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ALFABETO DEL CRIMEN

T

de Trampa

Sue Grafton
Título original: «T» is for Trespass

1.ª edición: enero de 2009

2ª edición: abril de 2009

© 2007 by Sue Grafton

Todos los derechos reservados

Edición publicada de acuerdo con G.P. Putman’s Sons,

miembro de Penguin Group (USA) Inc.

© de la traducción: Carlos Milla Soler, 2009

Diseño de la colección: Guillemot-Navares

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A. – Cesare Cantù, 8 - 08023 Barcelona

ISBN de la obra completa: 84-7223-147-4

ISBN: 84-8383-113-7

Depósito legal: B. 14.937-2009

Fotocomposición: Foinsa-Edifilm, S.L.

Impresión: Limpergraf, S.L. – Mogoda, 19-31 – 08210 Barberà del Vallès –

Encuadernación: Reinbook

Impreso en España

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Índice

Solana 9

Diciembre de 1987 13

Solana 17

Solana 59

Solana 108

Solana 159

Solana 210


Para Elizabeth Gastiger, Kevin Frantz

y Barbara Toohey, con admiración y afecto

AGRADECIMIENTOS

La autora desea agradecer su inestimable ayuda a las siguientes personas: Steven Humphrey; Joe B. Jones, farmacéutico (jubilado); John Mackall, abogado, de Seed Mackall SRL; Dan Trudell, presidente de ARS, Accident Reconstruction Specialists [Especialistas en Reconstrucción de Accidentes]; Robert Failing, patólogo forense (jubilado); Sylvia Stallings y Pam Taylor, de la inmobiliaria Sotheby's International Realty; Sally Giloth; Barbara Toohey; Greg Boller, ayudante del fiscal, Fiscalía del Distrito del Condado de Santa Barbara; Randy Reetz, de la Cámara de Comercio de Santa Barbara; Sam Eaton, abogado, del Bufete Eaton & Jones; Ann Cox; Ann Marie Kopeikan, directora de Enfermería Vocacional; Lorraine Malachak, especialista en Programas de Apoyo de Enfermería, y Eileen Campbell, en Administración del Santa Barbara City College; Christine Estrada, administrador del Tribunal del Condado de Santa Barbara, de los Registros y Archivos de la Audiencia; Liz Gastiger; Boris Romanowski, agente de libertad condicional, del Departamento Correccional del Estado de California; Lynn McLaren, investigadora privada; Maureen Murphy, de Maureen Murphy Fine Arts; Laurie Roberts, fotógrafa; y Dave Zanolini, de United Process Servers, agentes notificadores.

Prólogo

No quiero pensar en los depredadores de este mundo. Me consta que existen, pero prefiero centrarme en lo mejor de la naturaleza humana: la compasión, la generosidad, la voluntad de acudir en ayuda de los necesitados. Este sentimiento puede parecer absurdo, dada nuestra ración diaria de noticias que nos cuentan con todo lujo de detalle robos, agresiones, violaciones, asesinatos y otras fechorías. A los cínicos de este mundo debo de parecerles idiota, pero me aferro a la bondad, y procuro, siempre que puedo, separar a los malvados de aquello de lo que puedan sacar beneficios. Sé que siempre habrá alguien dispuesto a aprovecharse de los vulnerables: los más jóvenes, los más viejos y los inocentes de cualquier edad. Lo sé por mi larga experiencia.

Solana Rojas era una de ésas...

1

Solana

Tenía un nombre verdadero, claro está —el que le pusieron al nacer y utilizó la mayor parte de su vida—, pero se lo había cambiado. Ahora era Solana Rojas, la persona cuya identidad había usurpado. Atrás quedó la mujer que fue en otro tiempo, erradicada al adquirir su nueva personalidad. Para ella, resultó tan fácil como respirar. Era la menor de nueve hermanos. Su madre, Marie Terese, dio a luz a su primer hijo, un niño, a los diecisiete años; y al segundo, también varón, a los diecinueve. Los dos fueron fruto de una relación jamás bendecida por el matrimonio, y si bien las dos criaturas llevaban el apellido de su padre, nunca lo conocieron. Encarcelado por tráfico de drogas, murió en prisión, asesinado por otro recluso en una reyerta a causa de un paquete de tabaco.

A los veintiún años, Marie Terese se casó con un hombre llamado Panos Agillar. Le dio seis hijos en un periodo de ocho años antes de que él la abandonara por otra. A los treinta años se encontró sola y sin un céntimo, con ocho hijos de edades comprendidas entre los tres meses y los trece años. Volvió a casarse, esta vez con un hombre responsable y trabajador, de más de cincuenta años. Éste engendró a Solana, la primera hija de él y la última de su madre, y la única en común.

