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El emperador y el ejército están bien. Por el contrario, el emperador y el ejército estaban peligrosamente fatigados. Por la noche, luego de la última conversación con Severo, la última audiencia a los tránsfugas, el último correo de Roma, el último mensaje de Publio Marcelo, encargado de limpiar los aledaños de Jerusalén, Euforión media parsimoniosamente el agua de mi baño en una cuba de tela embreada. Me tendía en mi lecho; trataba de pensar. No lo niego: la guerra de Judea era uno de mis fracasos. No tenía la culpa de los crímenes de Simeón ni de la locura de Akiba, pero me reprochaba haber estado ciego en Jerusalén, distraído en Alejandría, impaciente en Roma. No había sabido encontrar las palabras capaces de prevenir, o al menos retardar, aquella crisis de furor de un pueblo; no había sabido ser lo bastante flexible o lo bastante firme a tiempo. Verdad es que no teníamos razones para sentirnos inquietos, y mucho menos desesperados; el error y las faltas recaían solamente en nuestras relaciones con Israel; fuera de allí, en todas partes, cosechábamos en aquel tiempo de crisis el fruto de dieciséis años de generosidad en el Oriente. Simeón había creído poder contar con una rebelión del mundo árabe, semejante a la que había marcado los últimos y sombríos años del reinado de Trajano; lo que es más, se había atrevido a esperar ayuda de los partos. Su error le costaba la muerte lenta en la ciudadela sitiada de Bethar; las tribus árabes no se solidarizaban con las comunidades judías; los partos seguían fieles a los tratados. Aun las sinagogas de las grandes ciudades sirias se mostraban indecisas o tibias; las más entusiastas se Contentaban con remitir algún dinero a los zelotes. La población judía de Alejandría, tan turbulenta por lo regular, manteníase en calma; el absceso judío se localizaba en la árida zona que se tiende entre el Jordán y el mar; podíamos cauterizar o amputar sin peligro ese dedo enfermo. Pero no obstante todo eso, y en cierto sentido, los días nefastos precedentes a mi reinado parecían recomenzar. En aquellos tiempos Quieto había incendiado Cirene, ejecutado a los notables de Laodicea, reconquistado a Edesa en ruinas... El correo nocturno acababa de informarme de que habíamos tomado posesión del montón de escombros que yo llamaba Elia Capitolina y que los judíos seguían llamando Jerusalén; acabábamos de incendiar Ascalón; había sido necesario ejecutar en masa a los rebeldes de Gaza... Si dieciséis años de reinado de un príncipe apasionado por la paz culminaban con la campaña de Palestina, las perspectivas pacíficas del mundo del futuro no se presentaban muy favorables. Me incorporé apoyándome en el codo, incómodo en mi estrecha cama de campaña. Verdad era que por lo menos algunos judíos habían escapado al contagio de los zelotes; aún en Jerusalén los fariseos escupían al paso de Akiba, tratando de viejo loco a ese fanático que reducía a la nada las sólidas ventajas de la paz romana y gritándole que la hierba le crecería en la boca antes de que se cumpliera en la tierra la victoria de Israel. Pero yo prefería a los falsos profetas antes que a esos hombres amantes del orden que nos despreciaban a todos y contaban con nosotros para proteger de las exacciones de Simeón su dinero colocado en los bancos sirios y en sus granjas de Galilea. Pensaba en los tránsfugas que pocas horas antes se habían sentado bajo esta misma tienda, humildes, conciliadores y serviles, pero arreglándose siempre para dar la espalda a la imagen de mi Genio. Nuestro mejor agente, Elías Ben-Abayad, que nos servía de informante y de espía, era justamente despreciado por ambos bandos; el más inteligente del grupo tenía un espíritu liberal y un corazón enfermo, vivía desgarrado entre su amor por su pueblo y su afición a nuestras letras y a nosotros; también él, por lo demás, sólo pensaba en Israel. Josué Ben-Kisma, que predicaba la pacificación, era una especie de Akiba más tímido o más hipócrita; en cuanto al rabino Josuá, que había sido mucho tiempo mi consejero en cuestiones judías, yo había advertido que por debajo de su flexibilidad y su deseo de agradar se escondían diferencias irreconciliables, ese punto en el que dos pensamientos de especie diferente sólo se encuentran para combatirse. Nuestros territorios se extendían a lo largo de centenares de leguas, millares de estadios, más allá de aquel seco horizonte de colinas, pero la roca de Bethar era nuestra frontera. Podíamos aniquilar los macizos muros de la ciudadela donde Simeón consumaba frenéticamente su suicidio, pero no podíamos impedir que aquella raza siguiera diciéndonos no. Zumbaba un mosquito; Euforión, que se estaba poniendo viejo, no había cerrado del todo las finas cortinas de gasa; los libros, los mapas tirados por tierra, se movían crujiendo a causa del viento que entraba bajo la tela de la tienda. Sentándome en el lecho me calzaba los borceguíes, buscaba a tientas mi túnica, mi cinturón y mi daga; salía luego a respirar el aire nocturno. Recorría las grandes calles regulares del campamento, vacías a aquella hora avanzada, iluminadas como las de las ciudades. Los soldados de facción me saludaban solemnemente al yerme pasar; mientras flanqueaba la barraca que servía de hospital, respiraba el hedor de los enfermos de disentería. Me acercaba al terraplén que nos separaba del precipicio y del enemigo. Un centinela marchaba a largos pasos regulares por aquel camino de ronda y la luna lo recortaba peligrosamente; en aquel ir y venir reconocía el movimiento de un engranaje de la inmensa máquina cuyo eje era yo mismo. Por un instante me emocionaba el espectáculo de aquella silueta solitaria, de esa llama efímera ardiendo en el pecho de un hombre en medio de un mundo de peligros. Silbaba una flecha, apenas más importuna que el mosquito que me fastidiara en mi tienda; me acodaba a los sacos de arena del parapeto. Desde hace algunos años se supone que gozo de una extraña clarividencia, que conozco sublimes secretos. Es un error, pues nada sé. Pero no es menos cierto que en aquellas noches de Bethar vi pasar ante mis ojos inquietantes fantasmas. Las perspectivas que se abrían al espíritu en lo alto de las colinas desnudas eran menos majestuosas que las del Janículo, menos doradas que las del Sunión; eran su reverso, su nadir. Me repetía que era vano esperar para Atenas y para Roma esa eternidad que no ha sido acordada a los hombres ni