Memorias de Adriano




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títuloMemorias de Adriano
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fecha de publicación15.08.2016
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Muchas veces, en primavera, cuando el deshielo me permitía aventurarme hasta las regiones interiores, me ocurrió dar la espalda al horizonte austral que encerraba los mares y las islas bien conocidas, y al occidental, donde en alguna parte el sol se ponía sobre Roma, y soñar con adentrarme en aquellas estepas, superando los contrafuertes del Cáucaso, hacia el norte o el Asia más lejana. ¿Qué climas, qué fauna, qué razas humanas habría descubierto, qué imperios ignorantes del nuestro como nosotros de los suyos, o conociéndonos a lo sumo por algunas mercancías transmitidas de mano en mano por los traficantes, tan raras para ellos como la pimienta de la India y el grano de ámbar de las regiones bálticas para nosotros? En Odessos, un negociante que volvía después de un viaje de muchos años me regaló una piedra verde semitransparente, al parecer una sustancia sagrada procedente de un inmenso reino cuyos bordes había costeado, y cuyas costumbres y dioses no habían despertado el interés de aquel hombre sumido en la estrechez de su ganancia. La extraña gema me produjo el mismo efecto que una piedra caída del cielo, meteoro de otro mundo. Conocemos aún muy mal la configuración de la tierra, pero no comprendo que uno pueda resignarse a esa ignorancia. Envidio a aquellos que lograrán dar la vuelta a los doscientos cincuenta mil estadios griegos tan bien calculados por Eratóstenes y cuyo recorrido nos traería otra vez al punto de partida. Me imaginaba a mí mismo tomando la simple decisión de seguir adelante por el sendero que reemplazaba nuestras rutas. Jugaba con esa idea... Estar solo, sin bienes, sin prestigio, sin ninguno de los beneficios de una cultura, exponiéndose en medio de hombres nuevos, entre azares vírgenes... Ni que decir que era un sueño, el más breve de todos. Aquella libertad que me inventaba sólo existía a la distancia; muy pronto hubiera recreado todo lo que acababa de abandonar. Más aún: en todas partes sólo hubiera sido un romano ausente. Una especie de cordón umbilical me ataba a la Ciudad. Quizá en aquella época, en aquel puesto de tribuno, me sentía más estrechamente ligado al imperio de lo que me siento hoy como emperador, por la misma razón que el hueso del puño es menos libre que el cerebro. Y sin embargo soñé ese sueño monstruoso que hubiera hecho estremecerse a nuestros antepasados, prudentemente confinados en su tierra del Lacio, y haberlo albergado en mí un instante me diferencia para siempre de ellos.

Trajano estaba a la cabeza de las tropas en la Germania inferior; el ejército del Danubio me designó portador de sus felicitaciones al nuevo heredero del imperio. Me hallaba a tres días de marcha de Colonia, en plena Galia, cuando en un alto del camino me fue anunciada la muerte de Nerva. Sentí la tentación de adelantarme al correo imperial y de llevar personalmente a mi primo la noticia de su advenimiento. Partí al galope, sin detenerme en parte alguna, salvo en Tréveris, donde mi cuñado Serviano residía en calidad de gobernador. Cenamos juntos. La alocada cabeza de Serviano estaba llena de vapores imperiales. Hombre tortuoso, empeñado en perjudicarme o por lo menos en impedirme agradar, concibió el plan de adelantárseme enviando su propio correo a Trajano. Dos horas después fui atacado al vadear un río; los asaltantes hirieron a mi ordenanza y mataron nuestros caballos. Pudimos sin embargo apoderarnos de uno de los agresores, antiguo esclavo de mi cuñado, quien confesó todo. Serviano hubiera debido darse cuenta de que no es tan fácil impedir que un hombre resuelto continúe su camino, a menos de matarlo, y era demasiado cobarde para llegar a ese punto. Tuve que hacer doce millas a pie antes de dar con un campesino que me vendiera su caballo. Llegué esa misma noche a Colonia, aventajando apenas al correo de mi cuñado. Esta especie de aventura tuvo éxito, y el ejército me recibió con un entusiasmo acrecentado. El emperador me retuvo a su lado en calidad de tribuno de la Segunda Legión, la Fiel.

Había recibido la noticia de su advenimiento con admirable desenvoltura. Hacía mucho que la esperaba, y sus proyectos no cambiaban en absoluto. Seguía siendo el de siempre, el que sería hasta su muerte: un jefe. Pero había tenido la virtud de adquirir, gracias a una concepción totalmente militar de la disciplina, una idea de lo que es el orden en el Estado. Todo, por lo menos al principio, giraba en torno a esta idea, incluso sus planes de guerra y sus proyectos de conquista. Emperador-soldado, pero en modo alguno soldado-emperador. Nada cambió en su vida; su modestia prescindía tanto de la afectación como del empaque. Mientras el ejército se regocijaba, él asumía sus nuevas responsabilidades como parte del trabajo cotidiano, y mostraba a sus íntimos una sencilla satisfacción.

Yo le inspiraba muy poca confianza. Veinticuatro años mayor que yo, mi primo era mi co-tutor desde la muerte de mi padre. Cumplía sus obligaciones familiares con seriedad provinciana: estaba pronto a hacer lo imposible para ayudarme si mostraba ser digno, y a tratarme con más rigor que nadie si resultaba incompetente. Se había enterado de mis locuras de muchacho con una indignación en modo alguno injustificada, pero que sólo se da en el seno de las familias; por lo demás mis deudas lo escandalizaban mucho más que mis travesuras. Otros rasgos de mi carácter lo inquietaban; poco cultivado, sentía un respeto conmovedor por los filósofos y los letrados, pero una cosa es admirar de lejos a los grandes filósofos y otra tener a su lado a un joven teniente demasiado teñido de literatura. No sabiendo dónde se situaban mis principios, mis contenciones, mis frenos, me suponía desprovisto de ellos y sin recursos contra mí mismo. De todas maneras, jamás había yo cometido el error de descuidar el servicio. Mi reputación de oficial lo tranquilizaba, pero para él no era más que un joven tribuno de brillante porvenir, que había que vigilar de cerca.

Un incidente de la vida privada estuvo muy pronto a punto de perderme. Un bello rostro me conquistó. Me enamoré apasionadamente de un jovencito que también había llamado la atención del emperador. La aventura era peligrosa, y la saboreé como tal. Cierto Galo, secretario de Trajano, que desde hacia mucho se creía en el deber de detallarle mis deudas, nos denunció al emperador. Su irritación fue grande, y yo pasé un mal momento. Algunos amigos, entre ellos Acilio Atiano, hicieron lo posible por impedir que se obstinara en un resentimiento tan ridículo. Acabó cediendo a sus instancias, y la reconciliación, al principio muy poco sincera por ambas partes, fue más humillante para mí que todas las escenas de cólera. Confieso haber guardado a Galo un odio incomparable. Muchos años más tarde fue condenado por falsificación de escrituras públicas, y me sentí —con qué delicia— vengado.

