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Bacantes de Eurípides, que un rey bárbaro teñido de helenismo ofrecía la noche de su victoria sobre nosotros. Trajano soñaba con vengar esa vieja derrota; yo pensaba sobre todo en impedir que se repitiera. Preveía con bastante exactitud el porvenir, cosa posible cuando se está bien informado sobre la mayoría de los elementos del presente. Algunas victorias inútiles llevarían demasiado lejos a nuestros ejércitos peligrosamente retirados de las restantes fronteras; el emperador próximo a la muerte se cubriría de gloria, y nosotros, los que seguiríamos viviendo, quedaríamos encargados de resolver todos los problemas y remediar todos los males. César tenía razón al preferir el primer puesto en una aldea que el segundo en Roma. No por ambición o vanagloria, sino porque el hombre que ocupa el segundo lugar no tiene otra alternativa que los peligros de la obediencia, los de la rebelión y aquellos aún más graves de la transacción. Yo no era ni siquiera el segundo en Roma. A punto de partir para una arriesgada expedición, el emperador no había designado aún a su sucesor; cada paso adelante daba una nueva oportunidad a los jefes del estado mayor. Aquel hombre casi ingenuo me resultaba ahora más complicado que yo mismo. Sólo sus rudezas me tranquilizaban: el malhumorado emperador me trataba como a un hijo. En otros momentos pensaba que apenas fuera posible prescindir de mis servicios sería desplazado por Palma o eliminado por Quieto. Me faltaba poder: ni siquiera pude obtener una audiencia para los miembros influyentes del Sanhedrin de Antioquía, tan preocupados como nosotros por las actividades de los agitadores judíos, y que hubieran aclarado a Trajano los amaños de sus correligionarios. Mi amigo Latinio Alexander, descendiente de una de las antiguas familias reales del Asia Menor, y cuyo nombre y fortuna pesaban mucho, tampoco era escuchado. Plinio, enviado cuatro años atrás a Bitinia, había muerto sin tener tiempo de informar al emperador sobre la situación exacta de las opiniones y las finanzas —suponiendo que su incurable optimismo le hubiera permitido hacerlo. Los informes secretos del comerciante lidio Opramoas, que conocía bien las cuestiones asiáticas, habían sido tomados en broma por Palma. Los libertos aprovechaban los períodos de enfermedad que seguían a las noches de borrachera, para alejarme de la cámara imperial; Fedimas, oficial de órdenes del emperador, honesto pero obtuso, y lleno de animosidad hacia mí, me negó dos veces al acceso. En cambio mi enemigo, el teniente imperial Celso, se encerró una noche con Trajano y mantuvo con él un conciliábulo que duró horas enteras, luego del cual me creí perdido. Busqué aliados donde pude; corrompí a precio de oro a antiguos esclavos que con mucho gusto hubiera enviado a las galeras; acaricié horribles cabezas rizadas. El diamante de Nerva no despedía ya ninguna chispa. Y fue entonces cuando surgió el más sabio de mis genios benéficos, en la persona de Plotina. Hacía cerca de veinte años que conocía a la emperatriz. Pertenecíamos al mismo medio; teníamos casi la misma edad. La había visto vivir una existencia tan forzada como la mía y más desprovista de porvenir. Me había sostenido, sin parecer darse cuenta de que lo hacía, en momentos difíciles. Pero su presencia se me hizo indispensable durante los días peligrosos de Antioquía, tal como más adelante me sería indispensable su estima, que conservé hasta su muerte. Me acostumbré a aquella figura de ropajes blancos, los más simples imaginables en una mujer; me habitué a sus silencios, a sus palabras mesuradas que valían siempre por una respuesta, la más clara posible. Su aspecto no chocaba para nada en aquel palacio más antiguo que los esplendores de Roma: aquella hija de advenedizos era harto digna de los Seléucidas. Estábamos de acuerdo en casi