a las cosas, y que los más sabios de entre nosotros niegan incluso a los dioses. Esas formas sapientes y complicadas de la vida, esas civilizaciones satisfechas de sus refinamientos del arte y la felicidad, esa libertad espiritual que se informa y que juzga, dependen de probabilidades tan innumerables como raras, de condiciones casi imposibles de reunir y cuya duración no cabe esperar. Destruiríamos a Simeón; Arriano sabría proteger a Armenia de las invasiones alanas. Pero otras hordas vendrían después, y otros falsos profetas. Nuestros débiles esfuerzos por mejorar la condición humana serían proseguidos sin mayor entusiasmo por nuestros sucesores; la semilla del error y la ruina, contenida hasta en el bien, crecería en cambio monstruosamente a lo largo de los siglos. Cansado de nosotros, el mundo se buscaría otros amos; lo que nos había parecido sensato resultaría insípido, y abominable lo que considerábamos hermoso. Como el iniciado en el culto de Mitra, la raza humana necesita quizás el baño de sangre y el paisaje periódico por la fosa fúnebre. Veía volver los códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los príncipes bárbaros, el mundo fragmentado en naciones enemigas, eternamente inseguras. Otros centinelas amenazados por las flechas irían y vendrían por los caminos de ronda de las ciudades futuras; continuaría el juego estúpido, obsceno y cruel, y la especie, envejecida, le incorporaría sin duda nuevos refinamientos de horror. Nuestra época, cuyas insuficiencias y taras conocía quizá mejor que nadie, llegaría a ser considerada por contraste como una de las edades de oro de la humanidad. Natura deficit, fortuna mutatur, deus omnia cernit. La naturaleza nos traiciona, la fortuna cambia, un dios mira las cosas desde lo alto. Atormentaba con los dedos el engarce de un anillo en el cual, cierto día de amargura, había hecho grabar aquellas tristes palabras. Iba aún más allá en el desencanto y quizás en la blasfemia, y terminaba por encontrar natural, si no justo, que tuviéramos que perecer. Nuestra literatura se agota, nuestras artes se adormecen; Pancratés no es Homero, Arriano no es Jenofonte; cuando quise inmortalizar en la piedra la forma de Antínoo, no pude encontrar un Praxiteles. Nuestras ciencias están detenidas desde los días de Aristóteles y Arquímedes; los progresos técnicos no resistirían el desgaste de una guerra prolongada; hasta los más voluptuosos de entre nosotros sienten el hartazgo de la felicidad. Las costumbres menos rudas, el adelanto de las ideas durante el último siglo, son obra de una íntima minoría de gentes sensatas; la masa sigue siendo ignara, feroz cada vez que puede, en todo caso egoísta y limitada; bien se puede apostar a que lo seguirá siendo siempre. Demasiados procuradores y publicanos ávidos, senadores desconfiados y centuriones brutales han comprometido por adelantado nuestra obra; los imperios no tienen más tiempo que los hombres para instruirse a la luz de sus faltas. Allí donde un sastre remendaría su tela, donde un calculista hábil corregiría sus errores, donde el artista retocaría su obra maestra todavía imperfecta, la naturaleza prefiere volver a empezar desde la arcilla, desde el caos, y ese derroche es lo que llamamos el orden de las cosas. Levanté la cabeza y me moví para desentumecerme. En lo alto de la ciudadela de Simeón nacían vagos resplandores que enrojecían el cielo, manifestaciones inexplicables de la vida nocturna del enemigo. El viento soplaba de Egipto; y una tromba de polvo pasaba como un espectro; los perfiles aplastados de las colinas me recordaban la cadena arábiga a la luz de la luna. Regresé lentamente, tapándome la boca con el borde de mi manto, irritado conmigo mismo por haber consagrado la noche a hueras meditaciones sobre el porvenir, cuando hubiera debido emplearla para preparar la jornada siguiente, o para dormir. La caída de Roma, si es que caía, era de la incumbencia de mis sucesores; en aquel año ochocientos ochenta y siete de la era romana, mi tarea consistía en sofocar la revuelta en Judea y devolver a la patria, sin demasiadas pérdidas, un ejército enfermo. Al atravesar la explanada, resbalaba a veces en la sangre de un rebelde ejecutado la víspera. Me acosté vestido; dos horas después me despertaron las trompetas del alba. Durante toda mi vida me había entendido muy bien con mi cuerpo, contando implícitamente con su docilidad y con su fuerza. Aquella estrecha alianza empezaba a disolverse; mi cuerpo dejaba de formar una sola cosa con mi voluntad, con mi espíritu, con lo que torpemente me veo precisado a llamar mi alma; el inteligente camarada de antaño ya no era mas que un esclavo que pone mala cara al trabajo. Mi cuerpo me temía; continuamente notaba en el pecho la oscura presencia del miedo, una opresión que no era todavía dolor pero sí el primer paso hacia él. Desde mucho tiempo atrás estaba acostumbrado al insomnio, pero ahora el sueño era aún peor que su ausencia; apenas dormido, me despertaba horriblemente angustiado. Padecía de dolores de cabeza que Hermógenes achacaba al clima caluroso y al peso del casco. Por la noche, después de las prolongadas fatigas, me sentaba como quien se desploma; levantarme para recibir a Rufo o a Severo me demandaba un esfuerzo para el cual tenía que prepararme por adelantado. Mis codos me pesaban en los brazos del asiento, y me temblaban los muslos como los de un corredor exhausto. El menor gesto se convertía en una fatiga, y de esas fatigas estaba hecha la vida. Un accidente casi ridículo, una indisposición de niño, reveló la enfermedad agazapada detrás de aquella fatiga atroz. Durante una reunión del estado mayor tuve una hemorragia nasal de la que me preocupé muy poco, pero que continuó durante la cena; en plena noche me desperté bañado en sangre. Llamé a Celer, que dormía en la tienda vecina y que avisó a su vez a Hermógenes; pero el horrible flujo tibio continuó. Las manos diligentes del joven oficial enjugaban el liquido que me manchaba la cara. Al amanecer fui presa de estremecimientos, como los condenados a muerte que se abren las venas en el baño. Con ayuda de mantas y afusiones hirvientes se buscó calentar en lo posible mi cuerpo que se helaba. Para detener la hemorragia, Hermógenes había recetado la aplicación de nieve. Como faltara en el campamento, Celer la hizo traer de las cimas del Hermón a costa de mil dificultades. Supe más tarde que habían desesperado de salvarme la vida; yo mismo me sentía