Entrevista a Ivone Gebara, brasileña, monja y feminista




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Los Juegos Olímpicos militarizados recuerdan a “1984″ de Orwell

Finian Cunningham (Global Research)

01.Ago.12 :: Batalla de ideas

En 2012 Londres volverá a parecerse a una zona de guerra debido a la espuria “guerra contra el terrorismo” a la que se han lanzado el gobierno británico y su aliado estadounidense, ambos en busca del dominio tanto en el extranjero como interno.

Los Juegos Olímpicos de Londres están adquiriendo rápidamente el aspecto de una vasta operación militar terrestre y aérea, en vez del de un acontecimiento deportivo internacional.

En vez del sentimiento de fraternidad internacionalista que deberían encarnar los Juegos Olímpicos, en Londres reina una atmósfera amenazante de país en guerra con misiles tierra-aire desplegados en los tejados de viviendas, los acorazados de la Marina en estado de alerta y los cazas y helicópteros de las Reales Fuerzas Aéreas patrullando los cielos de la capital británica.

Los Juegos empiezan dentro de una semana [el 27 de julio]. Entre los recientes acontecimientos figura el anuncio del ministerio británico de Defensa de que quiere que se desplieguen 3.500 soldados suplementarios para garantizar la seguridad de las treinta sedes que acogen los acontecimientos deportivos. Se añaden a los 13.500 militares ya asignados a la protección del público y de los equipos deportivos contra los riesgos de un ataque terrorista.

El general británico Sir Nick Parker, que supervisa los dispositivos de seguridad, declaró que uno de las contingencias para las que se están preparando consiste en hacer frente a un “suceso tipo 11 de septiembre”.

El despliegue total de tropas en Londres y sus alrededores supone 7.000 personas más que las que están en las actuales operaciones británicas en Afganistán.

Esta cantidad se añade a los 10.000 policías suplementarios y a una división de 10.000 agentes de seguridad privados. La causa del más reciente reclutamiento de soldados suplementarios fue la revelación hecha por G45, la empresa privada de seguridad contratada para los Juegos Olímpicos, de que no sería capaz de satisfacer las necesidades en términos de efectivos para garantizar la seguridad de los Juegos.

El portavoz del ministerio de Defensa reconoció sin querer la militarización de los Juegos Olímpicos cuando declaró: “Muchas de las personas con las que se encontrará el público en el punto de entrada de cada acontecimiento olímpico será ahora un miembro en activo de las fuerzas armadas”.

Por su parte Boris Johnson, el inconformista alcalde de Londres, afirmó: “El alcalde se toma muy en serio la cuestión de la seguridad de los Juegos y debería reconfortarnos el hecho de tener a nuestra disposición los hombres y mujeres militares mejores y más valientes del mundo”.

El mayor acorazado de la Armada Real, HMS Ocean, se amarrará en Greenwich en el Támesis y servirá de centro de mando dedicado a la logística durante los Juegos. También servirá de base para los helicópteros Lynx, equipados con tiradores de elite, que harán constantes salidas por los cielos de la capital.

También se han asignado marines a barcos patrulla y canoas neumáticas para patrullar el emblemático río que transcurre entre los monumentos históricos de Londres.

La Real Fuerza Aérea (RAF, por sus siglas en inglés) patrullará además los cielos de la capital con helicópteros Puma y aviones caza Typhoon desde la base militar Northolt de la RAF, al oeste de Londres, y desde la de Ilford al este de la ciudad.

Pero el despliegue más controvertido ha sido la instalación de baterías de misiles tierra aire en edificios de viviendas en el empobrecido y decrépito barrio del East End de Londres. Residentes en este barrio acaban de perder la batalla judicial que tenía como objetivo impedir la instalación de baterías Rapier SAM.

Las comunidades locales formadas principalmente por clase obrera se han opuesto a la militarización de sus barrios. Además, han puesto en duda la seguridad de sus residente en caso de que se utilicen las armas para abatir un avión sospechoso de ser utilizado para atentados terroristas. Uno de ellos declaró: “¿Qué ocurrirá si se rocían nuestras casas de desechos?”.

La invasión militar de los barrios durante las cuatro semanas de los Juegos Olímpicos ha exacerbado la irritación provocada por este colosal espectáculo. Zonas del este de Londres como Tower Hamlets y Waltham Forest se sitúan a la sombra de las instalaciones construidas expresamente para los Juegos. Se calcula que el coste total de la organización de los Juegos Olímpicos, incluyendo la gigantesca operación de seguridad, alcanzará entre 20.000 y 40.000 millones de dólares, una cantidad que en gran parte asumirán por los contribuyentes. Todo ello en un momento en el que el gobierno británico está en pleno periodo de restricciones presupuestarias y draconianas medidas de austeridad que han eliminado unos gastos públicos del orden de los 140.000 millones de dólares.

Comunidades socialmente desfavorecidas del East End londinense han pagado los platos rotos de las reducción presupuestaria necesaria para equilibrar la contabilidad del Tesoro, en peligro debido a los generosos miles de millones destinados a salvar bancos privados corruptos.