La primera expedición contra los dacios comenzó al año siguiente. Por gusto y por política me he opuesto siempre al partido de la guerra, pero hubiera sido más o menos que un hombre si las grandes empresas de Trajano no me hubieran embriagado. Vistos en conjunto y a distancia, aquellos años de guerra se cuentan entre los más dichosos para mí. Su comienzo fue duro, o así me pareció. Empecé desempeñando puestos secundarios, pues aún no había alcanzado la total benevolencia de Trajano. Pero conocía el país y estaba seguro de ser útil. Casi a pesar mío, invierno tras invierno, campamento tras campamento, batalla tras batalla, sentía crecer mis objeciones a la política del emperador; en aquella época no tenía ni el deber ni el derecho de expresar esas objeciones en voz alta, aparte de que nadie me hubiera escuchado. Situado más o menos al margen, en el quinto o el décimo lugar, conocía tanto mejor a mis tropas y compartía más íntimamente su vida. Gozaba de cierta libertad de acción, o más bien de cierto desasimiento frente a la acción misma, que no es fácil permitirse una vez que se llega al poder y se han pasado los treinta años. Tenía mis ventajas: el gusto por ese duro país, mi pasión por todas las formas voluntarias —por lo demás intermitentes— de desposeimiento y austeridad. Quizá era el único de los oficiales jóvenes que no añoraba Roma. Cuanto más se iban alargando en el lodo y en la nieve los años de la campaña, más ponían de relieve mis recursos.

Viví entonces una época de exaltación extraordinaria, debida en parte a la influencia de un pequeño grupo de tenientes que me rodeaba y que habían traído extraños dioses del fondo de las guarniciones asiáticas. El culto de Mitra, menos difundido entonces de lo que llegó a ser luego de nuestras expediciones contra los partos, me conquistó un momento por las exigencias de su arduo ascetismo, que tendía duramente el arco de la voluntad, por la obsesión de la muerte, del hierro y la sangre, que exaltaba al nivel de explicación del mundo la aspereza trivial de nuestras vidas de soldados. Nada hubiera debido oponerse más a las ideas que empezaba yo a abrigar acerca de la guerra, pero aquellos ritos bárbaros, que crean entre los afiliados vínculos de vida y de muerte, halagaban los más íntimos ensueños de un joven ansioso de presente, incierto ante el porvenir, y por ello mismo abierto a los dioses. Fui iniciado en una torrecilla de madera y juncos, a orillas del Danubio, teniendo por asistente a Marcio Turbo, mi compañero de armas. Me acuerdo de que el peso del toro agonizante estuvo a punto de derrumbar el piso bajo cuya abertura me hallaba para recibir la sangrienta aspersión. Más tarde he reflexionado sobre los peligros que estas sociedades casi secretas pueden hacer correr al estado si su príncipe es débil, y he terminado por reprimirlas rigurosamente, pero reconozco que frente al enemigo confieren a sus adeptos una fuerza casi divina. Cada uno de nosotros creía escapar a los estrechos limites de su condición de hombre, se sentía a la vez él mismo y el adversario, asimilado al dios de quien ya no se sabe si muere bajo forma bestial o mata bajo forma humana. Aquellos ensueños extraños, que hoy llegan a aterrarme, no diferían tanto de las teorías de Heráclito sobre la identidad del arco y del blanco. En aquel entonces me ayudaban a tolerar la vida. La victoria y la derrota se mezclaban, confundidas, rayos diferentes de la misma luz solar. Aquellos infantes dacios que pisoteaban los cascos de mi caballo, aquellos jinetes sármatas abatidos más tarde en encuentros cuerpo o cuerpo donde nuestras cabalgaduras encabritadas se mordían en pleno pecho, a todos podía yo herirlos más fácilmente por cuanto me identificaba con ellos. Abandonado en un campo de batalla, mi cuerpo despojado de sus ropas no hubiera sido tan distinto de los suyos. El choque de la última estocada hubiera sido el mismo. Te confieso así pensamientos extraordinarios, que se cuentan entre los más secretos de mi vida, y una extraña embriaguez que jamás he vuelto a encontrar exactamente bajo esa forma.

Cierto número de acciones brillantes, que quizá no hubieran llamado la atención en un simple soldado, me dieron renombre en Roma y una suerte de gloria en el ejército. La mayoría de mis supuestas proezas no eran más que inútiles bravatas; con cierta vergüenza descubro hoy, detrás de esa exaltación casi sagrada de que hablaba hace un momento, un bajo deseo de agradar a toda costa y atraer la atención sobre mí. Así, un día de otoño, crucé a caballo el Danubio henchido por las lluvias, llevando el pesado equipo de los soldados bátavos. En este hecho de armas, silo fue, mi cabalgadura tuvo más mérito que yo. Pero ese período de locuras heroicas me enseñó a distinguir entre los diversos aspectos del coraje. Aquel que me gustaría poseer de continuo es glacial, indiferente, libre de toda excitación física, impasible como la ecuanimidad de un dios. No me jacto de haberlo alcanzado jamás. La falsificación que utilicé más tarde no pasaba de ser, en mis días malos, una cínica despreocupación hacia la vida, y en los días buenos, un sentimiento del deber al cual me aferraba. Pero muy pronto, por poco que durara el peligro, el cinismo o el sentimiento del deber cedían a un delirio de intrepidez, especie de extraño orgasmo del hombre unido a su destino. A la edad que tenía entonces, aquel ebrio coraje persistía sin cesar. Un ser embriagado de vida no prevé la muerte; ésta no existe, y él la niega con cada gesto. Si la recibe, será probablemente sin saberlo; para él no pasa de un choque o de un espasmo. Sonrío amargamente cuando me digo que hoy consagro un pensamiento de cada dos a mi propio fin, como si se necesitaran tantos preparativos para decidir a este cuerpo gastado a lo inevitable. En aquella época, en cambio, un joven que mucho hubiera perdido de no vivir algunos años más, arriesgaba alegremente su porvenir todos los días.

Sería fácil interpretar lo que antecede como la historia de un soldado demasiado intelectual, que busca hacerse perdonar sus libros. Pero estas perspectivas simplificadas son falsas. Diversos personajes reinaban en mi sucesivamente, ninguno por mucho tiempo, pero el tirano caído recobraba rápidamente el poder. Albergaba así al oficial escrupuloso, fanático de disciplina, pero que compartía alegremente las privaciones de la guerra con sus hombres; al melancólico soñador de los dioses, al amante dispuesto a todo por un instante de vértigo, al joven teniente altanero que se retira a su tienda, estudia sus mapas a la luz de la lámpara, sin ocultar a los amigos su desprecio por la forma en que van las cosas, y al estadista futuro. Pero tampoco olvidemos al innoble adulador, que para no desagradar consentía en emborracharse en la mesa imperial, al jovenzuelo que opinaba sobre cualquier cosa con ridícula seguridad; al conversador frívolo, capaz de perder a un buen amigo por una frase ingeniosa; al soldado que cumplía con precisión maquinal sus bajas tareas de gladiador. Y mencionemos también a ese personaje vacante, sin nombre, sin lugar en la historia, pero tan yo como todos los otros, simple juguete de las cosas, ni más ni menos que un cuerpo, tendido en su lecho de campaña, distraído por un olor, ocupado por un aliento, vagamente atento a un eterno zumbido de abeja. Y sin embargo, poco a poco, un recién venido entraba en función: un hombre de teatro, un director de escena. Conocía el nombre de mis actores; arreglaba para ellos entradas y salidas plausibles; cortaba las réplicas inútiles; evitaba gradualmente los efectos vulgares. Aprendía por fin a no abusar del monólogo. Poco a poco mis actos me iban formando.