retenido a su lado por un hilo delgadísimo, imperceptible como el pulso demasiado rápido que consternaba a mi médico. La inexplicable hemorragia acabó, sin embargo, por detenerse. Abandoné el lecho y traté de someterme a la misma vida de antes; no pude lograrlo. Una noche en que, apenas convaleciente, cometía la imprudencia de hacer un breve paseo a caballo, recibí un segundo aviso, más grave aún que el primero. Por espacio de un segundo sentí que los latidos de mi corazón se precipitaban, y que disminuían luego cada vez más hasta detenerse. Creí caer como una piedra en no sé qué pozo negro, que sin duda es la muerte. Si lo era, se engañan los que la creen silenciosa; me sentí arrastrado por cataratas, ensordecido como un buzo por el rugir de las aguas. No alcancé el fondo; sofocándome, ascendí a la superficie. En aquel instante que había creído el postrero, toda mi fuerza se concentró en mi mano crispada sobre el brazo de Celer, que se hallaba a mi lado; más tarde me hizo ver las huellas de mis dedos en su hombro. Pero aquella breve agonía no puede explicarse; como todas las experiencias del cuerpo, es indecible y mal que nos pese sigue siendo el secreto del hombre que la ha vivido. Más tarde he pasado por crisis análogas pero jamás idénticas; sin duda no se puede soportar dos veces semejante terror y semejante noche sin perecer. Hermógenes acabó por diagnosticar un comienzo de hidropesía del corazón; fue preciso aceptar las consignas que me imponía el mal, convertido de pronto en mi amo, y consentir en una larga temporada de inacción, ya que no de reposo, limitando por un tiempo las perspectivas de mi vida a las dimensiones de un lecho. Me sentía como avergonzado de aquella enfermedad interna, casi invisible, sin fiebre ni abscesos, sin dolores de entrañas y cuyos síntomas son una respiración algo más forzada y la marca lívida que deja en el pie hinchado la correa de la sandalia. Un silencio extraordinario se hizo en torno a mi tienda; el entero campamento de Berthar parecía haberse convertido en una cámara de enfermo: el aceite aromático ardiendo a los pies de mi Genio adensaba aún más el aire encerrado en esa jaula de tela; el ruido de forja de mis arterias me hacia pensar vagamente en la isla de los Titanes al borde de la noche. En otros momentos aquel ruido insoportable se convertía en un galope sobre tierra blanda; mi espíritu, tan cuidadosamente contenido durante cerca de cincuenta años, emprendía la fuga; un pesado cuerpo flotaba a la deriva: yo aceptaba ser ese hombre fatigado que cuenta distraídamente las estrellas y los rombos de su manta. Miraba, en la sombra, la mancha blanca de mi busto; una cantilena en honor de Epona, diosa de los caballos, y que antaño cantaba en voz baja mi nodriza española, mujer corpulenta y sombría que parecía una Parca, remontaba del fondo de un abismo que tenía más de medio siglo. Los días y las noches parecían medidos por las gotas de color oscuro que Hermógenes contaba una a una sobre una taza de vidrio. Por la noche reunía mis fuerzas para escuchar el informe de Rufo. La guerra tocaba a su fin, Akiba, que desde el comienzo de las hostilidades parecía haberse retirado de los negocios públicos, se consagraba a la enseñanza del derecho rabínico en la pequeña ciudad de Usfa, en Galilea. Sabíamos que su sala de conferencias era el centro de la resistencia de los zelotes. Aquellas manos nonagenarias cifraban y transmitían mensajes secretos a los secuaces de Simeón. Fue preciso emplear la fuerza para que los estudiantes fanatizados que rodeaban al anciano volvieran a sus hogares. Después de mucha vacilación, Rufo se decidió a prohibir por sedicioso el estudio de la ley judía. Días después Akiba desobedeció el decreto; fue arrestado y ejecutado. Nueve doctores de la ley, que formaban el alma del partido zelote, perecieron con él. Yo había aprobado aquellas medidas con un movimiento de cabeza. Akiba y sus fieles murieron persuadidos hasta el fin de ser los únicos inocentes y los únicos justos. Ninguno de ellos soñó siquiera en aceptar su parte de responsabilidad en las desgracias que agobiaban a su pueblo. Gentes así serían envidiables si se pudiera envidiar a los ciegos. No niego a aquellos diez desaforados el título de héroes; de todas maneras no eran gentes sensatas. Tres meses después, una fría mañana de febrero, subí a sentarme en lo alto de una colina, contra el tronco de una higuera pelada, para asistir al asalto que precedió por pocas horas a la capitulación de Bethar. Vi asomar uno a uno los últimos defensores de la fortaleza, lívidos, descarnados, horribles y sin embargo bellos como todo lo indomable. A fines de ese mismo mes me hice llevar hasta un sitio conocido por el pozo de Jacob, donde los rebeldes apresados con las armas en la mano en las aglomeraciones urbanas habían sido concentrados y vendidos al mejor postor. Había allí niños de rostro burlón, ferozmente deformados ya por convicciones implacables, que se jactaban en voz alta de haber causado la muerte de decenas de legionarios, ancianos sumidos en un ensueño de sonámbulos, matronas de carnes fofas, y otras solemnes y sombrías como la Gran Madre de los cultos orientales. Todos ellos desfilaron bajo la fría mirada de los mercaderes de esclavos; aquella multitud pasó delante de mí como una nube de polvo. Josué Ben-Kisma, jefe de los supuestos moderados, que había fracasado lamentablemente en su papel de pacificador, murió por aquellos días luego de una larga enfermedad; sucumbió haciendo votos por la continuación de la guerra y el triunfo de los partos sobre nosotros. Por otra parte los judíos cristianizados, a quienes no habíamos molestado y que guardan rencor al resto del pueblo judío por haber perseguido a su profeta, vieron en nosotros el instrumento de la cólera divina. La larga serie de los delirios y los malentendidos continuaba. Una inscripción emplazada en el lugar donde se había levantado Jerusalén prohibió bajo pena de muerte a los judíos que volvieran a instalarse en aquel montón de escombros; reproducía palabra por palabra la frase inscrita antaño en el portal del templo, por la cual se prohibía la entrada a los incircuncisos. Un día por año, el nueve del mes de Ab, los judíos tienen derecho a congregarse para llorar ante un muro en ruinas. Los más piadosos se negaron a abandonar su tierra natal y se establecieron lo mejor posible en las regiones poco devastadas por la guerra; los más fanáticos pasaron a territorio