Con el paro y las privaciones que se viven profundamente en zonas como el East End londinense, pocos de sus residentes tendrán medios de asistir a los Juegos Olímpicos: las entradas llegan a alcanzar los 3.000 dólares.

Dada la yuxtaposición de este extravagante acontecimiento y su estridente patrocinio corporativo con la lúgubre y extendida pobreza de muchos londinenses, con un telón de fondo de operaciones militares y de vigilancia a gran escala, existe una sobrecogedora sensación que recuerda a la novela de George Orwell, 1984.

Este relato ya clásico de Orwell de un autoritario Estado policial se desarrolla principalmente en Londres, convertido en la capital de Airstrip One, una provincia del super-Estado estadounidense, Oceanía. La empobrecida mayoría de la población, los “prolos”, tenía que contentarse con pubs sórdidos y la vana esperanza de ganar una lotería semanal, mientras que el “círculo interno” trata con prepotencia a las masas. Unos poderes de excepción y un permanente estado de guerra mantiene a los prolos en su posición de servidumbre. En 1984 de Orwell la idea de que el supuesto estado de guerra y los futuros ataques de enemigos anónimos son una estratagema de la elite para infundir temor a las masas es también más que una sospecha.

Con la fundamental participación del gobierno británico en la “guerra global contra el terrorismo” de Estados Unidos y las pruebas de que la inteligencia británica actuó en connivencia con los denominados atentados terroristas en el metro de Londres del 7 de julio de 2005, 1984 de Orwell da la impresión de que la vida imita cada vez más al arte.

1984 se publicó en 1949, un año después de la celebración de los Juegos Olímpicos en Londres. Estos Juegos tuvieron lugar inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando gran parte del perfil de la ciudad de Londres seguía devastado por la guerra relámpago de la Luftwaffe alemana.

En 2012 Londres volverá a parecerse a una zona de guerra debido a la espuria “guerra contra el terrorismo” a la que se han lanzado el gobierno británico y su aliado estadounidense, ambos en busca del dominio tanto en el extranjero como interno.

Finian Cunningham es corresponsal del Centro de Investigación sobre la Globalización en Oriente Próximo y África Oriental. Su correo es cunninghamfinian@gmail.com

Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos. 01-08-2012

Noam Chomsky: Cómo la Carta Magna se convirtió en Minor Carta



The Guardian

En unas cuantas generaciones llegaremos al milenario de la Carta Magna, uno de los grandes acontecimientos en el establecimiento de los derechos civiles y humanos. No está del todo claro que vaya a celebrarse, a llorarse o a ignorarse.

Y eso debería ser objeto de inmediata y grave preocupación. Lo que hagamos o dejemos de hacer hoy determinará el tipo de mundo que salude ese acontecimiento. No es una perspectiva atractiva si persisten las actuales tendencias, y no es la menor de ellas que la gran carta se esté haciendo trizas ante nuestros ojos. .

La primera edición académica de la Carta Magna la publicó el eminente jurista William Blackstone. No fue tarea fácil. No había disponible ningún texto bueno. Tal como escribió, "el cuerpo de la carta se lo comieron, por desgracia, las ratas", un comentario que comporta hoy un sombrío simbolismo, ante la tarea que las ratas dejaron inacabada.

La edición de Blackstone comprende en realidad dos cartas, que tienen por título la Carta Grande y la Carta del Bosque. La primera, la Carta de las Libertades, se reconoce de modo generalizado como cimiento de los derechos fundamentales de los pueblos de habla inglesa, o tal como dijera de modo más expansivo Winston Churchill, "la carta de cualquier hombre que se respetara en cualquier tiempo y lugar". Churchill se refería concretamente a la reafirmación de la Carta por parte del Parlamento en la Petición de Derecho, que imploraba al Rey Carlos [I] que reconociera que es la ley la soberana, no el Rey. Carlos se avino a ello por breve tiempo, pero pronto violó su juramento, dejando lista la escena para una mortífera guerra civil.

Tras un amargo conflicto entre el Rey y el Parlamento, se restauró el poder de la realeza en la persona de Carlos II. En la derrota, no se olvidó la Carta Magna. Uno de los dirigentes del Parlamento, Henry Vane, fue decapitado. Trató de leer una alocución en el patíbulo, pero la ahogaron las fanfarrias para garantizar que tan escandalosas palabras no llegaran a oídos de las multitudes que vitoreaban. Su grave delito había consistido en redactar una petición denominando al pueblo "origen de todo poder justo" en la sociedad civil, no al Rey ni siquiera a Dios. Era esa la postura por la que abogó contundentemente Roger Williams, fundador de la primera sociedad libre en lo que hoy es el estado de Rhode Island. Sus heréticas opiniones influyeron en Milton y Locke, aunque Williams fue mucho más lejos, fundando la doctrina moderna de separación de la Iglesia y el Estado, todavía bastante recusada en las democracias liberales.

