Existencia manifestada, estamos más acá de la distinción de la Esencia y de la Substancia; del lado «esencial», el Espíritu y el Alma son, a niveles diferentes, como «reflexiones» del Principio mismo de la manifestación; del lado «substancial», aparecen al contrario como «producciones» sacadas de la materia prima, aunque determinen ellos mismos sus producciones ulteriores en el sentido descendente1, y esto porque, para situarse efectivamente en lo manifestado, es menester que devengan ellos mismos parte integrante de la manifestación universal. La relación de estos dos puntos de vista es representada simbólicamente por el complementarismo del rayo luminoso y del plano de reflexión, que son necesarios el uno y el otro para que se produzca una imagen, de suerte que, por una parte, la imagen es verdaderamente un reflejo de la fuente luminosa misma, y por otra, se sitúa en el grado de realidad que está marcada por el plano de reflexión2; para emplear el lenguaje de la tradición extremo oriental, el rayo luminoso corresponde aquí a las influencias celestes y el plano de reflexión a las influencias terrestres, lo que coincide bien con la consideración del aspecto «esencial» y del aspecto «substancial» de la manifestación3. Naturalmente, estas precisiones, que acabamos de formular a propósito de la constitución del «macrocosmo», se aplican también en lo que concierne al espíritu y al alma en el «microcosmo»; únicamente el cuerpo no puede ser considerado nunca, hablando propiamente, como un «principio», porque, al ser la conclusión y el término final de la manifestación (esto, bien entendido, por lo que se refiere a nuestro mundo o a nuestro grado de existencia), no es más que «producto» y no puede devenir «productor» bajo ninguna relación. Por este carácter, el cuerpo expresa, tan completamente como es posible en el orden manifestado, la pasividad substancial; pero, al mismo tiempo, por eso mismo se diferencia también, de la manera más evidente, de la Substancia misma, que concurre en tanto que principio «maternal» a la producción de la manifestación. A este respecto, se puede decir que el ternario del espíritu, del alma y del cuerpo está constituido de manera muy diferente que los ternarios formados de dos términos complementarios y en cierto modo simétricos y de un producto que ocupa entre ellos una situación intermediaria; en este caso (y también, no hay que decirlo, en el caso del Tribhuvana al que corresponde exactamente), los dos primeros términos se sitúan del mismo lado en relación al tercero, y, si éste puede considerarse en suma también como su producto, ellos no desempeñan ya en esta producción un papel simétrico: el cuerpo tiene en el alma su principio inmediato, pero no procede del espíritu más que indirectamente y por la intermediación del alma. Es solo cuando se considera el ser como enteramente constituido, y por consiguiente desde el punto de vista que hemos llamado «estático», cuando, viendo en el espíritu su aspecto «esencial» y en el cuerpo su aspecto «substancial», se puede encontrar bajo esta relación una simetría, ya no entre los dos primeros términos del ternario, sino entre el primero y el último; el alma es entonces, bajo la misma relación, intermediaria entre el espíritu y el cuerpo (y es lo que justifica su designación como principio «mediador», designación que hemos indicado precedentemente), pero por ello no permanece menos, como segundo término, forzosamente anterior al tercero1, y, por consiguiente, no podría ser considerada de ninguna manera como un producto o una resultante de los dos términos extremos. También puede plantearse otra cuestión: ¿cómo es que, a pesar de la falta de simetría que acabamos de indicar entre ellos, el espíritu y el alma se toman a veces no obstante de una cierta manera como complementarios, siendo considerado el espíritu entonces generalmente como principio masculino y el alma como principio femenino? Es que, siendo el espíritu lo que, en la manifestación, está más cerca del polo esencial, el alma se encuentra, relativamente a él, del lado substancial; así, si se toma el uno en relación a la otra, el espíritu es yang y el alma es yin, y es por eso por lo que frecuentemente son simbolizados respectivamente por el Sol y por la Luna, lo que, por lo demás, puede justificarse también más completamente diciendo que el espíritu es la luz emanada directamente del