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![]() Annotation A finales del siglo XXI, un virus mortal se filtra en el código genético de los seres humanos. En unas pocas generaciones esta plaga los habrá erradicado de la faz de la Tierra. Los equipos de científicos, genetistas y programadores compiten por encontrar la cura definitiva, pero el tiempo no juega a su favor. La única esperanza radica en una última y desesperada apuesta.Dieciocho años más tarde, diez individuos están a punto de alcanzar la mayoría de edad. Uno de ellos despierta de repente asustado. No recuerda nada. Todo lo que observa a su alrededor no significa nada. Lo único que sabe es que alguien quiere matarlo. A medida que trata de descubrir la identidad de su asesino se dará cuenta de que lo que está en juego es mucho más que su propia vida.Siguiendo los pasos de su padre, Carl Sagan, el autor se sirve de la literatura de ficción para adentrarse en los mundos alojados en lo más profundo de la imaginación. Código genético sitúa a Nick Sagan como uno de los grandes de la nueva ficción estadounidense. Nick Sagan Código genético (Idelwild #1) Traducción: Noelia Martínez Mesones Título original: Idlewild Primera edición © 2003 Damned If I Don't Productions Inc. The right of Nicke Sagan to be identfied as the author of this work has been asserted in accordance with sections 77 and 78 of the Copyright Designs and Petents Act 1988. Ilustración de cubierta: Fred Gambino Derechos exclusivos de la edición en español: © 2007, La Factoría de Ideas. C/Pico Mulhacén, 24-26. Pol. Industrial «El Alquitón». 28500 Arganda del Rey. Madrid. Teléfono: 91 870 45 85 informacion@lafactoriadeideas.es www.lafactoriadeideas.es ISBN: 978-84-9800-327-7 Depósito Legal: B-14820-2007 Impreso por Litografía Roses S.A. Energía/ll-27 08850 Gavà (Barcelona) Printed in Spain — Impreso en España Impreso por Litografía Rosés S. A. Energía, 11-27 08850 Gavà (Barcelona) Printed in Spain — Impreso en España Con mucho gusto te remitiremos información periódica y detallada sobre nuestras publicaciones, planes editoriales, etc. Por favor, envía una carta a «La Factoría de Ideas». C/ Pico Mulhacén, 24. Polígono Industrial «El Alquitón», 28500, Arganda del Rey. Madrid; o un correo electrónico a informacion@lafactoriadeideas.es, que indique claramente: Para Clinnette No confíes en los seres humanos. Los seres humanos no son de fiar. —Machines of Loving Grace, «Butterfly Wings» Prólogo Día 1 No estoy muerto. Una apreciación un tanto absurda, aunque importante, ya que debería estar muerto. El impacto que me había producido algo desconocido consiguió hacerme estremecer. Debió de tratarse de una especie de sobrecarga eléctrica que hizo que se iluminara todo mi cuerpo, desde la cabeza a los pies, como si fuese un despliegue de fuegos artificiales. Mi cerebro no cesaba de repetir el mantra: no estoy muerto, no estoy muerto, no estoy muerto, y al final tuve que acabar por convencerme a mí mismo de que así era. Abrí un ojo, después otro, y poco a poco fui recobrando el conocimiento. Hacía frío y estaba oscuro. Naranja. Cosechas. Un olor putrefacto y húmedo. Grillos cantando. De repente empecé a sentir un fuerte dolor de cabeza. Sí, estaba atrapado dentro de un pedazo de calabaza. Mi cuerpo estaba tenso y retorcido, y mi respiración se asemejaba a la de un gato recién nacido. La claridad no siguió los pasos del conocimiento. Mi mente estaba aletargada y cualquier intento de producir un pensamiento coherente hacía que el dolor de las sienes empeorase. ¿Por qué me estaba pasando todo esto? ¿Qué es lo que podía haber sucedido? Recuerdo el shock y nada más; solo aquel shock. Ni siquiera la preocupación conseguía hacerme olvidar el dolor. Pensé en incorporarme, pero enseguida me di cuenta de que no era una buena idea, así que me dispuse a intentar agarrar los dos «cuernos» de mi cabeza, una tarea relativamente sencilla. Mano izquierda arriba y después la derecha. No sucedió nada. En ese momento, me di cuenta de que no podía mover los brazos. Traté de mover los pies, los dedos de las manos, las caderas, los dedos de los pies, la nariz, las orejas y el cuello, pero ninguno de ellos obedeció las órdenes de mi cerebro. Estaba completamente paralizado. Mi pulso se estaba acelerando y me pregunté qué sucedería si dejase de respirar. ¡Vaya pregunta!, me dije. Aquel interrogante no encerraba ningún misterio. Mi cerebro se atrofiaría como una flor marchita y el conocimiento que tanto me había costado recobrar se transformaría en algo espantoso a medida que me precipitase al camino del no retorno. El pánico se estaba apoderando de mí por momentos. Comencé a hacer una especie de pacto desesperado con un Dios irreal que acababa de crear en mi imaginación. Por favor, pensé, no me dejes morir. Quienquiera que seas, si