Las hazañas militares hubieran podido valerme la enemistad de un hombre menos grande que Trajano. Pero el coraje era el único lenguaje que comprendía inmediatamente y cuyas palabras llegaban a su corazón. Acabó por ver en mía un segundo, casi a un hijo, y nada de lo que sucedió más tarde pudo separarnos del todo. Por mi parte, algunas de mis nacientes objeciones a su política fueron dejadas momentáneamente de lado, olvidadas frente al admirable genio que Trajano desplegaba en el ejército. Siempre me ha gustado ver trabajar a un gran especialista. En lo suyo, el emperador poseía una habilidad y una seguridad inigualables. Al frente de la Legión Minervina, la más gloriosa de todas, fui designado para destruir las últimas defensas del enemigo en la región de las Puertas de Hierro. Luego del sitio de la ciudadela de Sarmizegetusa, entré con el emperador a la sala subterránea donde los consejeros del rey Decebalo acababan de envenenarse en el curso de un banquete final; Trajano me ordenó hacer quemar aquel extraño amontonamiento de muertos. Por la noche, en la escarpa del campo de batalla, me puso en el dedo el anillo de diamantes que había recibido de Nerva, y que representaba en cierto modo la prenda de la Sucesión del poder. Aquella noche dormí contento.

Mi incipiente popularidad dio a mi segunda estadía en Roma algo de ese sentimiento de euforia que habría de volver a encontrar en un grado mucho mayor durante mis años de felicidad. Trajano me había entregado dos millones de sextercios para hacer regalos al pueblo. La suma no era bastante, pero yo gozaba ya de la administración de mi propia fortuna, que era considerable, y vivía a salvo de preocupaciones de dinero. Había perdido en gran medida mi innoble temor de desagradar. Una cicatriz en el mentón me proporcionó el pretexto para usar la corta barba de los filósofos griegos. Impuse a mi vestimenta una simplicidad que exageré todavía más en la época imperial; mi tiempo de brazaletes y perfumes había terminado. No importaba que esta simplicidad fuese todavía una actitud. Lentamente me iba habituando a la privación por sí misma y a ese contraste que amé más tarde entre una colección de gemas preciosas y las manos desnudas del coleccionista. A propósito de vestimentas, durante el año en que serví como tribuno del pueblo me ocurrió un incidente del cual se extrajeron presagios. Un día en que me tocaba hablar en público bajo la lluvia, perdí mi abrigo de gruesa lana gala. Obligado a pronunciar mi discurso envuelto en una toga, por cuyos pliegues resbalaba el agua como en otros tantos canalones, me pasaba a cada momento la mano por la frente para secar la lluvia que me llenaba los ojos. Resfriarse es en Roma un privilegio de emperador, puesto que le está vedado llevar cualquier otra prenda que no sea la toga; a partir de aquel día, la vendedora de la esquina y el voceador de sandías creyeron en mi fortuna.

Se habla con frecuencia de los ensueños de la juventud. Pero se olvidan demasiado sus cálculos. También son ensueños, y no menos alocados que los otros. No era yo el único en soñarlos durante aquel período de fiestas romanas; el ejército entero se precipitaba a la carrera de los honores. Entré asaz alegremente en ese papel de ambicioso que jamás he podido representar mucho tiempo con convicción, o sin los constantes auxilios de un apuntador. Acepté desempeñar con la más prudente exactitud la aburrida función de curador de las actas del Senado, y cumplir mi tarea con provecho. El lacónico estilo del emperador, admirable en el ejército, resultaba insuficiente para Roma; la emperatriz, cuyos gustos literarios se parecían a los míos, lo persuadió de que me dejara preparar sus discursos. Aquél fue el primero de los buenos oficios de Plotina. Logré éxito, tanto más que estaba acostumbrado a ese tipo de complacencias. En la época de mis penosos comienzos, muchas veces había redactado arengas para senadores cortos de ideas o de estilo, y que acababan por creerse sus verdaderos autores. Trabajar para Trajano me produjo un placer semejante al que los ejercicios de retórica me habían proporcionado en la adolescencia; a solas en mi habitación, estudiando mis efectos ante un espejo, me sentía emperador. La verdad es que aprendí a serlo; las audacias de que no me hubiera creído capaz se volvían fáciles cuando era otro quien las endosaba. El pensamiento del emperador, simple pero inarticulado, y por tanto oscuro, se me hizo familiar; me jactaba de conocerlo un poco mejor que él mismo. Me encantaba mimar el estilo militar del jefe, escucharlo pronunciar en el Senado frases que parecían típicas y de las cuales era yo responsable. Otras veces, estando enfermo Trajano, fui encargado de leer personalmente aquellos discursos de los cuales él ya no se enteraba; mi elocución por fin irreprochable honraba las lecciones del actor trágico Olimpo.

Aquellas funciones casi secretas me valían la intimidad del emperador y hasta su confianza, pero la antigua antipatía continuaba. Por un momento había cedido al placer que un viejo príncipe siente al ver que un joven de su sangre inicia una carrera, pues con no poca ingenuidad imagina que habrá de continuar la suya. Pero quizá ese entusiasmo había brotado con tanta fuerza en el campo de batalla de Sarmizegetusa porque irrumpía a través de muchas capas superpuestas de desconfianza. Aun hoy creo que había allí algo más que la mextirpable animosidad basada en las querellas seguidas de difíciles reconciliaciones, en las diferencias de temperamento, o simplemente en los hábitos mentales de un hombre que envejece. El emperador detestaba instintivamente a los subalternos indispensables. Hubiera preferido en mí una mezcla de celo e irregularidad al cumplir mi cargo: le resultaba casi sospechoso a fuerza de técnicamente irreprochable. Bien se lo vio cuando la emperatriz creyó ayudar mi carrera arreglándome un casamiento con la sobrina nieta de Trajano. Éste se opuso obstinadamente al proyecto, alegando mi falta de virtudes domésticas, la extremada juventud de la elegida y hasta mis antiguas historias de deudas. la emperatriz se empecinó, y yo mismo insistí; a su edad, Sabina no dejaba de tener encantos. Aquel matrimonio, aligerado por una ausencia casi continua, fue para mí una frente tal de irritaciones y de inconvenientes, que me cuesta recordar que en su día representó un triunfo para un ambicioso de veintiocho años.