Principio, mientras que el alma no presenta más que una reflexión de esta luz. Además, el mundo «intermediario», que se puede llamar también el dominio «anímico», es propiamente el medio donde se elaboran las formas, lo que, en suma, constituye efectivamente un papel «substancial» o «maternal»; y esta elaboración se opera bajo la acción o más bien bajo la influencia del espíritu, que tiene así, a este respecto, un papel «esencial» o «paternal»; por lo demás, entiéndase bien que en eso no se trata, para el espíritu, más que de una «acción de presencia», a imitación de la actividad «no actuante» del Cielo2. A ![]() CAPÍTULO XII EL AZUFRE, EL MERCURIO Y LA SAL La consideración del ternario del espíritu, del alma y del cuerpo nos conduce bastante naturalmente a la del ternario alquímico del Azufre, del Mercurio y de la Sal1, ya que éste le es comparable en muchos aspectos, aunque procede no obstante de un punto de vista algo diferente, lo que aparece concretamente en el hecho de que el complementarismo de los dos primeros términos está en él mucho más acentuado, de donde una simetría que, como ya lo hemos visto, no existe verdaderamente en el caso del espíritu y del alma. Lo que constituye una de las grandes dificultades de la comprehensión de los escritos alquímicos o herméticos en general, es que los mismos términos se toman en ellos muy frecuentemente en múltiples acepciones, que corresponden a puntos de vista diversos; pero, si ello es así en particular para el Azufre y el Mercurio, por ello no es menos verdad que el primero se considera constantemente como un principio activo o masculino, y el segundo como un principio pasivo o femenino; en cuanto a la Sal, es neutra en cierto modo, así como conviene al producto de los dos complementarios, en el cual se equilibran las tendencias inversas inherentes a sus naturalezas respectivas. Sin entrar en detalles que estarían aquí fuera de propósito, se puede decir que el Azufre, cuyo carácter activo le hace asimilable a un principio ígneo, es esencialmente un principio de actividad interior, que se considera que irradia a partir del centro mismo del ser. En el hombre, o por similitud con éste, esta fuerza interna se identifica frecuentemente de una cierta manera con el poder de la voluntad; por lo demás, esto no es exacto más que a condición de entender la voluntad en un sentido mucho más profundo que su sentido psicológico ordinario, y de una manera análoga a aquella donde se puede hablar por ejemplo de la «Voluntad divina»2 o, según la terminología extremo oriental, de la «Voluntad del Cielo», puesto que su origen es propiamente «central», mientras que todo lo que considera la psicología es simplemente «periférico» y no se refiere en suma más que a modificaciones superficiales del ser. Por lo demás, es intencionadamente como mencionamos aquí la «Voluntad del Cielo», ya que, sin poder ser asimilado al Cielo mismo, el Azufre, por su «interioridad», pertenece al menos, evidentemente, a la categoría de las influencias celestes; y, en lo que concierne a su identificación con la voluntad, se puede decir que, si no es verdaderamente aplicable al caso del hombre ordinario (a quien la psicología toma exclusivamente como objeto de su estudio), sí está plenamente justificada, por el contrario, en el caso del «hombre verdadero», que se sitúa en el centro de todas las cosas, y cuya voluntad, por consiguiente, está necesariamente unida a la «Voluntad del Cielo»1. En cuanto al Mercurio, su pasividad, correlativamente a la actividad del Azufre, hace que se le mire como un principio húmedo2; y que se le considere como reaccionando desde el exterior, de suerte que desempeña a este respecto el papel de una fuerza centrípeta y compresiva, que se opone a la acción centrífuga y expansiva del Azufre y que la limita en cierto modo. Por todos estos caracteres respectivamente complementarios, actividad y pasividad, «interioridad» y «exterioridad», expansión y compresión, se ve que, para volver al lenguaje extremo oriental, el Azufre es yang y el Mercurio es yin, y que, si el primero es referido al orden de las influencias celestes, el segundo debe serlo al orden de las influencias terrestres. No obstante, es menester tener en cuenta que el Mercurio no se sitúa en el dominio corporal, sino más bien en el dominio sutil o «anímico»: en razón de su carácter de «exterioridad», se le puede