puedes oírme, haz que me levante. Haré lo que me pidas. Te daré lo que quieras... Bueno... ¿ Bueno qué? ¿Qué podía ofrecer yo a ese Dios? Nada. No sabía nada y, por lo tanto, no tenía absolutamente nada. Por no saber, no sabía ni mi nombre. Está bien, veamos, todos los rompecabezas tienen piezas, entonces, ¿por qué no lograba recordar alguna de este en particular? De repente, caí en una nueva teoría: daño cerebral. Dos palabras en las que no quería ni pensar, ya que implicaban algo aterrador. Después de todo, una parálisis no tenía por qué ser consecuencia de una vértebra rota. Podría haber olvidado simplemente cómo moverme al igual que había olvidado las demás cosas. No te tires de aquel puente todavía. Si has sido capaz de olvidar, también serás capaz de recordar; date algún tiempo. Ese soy yo, siempre mirando el lado positivo de las cosas. Me aferré a esa esperanza y a la lógica imperfecta, así que esperé a ver si conseguía recordar algo. Y esperé. Y continué esperando. Las palabras se agolpaban en mi cabeza en todo este sinsentido que estaba experimentando y comencé a repetir otro mantra procedente de los oscuros recovecos de mi mente, que parecía un auténtico rompecabezas: No pasa nada. Tranquilízate. No te pasa nada, así que tranquilízate. ¡Maldita sea! Era incapaz de calmarme. Esta sensación estaba acabando conmigo; ahí, tirado en el suelo, de cualquier manera, inútil y patético, y quién sabe por cuánto tiempo. No soy ningún bicho raro que pierda el control fácilmente, pero cuando se me priva de algo básico, me invade una especie de delirio que hace que me vuelva completamente loco. De repente pensé en otra posibilidad: ¿Loco? Es posible; ¿completamente? Yo diría que no. Pero ¿delirando? ¿Es posible que estuviera delirando en estos instantes? Esto es lo que se suele llamar una parálisis histérica. Histeria: enfermedad psiconeurótica que se caracteriza por la presencia de desequilibrios emocionales y sensoriales bruscos, por el paroxismo de la función motora y por los cambios en el conocimiento causados por factores simbólicos o físicos. Estaba histérico, seguro, pero tampoco es que tuviera muchas ganas de reírme. ¿Es posible que estuviera soñando?, conjeturé. Medio despierto, con los ojos abiertos, el cuerpo todavía adormecido, contemplaba mi parálisis. ¿Es posible que pudiera estar experimentando un estado hipnótico? Lo más probable es que estuviera siendo víctima de mi subconsciente. Los grillos continuaban molestándome con el ruido que provoca el roce de sus alas delanteras. Existe una fórmula para los grillos de la misma manera que hay fórmulas para todo. No me refiero a su fórmula genética, sino más bien a su fórmula termométrica. El canto de los grillos va disminuyendo en intensidad a medida que baja su temperatura (cantos emitidos por minuto / 4) + 40 = número de grados Fahrenheit. Conté un canto por segundo, lo que arrojó la cifra escalofriante de 55 grados Fahrenheit corporales. Increíble; podía recordar cosas así y, sin embargo, era incapaz de recordar mi identidad e incluso cómo moverme. Qué extraño órgano, el cerebro. A medida que los grillos continuaban burlándose de mí con sus canciones de amor, comencé a escuchar otro sonido. Se trataba de un gemido lejano, apenas perceptible por el oído, aunque cada vez se iba haciendo más intenso. De repente, como si acabara de caer una bomba, las reglas cambiaron. Escuché un toc alto y claro y mi cuerpo pudo moverse de nuevo; era como si alguien hubiese encendido la luz (o como pasar en base dos del cero al uno). Me puse en pie inmediatamente. Mi cuerpo no estaba entumecido. No sentía ningún dolor. Mis terminaciones nerviosas volvían a estar vivas y abiertas. Sentí que un hormigueo se extendía por toda mi columna, brazos y piernas, pero la sensación de aturdimiento comenzaba a desaparecer. 1 Halloween —Están cayendo como moscas —afirmó uno de los trabajadores de la Gedaechtnis. Se trataba de un caballero del sur cuya forma de hablar procedía del oeste de Memphis. Había conseguido vencer la pobreza de su juventud y el racismo inherente al siglo XXI y, sin embargo, no había sido capaz de librarse de ese acento nasal tan típicamente sureño. En esos momentos estaba demasiado ocupado escribiendo con un bolígrafo rojo el último parte del número de víctimas registradas como para pararse a pensar en este hecho. De repente se dio cuenta de que, sin poder evitarlo, aunque con cierta indecisión, se llevaba dos dedos al cuello en busca de alguna señal de hinchazón. No estaba hinchado; sin embargo, esta constatación pareció no tranquilizarle. Su médico le había comunicado que moriría ese mismo año. —¿Y qué esperabas? ¿Un indulto de última hora? —le espetó un segundo empleado de la Gedaechtnis. Se trataba de una mujer que hablaba un inglés áspero y entrecortado, muy parecido al |