parto, mientras otros se encaminaban a Antioquía, a Alejandría y a Pérgamo; los más inteligentes se marcharon a Roma y allí prosperaron. Judea fue borrada del mapa y recibió, conforme a mis órdenes, el nombre de Palestina. Durante los cuatro años de guerra, cincuenta fortalezas y más de novecientas ciudades y aldeas habían sido saqueadas y destruidas; el enemigo había perdido casi seiscientos mil hombres; los combates, las fiebres endémicas y las epidemias nos costaban cerca de noventa mil. La reconstrucción del país siguió inmediatamente a la terminación de la guerra; Elia Capitolina fue erigida otra vez aunque en escala más modesta; siempre hay que volver a empezar. Descansé algún tiempo en Sidón, donde un comerciante griego me prestó su casa y sus jardines. En marzo, los patios interiores estaban ya tapizados de rosas. Había recobrado las fuerzas y descubría sorprendentes posibilidades en mi cuerpo, tan postrado al comienzo por la violencia de aquella primera crisis. Nada se habrá comprendido de la enfermedad en tanto que no se reconozca su extraña semejanza con la guerra y el amor, sus compromisos, sus fintas, sus exigencias, esa amalgama tan extraña como única producida por la mezcla de un temperamento y un mal. Me sentía mejor, pero para ganar en astucia a mi cuerpo, para imponerle mi voluntad o ceder prudentemente a la suya, ponía tanto arte como el que aplicara antaño a ampliar y a ordenar mi universo, para construir mi propia persona y embellecer mi vida. Volví con moderación a los ejercicios del gimnasio; mi médico había cesado de prohibirme montar a caballo, pero sólo lo empleaba como medio de transporte, renunciando a los peligrosos volteos de otros tiempos. En todo trabajo y en todo placer, ni el uno ni el otro eran ya lo esencial; mi mayor cuidado consistía en no fatigarme demasiado con ellos. Mis amigos se maravillaban de un restablecimiento al parecer tan completo; se esforzaban por creer que la enfermedad se había debido tan sólo a los excesivos esfuerzos de aquellos años de guerra y que no se repetiría. Yo pensaba de otra manera, me acordaba de los grandes pinos de las florestas de Bitinia, que el leñador marca con una muesca al pasar, a fin de volver y derribarlos al año siguiente. Finalizaba la primavera cuando me embarqué rumbo a Italia en uno de los navíos de alto bordo de la flota; llevaba conmigo a Celer, que me era indispensable, y a Diótimo de Gadara, hermoso joven griego de origen servil, que había conocido a Sidón. La ruta del retorno atravesaba el archipiélago; por última vez en mi vida, sin duda asistía a los saltos de los delfines en las aguas azules; observaba, sin pensar demasiado en los posibles presagios, el largo vuelo regular de los pájaros migratorios, que a veces vienen a descansar amistosamente sobre el puente del navío; saboreaba el olor de sal y de sol en la piel humana, el perfume de lentisco y terebinto de las islas donde quiera uno vivir y donde saber por adelantado que no habrá de detenerse. Diótimo ha recibido esa acabada instrucción literaria que suele impartirse, para acrecer su valor, a los jóvenes esclavos que se distinguen por su belleza física. A la hora del crepúsculo, acostado en la popa bajo una pequeña tienda de púrpura, lo escuchaba leer a los poetas de su país, hasta que la noche borraba tanto las líneas que describen la trágica incertidumbre de la vida humana como las que hablan de palomas, coronas de rosas y bocas besadas. Un aliento húmedo ascendía del mar; las estrellas subían una a una al lugar que les está asignado; balanceado por el viento, el navío corría hacia el oeste rasgado por una última franja roja; una estela fosforescente se tendía tras de nosotros, muy pronto cubierta por la masa negra de las olas. Y pensaba que sólo dos asuntos importantes me esperaban en Roma. Uno era la elección de mi sucesor, que concernía al imperio entero; la otra era mi muerte, que sólo me concernía a mí. Roma me había preparado un triunfo, que esta vez acepté. Ya no luchaba contra costumbres al mismo tiempo venerables y vanas; todo lo que saca la luz el esfuerzo del hombre, aunque sea por un día, me parece saludable en un mundo tan dispuesto al olvido. No se trataba tan sólo de la represión de la revuelta judía; en un sentido más hondo, y que sólo yo conocía, había triunfado. Asocié a los honores el nombre de Arriano, quien acababa de infligir a las hordas alanas una serie de derrotas que por largo tiempo las contendrían en aquel oscuro rincón asiático del cual habían creído salir. Armenia estaba a salvo; el lector de Jenofonte se revelaba su émulo; aún no se había acabado esa raza de hombres de letras capaces de comandar y combatir cuando es necesario. Aquella noche, de regreso en mi casa de Tíbur, sentí mi corazón cansado pero sereno en el momento de recibir de manos de Diótimo el vino y el incienso del sacrificio cotidiano a mi Genio. Simple particular, había empezado a comprar y a reunir aquellas tierras tendidas al pie de los contrafuertes del Soracto, al borde de las fuentes, con el paciente encarnizamiento de un campesino que completa su viñedo. Entre dos jiras imperiales, había sentado mis reales en los bosquecillos entregados ya a los albañiles y arquitectos, y cuya conservación me pedía piadosamente un adolescente imbuido de todas las supersticiones asiáticas. Al volver de mi largo viaje por el Oriente, había tratado de completar casi frenéticamente aquel inmenso decorado de una obra terminada ya en sus tres cuartas partes. Ahora retornaba a él para acabar allí mis días de la manera más decorosa posible. Todo estaba ordenado para facilitar tanto el trabajo como el placer: la cancillería, las salas de audiencias, el tribunal donde juzgaba en última instancia los procesos difíciles, me evitaban los fatigosos viajes entre Tíbur y Roma. Aquellos edificios tenían nombres que evocaban a Grecia: el Pecilo, la Academia, el Pritaneo. Sabía de sobra que el pequeño valle plantado de olivos no era el de Tempe, pero llegaba a la edad en que cada lugar hermoso nos recuerda otro aún más bello, donde cada delicia se carga con el recuerdo de las delicias pasadas. Aceptaba entregarme a esa nostalgia que llamamos melancolía del deseo. Había llegado a llamar Estigia a un rincón del parque especialmente sombrío, y Campos Elíseos a una pradera sembrada de anémonas; me preparaba así a ese otro mundo cuyos tormentos se parecen a los del nuestro, pero cuyas nebulosas alegrías no pueden