Ahora pertenecía más que nunca a la familia, y me vi forzado a vivir en su seno. Pero todo me desagradaba en ese medio, salvo el hermoso rostro de Plotina. Las comparsas españolas y los primos provincianos abundaban en la mesa imperial, así como más tarde habría de encontrarlos en las comidas de mi mujer, durante mis raras estadías en Roma; ni siquiera agregaré que volvía a encontrarlos envejecidos, pues ya en aquella época todos parecían centenarios. Una espesa cordura, algo como una rancia prudencia, emanaba de sus personas. Casi toda la vida del emperador había transcurrido en el ejército; Conocía Roma muchísimo menos que yo. Ponía una buena voluntad incomparable en rodearse de todo lo que la ciudad le ofrecía de mejor, o de lo que le presentaban como tal. El círculo oficial estaba compuesto por hombres de admirable integridad, pero cuya cultura era un tanto pesada, mientras su blanda filosofía no iba al fondo de las cosas. Nunca me ha placido mucho la afabilidad estirada de Plinio; la sublime tiesura de Tácito se me antoja que encierra la concepción del mundo de un republicano reaccionario y que se detiene en la época de la muerte de César. En cuanto al círculo extraoficial, era de una repelente grosería, lo que me evitó momentáneamente correr nuevos riesgos. Para todas aquellas gentes tan variadas, tenía yo la cortesía indispensable. Me mostraba deferente hacia unos, flexible ante otros, canallesco cuando hacía falta, hábil pero no demasiado hábil. Mi versatilidad me era necesaria; era múltiple por cálculo, ondulante por juego. Caminaba sobre la cuerda floja. No sólo me hubieran hecho falta las lecciones de un actor, sino las de un acróbata.

Por aquel entonces me reprocharon algunos adulterios con patricias. Dos o tres de aquellas relaciones tan criticadas duraron más o menos hasta comienzos de mi principado. Roma, tan propicia al libertinaje, no ha apreciado jamás el amor entre aquellos que gobiernan. Marco Antonio y Tito podrían dar testimonio de ello. Mis aventuras eran más modestas, pero teniendo en cuenta nuestras costumbres, no entiendo cómo un hombre a quien las cortesanas repugnaron siempre, y a quien el matrimonio hartaba ya, hubiera podido familiarizarse de otra manera con la variada sociedad de las mujeres. Mis enemigos, encabezados por el odioso Serviano, mi cuñado, que por tener treinta años más que yo podía aunar las atenciones del pedagogo con las del espía, pretendían que la ambición y la curiosidad pesaban en aquellos amores más que el amor mismo, que la intimidad con las esposas me hacía penetrar poco a poco en los secretos políticos de los maridos y que las confidencias de mis amantes valían para mí tanto como los informes policiales que habían de deleitarme más tarde. Verdad es que toda relación prolongada me valía casi inevitablemente la amistad de un esposo robusto o débil pomposo o tímido, y casi siempre ciego, pero por lo general extraía de ellas muy poco placer y menos provecho. Hasta debo confesar que ciertos relatos indiscretos de mis amantes, escuchados sobre la almohada, terminaban despertando simpatía por esos maridos tan burlados y tan mal comprendidos. Aquellas relaciones, harto agradables cuando las mujeres eran hábiles, llegaban a ser conmovedoras cuando eran hermosas. Yo estudiaba las artes, me familiarizaba con las estatuas; aprendía a conocer mejor a la Venus de Cnido o a Leda temblorosa bajo el peso del cisne. Era el mundo de Tibulo y de Propercio; una melancolía, un ardor un tanto ficticio pero obsesionante como una melodía en el modo frigio, besos furtivos en las escaleras, velos flotantes sobre los pechos, partidas al alba, y coronas de flores abandonadas en los umbrales.

Ignoraba casi todo de esas mujeres; lo que me daban de su vida cabía entre dos puertas entornadas; su amor, del que hablaban sin cesar, me parecía a veces tan liviano como sus guirnaldas, una joya de moda, un accesorio costoso y frágil; sospechaba que se adornaban con su pasión a la vez que con su carmín y sus collares. Mi vida era igualmente misteriosa para ellas; no querían conocerla, prefiriendo soñarla de la manera más arbitraria. Acababa por comprender que el espíritu del juego exigía esos disfraces perpetuos, esos excesos en la confesión y las quejas, ese placer tan pronto fingido como disimulado, esos encuentros concertados como figuras de danza. Aun durante las querellas esperaban de mí una réplica prevista, y la bella desconsolada se retorcía las manos como en escena.

Con frecuencia he pensado que los amantes apasionados de las mujeres están tan enamorados del templo y los accesorios del culto como de la diosa misma; hallan deleite en los dedos enrojecidos con alheña, en los perfumes frotados sobre la piel, en las mil astucias que exaltan la belleza y a veces la fabrican por entero. Aquellos tiernos ídolos diferían por completo de las grandes hembras bárbaras o de nuestras campesinas pesadas y graves; nacían de las volutas doradas de las grandes ciudades, de las cubas del tintorero o del vapor de los baños, tal como Venus de las olas griegas. Era casi imposible separarlas de la afiebrada dulzura de ciertas noches de Antioquía, de la excitación matinal de Roma, de los nombres famosos que ostentaban, del lujo en medio del cual su último secreto era el de mostrarse desnudas, pero jamás sin adornos. Yo hubiera querido más: la criatura humana despojada, a solas consigo misma, como alguna vez debería estarlo durante una enfermedad, a la muerte de un primogénito, al ver una arruga en el espejo. Un hombre que lee, que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos llega a escapar a lo humano. Pero mis amantes parecían empecinarse en pensar tan sólo como mujeres; el espíritu o el alma que yo buscaba no pasaba todavía de un perfume.

Debía de haber otra cosa, sin embargo. Disimulado tras de una cortina, como un personaje de comedia que espera la hora propicia, espiaba con curiosidad los rumores de un interior desconocido, el sonido particular de las charlas de mujeres, el estallido de una cólera o una risa, los murmullos de una intimidad, todo aquello que cesaba tan pronto me sabían allí. Los niños, la perpetua preocupación por los vestidos, las cuestiones de dinero, debían de adquirir en mi ausencia una importancia que me ocultaban; aun el marido tan befado se volvía esencial, quizá hasta lo amaban. Solía comparar a mis amantes con el rostro malhumorado de las mujeres de mi familia, las administradoras y las ambiciosas, ocupadas sin cesar en la liquidación de las cuentas matrimoniales o vigilar el tocado de los bustos de los antepasados. Me preguntaba si aquellas matronas estrecharían también a un amante bajo la glorieta del jardín, y si mis fáciles beldades no esperaban más que mi partida para reanudar una discusión con el intendente. Buscaba, bien o mal, unir esas dos caras del mundo de las mujeres.

El año pasado, poco después de la conspiración en la cual Serviano terminó perdiendo la vida, una de mis amantes de antaño se tomó el trabajo de ir a la Villa para denunciar a uno de sus yernos. No hice caso de la acusación, nacida quizá de un odio de suegra tanto como del deseo de serme útil. Pero me interesó la conversación, que sólo se refería, como en otros tiempos en el tribunal de herencias, a testamentos, tenebrosas maquinaciones entre pacientes cercanos, matrimonios intempestivos o desafortunados. Volvía a encontrar el estrecho circulo de las mujeres, su duro sentido práctico, su cielo que se vuelve gris tan pronto el amor deja de iluminarlo. Ciertas actitudes, una especie de áspera lealtad, me recordaron a mi fastidiosa Sabina. Las facciones de la visitante parecían aplastadas, fundidas, como si la mano del tiempo hubiera pasado y repasado brutalmente sobre una máscara de cera blanda; aquello que yo había consentido en tomar un momento por belleza, no había sido más que una flor de frágil juventud. Pero el artificio reinaba todavía: aquel rostro arrugado utilizaba torpemente la sonrisa. Los recuerdos voluptuosos, si alguna vez los hubo, se habían borrado completamente para mí; quedaba un intercambio de frases afables con una criatura marcada como yo por la enfermedad o la vejez, la misma buena voluntad algo impaciente que habría mostrado ante una vieja prima española o una parienta lejana venida de Narbona.