considerar como representando el «ambiente», y éste debe ser concebido entonces como constituido por el conjunto de las corrientes de la doble fuerza cósmica de la que hemos hablado precedentemente3. Por lo demás, es en razón de la doble naturaleza o del doble aspecto que presenta esta fuerza, y que es como un carácter inherente a todo lo que pertenece al «mundo intermediario», por lo que el Mercurio, aunque se considera principalmente como un principio húmedo así como acabamos de decirlo, no obstante a veces es descrito como un «agua ígnea» (e inclusive alternativamente como un «fuego líquido»)1, y eso sobre todo en tanto que sufre la acción del Azufre, que «vigoriza» esta doble naturaleza y la hace pasar de la potencia al acto2. De la acción interior del Azufre y de la reacción exterior del Mercurio, resulta una suerte de «cristalización» que determina, se podría decir, un límite común a lo interior y a lo exterior, o una zona neutra donde se encuentran y se estabilizan las influencias opuestas que proceden respectivamente del uno y del otro; el producto de esta «cristalización» es la Sal3, que es representada por el cubo, en tanto que éste es a la vez el tipo de la forma cristalina y el símbolo de la estabilidad4. Por eso mismo de que marca, en cuanto a la manifestación individual de un ser, la separación de lo interior y de lo exterior, este tercer término constituye para ese ser como una «envoltura» por la cual está a la vez en contacto con el «ambiente» bajo una cierta relación y aislado de éste bajo otra; en eso corresponde al cuerpo, que desempeña efectivamente este papel «terminante» en un caso como el de la individualidad humana1. Por otra parte, se ha visto por lo que precede la relación evidente del Azufre con el espíritu y la del Mercurio con el alma; pero, aquí también, es menester prestar la mayor atención, al comparar entre sí diferentes ternarios, a que la correspondencia de sus términos puede variar según el punto de vista desde el cual se los considera. En efecto, el Mercurio, en tanto que principio «anímico», corresponde al «mundo intermediario» o al término mediano del Tribhuvana, y la Sal, en tanto que es, no diremos idéntica, pero sí al menos comparable al cuerpo, ocupa la misma posición extrema que el dominio de la manifestación grosera; pero, bajo otra relación, la situación respectiva de estos dos términos aparece como la inversa de ésta, es decir, que es la Sal la que deviene entonces el término mediano. Este último punto de vista es el más característico de la concepción específicamente hermética del ternario de que se trata, en razón del papel simétrico que da al Azufre y al Mercurio: la Sal es entonces intermediaria entre ellos, en primer lugar porque es como su resultante, y después porque se coloca en el límite mismo de los dos dominios «interior» y «exterior» a los que ellos corresponden respectivamente; la Sal es «terminante» en este sentido, se podría decir, más todavía que en cuanto al proceso de manifestación, aunque, en realidad, lo sea a la vez de una y de otra manera. Esto debe permitir comprender por qué no podemos identificar sin reservas la Sal al cuerpo; para ser exacto, solo se puede decir que el cuerpo corresponde a la Sal bajo un cierto aspecto o en una aplicación particular del ternario alquímico. En otra aplicación menos restringida, es la individualidad toda entera la que corresponde a la Sal2. El Azufre, entonces, es siempre el principio interno del ser, y el Mercurio es el «ambiente» sutil de un cierto mundo o estado de existencia; la individualidad (suponiendo naturalmente que se trata de un estado de manifestación formal, tal como el estado humano) es la resultante de la coincidencia del principio interno con el «ambiente»; y se puede decir que el ser, en tanto que manifestado en ese estado, está como «envuelto» en la individualidad, de una manera análoga a aquella en que, en otro nivel, la individualidad misma está «envuelta» en el cuerpo. Para retomar un simbolismo que ya hemos empleado precedentemente, el Azufre es comparable al rayo luminoso y el Mercurio lo es a su plano de reflexión, y la Sal es el producto del encuentro del primero con el segundo; pero esto, que implica toda la cuestión de las relaciones del ser con el medio donde se manifiesta, merece ser considerado con más amplios desarrollos. |
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