compararse con las de la tierra. Lo que es más, había hecho construir en lo hondo de aquel retiro un refugio aún más aislado, un islote de mármol en medio de un estanque rodeado de columnatas, una cámara secreta que comunicaba con la orilla —o más bien se aislaba de ella— gracias a un liviano puentecillo giratorio que me basta tocar con una mano para que se deslice en sus ranuras. Mandé llevar a ese pabellón dos o tres estatuas amadas, y la pequeña imagen de Augusto niño que Suetonio me había regalado en los días de nuestra amistad. Iba allí a la hora de la siesta para dormir, soñar y leer. Tendido en el umbral, mi perro estiraba sus patas rígidas; un reflejo jugaba en el mármol; Diótimo apoyaba la mejilla en el liso flanco de un tazón de fuente para refrescarse. Yo pensaba en mi sucesor. No tengo hijos, y no lo lamento. Verdad es que en esas horas de cansancio y debilidad en que uno reniega de sí mismo, me he reprochado a veces no haberme tomado el trabajo de engendrar un hijo que me hubiera sucedido. Pero esa vana nostalgia descansa en dos hipótesis igualmente dudosas: la de que un hijo nos sucede necesariamente y la de que esa extraña mezcla de bien y de mal, esa masa de particularidades ínfimas y extrañas que constituyen una persona, merezca tener sucesión. He empleado lo mejor posible mis virtudes, he sacado partido de mis vicios, pero no tengo especial interés en legarme a alguien. No, no es la sangre lo que establece la verdadera continuidad humana: el heredero directo de Alejandro es César, no el débil infante nacido de una princesa persa en una ciudadela del Asia; Epaminondas, al morir sin posteridad, se jactaba con razón de que sus victorias fueran sus hijas. La mayoría de los hombres notables de la historia tuvieron descendientes mediocres, por no decir peor, dando la impresión de que habían agotado en sí mismos los recursos de una raza. La ternura del padre se halla casi siempre en conflicto con los intereses del jefe. Y si no fuera así, el hijo del emperador tendría que sufrir además las desventajas de una educación de príncipe, la peor de todas para un futuro monarca. Afortunadamente, en la medida en que nuestro Estado ha sabido crearse una regla para la sucesión imperial, ésta se determina por la adopción; reconozco en ella la sabiduría de Roma. Conozco los peligros de la elección y sus posibles errores; no ignoro que la ceguera no es privativa de los afectos paternales; pero una decisión presidida por la inteligencia, o en la cual ésta toma por lo menos parte, me parecerá siempre infinitamente superior a las oscuras voluntades del azar y de la ciega naturaleza. El imperio debe pasar al más digno; bello es que un hombre que ha probado su competencia en el manejo de los negocios mundiales elija su reemplazante, y que una decisión de tan profundas consecuencias sea al mismo tiempo su último privilegio y su último servicio al Estado. Pero tan importante elección se me antoja más difícil que nunca. Amargamente había reprochado a Trajano que vacilara durante veinte años antes de resolverse a adoptarme, y que sólo lo hiciera en su lecho de muerte. Pero ya habían transcurrido cerca de dieciocho años desde mi llegada al poder, y a pesar de los riesgos de una vida aventurera, también yo había aplazado para más tarde la elección de un sucesor. Circulaban mil rumores, casi todos ellos falsos; se habían aventurado mil hipótesis, pero lo que tomaban por mi secreto no era más que mi vacilación y mi duda. Cuando miraba en torno veía que los funcionarios honrados abundaban, pero ninguno tenía la envergadura necesaria. Cuarenta años de integridad abonaban en favor de Marcio Turbo, mi querido camarada de antaño, mi incomparable prefecto del pretorio, pero Marcio tenía mi edad, era demasiado viejo. Julio Severo, excelente general y buen administrador de Bretaña, no entendía gran cosa de los complejos asuntos de Oriente; Arriano había dado pruebas de todas las cualidades que se exigen a un estadista, pero era griego, y aún no ha llegado el tiempo de imponer un emperador griego a los prejuicios de Roma. Serviano vivía aún; su longevidad daba la impresión de un largo cálculo, de una forma obstinada de la espera. Hacía sesenta años que esperaba. En tiempos de Nerva, la adopción de Trajano lo había alentado y decepcionado a la vez. Había esperado algo mejor, pero el arribo al poder de aquel primo ocupado continuamente en el ejército parecía asegurarle por lo menos una situación importante en el plano civil, y quizás el segundo lugar. También en eso se engañaba, pues apenas logró una magra porción de honores. Seguía esperando, en la época en que encargó a sus esclavos que me atacaran en un bosque de álamos a orillas del Mosela; el duelo a muerte entablado aquella mañana entre el joven y el quincuagenario duraba desde hacia veinte años. Serviano había predispuesto a Trajano contra mí, exagerando mis desvíos y aprovechando mis más mínimos errores. Semejante enemigo acaba por ser un excelente profesor de prudencia; después de todo Serviano me había enseñado muchísimo. Cuando asumí el poder mostró suficiente finura como para dar la impresión de que aceptaba lo inevitable; se había lavado las manos en la conjuración de los cuatro tenientes imperiales, y yo había preferido no reparar en las salpicaduras de aquellos dedos todavía sucios. Por su parte habíase contentado con protestar en voz baja y escandalizarse a puertas cerradas. Sostenido en el Senado por el pequeño y poderoso partido de los conservadores inamovibles, a quienes mis reformas incomodaban, vivía cómodamente instalado en ese papel de critico silencioso del reinado. Poco a poco me había malquistado con mi hermana Paulina. De ella sólo había tenido una hija, casada con un tal Salinator, hombre de noble cuna y a quien exalté a la dignidad consular, pero que murió joven de resultas de la tisis. Fusco, su único hijo, fue educado por su pernicioso abuelo en el odio hacia mi persona. Pero entre nosotros el odio conservaba el decoro; no negué a Serviano su parte en las funciones públicas, aunque evitaba figurar a su lado en las ceremonias donde su avanzada edad le hubiera valido un lugar de mayor privilegio que el del emperador. Cada vez que volvía a Roma aceptaba concurrir a una de esas comidas de familia en la que todos se mantienen a la defensiva; cambiábamos correspondencia y sus cartas no carecían de ingenio. Pero a la larga toda esa insípida impostura había terminado por repugnarme. La