Me esfuerzo por recobrar un instante, entre los anillos de humo, las burbujas irisadas de un juego de niño. Pero olvidar es fácil... Tantas cosas han pasado desde aquellos livianos amores, que sin duda ya no reconozco su sabor; me place sobre todo negar que me hayan hecho sufrir. Y sin embargo hay una, entre aquellas amantes, que quise deliciosamente. Era a la vez más fina y más robusta, más tierna y más dura que las otras; aquel menudo torso curvo hacía pensar en un junco. Siempre aprecié la belleza de las cabelleras, esa parte sedosa y ondulante de un cuerpo, pero la cabellera de la mayoría de nuestras mujeres son torres, laberintos, barcas o nudos de víboras. La suya consentía en ser lo que yo amo que sean: el racimo de uvas de la vendimia, o el ala. Tendida de espaldas, apoyando en mi su pequeña cabeza orgullosa, me hablaba de sus amores con un impudor admirable. me gustaban su furor y su desasimiento en el placer, su gesto difícil y su encarnizamiento en destrozar su alma. Le conocí docenas de amantes; ya no llevaba la cuenta, y yo no era más que un comparsa que no exigía fidelidad. Se había enamorado de un bailarín llamado Batilo, tan hermoso, que todas las locuras se justificaban por adelantado. Sollozaba su nombre entre mis brazos; mi aprobación le devolvía el coraje. En otros momentos habíamos reído mucho juntos. Murió, joven, en una isla malsana donde la había exiliado su familia a consecuencia de un divorcio escandaloso. Me alegré por ella, pues temía envejecer, pero ese sentimiento no lo experimentamos jamás por aquellos que hemos amado verdaderamente. Aquella mujer tenía inmensas necesidades de dinero. Una vez me pidió que le prestara cien mil sextercios. Se los llevé al día siguiente. Se sentó en el suelo, figurilla de jugadora de dados, yació el saco y se puso a equilibrar las pilas resplandecientes. Yo sabia que para ella, como para todos nosotros los pródigos, las piezas de oro no eran monedas trabucantes marcadas con una cabeza de César, sino una materia mágica: una moneda personal en la que se había estampado la efigie de una quimera al lado del bailarín Batilo. Yo no existía ya. Ella estaba sola. Casi fea, arrugando la frente con una deliciosa indiferencia por su belleza, hacia y rehacía con los dedos las difíciles sumas, plegada la boca en un mohín de colegiala. Jamás me pareció más encantadora.
La noticia de las incursiones sármatas llegó a Roma mientras se celebraba el triunfo dacio de Trajano. La fiesta, largo tiempo diferida, llevaba ya ocho días. Se había precisado cerca de un año para hacer venir de África y Asia los animales salvajes que habrían de ser abatidos en masa en la arena; la masacre de doce mil fieras, el metódico degüello de diez mil gladiadores, convertían a Roma en un lupanar de la muerte. Aquella noche me hallaba en la terraza de la casa de Atiano, con Marcio Turbo y nuestro huésped. La ciudad iluminada estaba espantosa de alegría desenfrenada; el populacho convertía aquella dura guerra, en la cual Marcio y yo habíamos consagrado cuatro años de juventud, en un pretexto de fiestas vinosas, en un brutal triunfo de segunda mano. No era oportuno hacer saber al pueblo que aquellas victorias tan alabadas no eran definitivas y que un nuevo enemigo avanzaba sobre nuestras fronteras. Ocupado ya en sus proyectos sobre el Asia, el emperador se desinteresaba más o menos de la situación en el nordeste, que prefería considerar como arreglada de una vez por todas. Aquella primera guerra sármata fue presentada como una simple expedición punitiva. Trajano me confió la dirección, con el título de gobernador de Panonia y poderes de general en jefe.

La guerra duró once meses y fue atroz. Creo todavía que la aniquilación de los dacios estaba más o menos justificada; ningún jefe de estado soporta de buen grado la existencia de un enemigo organizado a sus puertas. Pero la caída del reino de Decebalo había creado en esas regiones un vacío en el cual se precipitaban los sármatas; bandas surgidas de ninguna parte infestaban un país devastado por años de guerra, incendiado y vuelto a incendiar por nuestras tropas, y donde nuestros efectivos, insuficientes, carecían de puntos de apoyo; aquellas bandas pululaban como gusanos en el cadáver de nuestras victorias dacias. Los éxitos habían minado la disciplina; en los puestos avanzados volví a encontrar parte de la grosera despreocupación de las fiestas romanas. Ciertos tribunos mostraban una confianza estúpida ante el peligro; aislados en una región cuya única parte bien conocida era nuestra antigua frontera, contaban para seguir triunfando con los armamentos que yo veía disminuir de día en día por efecto de las pérdidas y el desgaste, y con refuerzos que no esperaba ver llegar, sabedor de que todos nuestros recursos serían concentrados desde ese momento en Asia.

Otro peligro empezaba a asomar: cuatro años de requisiciones oficiales habían arruinado las aldeas de la retaguardia. Desde las primeras campañas contra los dacios, por cada vacada o rebaño de carneros pomposamente ganado al enemigo, había visto innumerables desfiles de animales arrancados por la fuerza a los aldeanos. Si este estado de cosas persistía, no estaba lejos la hora en que nuestras poblaciones campesinas, hartas de soportar la pesada máquina militar romana, terminarían prefiriendo a los bárbaros. Las rapiñas de la soldadesca presentaban un problema quizá menos esencial pero más visible. Mi popularidad era lo bastante grande como para no vacilar en imponer a las tropas las más duras restricciones; puse de moda una austeridad que era el primero en practicar; inventé el culto a la Disciplina Augusta, que logré extender más tarde a todo el ejército. Envié a Roma a los imprudentes y a los ambiciosos, que complicaban mi tarea; en cambio hice venir a los técnicos que necesitábamos. Fue preciso reparar las defensas que el orgullo de nuestras recientes victorias había descuidado singularmente; abandoné de una vez por todas aquellas que hubiera sido demasiado costoso mantener. Los administradores civiles, sólidamente instalados en el desorden que sigue a toda guerra, pasaban gradualmente a la situación de jefes semiindependientes, capaces de las peores exacciones a nuestros súbditos y de las peores traiciones contra nosotros. También aquí veía yo prepararse a mayor o menor plazo las rebeliones y las divisiones futuras. No creo que evitemos estos desastres, pues sería como evitar la muerte, pero de nosotros depende hacerlos recular algunos siglos. Despedí a los funcionarios incapaces; mandé ejecutar a los peores. Descubrí que podía ser despiadado.