todo. Los dos teníamos la pasión de adornar y luego despojar nuestra alma, de someter el espíritu a todas las piedras de toque. Plotina se inclinaba a la filosofía epicúrea, ese lecho angosto pero limpio donde a veces he tenido mi pensamiento. El misterio de los dioses, tan angustioso para mí, no la tocaba, y tampoco compartía mi apasionado gusto por los cuerpos. Era casta por repugnancia hacia la facilidad, generosa por decisión antes que por naturaleza, prudentemente desconfiada pero pronta a aceptarlo todo de un amigo, aun sus inevitables errores. La amistad era una elección en la que se comprometía por entero, entregándose como yo sólo me he entregado en el amor. Plotina me conoció mejor que nadie; le dejé ver lo que siempre disimulé cuidadosamente ante otros, por ejemplo ciertas secretas cobardías. Quiero creer que, por su parte, no me ocultó casi nada. La intimidad de los cuerpos, que jamás existió entre nosotros, fue compensada por el contacto de dos espíritus estrechamente fundidos. Nuestro entendimiento no requirió confesiones, reticencias ni explicaciones: los hechos bastaban por sí mismos. Ella los observaba mejor que yo. Bajo las pesadas trenzas que la moda exigía, aquella frente lisa era la de un juez. Su memoria guardaba la huella exacta de los menores objetos; jamás le ocurría como a mí vacilar demasiado o decidirse prematuramente. Le bastaba una ojeada para descubrir a mis más ocultos enemigos; valoraba a mis partidarios con una prudente frialdad. A decir verdad éramos cómplices, pero el oído más aguzado apenas hubiera podido reconocer entre nosotros los signos de un acuerdo secreto. Jamás cometió ante mí el grosero error de quejarse de Trajano, o el más sutil de excusarlo o elogiarlo. Mi lealtad, por otra parte, no le inspiraba la menor duda. Atiano, que acababa de llegar a Roma, se sumaba a aquellas entrevistas que duraban a veces la noche entera; nada parecía fatigar a esa mujer imperturbable y frágil. Había logrado que mi antiguo tutor fuese designado consejero privado, eliminando así a mi enemigo Celso. La desconfianza de Trajano, o la imposibilidad de encontrarme un reemplazante en la retaguardia, me obligaba a permanecer en Antioquía; pero contaba con ellos para enterarme de todo lo que no me dirían los boletines. En caso de desastre, sabrían agrupar en torno a mí la fidelidad de una parte del ejército. Mis adversarios tendrían que soportar la presencia de aquel anciano gotoso que sólo partía para servirme, y de aquella mujer capaz de exigirse a sí misma una larga resistencia de soldado. Los vi alejarse, con el emperador a caballo, firme, admirablemente plácido, el grupo de las mujeres en literas, los guardias pretorianos mezclados con los exploradores númidas del temible Lucio Quieto. El ejército, que había invernado a orillas del Eufrates, se puso en marcha apenas llegado el jefe: la campaña parta comenzaba más que auspiciosamente. Las primeras noticias fueron sublimes: conquistada Babilonia, franqueado el Tigris, Ctesifón acababa de caer. Como siempre, todo cedía ante la asombrosa capacidad de aquel hombre. Sharaceno, príncipe de Arabia, se sometió abriendo todo el curso del Tigris a las flotillas romanas; el emperador se embarcó rumbo al puerto de Sharax, en el fondo del Golfo Pérsico. Tocaba ya en las orillas fabulosas. Mis inquietudes subsistían, pero las disimulaba como si fueran crímenes; tener razón demasiado pronto es lo mismo que equivocarse. Lo que es peor, dudaba de mí mismo; había sido culpable de esa innoble incredulidad que nos impide reconocer la grandeza de un hombre que conocemos demasiado. Había olvidado que ciertos seres modifican los límites del destino, cambian la historia. Había blasfemado del Genio del emperador. Me consumía en mi puesto. Si por casualidad se producía lo imposible, ¿quedaría yo excluido? Como todo es más fácil que la sensatez, me