posibilidad de quitarse la máscara en todas las ocasiones es una de las raras ventajas que reconozco a la vejez; valiéndome de ella, me negué a asistir a los funerales de Paulina. En el campamento de Bethar, en las peores horas de miseria física y de desaliento, la suprema amargura había sido la de pensar que Serviano alcanzaría su objeto, y que lo alcanzaría por mi culpa. Aquel octogenario tan parsimonioso con sus fuerzas se las arreglaría para sobrevivir a un enfermo de cincuenta y siete años. Si yo moría intestado, sabría conseguir a la vez los sufragios de los descontentos y la aprobación de quienes pensarían seguir siéndome fieles al elegir a mi cuñado. Su mínimo parentesco le serviría para echar abajo mi obra. Me decía, tratando de calmarme, que el imperio podía encontrar amos peores; después de todo Serviano tenía sus virtudes y hasta el torpe Fusco sería quizá digno de reinar algún día. Pero todo lo que me quedaba de energía se rebelaba contra esa mentira y deseaba seguir viviendo para aplastar a aquella víbora. En Roma volví a encontrarme con Lucio. En otros tiempos había contraído con él ciertos compromisos, de esos que nadie se preocupa de cumplir pero que yo había recordado. Verdad es, por lo demás, que jamás le prometí la púrpura imperial; no se hacen cosas así. Pero durante quince años había pagado sus deudas, sofocado los escándalos y nunca dejé de contestar sus cartas, que eran deliciosas pero que terminaban siempre con pedidos de dinero para él o de ascensos para sus protegidos. Demasiado unido a mi vida estaba para que pudiera excluirlo de ella si se me antojaba, pero lejos me hallaba de querer tal cosa. Su conversación era deslumbrante; aquel joven a quien muchos consideraban trivial, había leído más y mejor que los literatos profesionales. Tenía el más exquisito gusto para todas las cosas; se tratara de personas, objetos, usos, o de la manera más justa de escandir un verso griego. En el Senado, donde tenía fama de hábil, había logrado celebridad como orador; sus discursos, concisos y ornados a la vez, servían de flamantes modelos a los profesores de elocuencia. Lo hice nombrar pretor, y más tarde cónsul, funciones que cumplió satisfactoriamente. Algunos años atrás lo había casado con la hija de Nigrino, uno de los tenientes imperiales ejecutados al comienzo de mi reino; aquella unión pasó a ser el emblema de mi política de pacificación. El matrimonio no fue muy feliz; la joven esposa se quejaba del abandono de Lucio, de quien tenía sin embargo tres hijos, uno de ellos varón. A sus quejas casi continuas, Lucio respondía con helada cortesía que uno se casa por su familia y no por si mismo, y que un contrato tan grave no se aviene con los despreocupados juegos del amor. Su complicado sistema requería hermosas amantes para el espectáculo, y fáciles esclavos para la voluptuosidad. Se estaba matando a fuerza de placer, pero como un artista se mata realizando una obra de arte; y no soy yo quien he de reprochárselo. Lo miraba vivir. Mi opinión sobre él se modificaba de continuo, cosa que sólo sucede con aquellos seres que nos tocan de cerca; a los demás nos contentamos con juzgarlos en general y de una vez por todas. A veces me inquietaba alguna estudiada insolencia, una dureza, una palabra fríamente frívola; pero casi siempre me dejaba arrastrar por aquel ingenio rápido y ligero, en el que una observación acerada permitía presentir bruscamente al estadista futuro. Hablaba de él a Marcio Turbo, quien una vez terminada su fatigosa jornada de prefecto del pretorio venia todas las noches a charlar sobre las cuestiones del momento y a jugar conmigo una partida de dados; juntos volvíamos a examinar minuciosamente las posibilidades que tenía Lucio de cumplir adecuadamente una carrera de emperador. Mis amigos se asombraban de mis escrúpulos, algunos encogiéndose de hombros, me aconsejaban tomar el partido que más me agradara; gentes así se imaginan que uno puede legar la mitad del mundo como si dejara una casa de campo. Durante la noche volvía a pensar en el asunto. Lucio tenía apenas treinta años. ¿Qué era César a los treinta años sino un hijo de buena familia, cubierto de deudas y manchado de escándalos? Como en los negros días de Antioquía, antes de ser adoptado por Trajano, pensaba con el corazón oprimido que nada es más lento que el verdadero nacimiento de un hombre; yo mismo había pasado los treinta años cuando la campaña de Panonia me abrió los ojos sobre las responsabilidades del porvenir; y a veces me parecía que Lucio era un hombre más cumplido que yo a esa edad. A raíz de una crisis de sofocación más grave que las anteriores —aviso de que ya no había tiempo que perder— me decidí bruscamente y adopté a Lucio, quien tomó el nombre de Elio César. Su ambición era negligente; exigía sin avidez, habituado desde siempre a conseguirlo todo; por ello recibió con la mayor desenvoltura mi decisión. Cometí la imprudencia de decir que aquel príncipe rubio sería admirablemente hermoso vestido de púrpura; los maldicientes se apresuraron a sostener que yo pagaba con un imperio la voluptuosa intimidad de otrora. Aquello equivalía a no comprender la forma en que piensa un jefe, por poco que merezca su título y su puesto. Si consideraciones de esa especie hubieran desempeñado algún papel en la adopción, Lucio no era el único en quien podría haber fijado mi atención. Mi mujer acababa de morir en su residencia del Palatino, que seguía prefiriendo a Tíbur y donde había vivido rodeada de una pequeña corte de amigos y parientes españoles, únicos que contaban para ella. Las consideraciones, las cortesías, las débiles tentativas de entendimiento habían cesado poco a poco entre nosotros, dejando al desnudo la irritación, el rencor y, por parte de ella, el odio. Fui a visitarla en sus últimos tiempos: la enfermedad había agriado aún más su carácter áspero y melancólico; la entrevista le dio ocasión de proferir violentas recriminaciones que la aliviaron y que tuvo la indiscreción de hacer ante testigos. Se felicitaba de morir sin hijos; pues mis hijos se hubieran parecido a mí y ella les hubiera mostrado la misma aversión que a su padre. Aquella frase en la que supura tanto rencor fue la única prueba de amor que me haya dado Sabina. A su muerte removí esos recuerdos tolerables que siempre deja algún ser cuando nos tomamos el trabajo de buscarlos; rememoraba una cesta de frutas que me enviara para mi cumpleaños, después de una querella; mientras