De niños, los hermanos de Solana reclamaron para sí todos los papeles obvios en una familia: el atleta, el soldado, el payaso, el buen estudiante, el teatrero, el timador, el santo y el manitas. En ella recayó el papel de botarate. Al igual que su madre, quedó embarazada de soltera y dio a luz a los dieciocho años recién cumplidos. A partir de ese momento, su vida fue una sucesión de desdichas. Nada le salía bien. Vivía al día, sin ahorros y sin la menor previsión de futuro. O eso suponía su familia. Sus hermanas le daban consejos y recomendaciones, la sermoneaban e intentaban persuadirla con zalamerías, y al final se daban por vencidas, pues sabían que Solana nunca cambiaría. Sus hermanos expresaban su exasperación, pero al final acostumbraban reunir el dinero necesario para sacarla de sus apuros. Nadie advirtió lo astuta que era.

Era camaleónica. El papel de perdedora era su disfraz. No se parecía a ellos, no se parecía a nadie, pero tardó años en comprender plenamente sus propias diferencias. Al principio pensó que su singularidad era fruto de la dinámica familiar, pero ya al comienzo de la educación primaria empezó a tomar conciencia de la realidad. En ella no se daban los lazos emocionales que unían a los otros alumnos entre sí. Actuaba como un ser aparte, sin empatía. Fingía ser como las demás niñas y niños de su clase, con sus peleas y sus lágrimas, su parloteo, sus risas y sus esfuerzos por destacar. Observaba su comportamiento y los imitaba fundiéndose con su mundo hasta parecer casi igual a ellos. Intervenía en las conversaciones, pero sólo para aparentar que le hacía gracia un chiste o para repetir lo que oía. No discrepaba. No daba su opinión porque no la tenía. No expresaba deseos ni necesidades propias. La mayor parte del tiempo era invisible —un espejismo o un fantasma— y buscaba maneras de aprovecharse de sus compañeros. Mientras éstos permanecían ensimismados y ajenos a todo, ella estaba híper atenta. Lo veía todo y nada le importaba. A los diez años sabía ya que sólo era cuestión de tiempo encontrar la manera de usar su talento para el camuflaje.

A los veinte desaparecía tan rápido y de forma tan automática que a menudo ella misma no era muy consciente de haberse ausentado de la habitación. Tan pronto estaba allí como dejaba de estar. Era una compañera ideal, porque adoptaba la imagen de la persona que tenía delante y se volvía igual que ella. Dominaba la mímica y la imitación. Como es natural, la gente la apreciaba y confiaba en ella. También era la empleada ideal: responsable, resignada, incansable, dispuesta a hacer cuanto se le pedía. Llegaba temprano al trabajo. Se quedaba hasta tarde. De tal forma que parecía una persona desinteresada cuando, en realidad, todo le traía sin cuidado, salvo por lo que se refería a perseguir sus propios intereses.

En cierto modo, el subterfugio le había sido impuesto. Casi todos sus hermanos habían terminado los estudios y en ese momento de sus vidas parecían haber llegado más lejos que ella. Se sentían bien consigo mismos ayudando a su hermana menor, cuyas perspectivas, en comparación, eran lamentables. Si bien Solana aceptaba de buen grado su generosidad, no le gustaba estar subordinada a ellos. Para sentirse en pie de igualdad, había acumulado una considerable suma de dinero, que tenía en el banco en una cuenta secreta. Prefería que no supieran lo mucho que había mejorado su suerte en la vida. Su hermano inmediatamente mayor, el que había estudiado derecho, era el único que le servía de algo. Trabajar le gustaba tan poco como a ella, y no le importaba apartarse de las reglas si le salía a cuenta.

Ya con anterioridad, en dos ocasiones, había tomado prestada una identidad y se había convertido en otra persona. Pensaba con cariño en sus otras identidades, como haría uno con viejos amigos que se habían trasladado a otro estado. Al igual que un actor del Método, tenía un nuevo papel que interpretar. Ahora era Solana Rojas, y en eso concentraba toda su atención. Se envolvía en su nueva identidad como en una capa, sintiéndose segura y protegida en la personalidad que había adoptado.

La Solana original —aquella cuya vida había tomado prestada— era una mujer con la que trabajó durante unos meses en la sala de convalecientes de una residencia para ancianos. La auténtica Solana, en quien ahora pensaba como «la Otra», era enfermera diplomada de grado medio. También ella había estudiado enfermería. La única diferencia entre las dos era que la Otra se había titulado, en tanto que ella había abandonado los estudios sin acabar el curso. La culpa fue de su padre, que murió, y luego nadie se ofreció a pagar su educación. Después del funeral, su madre le pidió que dejara de estudiar y buscara un empleo, y eso hizo. Encontró trabajo primero limpiando casas y luego como auxiliar de enfermería, intentando convencerse de que era una auténtica enfermera, como lo habría sido si hubiese acabado el curso en el City College. Sabía hacer todo lo que hacía la Otra, pero no estaba tan bien pagada porque carecía de titulación. ¿Era eso justo?