venían deseos de vestir la cota de malla de las guerras sármatas y utilizar la influencia de Plotina para hacerme llamar al ejército. Envidiaba al último de nuestros soldados, el polvo de las rutas asiáticas, el choque de los batallones persas acorazados. El Senado acababa de otorgar al emperador, no ya el derecho de celebrar un triunfo, sino una sucesión de triunfos que durarían tanto como su vida. Por mi parte hizo lo que correspondía hacer: ordené fiestas y subí a sacrificar a la cima del monte Casio. Súbitamente, el incendio que se incubaba en las tierras orientales estalló por todas partes. Los comerciantes judíos se negaron a pagar los impuestos a Seleucia; inmediatamente Cirene se sublevó y el elemento oriental asesinó al elemento griego; las rutas que llevaban el trigo de Egipto a nuestras tropas fueron cortadas por una banda de zelotes de Jerusalén; en Chipre, los residentes griegos y romanos cayeron en manos del populacho judío, que los obligó a matarse entre ellos en combates de gladiadores. Logré mantener el orden en Siria, pero advertía las llamaradas en los ojos de los mendigos acurrucados en los umbrales de las sinagogas, las sonrisas irónicas en los gruesos labios de los camelleros, un odio que en resumidas cuentas no merecíamos. Desde el comienzo los judíos y los árabes habían hecho causa común frente a una guerra que amenazaba arruinar su negocio; pero Israel aprovechaba para lanzarse contra un mundo del que la excluían sus furores religiosos, sus singulares ritos y la intransigencia de su dios. Luego de volver apresuradamente a Babilonia, el emperador delegó en Quieto el castigo de las ciudades sublevadas; Cirene, Edesa, Seleucia, las grandes metrópolis helénicas del Oriente, fueron entregadas a las llamas para vengar las traiciones premeditadas durante los altos de las caravanas o maquinadas en las juderías. Más tarde, visitando aquellas ciudades que habría de reconstruir, anduve bajo columnatas en ruinas, entre hileras de estatuas rotas. El emperador Osroes, que había fomentado aquellas revueltas, tomó inmediatamente la ofensiva; Abgar se sublevó y penetró en Edesa reducida a cenizas; nuestros aliados armenios, con los cuales había creído contar Trajano, se volcaron a los sátrapas. Bruscamente el emperador se halló en medio de un inmenso campo de batalla, donde había que hacer frente en todas direcciones. Perdió el invierno en el sitio de Hatra, nido de águilas casi inexpugnable en pleno desierto y que costó miles de muertos a nuestro ejército. Su obstinación asumía más y más una forma de coraje personal; aquel hombre enfermo se negaba a abandonar la partida. Por Plotina sabía que Trajano, a pesar de la advertencia de un breve ataque de parálisis, seguía rehusándose a nombrar su heredero. Si el imitador de Alejandro moría a su vez de fiebre o de intemperancia en algún rincón malsano de Asia, la guerra exterior se complicaría con una guerra civil; una lucha a muerte estallaría entre mis partidarios y los de Celso o Palma. De pronto las noticias cesaron casi por completo; la precaria línea de comunicación entre el emperador y yo sólo subsistía por obra de las bandas númidas de mi peor enemigo. Entonces, por primera vez, ordené a mi médico que marcara en mi pecho, con tinta roja, el lugar del corazón; si sobrevenía lo peor no estaba dispuesto a caer vivo en manos de Lucio Quieto. La difícil tarea de pacificar las islas y las provincias limítrofes se agregaba a las demás obligaciones de mi puesto, pero el agotador trabajo diurno no era nada comparado con las interminables noches de insomnio. Todos los problemas del imperio me abrumaban a la vez, pero el mío propio pesaba más. Quería el poder. Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir. Iba a cumplir cuarenta años. Si sucumbía en esa época, de mí sólo quedaría un nombre en una serie de altos funcionarios, y una inscripción griega en honor del arconte de Atenas. Desde entonces, cada vez que he visto desaparecer en mitad de la vida a un hombre cuyos éxitos y fracasos el público cree poder medir exactamente, he recordado que a esa edad yo existía tan sólo para mí mismo y para algunos amigos, que a veces debían dudar de mí como lo hacía yo personalmente. He comprendido que pocos hombres se realizan antes de morir, y he juzgado con mayor piedad sus interrumpidos trabajos. Aquella amenaza de una vida frustrada inmovilizaba mi pensamiento en un punto, fijándolo como un absceso. Mi deseo de poder era semejante al del amor, que impide al amante comer, dormir, pensar, y aun amar, hasta que no se hayan cumplido ciertos ritos. Las más urgentes tareas parecían vanas, desde el momento que me estaba vedado adoptar, como señor, decisiones referentes al futuro; necesitaba tener la seguridad de que iba a reinar para sentir de nuevo el placer de ser útil. Aquel palacio de Antioquía, donde algunos años más tarde habría de vivir en una especie de frenesí de felicidad, era para mi una prisión, y tal vez una prisión de condenado a muerte. Envié mensajes secretos a los oráculos, a Júpiter Amón, a Castalia, a Zeus Doliqueno. Me rodeé de magos; llegué al punto de hacer traer a los calabozos de Antioquía a un criminal condenado a la crucifixión y a quien un hechicero degolló en mi presencia, con la esperanza de que el alma, flotando un instante entre la vida y la muerte, me revelara el porvenir. Aquel miserable se salvó de una agonía más prolongada, pero las preguntas formuladas quedaron sin respuesta. De noche andaba de vano en vano, de balcón en balcón, por las salas del palacio cuyos muros mostraban aún las fisuras del terremoto, trazando aquí y allá cálculos astrológicos en las losas, interrogando las estrellas titilantes. Pero los signos del porvenir había que buscarlos en la tierra. El emperador levantó por fin el sitio de Hatra y se decidió a volver sobre sus pasos, cruzando el Eufrates que jamás hubiera debido franquear. Los calores tórridos y el hostigamiento de los arqueros partos hicieron todavía más desastroso aquel amargo retorno. En un ardiente anochecer de mayo, a orillas del Orontes y fuera de las puertas de la ciudad, salí a recibir al pequeño grupo castigado por las fiebres, la ansiedad y la fatiga: el emperador enfermo, Atiano y las mujeres. Trajano se obstinó en llegar a caballo hasta el palacio; apenas podía sostenerse; aquel hombre tan lleno de vida parecía más cambiado que otro por la cercanía de la muerte. Crito y Matidia lo sostuvieron al subir la escalinata, lo llevaron a acostarse y se instalaron a su cabecera. Atiano y Plotina me narraron los incidentes de la campaña que no habían incluido en sus breves mensajes. Uno de aquellos relatos me conmovió al punto de incorporarse para siempre a mis recuerdos personales, a mis símbolos propios. Apenas llegado a Sharax, el fatigado emperador había ido a sentarse a la orilla del mar, frente a las densas aguas del Golfo Pérsico. En aquel momento no dudaba todavía de la victoria, pero por primera vez lo abrumaba la inmensidad del mundo, la conciencia de su edad y de los límites que nos encierran. Gruesas lágrimas rodaron por las arrugadas mejillas del hombre a quien se creía incapaz de llorar. El jefe que había llevado las águilas romanas a riberas hasta entonces inexploradas, comprendió que no se embarcaría jamás en aquel mar tan soñado; la India, la Bactriana, todo ese Oriente tenebroso del que se había embriagado a distancia, se reducirían para él a unos nombres y a unos ensueños. A la mañana siguiente, las malas noticias lo forzaron a retroceder. Cada vez que el destino me ha dicho no, he recordado aquellas lágrimas derramadas una noche en lejanas playas por un anciano que quizá miraba por primera vez su vida cara a cara. Al otro día subí a ver al