Un otoño brumoso y un invierno frío sucedieron a un húmedo verano. Tuve que recurrir a mis conocimientos de medicina, en primer lugar para cuidarme a mí mismo. Aquella vida de frontera me colocaba poco a poco al nivel de los sármatas; la corta barba del filósofo griego se convertía en la del jefe bárbaro. Volví a presenciar todo lo que había visto hasta la náusea en el curso de las campañas dacias. Nuestros enemigos quemaban vivos a los prisioneros; nosotros los degollábamos, por carecer de medios de transporte que los llevaran a los mercados de esclavos de Roma o de Asia. Las estacas de nuestras empalizadas se erizaban de cabezas cortadas. El enemigo torturaba a los rehenes; muchos de mis amigos perecieron así. Uno de ellos se arrastró con las piernas ensangrentadas hasta nuestro campo; estaba tan desfigurado, que jamás pude volver a imaginar su rostro intacto. El invierno escogió sus victimas: grupos ecuestres atrapados en el hielo o arrastrados por las crecientes, enfermos desgarrados por la tos, gimiendo débilmente en las tiendas, muñones helados de los heridos. Una buena voluntad admirable se concentró en torno a mí: la reducida tropa que mandaba tenía en su estrecha cohesión una forma suprema de virtud, la única que soporto todavía: su firme determinación de ser útil. Una tránsfuga sármata que me servia de intérprete arriesgó la vida para fomentar en su tribu las revueltas o las traiciones. Conseguí tratar con aquella población; desde entonces sus hombres combatieron en nuestros puestos de avanzada, protegiendo a nuestros soldados. Algunos golpes de audacia, imprudentes en si pero sagazmente dispuestos, probaron al enemigo lo absurdo de luchar contra Roma. Uno de los jefes sármatas siguió el ejemplo de Decebalo: lo hallaron muerto en su tienda de fieltro, junto a sus mujeres estranguladas y un horrible paquete en el cual estaban sus niños. Mi repugnancia por el derroche inútil se hizo aquel día extensiva a las pérdidas de los bárbaros; lamenté aquellos muertos que Roma hubiera podido asimilar y emplear un día como aliados contra hordas todavía más salvajes. Nuestros asaltantes, desbandados, desaparecieron como habían venido en aquella oscura región de donde habrán de asomar sin duda muchas otras tempestades. La guerra no estaba concluida. Tuve que reanudaría y darle fin algunos meses después de mi advenimiento. El orden, por lo menos, reinaba momentáneamente en aquella frontera. Volví a Roma cubierto de honores. Pero había envejecido.

Mi primer consulado fue todavía un año de campaña, una lucha secreta pero continua en favor de la paz. No la libraba solo, sin embargo. Un cambio de actitud paralelo al mío se había producido antes de mi vuelta en Licinio Sura, en Atiano, en Turbo, como si a pesar de la severa censura que aplicaba yo a mis cartas, mis amigos me hubieran comprendido, precediéndome o siguiéndome. Antaño, los altibajos de mi fortuna me molestaban sobre todo frente a ellos; los temores o las impaciencias que de estar solo hubiera sobrellevado sin esfuerzo, se tornaban aplastantes tan pronto me veía forzado a ocultarlos a su solicitud o a confesarlos; me incomodaba que su cariño se inquietara por mi más de lo que me inquietaba yo mismo, y que jamás viera, bajo las agitaciones exteriores, a ese ser más tranquilo a quien en el fondo nada le importa y que por consiguiente puede sobrevivir a todo. Pero ahora ya no había tiempo para interesarme en mí mismo, y tampoco para desinteresarme. Mi persona se borraba, precisamente porque mi punto de vista empezaba a pesar. Lo importante era que alguien se opusiera a la política de conquistar, arrostrara las consecuencias y el fin y se preparara de ser posible a reparar sus errores.

Mi puesto en las fronteras me había mostrado una cara de la victoria que no figura en la Columna Trajana. Mi retorno a la administración civil me permitió acumular contra el partido militar un legajo aún más decisivo que todas las pruebas reunidas en el ejército. La oficialidad de las legiones y la entera guardia pretoriana están formadas exclusivamente por elementos itálicos; aquellas lejanas guerras minaban las reservas de un país ya pobre en hombres. Los que no morían se malograban igualmente para la patria propiamente dicha, pues se los obligaba a establecerse en las tierras recién conquistadas. Aun en las provincias, el sistema de reclutamiento provocó serios motines por aquel entonces. Un viaje a España, emprendido algo después para inspeccionar la explotación de las minas de cobre de mi familia, me mostró el desorden que había introducido la guerra en todas las ramas de la economía; terminé por convencerme de que las protestas de los negociantes que frecuentaba en Roma estaban bien fundadas. No incurría en la ingenuidad de creer que de nosotros dependería siempre evitar las guerras, pero sólo aceptaba las defensivas; concebía un ejército preparado para mantener el orden en las fronteras, rectificadas si fuese necesario, pero seguras. Todo nuevo desarrollo del vasto organismo imperial se me antojaba una excrecencia maligna, un cáncer o el edema de una hidropesía que terminaría matándonos.

Ninguno de estos pareceres hubieran podido ser expresados ante el emperador. Trajano había llegado a ese momento de la vida, variable para cada hombre, en el que ser humano se abandona a su demonio o a su genio, siguiendo una ley misteriosa que le ordena destruirse o trascenderse. En conjunto, la obra de su principado había sido admirable, pero los trabajos pacíficos hacia los cuales sus mejores consejeros lo inducían, aquellos grandes proyectos de los arquitectos y los legistas del reino, contaban menos para él que una sola victoria. El despilfarro más insensato se había apoderado de aquel hombre tan noblemente parsimonioso cuando se trataba de sus necesidades personales. El oro bárbaro extraído del lecho del Danubio, los quinientos mil lingotes del rey Decebalo, habían bastado para pagar las larguezas concedidas al pueblo, las donaciones militares de las que yo había tenido mi parte, el lujo insensato de los juegos y los gastos iniciales de los grandes proyectos militares en Asia. Aquellas riquezas sospechosas engañaban sobre el verdadero estado de las finanzas. Lo que venia de la guerra se volvía a la guerra.

Licinio Sura murió en estas circunstancias. Había sido el más liberal de los consejeros privados del emperador. Su muerte significó para nosotros una batalla perdida. Hacia mi había mostrado siempre una solicitud paternal; desde hacia varios años las débiles fuerzas que le dejaba la enfermedad no le permitían los prolongados trabajos de la ambición personal, pero le bastaron siempre para servir a un hombre cuyas miras le parecían sanas. La conquista de Arabia había sido emprendida en contra de sus consejos; sólo él, de haber vivido, hubiera podido evitar al Estado las fatigas y los gigantescos gastos de la campaña parta. Aquel hombre devorado por la fiebre empleaba sus horas de insomnio en discutir conmigo los planes más agotadores, cuyo triunfo le importaba más que algunas horas suplementarias de existencia. Junto a su lecho viví por adelantado, hasta el último detalle administrativo, ciertas fases futuras de mi reino. Las criticas del moribundo exceptuaban al emperador, pero sentía que al morir se llevaba consigo el resto de sensatez que aún quedaba al régimen. De haber vivido dos o tres años más, quizá hubieran podido evitarse algunas maquinaciones tortuosas que marcaron mi ascenso al poder; él hubiera logrado persuadir al emperador de que me adoptara antes, y a cielo descubierto. Pero las últimas palabras de aquel estadista que me legaba su tarea fueron una de mis investiduras imperiales.