Había elegido a la Solana Rojas auténtica del mismo modo que había elegido a las otras. Se llevaban doce años, pues la Otra tenía sesenta y cuatro y ella cincuenta y dos. En el aspecto físico no se parecían mucho, pero sí lo suficiente a ojos de un observador accidental. Ella y la Otra eran poco más o menos de la misma estatura y peso, aunque sabía que el peso no era de gran importancia. Las mujeres ganaban y perdían kilos continuamente, así que si alguien advertía la diferencia, tenía fácil explicación. El color del cabello era otro rasgo intrascendente. El pelo podía ser del color o el tono de cualquiera de los tintes que se vendían en las tiendas. Ya había pasado de morena a rubia y de rubia a pelirroja en ocasiones anteriores, colores todos en marcado contraste con el gris natural que tenía desde los treinta años.

En el último año se había oscurecido el pelo poco a poco hasta que el parecido con el de la Otra era notable. Una vez, una empleada nueva de la sala de convalecencia las tomó por hermanas, cosa que la satisfizo mucho. La Otra era hispana, y ella no. No obstante, podía hacerse pasar por hispana si quería. Sus antepasados eran mediterráneos: italianos y griegos con algún que otro turco por medio, todos ellos de piel aceitunada y cabello oscuro con grandes ojos oscuros. Cuando estaba en compañía de personas de ascendencia anglosajona, si permanecía callada e iba a la suya, todos daban por supuesto que apenas hablaba inglés. Gracias a ello, se mantenían en su presencia conversaciones como si ella no entendiese una palabra. En realidad, lo que no hablaba era el español.

Sus preparativos para apropiarse de la identidad de la Otra habían dado un brusco giro el martes de la semana anterior. El lunes, la Otra anunció a sus compañeras que dejaría el trabajo en la residencia al cabo de quince días. Había pensado dedicarse a estudiar a tiempo completo, y quería tomarse un descanso antes del curso, que pronto empezaría. Para ella, ésa fue la señal de que había llegado el momento de poner en marcha su plan. Necesitaba robarle la cartera a la Otra, porque el carnet de conducir era vital para sus maquinaciones. Nada más pensarlo, surgió la ocasión. Así era la vida para ella: se le presentaban una oportunidad tras otra para su desarrollo y avance personal. No había recibido muchos privilegios en la vida, y los que tenía se había visto obligada a creárselos ella misma.

Se encontraba en la sala de enfermeras cuando la Otra volvió de una visita al médico. Había estado enferma hacía un tiempo y, si bien el mal remitía, debía someterse a frecuentes revisiones. Dijo a todos que para ella el cáncer había sido una bendición. Ahora valoraba más la vida. Su enfermedad la había impulsado a poner en orden sus prioridades. La habían aceptado en la universidad, donde haría un master en gestión sanitaria.

La Otra colgó el bolso en su taquilla y lo tapó con un jersey. Sólo había un colgador, ya que al otro se le había caído un tornillo y pendía inservible. La Otra cerró la taquilla sin teclear la clave en la cerradura de combinación. Lo hacía así para que al final del día fuera más fácil y rápido abrir la puerta.

Solana esperó, y cuando la Otra se marchó al puesto de enfermeras, se puso unos guantes de látex desechables y dio un tirón a la puerta de la taquilla. En un santiamén abrió la puerta, metió la mano en el bolso de la Otra y sacó el billetero. Extrajo el carnet de conducir del compartimento transparente y volvió a guardar el billetero, invirtiendo los pasos tan limpiamente como si rebobinara la secuencia de una película. Se quitó los guantes y se los metió en el bolsillo del uniforme. Se colocó el carnet debajo de la plantilla Dr. Scholl del zapato derecho. Aunque en realidad nadie sospecharía de ella. Cuando la Otra echase de menos el carnet, supondría que lo había olvidado en algún sitio. Siempre era así. La gente atribuía esas cosas a sus propios descuidos y distracciones. Rara vez se les ocurría acusar a otra persona. En este caso, nadie pensaría en señalarla a ella, porque siempre se mostraba atenta con los demás.