emperador. Me sentía filial y fraternal a su lado. El hombre que se había gloriado siempre de servir y pensar como cualquier soldado de su ejército, llegaba a su fin en la más grande soledad; tendido en su lecho, seguía combinando grandiosos planes que ya no interesaban a nadie. Como siempre, su lenguaje seco y cortante afeaba su pensamiento; articulando trabajosamente las palabras, me habló del triunfo que le preparaba Roma. Negaba la derrota como negaba la muerte. Dos días después tuvo un segundo ataque. Se reanudaron mis ansiosos conciliábulos con Atiano y Plotina. Previsora, la emperatriz había elevado a mi antiguo amigo a la todopoderosa dignidad de prefecto del pretorio, poniendo así la guardia imperial a sus órdenes. Matidia, que no abandonaba la habitación del enfermo, estaba afortunadamente de nuestra parte; aquella mujer tan sencilla y tan tierna era como de cera entre las manos de Plotina. Pero ninguno de nosotros osaba recordar al emperador que la sucesión seguía pendiente. Quizá, como Alejandro, había decidido no nombrar en persona a su heredero; quizá tenía con el partido de Quieto compromisos que sólo él conocía. O, más sencillamente, se negaba a admitir su propio fin; así es como en tantas familias se ve morir intestados a tercos ancianos. Para ellos no se trata tanto de guardar hasta el fin su tesoro o su imperio, que sus dedos entumecidos ya han soltado a medias, como de no ingresar prematuramente en el estado póstumo de un hombre que ya no tiene decisiones que adoptar, sorpresas que dar, amenazas o promesas que hacer a los vivientes. Yo lo compadecía: éramos demasiado diferentes como para que pudiera encontrar en mi ese dócil continuador, dispuesto desde el comienzo a emplear los mismos métodos y hasta los mismos errores, y que la mayoría de los hombres que han ejercido autoridad absoluta buscan desesperadamente en su lecho de muerte. Pero el mundo, en torno a él, carecía de estadistas; yo era el único a quien podía elegir sin faltar a sus deberes de buen funcionario y de gran príncipe; como jefe habituado a valorar las hojas de servicio, estaba prácticamente obligado a aceptarme. Por lo demás, esa razón le daba un excelente motivo para odiarme. Poco a poco su salud se restableció lo bastante como para permitirle salir de su habitación. Hablaba de emprender una nueva campaña, pero ni él mismo creía en ella. Su médico Crito, que temía los calores de la canícula, logró por fin convencerlo de que retornara por mar a Roma. La noche antes de su partida me hizo llamar a bordo del navío que lo llevaría a Italia, y me nombró comandante en jefe en su reemplazo. Llegaba hasta eso; pero lo esencial quedaba por hacer. Contrariamente a las órdenes recibidas, pero en secreto, comencé de inmediato a negociar la paz con Osroes. Me fundaba en que probablemente ya no tendría que rendir cuentas al emperador. Menos de diez días después me despertó a mitad de la noche la llegada de un mensajero: reconocí de inmediato a un hombre de confianza de Plotina. Me traía dos misivas. Una, oficial, anunciaba que Trajano, incapaz de soportar la navegación, había sido desembarcado en Selinunte, en Cilicia, donde yacía gravemente enfermo en casa de un mercader. La otra carta, secreta, me anunciaba su muerte que Plotina prometía mantener oculta el mayor tiempo posible, dándome así la ventaja de haber sido advertido el primero. Partí inmediatamente para Selinunte, después de tomar las medidas necesarias a fin de contar con las guarniciones sirias. Apenas me había puesto en marcha, un nuevo correo me anunció oficialmente el deseo del emperador. Su testamento, donde me nombraba su heredero, acababa de ser enviado a Roma por mensajeros de confianza. Todo lo que desde hacia diez años fuera febrilmente soñado, combinado, discutido o callado, se reducía a un mensaje de dos líneas, trazado en griego por una mano firme y