Si el grupo de mis partidarios iba en aumento, lo mismo ocurría con el de mis enemigos. Mi adversario más peligroso era Lucio Quieto, romano mestizado de árabe, cuyos escuadrones númidas habían cumplido un importante papel en la segunda campaña dacia y que apoyaba con salvaje ímpetu la guerra en Asia. Todo, en aquel personaje, me era odioso: su lujo bárbaro, el presuntuoso ondular de sus velos blancos ceñidos con una cuerda de oro, sus ojos arrogantes y falsos, su increíble crueldad con los vencidos y los que se sometían. Aquellos jefes del partido militar se diezmaban en luchas intestinas, pero los restantes se iban afirmando en el poder, por lo cual yo me veía expuesto cada vez más a la desconfianza de Palma o al odio de Celso. Por fortuna mi posición era casi inexpugnable. El gobierno civil descansaba más y más en mi desde que el emperador se dedicaba exclusivamente a sus proyectos guerreros. Aquellos de mis amigos que hubieran podido reemplazarme por sus aptitudes o su conocimiento de la cosa pública, insistían con doble modestia en preferirme. Neracio Prisco, que gozaba de la confianza del emperador, se acantonaba cada vez más deliberadamente en su especialidad legal. Atiano organizaba su vida de manera de serme útil. Contaba yo con la prudente aprobación de Plotina. Un año antes de la guerra fui promovido a la función de gobernador de Siria, a la que más tarde se agregó la de legado ante el ejército. Tenía a mi cargo la inspección y organización de nuestras bases, y me había convertido así en una de las palancas de mando de una empresa que consideraba insensata. Durante un tiempo vacilé, pero al final di mi consentimiento. Negarme hubiera sido cortar los accesos al poder en momentos en que el poder me importaba más que nunca. Y además hubiera perdido mi única oportunidad de desempeñar el papel de moderador.

Durante esos años que precedieron a la gran crisis, había tomado una decisión que llevó a mis enemigos a considerarme irremediablemente frívolo, y que en parte estaba destinada a lograr ese fin y parar así todo ataque. Pasé algunos meses en Grecia. La política, por lo menos en apariencia, no tuvo nada que ver con ese viaje. Se trataba de una excursión de placer y de estudio; volví con algunas copas grabadas y libros que compartí con Plotina. De todos mis honores oficiales, el que allí recibí me dio la alegría más pura: fui nombrado arconte de Atenas. Pude concederme algunos meses de trabajo y fáciles deleites, de paseos en primavera por colinas sembradas de anémonas, de contacto amistoso con el mármol desnudo. En Queronea, adonde había ido a enternecerme con el recuerdo de las antiguas parejas de amigos del Batallón Sagrado, fui durante los días huésped de Plutarco. También yo había tenido mi Batallón Sagrado, pero, como me ocurre a menudo, mi vida me conmovía menos que la historia. Cacé en Arcadia; rogué en Delfos. En Esparta, a orillas del Eurotas, los pastores me enseñaron un antiquísimo aire de flauta, extraño canto de pájaros. Cerca de Megara di con una boda rústica que duró toda la noche; mis compañeros y yo osamos mezclarnos a las danzas, atrevimiento que las pomposas costumbres de Roma nos hubieran vedado.

Las huellas de nuestros crímenes eran visibles en todas partes: los muros de Corinto arruinados por Memnio y los nichos vacíos en el fondo de los santuarios, después del rapto de estatuas organizado durante el escandaloso viaje de Nerón. Empobrecida, Grecia mantenía una atmósfera de gracia pensativa, de clara sutileza, de discreta voluptuosidad. Nada había cambiado desde la época en que el alumno del retórico Iseo respirara por primera vez ese olor de miel caliente, de sal y resma; nada, en realidad, había cambiado desde hacía siglos. La arena de las palestras era tan rubia como antaño; Fidias y Sócrates no las frecuentaban ya, pero los jóvenes que allí se adiestraban se parecían aún al delicioso Carmides. Me parecía a veces que el espíritu griego no había llevado a sus conclusiones extremas las premisas de su propio genio. Aún faltaba cosechar; las espigas maduradas al sol y ya tronchadas eran poca cosa al lado de la promesa eleusina del grano escondido en esa hermosa tierra. Aun entre mis salvajes enemigos sármatas había yo encontrado vasos de purísima línea, un espejo adornado con una imagen de Apolo, resplandores griegos semejantes a un pálido sol sobre la nieve. Entreveía la posibilidad de helenizar a los bárbaros, de aticizar a Roma, de imponer poco a poco al mundo la única cultura que ha sabido separarse un día de lo monstruoso, de lo informe, de lo inmóvil, que ha inventado una definición del método, una teoría de la política y de la belleza. El leve desdén de los griegos, que jamás dejé de sentir por debajo de sus más ardientes homenajes, no me ofendía; lo encontraba natural; cualesquiera fuesen las virtudes que me distinguían de ellos, siempre sería yo menos sutil que un marinero de Egina, menos sensato que una vendedora de hierbas del ágora. Aceptaba sin irritación las complacencias algo altaneras de aquella raza orgullosa; otorgaba a todo un pueblo los privilegios que siempre concedía fácilmente a los seres amados. Pero para permitir a los griegos que continuaran y perfeccionaran su obra, se necesitaban algunos siglos de paz y los tranquilos ocios, las prudentes libertades que la paz autoriza. Grecia contaba con que fuéramos sus guardianes, puesto que al fin y al cabo pretendemos ser sus amos. Me prometí velar por el dios desarmado.

Llevaba un año en mi puesto de gobernador de Siria cuando Trajano se me reunió en Antioquía. Venía a inspeccionar los preparativos de la expedición a Armenia, que en su pensamiento preludiaba el ataque contra los partos. Como siempre, lo acompañaban Plotina y su sobrina Matidia, mi indulgente suegra que desde hacia años lo seguía en los campamentos como intendente. Celso, Palma y Nigrino, mis antiguos enemigos, seguían formando parte del Consejo y dominaban el estado mayor. Todos ellos se amontonaron en el palacio, aguardando la apertura de la campaña. Las intrigas de la corte crecían diariamente. Cada uno hacia su apuesta a la espera de que cayeran los primeros dados de la guerra.