Para llevar a cabo el resto del plan esperó a que la Otra terminara su turno y el personal administrativo diera por concluida la jornada. Todos los despachos de la parte delantera quedaron vacíos. Como era habitual los martes por la noche, las puertas de los despachos permanecían abiertas para que entrara el personal de la limpieza. Mientras éste estaba enfrascado en su trabajo, era fácil entrar y buscar las llaves de los archivadores cerrados. Las llaves se guardaban en el escritorio de la secretaria, y bastaba con cogerlas y usarlas. Nadie cuestionó su presencia, y dudaba que alguien recordase más tarde que había pasado por allí. Una agencia externa se encargaba de la limpieza. El trabajo de las mujeres consistía en pasar el aspirador, quitar el polvo y vaciar las papeleras. ¿Qué sabían ellas del funcionamiento interno de la sala de convalecencia en una residencia de la tercera edad? Por lo que a ellas se refería —visto su uniforme—, era una auténtica enfermera diplomada de grado medio, una persona de buena posición y digna de respeto, autorizada a hacer lo que se le antojase.

Sacó el formulario que la Otra había rellenado al solicitar el empleo. Esas dos páginas contenían todos los datos necesarios para adoptar su nueva vida: fecha y lugar de nacimiento —Santa Teresa—, número de la Seguridad Social, formación, número de la licencia de enfermera y el anterior empleo. Fotocopió el documento y las dos cartas de recomendación adjuntas al expediente de la Otra. Hizo copias de las evaluaciones del rendimiento profesional de la Otra y sus revisiones salariales, sintiendo un arrebato de ira al ver la humillante diferencia entre los sueldos de ambas. Pero ya no tenía sentido sulfurarse por eso. Volvió a guardar los papeles en la carpeta y a colocar el expediente en el cajón, que acto seguido cerró con llave. Dejó las llaves en el cajón del escritorio de la secretaria y salió de la oficina.

2

Diciembre de 1987

Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada en la pequeña ciudad de Santa Teresa, en el sur de California, a doscientos cincuenta kilómetros al norte de Los Angeles. Tocaba a su fin 1987, un año en que, según los análisis del índice de delincuencia realizados por el Departamento de Policía de Santa Teresa, se habían cometido 5 homicidios, 10 atracos a bancos, 98 allanamientos de morada, 309 detenciones por robo de vehículos y 514 por hurtos en establecimientos comerciales, todo ello en una población de 85.102 habitantes, excluyendo Colgate al norte de la ciudad y Montebello al sur.

En California era invierno, lo que significaba que el día declinaba a las cinco de la tarde. A esa hora empezaban a encenderse las luces por toda la ciudad. Las chimeneas de gas estaban ya en marcha y llamas azules se enroscaban en torno a las pilas de troncos falsos. En algún lugar de la ciudad se percibía el tenue aroma de leña auténtica quemada. En Santa Teresa crecen pocos árboles de hoja caduca, así que no padecemos esa triste imagen de las ramas desnudas recortándose contra el cielo gris de diciembre. El césped, las hojas y los arbustos seguían verdes. Los días eran lúgubres, pero manchas de color salpicaban el paisaje: las buganvillas magenta y asalmonadas que florecían durante todo diciembre y hasta febrero. El océano Pacífico estaba frío como el hielo —gris, en continuo movimiento—, y sus playas, desiertas. Durante el día las temperaturas caían por debajo de los diez grados. Todos llevábamos jerséis gruesos y nos quejábamos del tiempo.

A pesar del número de delitos cometidos en Santa Teresa, yo atravesaba una etapa de poco trabajo. La época del año parecía disuadir a los delincuentes de cuello blanco. Posiblemente los desfalcadores andaban ocupados en las compras navideñas, gastando el dinero extraído de las cajas de sus respectivas empresas. Los fraudes en bancos comerciales e hipotecarios iban a la baja, y los timadores del telemárketing vivían momentos de apatía e indiferencia. Por lo visto, ni siquiera los cónyuges al borde del divorcio tenían un ánimo combativo, presintiendo quizá que las hostilidades podían alargarse hasta la primavera. Como de costumbre, continuaba dedicándome a la búsqueda de documentos en los archivos de los registros civiles, pero apenas me llamaban para algo más. Sin embargo, como los pleitos son siempre una modalidad de deporte en pista cubierta muy popular, mantenía cierto nivel de actividad como agente notificador del juzgado, para lo cual disponía de licencia en el condado de Santa Teresa. El trabajo me obligaba a recorrer muchos kilómetros en coche, pero no era agotador y me proporcionaba dinero suficiente para pagar las facturas. Aunque sabía que el periodo de calma no duraría, jamás habría adivinado lo que se avecinaba.

A las ocho y media de la mañana del lunes 7 de diciembre cogí el bolso, la americana y las llaves de mi coche y salí de casa camino de la oficina. Me había saltado mis habituales cinco kilómetros de
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