una menuda escritura de mujer. Atiano, que me aguardaba en el muelle de Selinunte, fue el primero en saludarme con el título de emperador. Aquí, en ese intervalo entre el desembarco del enfermo y el momento de su muerte, se sitúa una de esas series de acontecimientos que jamás me será posible reconstruir y sobre las cuales se ha edificado sin embargo mi destino. Esos pocos días pasados por Atiano y las mujeres en la casa del mercader decidieron para siempre mi vida, pero con ellos ocurrirá eternamente lo que más tarde habría de ocurrir con cierta tarde en el Nilo, de la que tampoco sabré jamás nada, precisamente porque me importaría tanto saberlo todo. En Roma hasta el último charlatán tiene una opinión formada sobre estos episodios de mi vida, mientras yo sigo siendo el menos informado de los hombres. Mis enemigos acusaron a Plotina de aprovecharse de la agonía del emperador para hacer escribir al moribundo las pocas palabras que me legaban el poder. Los calumniadores, aun más groseros, hablaron de un lecho con colgaduras, la incierta lumbre de una lámpara, el médico Crito dictando las últimas voluntades de Trajano con una voz que imitaba la del muerto. Se hizo notar que Fedimas, el oficial de órdenes, que me odiaba y cuyo silencio mis amigos no habrían podido comprar, sucumbió muy oportunamente de una fiebre maligna al otro día del deceso de su amo. En esas imágenes de violencia y de intriga hay algo que impresiona la imaginación popular, y aun la mía. No me desagradaría que un pequeño grupo de gentes honradas hubiese sido capaz de llegar hasta el crimen por mí, ni que la abnegación de la emperatriz la hubiera arrastrado tan lejos. Plotina conocía los riesgos que la falta de una decisión acarreaba al Estado; la estimo lo suficiente como para creer que hubiera aceptado incurrir en un fraude necesario, si la prudencia, el sentido común, el interés público y la amistad la impulsaban a ello. Más tarde he tenido en mis manos ese documento tan violentamente impugnado por mis adversarios; no puedo pronunciarme en pro o en contra de la autenticidad de ese último dictado de un enfermo. Prefiero suponer claro está, que renunciando antes de morir a sus prejuicios personales, Trajano haya dejado por su propia voluntad el imperio a aquel a quien después de todo juzgaba el más digno. Pero debo confesar que en este caso el fin me importaba más que los medios; lo esencial es que el hombre llegado al poder haya probado luego que merecía ejercerlo. El cadáver fue quemado a orillas del mar, poco después de mi llegada, a la espera de los funerales triunfales que se celebrarían en Roma. Casi nadie asistió a la sencilla ceremonia cumplida al alba; no fue más que el último episodio de los largos cuidados domésticos proporcionados por las mujeres a la persona de Trajano. Matidia lloraba a lágrima viva; la vibración del aire en torno de la pira borraba los rasgos de Plotina. Serena, distante, un poco demacrada por la fiebre, se mantenía como siempre claramente impenetrable. Atiano y Crito cuidaban de que todo se consumara decorosamente. La pequeña columna de humo se disipó en el pálido aire de la mañana sin sombras. Ninguno de mis amigos aludió a los incidentes de los días que precedieron a la muerte del emperador. Evidentemente su consigna era la de callar; la mía consistió en no hacer preguntas peligrosas. El mismo día la emperatriz viuda y sus familiares se embarcaron rumbo a Roma. Volví a Antioquía, acompañado a lo largo del camino por las aclamaciones de las tropas. Una calma extraordinaria se había adueñado de mí: la ambición y el temor parecían una pesadilla terminada. Siempre había estado decidido a defender hasta el fin mis probabilidades imperiales, pasara lo que pasare; pero el acto de adopción, lo simplificaba todo. Mi propia vida ya no me preocupaba; podía pensar otra vez en el resto de los hombres. |