El ejército partió casi en seguida hacia el norte. Con él vi alejarse la vasta muchedumbre de los altos funcionarios, los ambiciosos y los inútiles. El emperador y su séquito se detuvieron unos días en Comagene para asistir a fiestas ya triunfales; los reyezuelos orientales, reunidos en Satala, rivalizaban en protestas de lealtad que yo, de haber estado en el lugar de Trajano, no habría considerado muy seguras para el porvenir. Lucio Quieto, mi peligroso rival, dirigía las avanzadas que ocuparon los bordes del lago de Van en el curso de un inmenso paseo militar. La parte septentrional de la Mesopotamia, abandonada por los partos, fue anexada sin dificultad; Abgar, rey de Osroene, se sometió en Edesa. El emperador retornó a Antioquía para sentar allí sus cuarteles de invierno, dejando para la primavera la invasión del imperio parto propiamente dicho. Todo se había cumplido según sus planes. La alegría de lanzarse por fin en aquella aventura tanto tiempo postergada devolvía como una segunda juventud a aquel hombre de sesenta y cuatro años.

Mis pronósticos seguían siendo sombríos. Los elementos judíos y árabes se mostraban más y más hostiles a la guerra, los grandes propietarios de provincias se veían forzados a pagar los gastos que ocasionaba el paso de las tropas; las ciudades soportaban a regañadientes la imposición de nuevos gravámenes. Apenas había retornado el emperador, una primera catástrofe sirvió de anuncio a las restantes: a mitad de una noche de diciembre un terremoto dejó en ruinas la cuarta parte de Antioquía. Trajano, golpeado por la caída de una viga, siguió ocupándose heroicamente de los heridos; en su círculo más íntimo hubo varios muertos. El populacho sirio buscó de inmediato a quién achacar el desastre; renunciando por una vez a sus principios de tolerancia, el emperador cometió la falta de permitir la matanza de un grupo de cristianos. Siento muy poca simpatía hacia esa secta, pero el espectáculo de los ancianos azotados y de los niños supliciados contribuyó a la agitación de los espíritus, haciendo aún más odioso aquel invierno siniestro. Faltaba dinero para reparar en seguida los estragos del sismo: millares de personas sin techo dormían de noche en las plazas. Mis giras de inspección me revelaban la existencia de un sordo descontento, de un odio secreto que no sospechaban los altos dignatarios que atestaban el palacio. En medio de las ruinas, el emperador proseguía los preparativos de la próxima campaña; todo un bosque fue empleado para construir puentes móviles y pontones destinados al paso del Tigris. Trajano había recibido jubilosamente una serie de nuevos títulos discernidos por el Senado; se impacientaba por acabar con el Oriente y volver triunfante a Roma. Los menores retardos le producían tales cóleras, que se agitaba como en un acceso.

El hombre que recorría impaciente las vastas salas de aquel palacio erigido antaño por los Seléucidas, y que yo mismo (¡con qué hastío!) había decorado en su honor con inscripciones elogiosas y panoplias dacias, no era ya el mismo que me había recibido en el campamento de Colonia casi veinte años antes. Su jovialidad algo pesada, que ocultaba en otros tiempos una auténtica bondad, no pasaba ahora de una rutina vulgar; su firmeza se había convertido en obstinación; sus aptitudes para lo inmediato y lo práctico, en una total negativa a pensar. El tierno respeto que sentía hacia la emperatriz, el afecto gruñón que testimoniaba a su sobrina Matidia, se transformaban en una dependencia senil ante aquellas mujeres, cuyos consejos desoía sin embargo más y más. Sus crisis hepáticas inquietaban a Crito, su médico, pero él no se preocupaba. Siempre había faltado el arte en sus placeres y su nivel descendía aún más con la edad. Poco importaba si el emperador, terminada la tarea del día, se abandonaba a orgías de cuartel, acompañado de jóvenes que le parecían agradables o hermosos. Pero en cambio era muy grave que Trajano abusara del vino, que soportaba mal, y que aquella corte de subalternos, cada vez más mediocres, elegidos y manejados por equívocos libertos, tuviera el privilegio de asistir a todas mis conversaciones con él y las comunicara a mis adversarios. Durante el día sólo me era dado ver al emperador en las reuniones del estado mayor, ocupado en la preparación de los planes, y donde nunca llegaba el momento de expresar libremente una opinión. En las restantes oportunidades, Trajano evitaba los diálogos conmigo. El vino proporcionaba a aquel hombre poco sutil todo un arsenal de groseras astucias. Su susceptibilidad de otros tiempos había cesado; insistía en asociarme a sus placeres; el ruido, las risas, las bromas más insignificantes de los jóvenes eran siempre bien recibidas, como otros tantos medios de mostrarme que no era el momento de ocuparse de cosas serias; me espiaba, aguardando el momento en que un trago de más me privaría de razón. Todo giraba en torno de mí en aquella sala donde las cabezas de aurochs de los trofeos bárbaros parecían reírseme en la cara. Los jarros seguían a los jarros; una canción vinosa salpicaba aquí y allá, o la risa insolente y encantadora de un paje; el emperador, apoyando en la mesa una mano más y más temblorosa, amurallado en una embriaguez quizá fingida a medias, perdido en las rutas del Asia, se sumía gravemente en sus ensoñaciones...

Por desgracia, aquellas ensoñaciones eran bellas. Coincidían con las mismas que antaño me habían tentado a abandonarlo todo y seguir, más allá del Cáucaso, las rutas septentrionales asiáticas. Aquella fascinación a la que el emperador avejentado se entregaba como un sonámbulo, Alejandro la había sufrido antes que él, realizando casi los mismos sueños y muriendo por ellos a los treinta años. Pero el peor peligro de tan vastos planes era en el fondo su sensatez: como siempre, abundaban las razones prácticas para justificar el absurdo, para inducir a lo imposible. El problema del Oriente nos preocupaba desde hacia siglos; parecía natural terminar con él de una vez por todas. Nuestros intercambios de mercancías con la India y el misterioso País de la Seda dependían por entero de los mercaderes judíos y los exportadores árabes que gozaban de franquicias en los puertos y los caminos de los partos. Una vez aniquilado el vasto y flotante imperio de los jinetes arsácidas, tocaríamos directamente esos ricos confines del mundo; por fin unificada, el Asia no sería más que otra provincia romana. El puerto de Alejandría en Egipto era la única de nuestras salidas hacia la India que no dependía de la buena voluntad de los partos, pero allí tropezábamos continuamente con las exigencias y las revueltas de las comunidades judías. El triunfo de la expedición de Trajano nos hubiera permitido prescindir de aquella ciudad poco segura. Pero todas esas razones jamás me habían convencido. Hubiera preferido oportunos tratados comerciales, y entreveía ya la posibilidad de disminuir el papel de Alejandría creando una segunda metrópolis griega en las vecindades del Mar Rojo, cosa que realicé más tarde al fundar Antínoe. Empezaba a conocer la complicación del mundo asiático. Los simples planes de exterminio total que habían dado buenos resultados en Dacia, no podían aplicarse a este país de vida más múltiple, mejor arraigada, y del cual dependía además la riqueza del mundo. Pasado el Eufrates, empezaba para nosotros la región de los riesgos y los espejismos, las arenas devorantes, las rutas que no terminan en ninguna parte. El menor revés ocasionaría un desprestigio capaz de desencadenar todas las catástrofes; no se trataba solamente de vencer, sino de vencer siempre, y nuestras fuerzas se agotarían en la empresa. Ya lo habíamos intentado; pensaba con horror en la cabeza de Craso, lanzada de mano en mano como una pelota durante una representación de las
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