pasaba en litera por las estrechas calles del municipio de Tíbur, frente a la modesta casa que había pertenecido a mi suegra Matidia evocaba con amargura algunas noches de un lejano estío, cuando vanamente había tratado de hallar placer junto a aquella joven esposa fría y dura. La muerte de mi mujer me conmovía menos que la de la buena Areté, intendenta de la Villa, a quien un acceso de fiebre arrebató ese mismo invierno. Como la letal enfermedad de la emperatriz, que los médicos no habían sido capaces de diagnosticar, le produjera hacia el fin atroces dolores de entrañas, se me acusó de haber empleado el veneno y aquel rumor insensato halló fácil crédito. De más está decir que un crimen tan superfluo no me había tentado nunca. Quizá la muerte de mi mujer impulsó a Serviano a jugar el todo por el todo. La influencia que tenía Sabina en Roma favorecía su causa; con ella se derrumbaba uno de sus sostenes más respetables. Por otra parte Serviano acababa de cumplir noventa años, y tampoco él tenía tiempo que perder. Llevaba varios meses tratando de atraerse a pequeños grupos de oficiales de la guarda pretoriana; su atrevimiento llegó al punto de explotar el respeto supersticioso que inspira la edad avanzada, y hacerse tratar como emperador a puertas cerradas. Poco tiempo antes había yo reforzado la policía secreta militar, institución que me parece repugnante pero que en esta oportunidad probó su utilidad. Nada ignoraba de aquellos conciliábulos que parecían tan secretos, y en los cuales Serviano enseñaba a su nieto el arte de las conspiraciones. La adopción de Lucio no sorprendió al anciano, pues hacía mucho que tomaba mi incertidumbre por una decisión hábilmente disimulada, pero aprovechó para obrar el momento en que el acta de adopción era todavía materia de controversias en Roma. Su secretario Crescencio, cansado de cuarenta años de fidelidad mal retribuida, delató el proyecto, la fecha y el lugar de ejecución, y el nombre de los cómplices. Mis enemigos no habían desplegado mayor imaginación: se limitaban a copiar el atentado concebido en otros tiempos por Nigrino y Quieto. Debían matarme durante una ceremonia religiosa en el Capitolio; mi hijo adoptivo caería conmigo. Aquella misma noche tomé mis precauciones. Nuestro enemigo había vivido demasiado, y yo quería dejar a Lucio una herencia libre de peligros. Alrededor de la duodécima hora, en un frío amanecer de febrero, un tribuno portador de la sentencia de muerte de Serviano y de su nieto se presentó en casa de mi cuñado; tenía la consigna de esperar en el vestíbulo hasta que la orden que llevaba fuese cumplida. Serviano mandó llamar a su médico y todo transcurrió decorosamente. Antes de morir, me deseó que expirara lentamente, atormentado por un mal incurable, sin gozar como él del privilegio de una breve agonía. Sus votos ya se han cumplido. No había ordenado con alegría aquella doble ejecución, pero más tarde no sentí la menor lástima ni el menor remordimiento. Una vieja cuenta quedaba liquidada; eso era todo. Jamás he creído que la edad sea una excusa para la malignidad humana; ante bien, me parece una circunstancia agravante. La sentencia de Akiba y sus acólitos me había hecho vacilar mucho más; viejo por viejo, prefería el fanático al conspirador. En cuanto a Fusco, por mediocre que fuera y por más que su odioso abuelo lo hubiera prevenido contra mí, era el nieto de Paulina. Pero por más que se diga, los lazos de la sangre son harto débiles cuando no los refuerza el afecto; basta ver lo que ocurre entre las gentes cada vez que hay una herencia en litigio. Más lástima me daba la juventud de Fusco, que apenas tenía dieciocho años, pero el interés del Estado exigía ese desenlace que el viejo Serviano, se diría que con placer, había vuelto inevitable. Y yo me sentía demasiado próximo a mi propia muerte para ponerme a meditar sobre ese doble fin. Durante algunos días Marcio Turbo redobló la vigilancia; los amigos de Serviano hubieran podido vengarlo. Pero nada ocurrió, ni atentado, ni sedición, ni protestas. Yo no era el recién llegado que busca atraerse la opinión pública luego de la ejecución de cuatro tenientes imperiales; diecinueve años de justicia decidían a mi favor. Mis enemigos eran execrados en masa, y la multitud aprobó que me hubiera desembarazado de un traidor. Lamentaron la muerte de Fusco, sin considerarlo por ello inocente. Sé que el Senado no me perdonaba haber fulminado una vez más a uno de sus miembros; pero callaba, y callaría hasta mi muerte. Al igual que antaño, una dosis de clemencia no tardó en mitigar la dosis de rigor: ninguno de los partidarios de Serviano fue molestado. Esta regla tuvo una sola excepción: el eminente Apolodoro, bilioso depositario de los secretos de mi cuñado, y que pereció con él. Hombre de talento, había sido el arquitecto favorito de mi predecesor y a él se debía la erección de la Columna Trajana. Entre nosotros no existía el menor afecto; en un tiempo se había burlado de mis torpes trabajos de aficionado, mis aplicadas naturalezas muertas con calabazas y zapallos. Por mi parte había criticado sus obras con presunción de muchacho. A su tiempo Apolodoro denigró las mías, pues todo lo ignoraba de las grandes épocas del arte griego; aquel lógico al ras del suelo me reprochaba haber poblado nuestros templos con estatuas tan colosales que, de levantarse, romperían con la frente la bóveda de sus santuarios; crítica estúpida, que ofende a Fidias más que a mí. Pero los dioses no se levantan; no se levantan para prevenimos, ni para protegernos, ni para recompensarnos, ni para castigarnos. No se levantaron aquella noche para salvar a Apolodoro. Al llegar la primavera, la salud de Lucio empezó a preocuparme seriamente. Una mañana, en Tíbur, fuimos después del baño a la palestra donde Celer se ejercitaba en compañía de otros jóvenes. Alguien propuso disputar una de esas pruebas en la que cada participante corre armado de un escudo y una pica. Lucio se hizo a un lado como de costumbre, pero acabó por ceder a nuestras bromas amistosas. Mientras se equipaba, quejóse del peso del escudo; comparado con la sólida belleza de Celer, aquel esbelto cuerpo parecía frágil. Al cabo de unas pocas vueltas se detuvo privado de aliento y se desplomó vomitando sangre. El accidente no tuvo consecuencias, y Lucio se repuso pronto: Yo me había alarmado mucho; hubiera debido tranquilizarme menos rápidamente. A los primeros síntomas de la enfermedad de Lucio