Como suele ser el caso, la aparente derrota llevó sin embargo adelante la lucha por la libertad y los derechos. Poco después de la ejecución de Vane, el rey Carlos otorgó una Carta Real a las plantaciones de Rhode Island, declarando que "la forma de gobierno es democrática", y además que el gobierno podía proclamar la libertad de conciencia para papistas, ateos, judíos, turcos, hasta para los cuáqueros, una de las sectas más temidas y maltratadas de todas las que hicieron su aparición en aquellos turbulentos días. Todo esto resultaba asombroso en el clima de la época.

Pocos años más tarde, la Carta de Libertades se vio enriquecida por la Ley de Habeas Corpus de 1679, que tenía formalmente como título "Ley para mejor asegurar la libertad del súbdito y para evitar la prisión en ultramar". La Constitución norteamericana, que toma prestado de la common law inglesa, afirma que "no se suspenderá la declaración de habeas corpus" salvo en caso de rebelión o invasión. En una decisión unánime, el Tribunal Supremo de los EE.UU. sostuvo que los derechos garantizados por esta Ley fueron "[c]onsiderados por los Fundadores [de la República Norteamericana] como la más alta salvaguarda de la libertad". Todas estas palabras deberían hoy en día tener resonancia.

La Segunda Carta y los comunes

La significación de la carta que la acompañaba, la Carta del Bosque, no es menos honda y acaso sea hoy incluso más relevante, tal como ha explorado en detalle Peter Linebaugh en su estimulante historia, ricamente documentada, de la Carta Magna y su posterior trayectoria. La Carta del Bosque exigía la protección de los bienes comunales de poderes exteriores. Los bienes comunales eran fuente de sustento de la población general: su combustible, sus alimentos, sus materiales de construcción, todo lo que era esencial para la vida. El bosque no era la selva primitiva. Había sido cuidadosamente desarrollado a lo largo de las generaciones, mantenido en común, con sus riquezas a disposición de todos, y preservado para las futuras generaciones: prácticas que se encuentran hoy primordialmente en sociedades tradicionales que se hallan amenazadas a lo largo y ancho del mundo.

La Carta del Bosque imponía límites a la privatización. Los mitos de Robin Hood captan la esencia de sus preocupaciones (y no resulta en nada sorprendente que la popular serie televisiva de los años 50, Las aventuras de Robin Hood, fuera anónimamente escrita por guionistas de Hollywood represaliados en la lista negra por sus convicciones de izquierda). Ya para el siglo XVII, con todo, esta Carta había caído victima del ascenso de la economía mercantil y las prácticas y la moralidad capitalistas.

Perdida para los bienes comunales la protección del cuidado y uso cooperativos, los derechos de la gente del común se vieron restringidos a lo que no podía privatizarse, una categoría que continúa menguando hasta su práctica invisibilidad. En Bolivia, el intento de privatizar el agua se vio finalmente derrotado por un levantamiento que llevó al poder por vez primera en su historia a la mayoría indígena. El Banco Mundial acaba de dictaminar que la multinacional minera Pacific Rim puede proceder con su demanda contra el Salvador por tratar de preservar tierras y comunidades de una minería de oro enormemente destructiva. Las restricciones de orden medioambiental amenazan con privar a la empresa de futuros beneficios, delito que debe castigarse de acuerdo con las reglas que el régimen de derechos del inversor ha etiquetado mal como "libre comercio". Y esto no es más que una minúscula muestra de las luchas en curso en buena parte del mundo, algunas de las cuales entrañan una extrema violencia, como en el Congo Oriental, donde han muerto millones de personas en años recientes para asegurar un amplio suministro de minerales para los teléfonos móviles y otros usos, y por supuesto amplios beneficios.

El ascenso de las prácticas y la moralidad capitalistas aportó una radical revisión de cómo se trataban los bienes comunales, y también de cómo se conciben. La vision hoy predominante la reproduce el influyente argumento de Garrett Hardin de que "la libertad en los bienes comunales termina por arruinarnos a todos": lo que no tiene propiedad será destruido por la avaricia individual.

Su equivalente internacional se cifraba en el concepto de terra nullius, empleado para justificar la expulsión de las poblaciones indígenas en las sociedades coloniales de pobladores de la Angloesfera, o su "exterminio", tal como describieron los padres fundadores de la república norteamericana lo que estaban haciendo, a veces con remordimientos, una vez llevado a cabo. De acuerdo con tan útil doctrina, los indios no tenían derechos de propiedad, puesto que no eran más que nómadas en una agreste naturaleza virgen. Y los colonos que trabajaban duro podían crear valor allí donde no lo había dando un uso comercial a esa misma naturaleza virgen

En realidad, los colonos eran más listos y hubo elaborados procedimientos de adquisición y ratificación por parte de la corona y el parlamento, posteriormente anulados por la fuerza cuando esas malvadas criaturas se resistieron a su exterminio. La doctrina se le atribuye a menudo a John Locke, pero eso es dudoso. Como administrador colonial, entendió lo que estaba sucediendo y no hay base en sus escritos para atribuírselo, tal como han demostrado los especialistas académicos contemporáneos de forma convincente, y en especial la obra del especialista australiano Paul Corcoran (fue, de hecho, en Australia, donde esta doctrina se aplicó con mayor brutalidad).
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