opuse la obtusa confianza de un hombre robusto, su implícita fe en las inagotables reservas de la juventud, en el excelente funcionamiento del cuerpo. También él se engañaba; lo sostenía un liviano ardor, y su vivacidad lo inducía a las mismas ilusiones que a nosotros. Mis mejores años habían transcurrido viajando, en los campamentos y las vanguardias; había apreciado personalmente las virtudes de una vida ruda, el efecto salubre de las regiones secas o heladas. Decidí nombrar a Lucio gobernador de aquella misma Panonia donde había hecho mi primera experiencia de jefe. La situación en esa frontera no tenía la gravedad de otrora; su tarea se limitaría a los sosegados trabajos del administrador civil o a inspecciones militares sin peligro. Pero aquel país lleno de dificultades lo curaría de la molicie romana; aprendería a conocer mejor el inmenso mundo que Roma gobierna y del cual depende. Lucio temía los climas bárbaros y no comprendía que pudiera gozarse de la vida en otro lugar que en Roma. Aceptó, sin embargo, con la habitual complacencia que demostraba toda vez que trataba de serme grato. Durante el verano leí atentamente sus informes oficiales, así como otros secretos que me enviaba Domicio Rogato, hombre de confianza que había puesto junto a Lucio en calidad de secretario con el encargo de vigilarlo. Quedé satisfecho: Lucio demostró en Panonia esa seriedad que yo le exigía y que quizá hubiera perdido después de mi muerte. Por otra parte se condujo brillantemente en una serie de combates de caballería en los puestos avanzados. En la provincia, como en todas partes, su encanto no tardaba en imponerse, y su sequedad un poco mordiente no le perjudicaba; por lo menos no sería uno de esos príncipes bonachones que se dejan gobernar por una camarilla. A comienzos del otoño atrapó un enfriamiento. Pareció curarse en seguida, pero la tos no tardó en reaparecer; la fiebre persistía, hasta no abandonarlo más. A una mejoría pasajera siguió una grave recaída en la primavera siguiente. Los boletines de los médicos me aterraron; el correo público que acababa de establecer, con sus postas de caballos y vehículos a lo largo de inmensos territorios, parecía funcionar tan sólo para traerme lo más rápidamente posible, todas las mañanas, noticias del enfermo. No me perdonaba haberme mostrado inhumano con él por temor de ser o parecer demasiado indulgente. Tan pronto estuvo lo bastante repuesto como para soportar el viaje, lo hice volver a Italia. Acompañado por el viejo Rufo de Éfeso, especialista en tisis, fue personalmente a esperar al puerto de Bayas a mi frágil Elio César. Aunque el clima de Tíbur es mejor que el de Roma, no se presta sin embargo para las enfermedades pulmonares, por lo cual había resuelto hacerle pasar el otoño en esa región más favorable. El navío fondeó en pleno golfo; una pequeña embarcación trajo a tierra al enfermo y a su médico. Su rostro torturado parecía aún más flaco bajo la corta barba que le cubría las mejillas y que se dejaba para asemejarse a mí. Pero sus ojos habían conservado el duro brillo de las piedras preciosas. Su primera palabra fue para recordarme que sólo había vuelto obedeciendo a mis órdenes; su administración había sido irreprochable y me había obedecido en todo. Se portaba como un colegial que justifica el empleo del día. Lo instalé en la misma villa de Cicerón donde antaño, cuando tenía dieciocho años, había pasado conmigo una temporada; tuvo la elegancia de no referirse jamás a aquellos tiempos. Los primeros días me dieron la impresión de una victoria sobre la enfermedad. En sí misma, la vuelta a Italia valía por un remedio; el país era de color púrpura y rosa en aquel momento del año. Pero vinieron las lluvias, y un viento húmedo sopló desde el mar gris; la vieja casa, construida durante la República, carecía de las comodidades más modernas de la villa de Tíbur; yo miraba a Lucio, que calentaba melancólicamente sobre el brasero sus largos dedos cargados de sortijas. Hermógenes había vuelto de Oriente, adonde lo enviara para renovar y completar su provisión de medicamentos. Ensayó en Lucio los efectos de un barro impregnado de potentes sales minerales; sus aplicaciones tenían fama de panacea, pero no fueron mejores para sus pulmones que para mis arterias. La enfermedad dejaba al desnudo los peores aspectos de aquel carácter seco y ligero. Su mujer vino a visitarlo, y la entrevista acabó como siempre con palabras amargas; ella no volvió más. Le trajeron a su hijo, hermoso niño de siete años, llena de sonrisas la boca aún sin dientes; Lucio lo miró con indiferencia. Se informaba ávidamente de las noticias políticas de Roma; le interesaban como jugador, no como estadista. Pero su frivolidad seguía siendo una forma de valor; despertaba de largas tardes de sufrimiento o de sopor, para entregarse entero a una de esas deslumbrantes conversaciones de antaño; aquel rostro bañado en sudor sabía todavía sonreír; el descarnado cuerpo se alzaba con gracia para recibir al médico: Sería hasta el fin el príncipe de marfil y oro. De noche, incapaz de dormir, me instalaba en el aposento del enfermo. Celer, que quería poco a Lucio pero que me es demasiado fiel para no servir solicito a quienes me son caros, aceptaba velar a mi lado; del lecho brotaba un continuo estertor. Me invadía una amargura profunda como el mar: Lucio no me había querido nunca, nuestras relaciones no habían tardado en convertirse en las del hijo pródigo y el padre condescendiente; aquella vida había transcurrido sin grandes proyectos, sin pensamientos graves, sin pasiones ardientes; había dilapidado sus años como un derrochador tira monedas de oro. Me había apoyado en un muro en ruinas; pensaba colérico en las enormes sumas gastadas para su adopción, en los trescientos millones de sextercios distribuidos a los soldados. En cierto modo mi triste suerte continuaba: había podido satisfacer mi antiguo deseo de dar a Lucio todo lo que puede darse. Pero el Estado no sufriría y yo no correría el riesgo de quedar deshonrado por mi elección. En lo más hondo de mí mismo llegaba a temer que mejorara; si por un azar se arrastraba todavía algunos años, ¿cómo legar el imperio a esa sombra? Sin hacerme jamás una pregunta, él parecía penetrar en mi pensamiento sobre este punto; sus ojos seguían ansiosos mis menores gestos. Lo había nombrado cónsul por segunda vez, y él se inquietaba al no poder cumplir con sus funciones; el temor de desagradarme lo empeoró. |